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Authors: Aníbal Malvar

Tags: #Intriga, #Policíaco

La balada de los miserables (34 page)

BOOK: La balada de los miserables
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—¿Quién eres?

—Soy el inspector José Jara. Nos conocimos el otro día. ¿No te acuerdas?

—¿Qué quieres?

—Hablar.

—¿De qué?

Por alguna razón, yo estaba asustado. No por la sartén. Una sensación de que hubiera alguien más agazapado en la casa. Metí muy lentamente la mano por debajo de la solapa, cogí la culata de la Glock con el pulgar y el índice y la balanceé ante los ojos hipnotizados e hipnotizantes de la gitana. Con la sartén en la mano, ella se agachó un poco, como un tenista que espera el saque del contrario.

—Si tú dejas la sartén en la cocina, yo dejo la pistola en el sofá —le dije.

—Eres el policía —afirmó.

—Sí. ¿A quién esperabas? —Guardé la Glock en la sobaquera.

—No te lo voy a decir. —Dejó la sartén sobre la cocina.

—A lo mejor ya lo sé.

—Y a lo mejor no lo sabes.

—Esperabas a un hombre.

Me respondió con un gesto despectivo y una sonrisa no mucho más agradable. Pero se sentó en una fea silla de falso cuero marrón, una silla de un patetismo pequeñoburgués anticuado, de patas y brazos de madera fina, mal alimentada y de una verticalidad espartana que sugería todo menos comodidad. Toda la casa era igual. Tristeza no embellecida por ningún atisbo de melancolía. Como un cementerio de nichos verticales sin cipreses ni flores. Más allá de los ventanales de la cocina, los carteles de «Se vende» colgados de las fachadas de los feos edificios de la otra acera acrecentaban el patetismo del pisito. Como si ya todo el mundo, menos aquella gitana borde y trágica, hubiera al fin decidido volar hacia paisajes más verdes.

—Te voy a dar lo que quieres, policía. Y después te vas a marchar.

—¿Y qué es lo que yo quiero?

—Tú quieres unas cartas, policía.

—¿Ah, sí? ¿Yo he venido aquí por unas cartas? No, yo he venido a hablar contigo, Charita.

—No, has venido a por las cartas. Pero aún no lo sabes.

Me lo dijo con la misma contundencia fría con la que había derribado al chaval delante del colegio. Era una gitana yunque. Volvió hacia mí su precioso culo insolente y lo encaminó, ensanchando pasillos, hasta el armario empotrado del fondo. Lo puso en pompa contra mi lujuria, revolviendo bolsas, buscando algo, y se volvió de repente, vertical y exacta.

—Aquí tienes las cartas. Una de mi hija y otra de la niña Alma. Y aquí tienes ejercicios de cuando ellas estaban aprendiendo a escribir, de antes de —le costó encontrar cómo decirlo—, de antes de irse. Ahora tú también te puedes ir.

Cogí las dos cartas. Sin remite. Caligrafía infantil en las direcciones de destino.

—¿Para qué quiero las cartas?

—Para leerlas. Ahora puedes irte, policía.

—No, Charita. Tú tienes que contarme muchas cosas. Ya te da igual. Sabes que tu hija no va a volver y que yo voy a descubrir tarde o temprano lo que hiciste con ella.

—Por esto no te van a poner medallas, policía.

—Me importan un carajo las medallas.

Me quedé callado. Ella también. Me relajé en un sillón. Tenía todo el tiempo del mundo. Pensé que a mamá no le importaría esperarme debajo de cualquier nube. No estaba lloviendo. De vez en cuando, torcía la cara hacia las dos puertas cerradas que flanqueaban el pasillo. Sin demasiado interés ni demasiada insistencia. Hacía tiempo que se había disipado la sensación de que podría haber alguien más, aparte de la niña muerta.

—Charita, estoy aquí para hacerte un favor. Con todo lo que está pasando, no tendría problema en conseguir que el juez te citara a declarar hoy mismo. Tú verás cómo prefieres hacer las cosas.

—Quiero que me dejen en paz.

—Eso ya no es posible. Desde la desaparición de la niña Alma sus padres se nos han esfumado. Y el Tirao también. Creo que conoces bien a Monge.

Levantó los ojos por primera vez sin insolencia.

—¿Qué le ha pasado al Tirao?

—No lo sé.

Su voz había perdido la calma. Era pastosa y rota, como de arcilla.

—Están todos muertos, ¿verdad?

—No lo sé.

—¿Por qué tenemos que vivir con toda esta muerte?

Era una pregunta retórica. De esas que, a los policías, nadie nos ha enseñado a responder.

—Dime cómo te convencieron para que les entregaras a tu hija.

—Me desperté en un hospital.

—¿Qué hospital?

—No lo recuerdo. No me lo dijeron.

—¿Por qué estabas en ese hospital?

—Un mal viaje. Alguien me había pegado una paliza.

—¿Quién?

—No sé. Yo era una de esas yonquis que esperaba coches en la urbanización. Nunca sabía con quién estaba. En cuanto tenía algo de dinero, bajaba al Poblao a por caballo.

Las palabras yonqui y caballo sonaban extrañas en sus labios. Como si no sólo hubiera abandonado aquella vida. Como si también hubiera desterrado aquel lenguaje de su lengua apetitosa.

—Me dijeron que no tenían más remedio que avisar a Asuntos Sociales. Que se llevarían a Rosita de mi lado para siempre. Que la internarían en un centro de menores y no volvería a verla nunca más.

—Y tú lo creíste todo.

—Si me hubieras visto entonces, policía, te darías cuenta de que era verdad. El Tirao estaba loco de tanta heroína y yo era un guiñapo, una puta, una yonqui, una desahuciada, una basura.

—¿Quiénes eran las personas que te hablaron?

Meneó la cabeza de un lado a otro.

—¿Cómo eran?

—Eran un hombre y una mujer. Con ropa cara. Me hablaban como hacía mucho tiempo que no me hablaba nadie. Me secaban los labios con un paño húmedo para que pudiera hablar.

—¿Jóvenes, viejos?

—No muy viejos. Señores.

—Entiendo. ¿Cómo era el sitio?

—Era una habitación grande y bonita —sonrió—. No como las de La Paz o las del Marañón. Yo las conocía bien, entonces. Su olor se te metía en las tripas y en el cuelgue. Era un olor tan fuerte que a veces soñabas con él. Pero allí, en aquel hospital donde aparecí, no olía a muerto ni a miseria. Olía a ropa limpia y al perfume de las enfermeras. No había ventana.

Tenía el gesto de quien recuerda un paisaje bello, una antigua escena familiar de copas y risas, una canción bailada en la adolescencia. Pero no. Lo más hermoso que la vida había dejado en la memoria de la Charita era una habitación limpia de hospital.

—Ahora dime cómo te convencieron, qué te dieron a cambio.

—Eso ya lo sabes, policía. —Miró a su alrededor—. Ya lo ves.

—Quiero que me lo digas tú.

—Me desintoxicaron, me dieron un piso, un buen trabajo y me enseñaron a hablar como la señora.

—¿Por qué pegaste al chaval?

—Eso no te lo voy a decir. Ya he hecho bastante daño a esa gente.

—¿Y tu hija?

—Me dijeron que viviría con una buena familia, una familia como eran ellos, los dos señores amables. Sólo había una condición: que yo nunca intentara averiguar dónde estaba ella. Y una promesa: que mi hija me escribiría todos los meses.

—Por eso me has dado las cartas. Crees que no las escribió tu hija.

—Ya he hablado bastante. No quiero saber nada más. ¿Podría pedirte una cosa, policía?

—Claro.

—No quiero saber lo que pasó.

—Eso es imposible, Charita. Te llamarán tarde o temprano para declarar. Además, no te mereces no saberlo.

Cerró los ojos y bajó la cabeza. Yo me levanté, acaricié su pelo y salí de allí. Leí las cartas bajo la luz indefectible de las nuevas bombillas ecológicas.

Antes de llegar al primero, pasé de sentirme triste a sentirme imbécil. Entre el primero y el portal del número 71 de la calle Abrojo, recuperé mi autoestima. Cuatro folios. Dos y dos. Asunto medianamente resuelto. Llamé a Ramos.

—Tengo una carta de la niña Alma.

Queridos papa y mama yo estoy bien en casa de hestos señores, como estais tú y papa, aquí todo es muy bonito y la casa muy grandísima, y me dan muchos jugetes y como cosas muy ricas que vienen dentro de plasticos como las gosolinas haunque no son gosolinas

Un veso para ti y para papa y para el abuelo y para la señorita Sole

Alma Heredia

—¿Te la ha llevado una paloma mensajera o estás drogado?

—Paloma mensajera. Se la envió a su madre después de desaparecer.

—O sea, que teníamos razón. Éste es un tema de locos.

—Es un tema de locos, Ramos.

—De fantasmas.

—Los fantasmas no escriben cartas.

—Salvo que digan lo contrario los grafólogos —contestó el muy inteligente Ramos.

—Esas mujeres están colgadas, Ramos. Todas eran adictas. Les ofrecen una vida mejor para sus niños a cambio de un tratamiento de desintoxicación, un trabajo y un piso. Les dicen que sus hijos estarán bien, y les escriben cartas falsas con una caligrafía parecida. Saben que sus hijos están muertos, pero les ofrecen los suficientes engaños como para no tener que reconocerlo.

—¿De verdad que tienes esas cartas?

—En el bolsillo de la chupa. Al ladito del alma.

—No seas maricón.

—Hoy me sale.

—Vente cagando hostias.

Me fui con mi sal de amores
a las absentas del puerto
con gitanas, con borrachos,
con guitarras dando acero.
El mar quería esculpirme
caracolas en el pelo.
Ábrele la puerta, madre,
a tu hijo el vagabundo
que, habiendo risa en tu cara,
ya no quiero ver más mundo.

Pero mi vieja se había cansado de esperar. Las madres son muy nuestras pero también muy suyas. La mía, a veces, tardaba meses en volver. En alguna ocasión, más de un año. Una tía dura. La última vez que la vi con vida, ponían en la televisión
Dos hombres y un destino
.

—Ay, hijo, qué final. Esos dos, por muy delincuentes que fueran, no merecían morir.

—Por eso no te han dejado verlos morir.

—Tienes razón. Qué listo eres, a veces. —Después se quedó un rato en silencio—. ¿Sabes lo mejor de lo mío?

—¿Qué es lo tuyo, madre?

—Estarme muriendo.

—Pues no, coño, madre, no lo sé. ¿Que voy a heredar un pastizal?

—No, tonto. Que nosotros nunca hemos tenido un duro.

—Pues qué.

—Que así no voy a verte morir a ti. Siempre tuve miedo a eso. No vale la pena vivir después de haber visto morir a un hijo.

La gente ya había comido, ya se había tomado un café y un solysombra y ya empezaban a levantarse con ruido de cadenas fantasmagóricas los cierres metálicos de las tiendas. Había modorra de siesta frustrada en la calle Pensamiento, en Algodonales, en Genciana, en Miosotis. Los parados del barrio jugaban naipes tristes, golpeando con fuerza viejos tapetes verdes, tras las cristaleras de los peores bares.

Hace un frío de cojones,
tiemblan hasta los luceros
y el torcón va ensangrentado
de amapolas por el cuello.
Diciembre trepa tu calle
y la puerta no se ha abierto.

Busqué en los bolsillos y en la cartera el tique del aparcamiento y me cagué dos o tres veces en Dios.
Pues guarda bien el tique. No lo pierdas. Que, si lo pierdes, te cobran veinticuatro horas y eso no creo yo que te lo pague el ministerio. No te preocupes, mamá. Es que no haces más que gastar, hijo
. La vieja siempre teniendo razón. Pero, al final, el maldito tique apareció entre los papeles de las niñas. Lo que unos muertos quitan otros lo dan. Bajé las escaleras sucias del subterráneo hasta el cajero automático. Un matrimonio de ancianos peleaba contra la tecnología intentando introducir billetes arrugados que la máquina les devolvía con escupitajos eléctricos.

—Déjame a mí, que no se mete así eso.

—Calla, mujer. Que me estás dando dolor de cabeza.

Un hombre más alto incluso que yo bajó las escaleras y se puso a mi espalda. Sonreímos mutuamente ante las porfías de los viejos, que iban agriando su discusión camino del divorcio.

—Prueba con monedas, ¿no ves que hay gente esperando?

—¿Y quién tiene monedas? ¿Las tienes tú? ¿Tú las tienes?

Ni el hombre alto ni yo hicimos nada. Hay que dejar que los matrimonios viejos se despellejen y se odien a sus anchas. Si los hubiéramos ayudado, les habríamos arrebatado uno de esos momentos de rabia y furia mutuas que los mantienen vivos. Pero la cola y la cólera iban creciendo. Un señor muy bajito, calvo y trajeado se unió a la hilera.

—Pero ¿cómo eres siempre tan torpe? ¿Saben ustedes? Aún ni sabe cambiar él solo los canales de la televisión.

Decidí intervenir.

—Disculpen. Es que ese billete está demasiado arrugado. Démelo y verá como éste, que está nuevo, sí lo coge la máquina.

Los cuatro ojos del viejo matrimonio me miraron con toda su rabia, pero aceptaron que introdujera mi billete y les recogiera las monedas del cambio y el tique. No me dieron las gracias. Los vi alejarse lentamente y sonreí a mis compañeros de paciencia. No había visto llegar al tercero, que me devolvió la sonrisa. Una cara peculiar. Introduje el tique y la tarjeta de crédito por sus respectivas ranuras. Pero la maldita máquina me la escupió dos veces. Me volví, una vez más, con una sonrisa de disculpa. Que sólo me devolvió el tercer hombre. Entonces intuí, aun sin ser muy consciente, por qué la vieja me había dejado colgado. Sólo conseguí entenderlo bien cuando ya el cajero rumiaba en su interior la pasta que debía sacarme. El ojo cortado del tercer hombre, su pelo rubio, sus rasgos perfectos y su sonrisa encantadora eran los de JJJ. Un JJJ redivivo, idéntico al hombre al que casi deje muerto aquella noche en el parque de mi infancia. El único hombre que, como le dije tantas veces a Ramos, podría matarme. Recordé mi admiración adolescente por el boxeador de barrio y aquella noche en el parque.

—Tú puedes ser un buen boxeador. Si dejas que yo te enseñe.

Y sus manos buscando mis muslos.

—No estés nervioso. No te estoy haciendo nada. Mira qué bonita. ¿Me dejas darle un beso?

Me corrí en su boca antes de empezar a golpearlo. Antes de destrozar su ojo azul de una patada. De oír cómo algo en su espalda se quebraba cuando salté encima. Adiós, JJJ, adiós aunque un día quise que tú fueras mi padre. Y ahora había regresado, como regresan todos los fantasmas. Con su ojo azul cortado por mis golpes. Su pelo rubio. Y treinta años menos que los que debía de tener, quitándose edad, como todos los fantasmas.

Antes de que la ranura me devolviera la tarjeta de crédito y de que yo pudiera desabotonar la Glock de la sobaquera, toda la superficie del cajero se llenó de rojo. La sangre, que salía a borbotones de mi pecho, primero me calentó hasta escaldarme, pero, inmediatamente, recibió como un jarrazo de hidrógeno que la heló hasta dolerme. Me acordé de cerrar los ojos antes de caer. Es muy desagradable para los compañeros levantar el cadáver de un amigo que aún te mira.

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