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Authors: Daniel Goleman

Tags: #Ciencia, Psicología

Inteligencia Social (32 page)

BOOK: Inteligencia Social
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A decir verdad, sin embargo, los adultos no siempre ofrecen los mejores modelos. Cierto estudio que se ha ocupado del modo en que los padres de preescolares resuelven sus conflictos conyugales ha llegado a la conclusión de que algunas parejas son muy hostiles, no se escuchan, se muestran muy enfadados y despectivos y abordan sus problemas alejándose. No es de extrañar que sus hijos imiten, cuando llegue el momento, esa misma pauta con sus propias parejas, mostrándose enfadados, despectivos y hostiles.

Las parejas que, por el contrario, abordaban sus desacuerdos de un modo más cordial, empático y comprensivo, también se relacionaban con sus hijos de un modo más amable y retozón. Es por ello que sus hijos aprendieron, a su vez, a establecer mejores relaciones con sus compañeros de juego y a abordar sus desacuerdos de manera más eficaz. No es de extrañar, por tanto, que el modo en que la pareja gestione sus propios desacuerdos acabe convirtiéndose en un excelente predictor de la forma en que, años más tarde, se comportará su hijo.

Si todo va bien, el resultado será un niño con una elevada resiliencia al desasosiego que le permita restablecer prontamente el contacto con los demás. Para construir lo que los psicólogos evolutivos denominan un “núcleo afectivo positivo” (o, dicho en otras palabras, un niño feliz), es necesaria una familia socialmente inteligente.

Cuatro formas diferentes de decir “no”

Consideremos las siguientes posibles respuestas de un padre al intento de un niño de catorce meses de encaramarse a una mesa sobre la que pende precariamente una lámpara.

Decir un “¡No!” rotundo y buscar luego un lugar al aire libre en el que el niño pueda encauzar sin peligro su energía.

Ignorarlo hasta escuchar el ruido de la lámpara al caer, decirle luego tranquilamente que no vuelva a hacerlo y dejar de prestarle atención.

Gritar un enfadado “¡No!”, sentirse luego culpable por haber reaccionado tan bruscamente, darle luego un abrazo de consuelo, sentirse después decepcionado y no prestarle más atención.

Estas diferentes modalidades de respuesta parental representan —por más inverosímiles que puedan parecer— distintos estilos disciplinarios que la observación de las interacciones entre padres e hijos han puesto reiteradamente de manifiesto. Daniel Siegel, el psiquiatra infantil de UCLA que nos presenta estos posibles escenarios y que ha acabado convirtiéndose en uno de los pensadores contemporáneos más influyentes en los campos de la psicoterapia y del desarrollo infantil, sostiene la opinión de que cada una de ellas moldea de manera diferente los centros del cerebro social.

Un momento clave de ese proceso tiene lugar cuando el niño se enfrenta a una situación inquietante o confusa y mira a sus padres en busca de pistas, para que no sólo sus palabras, sino toda su conducta le indique lo que debe sentir y responder. El mensaje que transmiten los padres en esos “momentos de enseñanza” va construyendo lentamente la sensación de identidad del niño y el modo en que se relaciona y lo que puede esperar de las personas que le rodean.

Según Allan Schore, colega de Siegel, el tipo de interacción representado por el primero de los casos mencionados —es decir, el padre que dice “¡No!” a su hijo y que luego le muestra un modo mejor de encauzar sus energías— tiene un efecto extraordinario en la corteza orbitofrontal que, no lo olvidemos, sirve de “freno “a las emociones. Este abordaje sosiega la excitación inicial del niño y le enseña, en consecuencia, a gestionar más adecuadamente sus impulsos. Después de haber actuado sobre el freno neuronal, el padre le enseña una forma alternativa y más adecuada de encauzar su excitación en un parque infantil, por ejemplo.

Lo que esta estrategia enseña al niño es aproximadamente lo siguiente: “A mis padres no siempre les gusta lo que hago pero, si me detengo y descubro una forma mejor de comportarme, todo estará bien”. Este enfoque, en el que el padre establece claramente un límite y luego busca una forma más adecuada de encauzar la energía de su hijo ilustra una modalidad de disciplina que desemboca en un apego seguro. Es por ello que los niños que mantienen un vínculo seguro con sus padres no dejan de experimentar, por más travesuras que cometan, la conexión con ellos.

El “terrible dos”, es decir, el momento en el que el bebé empieza a responder a sus padres con un rotundo “¡No!” en cada ocasión en que le ordenan hacer algo, representa un hito fundamental en el desarrollo del cerebro. A partir de ese momento, el cerebro empieza a ser capaz de inhibir los impulsos —diciendo “no “a los impulsos—, una capacidad que sigue ejercitándose a lo largo de toda la infancia y la adolescencia. Los simios y los niños pequeños comparten las mismas dificultades con esta faceta de la vida social y la razón para ello depende, en ambos casos, del mismo déficit del desarrollo de las neuronas ligadas a la corteza orbitofrontal que pueden refrenar la actualización de un impulso.

La corteza orbitofrontal va madurando anatómicamente durante toda la infancia. A eso de los cinco años, coincidiendo con el comienzo de la escolarización, tiene lugar un avance extraordinario que permite el desarrollo neuronal de esta región. Ese despliegue prosigue hasta eso de los siete años, expandiendo las capacidades de autocontrol del niño y permitiendo que las aulas de la escuela secundaria sean mucho más tranquilas que el jardín de infancia. Los distintos estadios del desarrollo intelectual, social y emocional del niño van acompañados de la consiguiente maduración de las diferentes regiones cerebrales, un proceso de maduración anatómica que prosigue hasta una edad de entre veinte y treinta años.

Lo que sucede en el cerebro del niño cuando los padres no consiguen establecer un buen contacto depende de la naturaleza concreta de ese fracaso. Daniel Siegel describe los posibles fracasos de los padres y las dificultades duraderas que ello provoca en sus hijos.

Consideremos ahora el caso del padre que reaccionó ignorando al niño que trataba de subirse a la mesa. Esta modalidad de respuesta ilustra un tipo de relación caracterizado por la escasa conexión y en la que los padres se mantienen emocionalmente distantes de sus hijos. No es de extrañar que, en tal caso, se vea frustrado cualquier intento de conseguir la atención empática de los padres.

Esta ausencia de vínculo —y de ocasión, por tanto, para compartir el placer y la alegría— aumenta la probabilidad de que el niño crezca con una capacidad limitada para experimentar emociones positivas y que posteriormente tenga dificultades en la relación interpersonal. En este sentido, los hijos de padres “evasivos” crecen muy nerviosos y, cuando son adultos, inhiben la expresión de las emociones, especialmente de aquéllas que podrían ayudarles a establecer una relación con una pareja. Los niños que satisfacen este modelo, no sólo evitan la expresión de sus sentimientos, sino que también escapan de toda relación emocionalmente próxima.

Siegel denomina —muy adecuadamente, a mi entender— “ambivalentes “a los padres cuya primera reacción fue la de enfadarse, luego sentirse culpables y, finalmente, decepcionarse. Aunque tales padres puedan, en ocasiones, ser amables y cuidadosos, lo más frecuente, sin embargo, es que envíen señales de desaprobación y rechazo a su hijo, que asuman expresiones faciales de disgusto o desprecio, que eludan su mirada y que su lenguaje corporal exprese enfado o desconexión, una actitud emocional que lastima y humilla reiteradamente al niño.

Los niños suelen responder a este tipo de tratamiento dando bandazos emocionales o con conductas descontroladas, como el clásico “niño travieso” que siempre se mete en problemas. Este fracaso, en opinión de Siegel, tiene su asiento neurológico en la incapacidad de la región orbitofrontal para decir “no” a los impulsos.

Pero hay ocasiones en que la sensación de descuido, de que “todo lo hago mal”, deja al niño impotente aunque anhelando todavía la atención de sus padres. Y el resultado de todo ello es que esos niños acaban considerándose a sí mismos como básicamente imperfectos. Cuando esos niños alcanzan la edad adulta, tienden a aplicar a sus relaciones próximas esa misma combinación ambivalente de necesidad de afecto, de un miedo intenso a no conseguirlo y del miedo todavía más profundo a sentirse abandonado.

El esfuerzo del juego

La poetisa Emily Fox Gordon, que hoy en día se halla en la mediana edad, todavía recuerda vívidamente la felicidad “salvaje e incontrolable” que supone vivir en el seno de una familia amorosa de una pequeña aldea de Nueva Inglaterra. El pueblo entero parecía abrazar a Emily y a su hermano cuando lo atravesaban en bicicleta: «Los olmos hacían guardia, los perros nos saludaban y hasta la telefonista nos conocía por nuestros nombres».

Vagar libremente por el campo y correr por los jardines del instituto local se le antojaba un paseo por un amable paraíso.

El bienestar que acompaña al hecho de sentirse amado y cuidado por las figuras más importantes de su vida alienta en el niño el impulso básico de explorar el mundo que le rodea.

Pero los niños no sólo necesitan el fundamento seguro de una relación en la que puedan tranquilizarse. Mary Ainsworth, principal discípula americana de Bowlby, ha subrayado también la necesidad de disponer de un “refugio seguro”, es decir, de un entorno emocionalmente seguro (como su habitación o su casa), al que regresar después de haber explorado el mundo, una exploración que puede ser tanto física (como pasear en bicicleta por el vecindario), como interpersonal (conocer nuevas personas y hacer nuevos amigos) o hasta intelectual (lo que satisface una curiosidad más amplia).

El juego suele proporcionar un cobijo seguro. Son muchos los beneficios y la experiencia social que acompañan al juego. Tengamos en cuenta que, durante el juego, el niño aprende una serie de habilidades sociales muy importantes, como el modo de gestionar las luchas de poder, la forma de cooperar y establecer alianzas con los demás y la manera adecuada también de ceder.

El niño aprende todas estas habilidades mientras juega relajadamente con una sensación de seguridad en donde hasta los errores —motivo de ridículo en el entorno escolar— pueden ser divertidos. Así pues, el juego proporciona al niño un entorno seguro en el que puede atreverse a hacer algo nuevo experimentando la mínima ansiedad.

El descubrimiento de que los circuitos que se activan durante el juego se hallan también implicados en la alegría explica porqué el juego resulta tan divertido. Tengamos en cuenta que los circuitos neuronales que se ponen en funcionamiento durante la alegría se hallan en una zona ubicada en el tallo cerebral, la región neuronalmente más antigua y próxima a la columna vertebral que gobierna los reflejos y las respuestas más primordiales, presente en todos los mamíferos, incluida la ubicua cobaya.

El científico que más detenidamente ha estudiado los circuitos neuronales relacionados con el juego tal vez sea Jaak Panksepp, de la Bowling Green State University, de Ohio. En su obra maestra, Affective Neuroscience, Panksepp explora el fundamento neuronal de todos los grandes impulsos, incluyendo el que nos moviliza a jugar, al que se considera como la fuente cerebral de la alegría. Según Panksepp, los circuitos subcorticales primordiales que estimulan el juego en las crías de los mamíferos desempeñan un papel esencial en el desarrollo neuronal del niño. Y el combustible emocional que alienta todo ese proceso evolutivo parece ser el placer.

En la investigación realizada con roedores en su laboratorio, el grupo de Panksepp ha descubierto que el juego ofrece otro ejemplo de epigenética social que “fertiliza” el desarrollo de los circuitos cerebrales ligados a la amígdala y a la corteza frontal. Su trabajo ha identificado la existencia de un compuesto específico generado durante el juego que favorece la transcripción genética en estas regiones de rápido desarrollo del cerebro social de los más jóvenes. Sus descubrimientos, que muy probablemente resulten también aplicables a otros mamíferos que comparten el mismo paisaje neuronal que los seres humanos, añaden un nuevo significado al deseo universal de los niños “¡Quiero jugar!”.

El niño puede jugar mejor cuando sabe que dispone de un refugio seguro y siente la relajación que proporciona el cuidado de un adulto. El simple hecho de saber que mamá o esa amable canguro están en algún lugar de la casa proporciona al niño la suficiente seguridad como para perderse libremente en su propio mundo, un mundo completamente inventado.

El juego infantil requiere y crea su propio espacio, un espacio desde el que puede enfrentarse de un modo seguro a las amenazas, temores y peligros y del que siempre vuelve incólume. En este sentido, el juego cumple con una función claramente terapéutica. Durante el juego, todo sucede en una realidad “como si”. El juego, por ejemplo, proporciona al niño un entorno seguro para aprender a gestionar sus temidas separaciones y abandonos y le proporciona, en su lugar, la oportunidad de aprender a conocerse y controlarse. De ese modo también dispone de la ocasión de enfrentarse sin miedos ni inhibiciones a deseos e impulsos que resultarían demasiado peligrosos en la vida real.

El funcionamiento neurológico de las cosquillas nos proporciona una pista para entender el papel que desempeña el otro en el juego o, dicho de otro modo, por qué resulta más divertido jugar con alguien que jugar solo. Todos los mamíferos tienen cosquillas, puesto que la piel está llena de receptores especializados que transmiten al cerebro mensajes de los estados de ánimo ligados a la alegría. Las cosquillas provocan la carcajada y discurren a través de circuitos diferentes a los de la sonrisa. La carcajada humana, como el juego, tiene sus correlatos en muchos mamíferos y siempre se ve desencadenada por las cosquillas.

De hecho Panksepp descubrió que, como sucede en el caso de los bebés, las crías de rata se sienten atraídas por los adultos que les hacen cosquillas. Por otro lado, la rata a la que se hace cosquillas emite un chillido de gusto que parece ser un pariente lejano de las embelesadas carcajadas del niño de tres años (aunque se trata de un chillido de alta frecuencia de unos 50 kiloherzios que se halla fuera del rango de registro del oído humano).

En el caso de los seres humanos, la zona de la piel sensible a las cosquillas se extiende desde la parte posterior del cuello hasta la caja torácica, la región en la que más fácil resulta desencadenar un ataque incontrolado de risa. Pero no basta con uno mismo para provocar ese reflejo. No podemos hacernos costillas a nosotros mismos porque las neuronas implicadas sólo reaccionan ante estímulos imprevistos —motivo por el cual, dicho sea de paso, basta con el simple movimiento de los dedos frente a un niño junto a un amenazador “¡Cuchi, cuchi!” para desencadenar en él un ataque de risa, el chiste primordial.

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