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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela, #Histórica

Indias Blancas (11 page)

BOOK: Indias Blancas
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Con aquel imperio en apogeo, Abelardo Montes creyó que el mundo se le venía a pique cuando su primogénito y dilecto, Leopoldo Jacinto, le comunicó que se marchaba a Lima a estudiar medicina en la Universidad de San Marcos. Luego de la impresión inicial, Abelardo Montes rompió en bramidos que atrajeron a la familia y a la servidumbre al despacho. Mi abuela intercedió sin mayores resultados y Timoteo Lázaro, el segundo, que, con sus chanzas y buen humor, siempre aplacaba los arranques coléricos de su padre, dejó el despacho a la carrera para no recibir un bastonazo en la crisma. Francisco, el menor de los varones, que le profesaba al patriarca un respeto rayano en el pavor, salió detrás de su hermano Timoteo, mientras Carolina, una niña en aquel entonces, rompió a llorar sin consuelo. Alcira, la única que mantenía la cordura en semejante desquicio, tomó del brazo a la baronesa, a la niña hecha un mar de lágrimas, ahuyentó a la servidumbre y a los criados con un vistazo de hielo y cerró la puerta del estudio, dejando tras de sí al agitado Barón de Pontevedra y a su rebelde vástago, que lo desafiaba con la mirada orgulloso de los Laure y Luque.

Tras una copa de coñac que bebió de un trago, Abelardo Montes intentó persuadir a su hijo por las buenas, para terminar amenazándolo con lo único que podía: quitarle el apoyo económico. Pero el muchacho, que había heredado de su abuelo materno, el Duque de Montalvo, una fuerte cantidad de dinero, suficiente para costear los estudios en el Perú y llevar una vida de canónigo, le repitió con parsimonia que emprendería su viaje en una semana.

Durante los cinco años de ausencia de Leopoldo Jacinto Montes, no existió entre él y su padre contacto epistolar. Abelardo se encontraba al tanto de que su hijo era el primero de la clase, que recibía tentadores ofrecimientos por parte de los profesores y que su tesis de fin de curso acerca del aparato circulatorio había recibido los elogios del propio decano, porque María del Pilar lo comentaba al resto de la familia durante las comidas. En ocasiones, leía párrafos enteros de las cartas de Leopoldo y, aunque su esposo comía impasiblemente, ella sabía que no perdía detalle.

Leopoldo Montes regresó a Buenos Aires en el verano de 1819, más apuesto y gallardo que nunca, en opinión de Alcira, lleno de libros y notas que había acumulado a lo largo de su carrera, y de ganas de trabajar. Alquiló una habitación en el hotel de Mrs. Clarke, único hospedaje aceptable de la ciudad, y, antes de desempacar, envió una esquela a la mansión de los Montes avisando de su llegada. Llamaron a la puerta una hora más tarde. Leopoldo se apresuró a abrir, embargado por la emoción del reencuentro con su madre y sus tres hermanos, a quienes había echado muchísimo de menos, en especial, a su adorada Carolita.

Abrió la puerta y la euforia se desvaneció: era su padre. Abelardo Montes había envejecido ostensiblemente durante esos cinco largos años. Le notó muy encanecidos el pelo y el bigote, arrugas profundas en la frente y en torno a los ojos, y el vientre un poco abultado; se le habían engrandecido los pabellones de las orejas y la papada le colgaba bajo el mentón. Con todo, Leopoldo terminó por aceptar que el tiempo no había conseguido doblegar al viejo patriarca, que aún ostentaba una figura avasallante y ese aire aristocrático conseguido a fuerza de proponérselo.

Leopoldo sufrió una conmoción al notar los ojos de su padre llenos de lágrimas. Abelardo Montes dio un paso al frente y lo abrazó. Le rogó que abandonara ese hotelucho de mala muerte y que regresara a su casa, donde lo aguardaban su madre y hermanos; no tenía sentido esa situación, el lugar del hijo del Barón de Pontevedra era su mansión en el barrio de la Merced, no ese recinto sin clase ni boato. Le dijo, por fin, que cualquier diferencia del pasado se hallaba zanjada y que se enorgullecía de ser el padre del doctor Leopoldo Jacinto Montes.

Leopoldo volvió al hogar, en parte porque la herencia del abuelo Laure y Luque había menguado considerablemente, y en parte porque ansiaba regodearse una vez más en la familiaridad y lujo de su casa paterna, harto de habitar en pensiones, de comer revoltijos misteriosos y de extrañar una tina de agua caliente, un buen jabón y las toallas y sábanas que Alcira perfumaba con vetiver. En la mansión de la calle de la Santísima Trinidad lo preocupó el deterioro físico de María del Pilar, más delgada y encorvada a causa del esfuerzo que hacía para respirar, vulnerable como una amapola; cuando la apretujó contra su pecho, Leopoldo sintió el cuerpecito de una niña entre los brazos.

Timoteo Lázaro (a quien simplemente llamaban Tito) lucía impecable y menos sarcástico, muy entusiasmado con sus estudios de botánica y química que lo habían llevado a comprar una casa en la parte norte de la ciudad, sobre la calle de las Artes, donde funcionaba su laboratorio y, en breve, su botica. Aunque en un principio, y con el fin de no enfadar a su padre ni afligir a su madre, Tito había aceptado a regañadientes trabajar en la administración de los campos y el saladero, pronto se demostró que no tenía talento para esas actividades. El propio Abelardo se libró de un peso cuando su segundo hijo le confesó que le fastidiaba la idea de pasarse la vida entre bosta de vaca y cueros nauseabundos, y se resignó a contar con la ayuda de su hijo Francisco, que, aunque apocado, incluso abúlico, cumplía sus mandatos a rajatabla.

Carolita, la niña pecosa y menuda que Leopoldo había dejado cinco años atrás, lo pasmó con un cuerpo maduro, lleno de curvas y redondeces. Sus facciones no habían heredado la belleza delicada de María del Pilar y, sin embargo, reflejaban, en la piel traslúcida y los ojos claros, el espíritu puro y noble de la infancia, que la embellecía y destacaba del resto. Carolita se abalanzó a los brazos de su hermano mayor, le besó varias veces las mejillas y lo reconvino porque no se había afeitado y el bozo le raspaba la piel. Sin darle tiempo a sentarse, lo puso al tanto de su inminente boda con un rico aristócrata francés, Jean-Émile Beaumont, enviado a las tierras del Plata como cónsul representante de Su Majestad, el rey Luis XVIII.

Leopoldo conoció a su futuro cuñado esa misma noche, en la tertulia que su padre organizó para ufanarse como pavo real entre las familias de fuste y figuración, de su hijo, el doctor Montes, de su mansión abarrotada de excentricidades, y de su yerno, el cónsul francés Jean-Émile Beaumont, un hombre de unos treinta años, viudo y con un hijo pequeño en París, que resultaba agradable y dicharachero, desprovisto de los melindres y artificios de los de su posición, y que se ganó la simpatía de la familia Montes en poco tiempo.

Esa misma noche, Leopoldo también conoció a Ignacia de Mora y Aragón, hija de una prima de Pilarita, doña Cayetana Laure y Luque, que había dejado Madrid entre gallos y medianoche, envuelta en el escándalo y en la más absoluta pobreza. Su esposo, un madrileño emparentado con la casa del Duque de Alba, había muerto de un infarto entre las ancas de una fogosa prostituta luego de perder en la mesa de juego los últimos doblones. Apenas terminados los servicios fúnebres, sin la pompa y las lágrimas que habrían correspondido, doña Cayetana vendió las joyas que le quedaban y se embarcó en Cádiz, junto a su caterva de hijos y bártulos, hacia el Río de la Plata, donde su prima Pilarita la recibiría con los brazos abiertos.

«Aunque muchos creían que lo perseguía por interés, la niña Ignacia amaba a Leopoldo a su modo, —aseguraba Alcira—. Y lo amará hasta el día de su muerte», se atrevía a aventurar. Los sentimientos que Leopoldo inspiraba a su prima Ignacia agradaron a Abelardo Montes, que prefería como mujer de su hijo mayor a una española con sangre noble aunque pobre como las ratas, a una criolla sin antepasados ni tradición. Se ocultó el escándalo de la muerte de don Emiliano de Mora y Aragón, y una historia bien urdida por mi abuelo Abelardo explicó la comprometida situación de la viuda y los hijos: don Emiliano había muerto de un infarto luego de perder su fortuna estafado por un socio.

Ignacia de Mora y Aragón era una beldad, la piel como pétalo de jazmín, los ojos grises, que a veces eran celestes, los labios finos y rosados, y el cabello rubio que ella peinaba en una trenza hasta la cintura. El porte de una reina, mezcla de orgullo y aptitud natural de su cuerpo, la destacaba de entre sus amigas y parientes. Nadie la igualaba en talentos: hablaba el francés con una exquisita pronunciación, tocaba el piano magistralmente, dibujaba a la carbonilla y pintaba con acuarelas, bordaba manteles, toallas y prendas íntimas, y confeccionaba encajes a bolillo que eran la admiración de las matriarcas más diestras. Era célebre su trousseau, que ella mantenía bajo llave en un baúl de sándalo, regalo de su tía Pilarita. Cuando se dignaba a mostrar las prendas, estas despedían aromas exquisitos, gracias a las manzanas verdes pinchadas con clavos de olor y a los ramitos de espliego que disecaba al sol y luego guardaba en bolsitas de tul.

Ignacia de Mora y Aragón visitaba a menudo la casa de su tía Pilarita y, aunque siempre solapadas por excusas, a nadie pasaba por alto que sus cortesías tenían como objeto encontrar a su primo Leopoldo. A nadie, excepto al mismo Leopoldo, que reparaba en Ignacia tanto como en el resto de las mujeres de la casa. Esa indiferencia se convirtió en un desafío para Ignacia, que se volvió más atrevida y osada con el tiempo, tanto que su madre la reconvino la tarde que acomodaba en papel de seda unos pañuelos de lino que había bordado con las iniciales de su primo. «Sólo la prometida de un hombre puede regalarle algo tan íntimo, —argumentó doña Cayetana—. Pronto lo seré», respondió Ignacia, y terminó de envolver los pañuelos, que entregó a su primo momentos después. «¿Es mi onomástica?», se sorprendió Leopoldo y, al levantar la vista y toparse con los ojos grises de su prima, coligió el significado de aquel obsequio. Le agradeció secamente y se marchó, dejando a Ignacia en medio de la sala, un tanto confundida, un tanto contrariada.

La noticia de los pañuelos bordados de Ignacia se supo de inmediato en lo de Montes, y, aunque mi abuela Pilarita lo vio con malos ojos (no era actitud de una niña decente descubrir sus sentimientos a un hombre), mi abuelo Abelardo creyó que se trataba de una excelente oportunidad para echar la soga al cuello del despistado de su hijo mayor, que sólo vivía para el Protomedicato, la oficina de vacunación del doctor Seguróla y las visitas a sus pacientes, no todos del barrio de la Merced y de Santo Domingo. Habían llegado a sus oídos historias alarmantes acerca de que su hijo curaba heridas de esclavos castigados, además de sus pestes y enfermedades, que atendía gratis a los trabajadores del saladero y a sus familias, incluso, que había asistido en un parto a una mujer de la mala vida. Sin duda, aquella propensión a la estolidez no la había heredado de él, Abelardo Montes, Barón de Pontevedra, y lo enfurecía pensar que Leopoldo, que podía convertirse en el médico más destacado de Buenos Aires, terminara ensuciándose tas manos con las pústulas y los achaques crónicos de los muertos de hambre.

Leopoldo reconocía que su prima Ignacia reunía las condiciones de una excelente esposa. Cierto que resultaba algo presumida, caprichosa y un tanto artera, porque, al saberse hermosa y admirada, echaba mano de esos atributos para conseguir sus propósitos. De todos modos, su conversación inteligente, culta y amena junto a sus atractivas facciones habrían hecho mella en el corazón de Leopoldo Montes si para ese entonces Lara Pardo no hubiese existido en su vida.

La botica de Tito en la calle de las Artes comenzó a funcionar pocos meses después de la llegada de su hermano mayor a Buenos Aires, y, repartido entre las horas que atendía al público y las que pasaba en el laboratorio preparando los electuarios, prácticamente no regresaba a la mansión de la calle de la Santísima Trinidad durante la semana. Leopoldo lo visitaba con frecuencia y le compraba medicinas para mis pacientes indigentes. Una mañana lluviosa de invierno en la que Leopoldo discutía con Tito acerca de un caso de fiebre tifoidea, entró en la botica una mujer envuelta en un embozo negro con una canasta pequeña colgada del brazo, que dejó sobre el mostrador para descubrirse. Tito la saludó con familiaridad y la llamó Lara. Era muy joven y llevaba el cabello, negro como el ala de un cuervo, suelto hasta la cintura. A Leopoldo lo hechizaron sus ojos oscuros y profundos, sus pestañas muy vueltas, y el manifiesto contraste entre las cejas gruesas, pobladas y negras, y la piel pálida, como iluminada por luz de luna.

Lara pidió un quermes para su abuela. «Más potente que el de la semana pasada, señor Montes», aclaró, y Tito lanzó un vistazo elocuente a su hermano el médico, que entendió que la enfermedad de la abuela de Lara era un caso perdido. Como no tenía dinero, la muchacha sacó de la canasta media docena de pastelitos rellenos con dulce de batata y los cambió por la medicina. Se embozó nuevamente, saludó con reserva y dejó la botica. Tito engulló un pastelito mientras Leopoldo seguía con la mirada a la muchacha, que se perdía en la primera esquina. «Ni lo sueñes, —advirtió Tito—. Es muy arisca, —explicó—, y más de uno se llevó un mamporro como único premio por cortejarla». Leopoldo le preguntó el nombre completo de la joven «Lara Pardo» y adonde vivía. «En la calle de Cuyo, cerca de la Plaza de Marte», informó Tito. Leopoldo conocía bien esa parte de la ciudad, donde antiguamente habia funcionado la plaza de toros y donde sólo quedaban casuchas y pantanos malolientes que en ocasiones volvían inaccesible la zona.

La primera vez que la visitó, Leopoldo se presentó como médico. «Mi hermano, el señor boticario, me pidió que viniera a ver a su abuela», mintió. Lara lo contempló con incredulidad y enseguida le aclaró que no tenía un centavo para pagar la visita. La casa de Lara, un mechinal oscuro y mal ventilado, acongojó a Leopoldo hasta la cobardía; sin embargo, continuó avanzando en dirección al camastro de la anciana impulsado por un enamoramiento que no había experimentado anteriormente.

La mirada vidriosa e irritada de la abuela de Lara, las mejillas blanquísimas cubiertas de manchones rojos y el silbido constante al respirar, previnieron a Leopoldo que se trataba de un caso de tisis. Le percutió la espalda para asegurarse y entregó a Lara un cordial muy efectivo de la botica de Tito, que en nada ayudaría a curar lo incurable, pero que sería, de gran alivio en los momentos de intenso dolor. La joven bajó la mirada porque no le gustaba que la vieran quebrantarse.

A medida que las visitas del doctor Montes se sucedían, Lara Pardo iba bajando las defensas que acostumbraba a levantar con los hombres que la pretendían. Lara tenía un pobre concepto del sexo opuesto, empezando por su padre, un adinerado comerciante del barrio de Santo Domingo que había seducido y desgraciado a su madre, Blanca Pardo, una lavandera que había muerto de tuberculosis el año anterior a causa de la pésima alimentación y las ominosas condiciones de trabajo. En invierno, cuando el agua del río parecía de deshielo, la madre de Lara enjuagaba incansablemente las prendas que refregaba sobre las piedras y luego estiraba al sol. Por la tarde, cuando el viento sur volaba las ropas secas y el cielo se tornaba de un negro insondable, Blanca Pardo regresaba a su casa con las manos ateridas y abarrotadas de prendas limpias. Mientras un par de mitones se calentaban sobre la tapa de la olla del puchero, Lara le masajeaba los dedos entumecidos con un linimento tibio. Más allá de los cuidados de Lara, las manos de Blanca se fueron estropeando, los nudillos y articulaciones deformándose y los pulmones resintiéndose irremediablemente.

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