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Authors: Larry Collins

Tags: #Intriga, Espionaje, Bélica

Juego mortal (Fortitude) (9 page)

BOOK: Juego mortal (Fortitude)
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–El payaso que manda el circo –susurró Von Rundstedt a Mannstein a través de la mesa.

Se hizo hacia atrás en su asiento para permitir a un camarero que colocase ostentosamente ante él el postre que la cocina de Hitler había preparado aquella noche para su apetito de
gourmet
: una reluciente manzana roja. Otro camarero siguió con lo que se consideraba el momento cumbre en el Berghof, una taza del café del Führer. Era una mezcla de un café especial yemení que se hacía llegar una vez al año al Consulado alemán en Estambul. Allí, en secreto y de noche, era cargado en un submarino para el peligroso viaje por el Mediterráneo hasta Kiel. Toda la operación era calculada para que el café llegase cada año a Berchtesgaden poco antes de Navidad.

Hitler, naturalmente, nunca lo tomaba. Sólo bebía té. En raras y festivas ocasiones mezclaba el té con unas cuantas gotas de coñac. La visión del camarero que llevaba una pequeña botella envuelta en arpillera y la dejaba al lado de su taza de té, constituyó un recuerdo para sus invitados de que no se trataba de una de aquellas ocasiones. Contenía «Elixir Magenbitter», un brebaje de pésimo gusto empleado por sus paisanos para la resaca o para los dolores de un estómago revuelto.

Mientras sus invitados acaparaban su café, perfectamente conscientes de que incluso los mariscales de campo no podían conseguir más de una taza, de repente Hitler cambió la conversación y la enfocó en la auténtica preocupación de todos ellos.

–Caballeros –anunció como si fuese un predicador que hablase desde su púlpito–. La inminente invasión en el Oeste constituirá el acontecimiento decisivo, no sólo de este año, sino de toda la guerra.

Un camarero había colocado en silencio un mapa en un caballete detrás de él y Hitler se volvió hacia el mismo.

–En realidad, decidirá el resultado de la guerra.

Hizo una pausa para permitir que sus palabras calaran hondo.

–Si el desembarco tiene éxito, la guerra está perdida. No me hago ilusiones al respecto. En el Este, la misma vastedad del espacio nos permite ceder territorios, incluso a una mayor escala, sin que se inflija un golpe mortal a las posibilidades de Alemania para su supervivencia. ¡Pero no pasa lo mismo en el Oeste! Si el enemigo triunfa allí, unas consecuencias de tremendas proporciones seguirán en muy poco tiempo. Pero no triunfarán. Tenemos fuerzas para derrotarlos. Y una vez vencido, el enemigo no volverá nunca más a intentar invadirnos.

Su entusiasmo por el tema comenzó a proporcionar a su rostro una parte de aquella hipnótica mirada por la que era tan famoso.

–Y en cuanto les hayamos rechazado, echaremos todo el peso de la guerra en el Este. Trasladaremos cuarenta y cinco Divisiones al Este. Cuarenta y cinco Divisiones que revolucionarán allí la guerra. Pero, caballeros, el derrotar esta invasión dará también a Alemania el regalo más valioso de todos: tiempo. Proporcionará a nuestra industria un año entero. Y con ese año, ganaremos la guerra.

Las palabras de Hitler estaban diseñadas para comunicar celo a sus mariscales para el próximo embate, pero no constituían una jactancia ociosa. Hitler tenía bajo las armas a diez millones de hombres, más que los norteamericanos, británicos y canadienses juntos. A pesar de los ataques aliados, la escasez de mano de obra y de materiales, las fábricas del Reich habían producido 11.897 tanques en 1943, casi diez veces más que su rendimiento en 1940, 22.050 aviones, tres veces más que en 1940, cinco veces más piezas de artillería, y tres veces más municiones.

Y por encima de todo, Hitler poseía sus armas secretas, las «V1» y «V2», los misiles que empezaban a salir en gran cantidad de las cadenas de montaje; el nuevo tipo de submarinos «U 19» y «U 21», que podrían recorrer el Atlántico inmunes a las sondas del sonar aliado; el reactor de caza «Me 163», mucho más avanzado que cualquier otro que poseyesen los aliados. Si se le daba a Hitler un año para construir aquellos aviones, su Luftwaffe sería una vez más la que reinaría en los cielos de Europa.

Hitler suspiró y volvió los ojos al mapa de Francia, a aquellas largas y distantes zonas costeras donde tanto se decidiría tan pronto.

–El momento en que esto comience constituirá un enorme alivio. Pero, ¿por dónde vendrán? Casi cualquier lugar de esta costa resulta factible.

Sus últimas palabras fueron una pregunta dirigida a su comandante en jefe en el Oeste. Von Rundstedt estaba preparado.


Mein Fúhrer
–comenzó, dando peso a sus palabras la autoridad de sus años–. Desembarcarán entre Dunkerque y el Somme.

Von Rundstedt se levantó y se acercó al mapa, trazando con su dedo un pequeño arco desde Calais, en torno de la protuberancia de Cap Nez, al Sur, hasta Le Touquet Plage.

–Pero lo más probable es que desembarquen aquí, entre Calais y Boulogne.

El mariscal de campo lanzó una mirada tranquilizadora al mapa. Sabía que todos los imperativos de la Historia hablaban en favor de su elección. Desde el momento en que Francia había emergido como nación, aquellas tierras de pólderes de Flandes enfrente de los acantilados calizos de Dover, las bajas colinas del Artois y de la Picardía, habían sido la puerta del continente. En ciertos lugares, apenas treinta kilómetros de mar abierto separaban a Inglaterra de la costa francesa. Felipe
el Hermoso
de Francia, Enrique V de Inglaterra, los condes de Flandes y los duques de Borgoña habían asolado aquellas tierras, legando a los siglos los nombres de pueblos de encrucijadas tales como Crezy y Azincourt donde sus armas se habían enfrentado. El mismo Von Rundstedt había planeado emplear la región como trampolín hacia Londres en la Operación «León Marino», la proyectada invasión de Inglaterra por Alemania en 1940.

–Cualquier imperativo de diseño estratégico dicta el desembarcar aquí –continuó Von Rundstedt–. Podrán hacer llegar hombres y materiales a una cabeza de puente cuatro veces más de prisa que en Normandía y seis veces con mayor rapidez que en Bretaña. Esa diferencia es enorme. La mayor ventaja que tendrán los aliados en su asalto es su poder aéreo. ¿Y dónde podría esta fuerza aérea emplearse mejor? ¡Exactamente aquí! Sus cazas del sudeste de Inglaterra estarán a sólo unos minutos de vuelo. Cubrirán las playas de aviones. Hemos aprendido por el ataque de los aliados a Dieppe, en agosto de 1942, que su primer objetivo es apoderarse de un puerto marino abierto e importante para hacer llegar al mismo equipo pesado. De otro modo, su invasión fracasaría. Aquí…

El mariscal de campo había vuelto a su mapa.

–… tienen tres puertos: Dunkerque, Calais, Boulogne. Cualquiera de ellos apoyaría su asalto. El enemigo sabe que encontrarán aquí nuestra mayor fuerza defensiva. El desembarcar en Normandía o Bretaña les sería más fácil. Pero les dejaría aislados del campo principal de batalla.

Von Rundstedt se volvió hacia su auditorio:

–Un desembarco con éxito en el Pas de Calais conseguiría el mayor valor estratégico. Miren el terreno detrás de la línea costera.

Los dedos del anciano mariscal de campo bailotearon sobre las zonas donde tantas vidas se habían perdido en la Primera Guerra Mundial.

–La tierra es llana, abierta, ideal para los carros de Patton. Una vez se hayan establecido aquí se encontrarán a sólo cuatro días de marcha del Rin. Empujarán su daga hacia el Ruhr y destruirán nuestra capacidad para mantener la guerra. Si llegan a tierra en Normandía o Bretaña, corren el riesgo de quedar embotellados, sin ninguna utilidad durante meses. Pero si consiguen desembarcar en el Pas de Calais,
mein Führer
, la guerra habrá acabado para Navidad.

Hitler palideció de ira. Sólo Von Rundstedt podía haberse atrevido a emitir una frase tan derrotista en su presencia. Le brindó un descuidado ademán de agradecimiento y dedicó a continuación su atención a Rommel.

–Estoy de acuerdo con las conclusiones del mariscal de campo –declaró aquel hombre más joven.

En realidad, era uno de los pocos puntos en que coincidían ambos hombres.

–De todos modos, creo que desembarcarán ligeramente más al Sur, en las bocas del Somme, para poder emplear las riberas del río como protección de su flanco.

Durante varios segundos, Hitler permaneció sentado y silencioso, digiriendo aquellas palabras. Luego comenzó a hablar.

–Muy bien, caballeros –anunció–. Ambos se equivocan. No desembarcarán en el Pas de Calais. Lo harán en Normandía. A los aliados no les gustan las aproximaciones directas. Hasta ahora, en cada desembarco, en el Norte de África, en Sicilia, en Italia, han elegido siempre una aproximación indirecta. En este desembarco, que es crucial, ciertamente no nos golpearán donde somos más fuertes.

Sus dedos se dirigieron también al mapa, haciéndoles correr por las playas de Normandía, desde Arromanches al oeste de Sainte Mere Eglise hasta la península de Cotentin.

–Aquí es donde desembarcarán. Recorrerán la base de la península normanda y aislarán Cherburgo. Luego incrementarán su fortaleza e irrumpirán a través de Francia.

Tranquilamente, como si hablara consigo mismo, concluyó:

–Será Normandía. Allí es donde desembarcarán, en Normandía…

Para Catherine, la cena había parecido tan despreocupada, como si la estuviera haciendo con unos amigos en «White Tower» o «La Coquille», en Londres. En realidad, casi había olvidado dónde se encontraba o por qué se hallaba aquí cuando, de repente, al igual que el fantasma de Banquo, el oficial de escolta apareció detrás de su silla.

–Acaba de llegar nuestro mensaje de la «BBC» –anunció–. Tal vez sería mejor que siguiésemos con lo nuestro.

Por primera vez desde que había entrado en el
cottage
, Catherine sintió un estremecimiento de tensión nerviosa aferrarse a su estómago. Se levantó y siguió a su escolta.

La llevó a un dormitorio del piso de arriba. En una mesilla de noche, tan ordenadamente dispuestos como las vasijas de la misa encima de un altar, se encontraban los útiles finales que debería llevarse consigo. En primer lugar, el cinturón con dinero. Contenía los dos millones de francos que debería entregar a Aristide, más dinero del que Catherine hubiese manejado nunca en su vida. Y lo que es más, era dinero auténtico de curso legal en Francia. Algún francés previsor habría conseguido sacar del país una serie de planchas para imprimir papel moneda francés en medio de aquel
débácle
de 1940. Desde entonces, alguna organización secreta en Inglaterra había estado imprimiendo los billetes que necesitaba para financiar sus operaciones clandestinas en Francia con ayuda de aquellas planchas.

–Aquí está tu cuchillo –le dijo el oficial, mostrando a Catherine cómo salía su hoja– y tu pistola. El cargador está lleno. Éste es el seguro, ¿lo ves? Es una «Mauser 32». Te han enseñado cómo se dispara, ¿verdad?

–No quiero ninguna pistola.

–¿Qué?

El oficial se quedó atónito.

–¿No quieres una pistola?

–No. No me interesa en absoluto. Todo lo que se conseguiría con ella sería decirle a los alemanes, si me atrapan, que soy alguna especie de espía. Lo que querría es una pequeña botella de coñac.

–Está bien.

Cogió un pequeño receptáculo.

–Aquí la tienes. En realidad está llena de ron.

A continuación tomó un pequeño saquito de celofán que contenía una docena de píldoras redondas verdes.

–Bencedrina, por si alguna vez no puedes seguir adelante. Nunca debéis tomar más de una cada doce horas o, en caso contrario, ya nunca más conseguirías dormir.

Finalmente, su mano se alargó hacia un pequeño trozo de papel de seda, el último artículo que quedaba en la mesilla de noche. Lo desenvolvió y sacó una píldora cuadrada blanca que exhibió ante ella en la palma de su mano.

–Tengo entendido que te han hablado acerca de esto. Es una píldora «L». La hacen así cuadrada para que nunca se confunda con cualquier otra, incluso en la oscuridad. Es pura y se disuelve con rapidez. Treinta segundos y todo habrá acabado. Me han asegurado que no produce dolor.

Catherine se quedó mirando con profunda repugnancia aquel pequeño cuadrado que aparecía en su mano. Era cianuro puro, la vida o la muerte comprimida en forma de una tableta más pequeña que una aspirina. Su oficial de escolta tosió incómodo.

–No conozco tus convicciones religiosas, si es que las tienes. Sin embargo, estoy autorizado a decirte que el arzobispo de Westminster ha dado dispensa a los agentes de religión católica romana que se sientan obligados a tomarse esto para evitar hablar bajo tortura. Su muerte no será considerada suicidio por la Iglesia, por lo que no llevará aparejado ningún pecado mortal.

Catherine se estremeció e, involuntariamente, se santiguó.

–Si me das tu zapato derecho –continuó el oficial–, te mostraré el lugar donde nuestro amigo Weingarten ha previsto ocultar esta píldora.

Mientras Catherine le miraba fascinada, horrorizada, señaló la cabeza de una borla negra de adorno que aparecía en el zapato.

–Esto se desenrosca, de izquierda a derecha, al contrario de lo acostumbrado.

Lo hizo así y apareció un pequeño hueco en el que introdujo la pastilla.

–Existen muy pocas probabilidades de que alguien la encuentre aquí.

Mientras Catherine volvía a meter el pie en el zapato, oyó el leve crujido de los neumáticos de un automóvil sobre el camino engravillado del patio exterior.

–Ya están aquí –explicó su escolta.

Afuera, la luz de la luna llena pintaba el mundo de un gris pálido. Catherine subió al asiento trasero de la
rubia
, junto a su otro compañero agente, al que había ya bautizado como
Baby Cadum
. Un rasgo propio distinguía a esta
rubia
de la otra en la que había llegado a Tangmere. Todas sus ventanillas, excepto el parabrisas del conductor, estaban pintadas de negro. Ni Catherine ni
Baby Cadum
serían capaces de proporcionar a los alemanes ninguna descripción de las instalaciones de Tangmere en caso de ser atrapados.

El piloto iba en el asiento delantero, al lado del chófer, muy atareado ahora. Un soldado de tropa salió del
cottage
y se inclinó junto al coche.

–Ningún signo de actividad de cazas alemanes a lo largo de su ruta en el radar, señor. El último informe del tiempo da una dispersa cobertura nubosa sobre su zona de objetivo. Aparte de esto, tendrá un viaje claro tanto a la ida como a la vuelta. Encontrará un viento de cola de quince nudos por encima de los dos mil metros.

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