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Authors: Frank Westerman

Tags: #Ensayo,Historia

Ingenieros del alma (7 page)

BOOK: Ingenieros del alma
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Ya en época de los zares, ciertos comerciantes emprendedores decidieron explotar los depósitos de sal de Glauber. Y así las playas de la bahía, en las que cristaliza la sal desde mediados de noviembre hasta mediados de marzo, fueron entregadas en concesión a un fabricante de tabaco, una mujer de negocios de San Petersburgo y una sociedad comanditaria. La explotación se realizaba de un modo primitivo: en invierno, los nómadas desplazaban la sal con rastrillos más allá de la línea de la marea; en verano, la transportaban en camellos. La Primera Guerra Mundial alteró el trabajo de los concesionarios, señalando el inicio de una época de caos en la que los piratas campaban por sus respetos. Barcos sin nombre arribaban a altas horas de la noche para ser cargados a toda prisa y poner rumbo a Persia con la bodega llena de
mirabilita.

Ésta era la situación cuando en 1921 Lenin solicitó información detallada sobre esas reservas de minerales. Con motivo de su tesis doctoral, Amansoltan había tenido acceso a las notas personales del dirigente.

—Si está usted muy ocupado, podemos esperar un par de días, pero no más —había advertido Lenin a su consejero científico.

El líder soviético destinó 40.000 rublos de oro para preparar la explotación socialista de la bahía. La expedición de reconocimiento expone en su informe: «La excepcional capacidad de extracción de este lugar convierte la bahía de Kara Bogaz en la fuente más rica de sal de Glauber, no sólo de nuestra patria sino del mundo entero».

Al final fueron los ingenieros soviéticos los que elevaron la extracción de sulfato a escala industrial. La construcción, bajo durísimas condiciones, de un complejo para la química salina junto a Kara Bogaz se convirtió en 1928 en uno de los proyectos de prestigio del Primer Plan Quinquenal de Stalin.

Éstos eran los hechos; podían consultarse en la tesis doctoral de Amansoltan.

Pero yo quería algo más que historias de segunda o tercera mano. Quería visitar esas fábricas químicas situadas en lugares remotos. ¿Seguían en funcionamiento? ¿Era la bahía de Kara Bogaz todavía navegable?

A la historiadora se le escapó una risita nerviosa. Dos de sus colegas especialistas en sal, sentados en la barra, levantaron la vista del zumo de tomate que estaban mezclando meticulosamente, como si de un experimento se tratara, con vodka de una garrafa.

—Imposible.

Reaccioné irritado. ¿Cómo que imposible? Según su tarjeta de visita, la doctora Saparova trabajaba en el Ministerio de Asuntos Químicos turcomano, y yo había confiado en su ayuda. Pero ella me juró que todos los lugares de extracción de sulfato, al igual por cierto que los de fosfato, eran terreno vedado.

—En el período soviético —repliqué—. ¿Ahora también?

A Amansoltan se le endureció el rostro:

—Sin
propusk
no puede uno ni acercarse.

En Rusia, y al parecer también en Turkmenistán, el
propusk
regulaba la vida pública. El
propusk
era un persistente fenómeno soviético que había sobrevivido con éxito a la caída del comunismo. Incluso el derecho a residir en Moscú dependía de un
propusk o
licencia. Quien no dispusiera de una serie de esas tarjetas plastificadas y profusamente selladas no era nadie ni podía entrar en ningún sitio. El
propusk
proporcionaba a los diputados de la Duma acceso a la Duma, a los conductores de tranvía acceso a la cochera de tranvías, a los secretarios acceso a los archivos.

Yo quería saber cómo podía conseguir un
propusk
que me permitiera entrar en Kara Bogaz. ¿Quién los concedía? ¿Tendría más posibilidades si me hacía pasar por experto en sulfato? Pero enseguida caí en la cuenta de que no era el momento de hacer más preguntas.

Ambos tomamos al unísono un sorbo de nuestro té, ya tibio. Inquieto en mi silla, reconduje la conversación hacia tiempos pasados: ¿qué recordaba ella de la vida en el desierto?

Amansoltan, aliviada, me habló de los
boletus.
¿Sabía yo que en el Karakum llovía de forma torrencial una o dos veces al año?

—Y en un par de horas asoman
boletus
por todas partes.

De niña la enviaban a coger esas setas y su abuela las asaba en un fuego alimentado con estiércol de camello.

La científica me hizo saber que «Karakum» significaba en turcomano «arena negra», aunque también había tierras rojas y dunas amarillas de arena fina como en el Sáhara. En el fondo de los profundos despeñaderos crecía el
saksaul
sin hojas, un arbusto espinoso llamado hiperbólicamente «árbol».

—Antes había también guepardos. De vez en cuando éstos se acercaban a cazar un potro o un cordero, pero desde los años cincuenta no se los ha vuelto a ver.

Amansoltan me contó lo mucho que debía a su padre, o mejor dicho, a su padre adoptivo. Su nombre era Rashid, pero se hacía llamar Rashid-Aka; el sufijo Aka indicaba el respeto al que éste aspiró desde joven. En los años veinte su padre se había unido voluntariamente a los bolcheviques. Esto le había ayudado considerablemente a prosperar en la vida; al igual que le sucedería a ella después.

El padre adoptivo de Amansoltan era hijo de una familia de pescadores. Desde niño salía a pescar solo en una faluca, un pequeño barco de vela, en el mar Caspio. El pescado lo vendía en Krasnovodsk, un puerto que fue tomado por los camaradas de un día para otro. Allí, en el muelle, la Revolución le agarró por el cogote: Rashid, el joven pescador, movido por la curiosidad, se dejó reclutar por los guardias rojos y los bolcheviques.

Los representantes del poder soviético raras veces se atrevían a cruzar la cresta de roca basáltica que separaba Krasnovodsk del resto de Turkmenistán. Ese lugar en la costa no era sino una cabeza de puente desde donde emprendían tímidos intentos de pacificación de los
basmachi:
soberbios guerreros a caballo que combatían a las nuevas autoridades con sus alfanjes.

Rashid fue un valioso peón. Era un magnífico jinete. Hacía piruetas sobre un caballo al galope, como un artista de circo. En 1932 llegó a ser proclamado campeón de atletismo de la República Socialista de Turkmenistán, lo cual se premiaba con un curso de formación de agente secreto en Moscú.

—En 1936 asistió a la ceremonia oficial de cremación de Máximo Gorki en la Plaza Roja —dijo Amansoltan—. Y más tarde también a la de Maria Ulianova, la hermana de Lenin.

Cuando Rashid regresó a su región natal a finales de los años treinta —como hombre del servicio secreto del departamento de Krasnovodsk— su futura esposa, la madre de Amansoltan, seguía errando tranquilamente por los arenales. Se había quedado viuda muy joven, y junto con su primogénita, su familia y todo el séquito de corderos y camellos, se desplazaba de poza en poza en busca de prados de hierba fresca.

Durante esos viajes de varias jornadas, Amansoltan iba atada a la espalda de su madre o su tía, lo que le producía tales roces en la piel que acababa sangrando. Con cinco años llevaba la cabeza completamente rapada a excepción de dos trencitas, símbolo ritual éste que indicaba que había superado indemne la edad infantil y que en adelante cuidaría de su propio caballo.

Hasta los años de la guerra, el clan de nómadas había cruzado libremente la frontera con Persia para canjear sus alfombras por limones, dátiles y té. Pero en 1946 eso cambió: mediante un simple decreto, la existencia nómada fue equiparada al vagabundeo y declarada delito.

Me vino a la memoria el llamamiento de los soviets, citado por Paustovski en
La bahía de Kara Bogaz:
«¡Nómadas, levantad el campamento! (…) ¡Dejad de errar por el desierto y haceos trabajadores!».

El antiguo pescador turcomano había recibido instrucciones especiales de Moscú; su misión era tratar de conseguir que los nómadas se establecieran. A su futura esposa, que un día se adentró a caballo en su departamento, la raptó. Ella y su hija habían sido detenidas y llevadas ante él para ser interrogadas. Dado que Rashid era viudo como ella, se hizo cargo de madre e hija.

—Mis abuelos intentaron todavía huir a Persia con los rebaños. Pero el Ejército Rojo cerró las fronteras. Había torres de vigilancia con soldados armados. Todo nuestro ganado fue colectivizado.

—¿Colectivizado?

—Sí, expropiado. «Nos lo quitaron», decimos hoy en día… A este respecto, las cosas han cambiado mucho.

Amansoltan me contó que su padre tenía una cicatriz en el hombro. Todo el mundo sabía que era la marca de un sablazo que le quedó de una pelea con un
basmachi.

—Lucía esa herida como si fuera el distintivo de una orden de caballería. Aún recuerdo que de niña me sentía muy orgullosa de ello, pero hoy en día, desde hace un par de años, los
basmachi
vuelven a ser recordados y respetados en Turkmenistán. Ahora se les califica de luchadores por la libertad.

Los recelos de Amansoltan habían disminuido. Me habló de la primera vez que asistió a la extracción de sal. Tendría nueve o diez años. Aún era una pequeña pionera. «¡Siempre lista para actuar!».

Por aquel entonces no existía aún ninguna carretera que condujera a la bahía. El polvo blanco del desierto crujía bajo los neumáticos del jeep Commander de su padre. Aquel día a Amansoltan le pusieron unas gafas de sol de trabajo excesivamente grandes («una especie de máscara»), y a través del cristal mate pudo ver cómo sus compatriotas picaban la sal y la arrojaban a paladas en unas cestas. Para evitar la insolación, llevaban en la cabeza unos pañuelos con cuyos extremos se tapaban la boca y la nariz a fin de protegerse del polvillo de la sal, que vuelve loco a quien lo aspira.

En la nueva «ciudad química» de Cabo Bekdash, sita en el istmo entre el mar Caspio y la laguna de sal, el calor era un poco más soportable. Había una fuente y unos eucaliptos. Debido al alto cargo que ocupaba Rashid, Amansoltan obtuvo permiso para pasar cuatro veranos consecutivos en el campo de pioneros de la fábrica de sal. Aún recordaba el ambiente de euforia que reinaba entre los miembros del Komsomol, las juventudes comunistas. Eran estudiantes de ingeniería hidráulica y de caminos procedentes de Ashjabad, la capital turcomana, que durante sus vacaciones se dedicaban a trabajar como voluntarios en ese remoto lugar. Apiñados en el contenedor de los camiones Kamaz, cantaban canciones de moda, mientras el polvo se esparcía, bajo las inmensas ruedas, como el humo artificial en los conciertos de pop. De noche, cuando refrescaba un poco, todo el mundo acudía al cine de verano. Fue allí donde Amansoltan bailó, con su pañuelo rojo, para los trabajadores de la sal.

Tras haber concluido su período escolar, la niña nómada obtuvo trabajo como técnico de laboratorio en la refinería de petróleo de Krasnovodsk. Con su bata blanca aprendió a usar las pipetas y a destilar, y una vez probada su habilidad le fue ofrecida una beca en el Instituto Mendeleiev de Moscú. Dado que todas las repúblicas soviéticas tenían que aportar dinero para becar a estudiantes y Turkmenistán disponía apenas de candidatos formados, Amansoltan aterrizó directamente en la mejor facultad de Química de la Unión.

Los camaradas soviéticos le ofrecieron la oportunidad de recibir una educación. Esa idea fue lo que la mantuvo en pie, porque la vida en Moscú era dura. Le horrorizaban los meses de barro, noviembre y abril, cuando la nieve se transformaba en una pasta húmeda y marrón. Vivía en una residencia de estudiantes junto a la boca de metro de Sokol, no muy lejos del Hotel Universidad.

—Me casé con un compañero de carrera —dijo—. Un ruso; prefiero correr un tupido velo.

Tuvo tres hijos. Acabó la carrera. Se divorció.

Sus padres ya habían fallecido por aquel entonces; Amansoltan no tenía a nadie que le diera cobijo. Impulsada por la necesidad aceptó la plaza de profesor asistente en la facultad, lo que no era un mal empleo; ofrecía posibilidades de promoción dentro del Partido. A partir de 1975 se consagró, con interrupciones, a su tesis doctoral en los archivos de la Biblioteca Lenin. Jamás llegó a ser militante del Partido.

—Para cuando me ofrecieron un cargo, en los años ochenta, yo ya no quise.

Como tantos otros, con el tiempo Amansoltan se había hartado de la retórica comunista. Su opinión acerca de Konstantin Paustovski también había cambiado.

—Con todo, sigue siendo un escritor soviético —afirmó en tono categórico.

Le pregunté qué quería decir con eso.

Le resultaba difícil explicarlo. Popular sí que era, todo turcomano que supiera leer y escribir, es decir todos los turcomanos, conocía
La bahía de Kara Bogaz. Y
lo que resultaba indiscutible es que nadie había superado a Paustovski en optimismo. Pero, por otro lado, era como si el escritor hubiese caído de su pedestal. Amansoltan me explicó que diez años antes aún existía en Krasnovodsk la calle Konstantin Paustovski.

—Tras la desintegración de la Unión Soviética, se cambió el nombre de la calle, y también el de Krasnovodsk, por cierto. El nombre sonaba demasiado ruso.

A pesar de su contagioso entusiasmo y de sus buenas intenciones, Paustovski seguía representando la fuerza ocupante. Dicho crudamente: Paustovski era un colonizador que había incitado a los nómadas a trabajar en una salina a cincuenta grados centígrados con el objeto de engrosar las arcas de las autoridades moscovitas.

—Paustovski no admite ninguna duda —prosiguió Amansoltan—. Como si las cosas sólo nos pudieran salir bien, la extracción de sulfato, todo. Si usted supiera: ese trabajo es extremadamente perjudicial para la salud de las personas. ¿Cómo puede alguien ensalzar esa tarea?

Amansoltan nunca había creído que Paustovski actuara de mala fe; así eran los tiempos entonces.

—Aunque su fe incondicional en «un futuro brillante» nos la podría haber ahorrado —añadió decidida, tras lo cual me aconsejó que, si además de su región natal, me interesaba la literatura, leyera a Andrei Platonov—. Otro escritor ruso —aclaró—. Contemporáneo de Paustovski.

Amansoltan había conocido su obra en Moscú, en los años 60. El libro que mejor recordaba era
Dzhan.
La novela trataba de ella, es decir, de los nómadas de Karakum.

Yo había leído un par de colecciones de cuentos de Andrei Platonov, pero no conocía
Dzhan.

—Dzhan
formula nuestro estado de ánimo —sentenció la doctora en historia de la química—. Significa: «Alma en busca de la felicidad».

Amansoltan me aconsejó que leyera
Dzhan y
que lo comparara con
La bahía de Kara Bogaz;
me serviría para matizar mi visión del asunto.

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