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Authors: Fernando Trujillo

La biblia de los caidos (6 page)

BOOK: La biblia de los caidos
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—¡Qué aberración! —exclamó Sara, asqueada.

—¿No te gusta? —se extrañó Diego. El niño lo observaba todo con un gesto de aprobación—. Esta todo muy chulo y muy limpio. Da gusto.

—Es injusto que el dinero permita a alguien vivir así mientras hay gente decente pasando dificultades para llegar a fin de mes. ¿Quién vivirá aquí?

—Y, claro, tú eres la persona adecuada para decidir quién es decente y quién no. ¿A que sí? —comentó Álex, que avanzaba detrás de ellos.

Sara no contestó. Era obvio que no había caído bien a Álex. No entendía cuál era su problema, pero desde luego se mostraba muy duro con ella.

El Gris pasó delante de tres dobermanes bastante imponentes que estaban atados a un árbol. Subió una pequeña escalera hasta la entrada. Los demás se apresuraron a alcanzarle.

Los tres perros explotaron en cuanto se aproximaron a ellos. Ladraron, gruñeron, babearon y estiraron la cadena al máximo, tanto que parecían a punto de estrangularse ellos mismos. Mordían el aire con ferocidad, les miraban con los ojos inyectados en sangre.

Sara dio un pequeño salto, sobresaltada, sin entender por qué no habían reaccionado a la presencia del Gris. Diego salió corriendo descontrolado en la dirección opuesta. Álex ni se inmutó, se detuvo detrás de ella y arrojó una mirada fría a los perros.

—Ahora tendremos que esperar al niño —protestó.

—Solo se ha asustado un poco, no es para tanto —dijo Sara, tratando de mantener la compostura.

—No le conoces —dijo Álex en tono despectivo—. Se negará a pasar por aquí, como si no le conociera...

Diego regresó despacio, mirando con desconfianza a los perros, que seguían ladrando enloquecidos. Se detuvo a varios metros de distancia.

—¡Ven! ¡Deprisa! —le llamó Sara—. Vámonos, así se callan.

—¿Estás loca? —se escandalizó Diego—. No pienso acercarme a esas malditas bestias.

—Te lo dije —le recordó Álex.

—Treparé por la barandilla, no me acerco a esas escaleras ni loco —dijo el niño—. Si se rompe una cadena... Es que no quiero ni pensarlo.

Diego empezó a rodear el camino cuando los perros se callaron de repente.

—Venid por aquí, deprisa —les ordenó el Gris.

Estaba junto a los perros, que ahora dormían plácidamente sobre el césped. Su figura no era fácil de distinguir en la oscuridad. Su gabardina negra se confundía con cualquier sombra, y al ser tan silencioso era fácil pasar por alto su presencia.

—Podías haber hecho tu truquito antes, tío —dijo el niño pasando lo más lejos posible de los perros—. Casi me cago en los pantalones.

—¿Habéis terminado de armar escándalo? —rugió una voz ronca.

Un hombre bajo y pasado de peso les hacía señas desde la puerta para que entraran.

El Gris fue el primero, sin saludar y sin quitarse la gabardina. Los demás le siguieron en silencio. El desconocido les sometió a una severa mirada, con un claro aire de desprecio mal disimulado. El Gris ni siquiera le vio al cruzar el umbral. Álex sostuvo la mirada del hombre sin pestañear, con un sutil brillo desafiante en sus penetrantes ojos negros.

—No gruñas tanto, enano —dijo el niño a pesar de que era de su misma estatura—. Si guardaras los chuchos, no pasaría esto...

Sara le dio un empujón y entraron en la casa. Le sorprendió un poco que ni Álex ni el Gris hubieran hecho amago de silenciar a Diego antes de que se creara un conflicto. No terminaba de reconocerse como parte de aquel extraño grupo en el que debía integrarse. Cada uno parecía completamente diferente a los demás, y sin embargo se relacionaban con soltura, no con la inseguridad de quien no conoce a sus compañeros. Saltaba a la vista que no era la primera vez que trabajaban juntos. Aunque si eran amigos, lo disimulaban a la perfección. Sara decidió estudiarles con más atención. Después de todo, la extraña era ella.

El recibidor era inmenso. Había una consola muy elegante de madera de cerezo, y enfrente, un espejo de cuerpo entero con un recargado marco de marfil. Le pareció que el Gris arrojaba una hosca mirada al espejo y evitaba reflejarse en él.

—Soy el abogado del señor Tancredo —dijo el hombre cerrando la puerta. Se dirigía al Gris—. Os espera en el salón principal, por la puerta de la derecha.

El apellido le sonó familiar a Sara. Lo había escuchado antes, estaba segura.

La estancia mantenía el estilo general de la vivienda, amplio y rebosante de lujo. Diego se quedó boquiabierto ante un televisor de plasma que debía de tener un millón de pulgadas, tirando por lo bajo.

De pie, apoyado sobre la mesa, encontraron a un hombre de aspecto sencillo, a pesar del traje tan caro que vestía. Sara le había visto en la televisión, le resultaba tremendamente familiar, pero no acababa de ubicarle. Era una sensación muy molesta.

Al lado del señor Tancredo había una mujer mucho más joven, de menos de treinta años, aventuró Sara. Era muy atractiva, con una bonita silueta y pechos de silicona. Lucía un vestido de noche, zapatos de tacón alto y abundante maquillaje. La pareja era la personificación del tópico del ricachón con la jovencita explosiva.

—Llegáis tarde —anunció el hombre con aire altivo.

Sara advirtió que los ojos de la mujer brillaron con un fugaz atisbo de deseo al ver el apuesto rostro de Álex, quien se escabulló en silencio hasta una esquina algo alejada.

Diego contemplaba maravillado la ostentosa decoración que les rodeaba.

—A este tipo me lo encontraré en el infierno seguro... —murmuró acariciando un león de oro que descansaba sobre un pedestal.

—Lo importante es que estamos aquí —dijo el Gris con su habitual tono indiferente—. Te dije que vendríamos al caer el sol.

El hombre desvió su atención a Diego.

—¿Has traído a un niño? —preguntó, atónito.

Diego suspiró.

—¡Ya estamos! Mira, tío corrupto, puede que aparente...

El adjetivo provocó un chispazo en la mente de Sara. Se trataba de Mario Tancredo. ¿Cómo se le podía haber pasado por alto? Mario era un poderoso empresario internacional, tan rico como corrupto, en eso estaba de acuerdo con el niño. Era de dominio público su implicación en toda clase de estafas y fraudes, a pesar de que no le habían podido procesar. Incluso había rumores que le vinculaban con tráfico de drogas y armas. Sara sintió náuseas.

—El niño es parte de mi grupo —dijo bruscamente el Gris.

Sara dudó si el Gris intentaba defender a Diego o hacer que se callara.

—Pues que deje de sobar al león —gruñó Mario. Sara tiró del brazo de Diego y lo alejó de la figura—. Si es parte de tu grupo, te haré responsable de él. Más te vale vigilarlo.

El Gris ni se inmutó.

—No voy a dejar que este... engendro ponga una sola mano sobre mi hija —estalló de repente la mujer, levantándose con ímpetu—. No es de fiar.

A Sara le sorprendió la violencia de la mujer. Su voz rezumaba odio, aversión. Al Gris no le afectó el insulto.

—No voy a tener esa discusión de nuevo, Elena—atajó Mario—. Lo hago por Silvia, nuestra hija, ¿o se te ha olvidado ese detalle? Y no cuestiones mis decisiones. Me he informado sobre él.

—Y yo —dijo Elena—. Aquel que no tiene alma. Alguien así no es un ser humano. ¿Qué eres?

—¿Acaso importa? —repuso el Gris.

—Mucho. No quiero que toques a mi hija. Eres un carroñero, lo sé.

Sara tuvo ganas de gritar. Aquella mujer se estaba ensañando con el Gris sin ningún motivo.

—Me han llamado cosas peores —se limitó a señalar el Gris.

—Ya basta, Elena —intervino Mario—. Es el mejor, y por eso está aquí. Haría lo que fuera por Silvia.

—El más caro quizá, pero no el mejor —repuso Elena con desdén—. Tú solo confías en lo que el dinero te proporciona, ese es tu poder, pero esta vez te equivocas.

—Yo por lo menos hago algo, me arriesgo. No podemos dejar así a la niña.

Elena miró al Gris con dureza.

—He oído hablar de ti. Te lo advierto, si le haces algo al alma de Silvia, si la rozas siquiera, lo lamentarás. ¡Lo juro!

Y se marchó dando un portazo.

Mario relajó la expresión de la cara, aliviado por la ausencia de su mujer.

—Hemos acordado un precio muy alto —le dijo al Gris—. Y no me importa pagarlo, pero yo nunca hago negocios a ciegas. Exijo una garantía de que a mi hija no le sucederá nada.

—Pues no la hay —atajó el Gris—. Tu hija está en peligro de muerte, no lo dudes, lleva un demonio en su interior. Que las cosas queden bien claras. Si quieres garantías de que pueda liberarla sin que muera y sin que sufra daños, te has equivocado al llamarme. Yo no doy falsas esperanzas. Pero hay muchos exorcistas charlatanes que te dirán lo que quieras por un buen precio. Estamos a tiempo de irnos.

—No me refería a eso. No soy estúpido, sé que nadie puede tratar con un demonio y asegurar que triunfará. Quiero garantías de que tú no utilizarás el alma de mi hija.

—Tienes mi palabra.

—¿Me tomas por tonto? No soy como mi mujer, pero no me fío de alguien que no se muestra a la luz del sol. No creerás que podríamos ser amigos y cenar juntos de vez en cuando. A mí también me gusta ser claro. Harás tu trabajo y luego desaparecerás. No me gusta tener bichos raros por aquí.

—¿Por qué me has llamado entonces?

—Ya lo he dicho. Dicen que eres el mejor exorcista, que empleas un método que nadie más conoce. Además, se supone que te acompaña un centinela, pero no lo veo por ningún lado. ¿O es el guaperas de la esquina? —preguntó refiriéndose a Álex.

—No, no es él. Mi centinela está atendiendo un concilio de su orden, vendrá en cuanto pueda.

—Que sea pronto. No pienso sellar el pacto sin que esté él delante.

—Me parece justo —convino el Gris.

¿Por qué no se defendía? Sara no entendía por qué el Gris permitía que le trataran de ese modo, con desprecio, casi con repulsión. Otra persona hubiera replicado a alguna de las ofensivas alusiones y habría tenido lugar un enfrentamiento. Ella estaba indignada. Y tampoco entendía la actitud de Diego y de Álex. Se suponía que formaban un equipo y no parecían molestos porque despreciaran al líder. Tal y como ella lo veía, si insultaban al Gris, indirectamente también les insultaban a todos, aunque solo fuera por acompañarle.

Anotó mentalmente preguntar por ese centinela al que se habían referido. No sabía a qué hacía referencia ese título, aunque le sonaba que guardaba alguna relación con los ángeles.

—Ya que todos lo tenemos claro, es hora de empezar —anunció el Gris—. Yo voy a ver a la niña. Diego, interroga a Mario.

—No me fastidies, tío —protestó el niño—. Yo también quiero ver al demonio. —Mario le atravesó con la mirada—. Digo..., a la niña.

—La verás más tarde —dijo el Gris—. De momento, ya sabes qué tienes que hacer. No metas la pata.

—Yo te acompaño —le dijo Álex al Gris, dando un paso adelante.

—No. Ayuda a Diego y vigílale.

—Mejor le vigilo yo a él —sugirió el niño.

—Yo voy contigo —dijo Sara alcanzando al Gris en la puerta.

—No puedes. Necesitarán tu habilidad de rastreo para investigar.

—Por favor... —No acabó la frase. La expresión del Gris dejaba claro que no iba a cambiar de opinión. Pero se le ocurrió otra idea de repente—. ¿No es peligroso ir solo a ver a un demonio? Puedes necesitar ayuda.

—No te preocupes. No empezaré el exorcismo sin antes disponer de toda la información posible.

—Entonces...

—Solo voy a ver si me conoce, si sabe quién soy.

El timbre del chalé interrumpió los pensamientos del abogado de Mario Tancredo. El pequeño hombre fue al recibidor y comprobó la cámara de vigilancia.

No funcionaba. Pulsó el botón una y otra vez pero nada. Tendrían que avisar al técnico para que la reparara, pero no sería a las dos de la madrugada. Hasta la mañana no había nada que hacer. Y eso le llevó a preguntarse quién podía estar llamando a esas horas.

Sabía que a Mario no le gustaría ser interrumpido por una cuestión tan insignificante como una cámara estropeada, así que resolvió salir él mismo a abrir la puerta. Ya se lo mencionaría a su jefe cuando terminara de hablar con el dudoso grupo que había contratado.

Trotó hasta la puerta de la calle tratando de llegar antes de que llamaran de nuevo. Era una suerte que los perros no se hubieran puesto a ladrar, y no quería tener más problemas con el vecino. Pero su preocupación había sido innecesaria, ya que los perros estaban durmiendo profundamente. El abogado no recordaba haberlos visto nunca tan tranquilos. Lo normal es que su sueño fuera increíblemente ligero. Aún debían de estar afectados por la presencia del demonio, algo que no le extrañaba en absoluto.

Al otro lado de la verja, un hombre muy alto se apoyaba con una mano contra el muro. Medía dos metros como poco. Tenía el pelo alborotado y vestía con unos vaqueros raídos y una camisa que no era de su talla. Le vino a la mente la imagen de un indigente.

—¿Quién eres y por qué llamas a estas horas? —preguntó el abogado.

El desconocido volvió la cabeza y se tambaleó un poco, pero se ayudó con la pared para conservar el equilibrio.

—Buenas noches, caballero. He venido a echar una mano, naturalmente.

Lo que le faltaba. Un borracho dando la tabarra precisamente esa noche.

—Largo de aquí —le ordenó el abogado—. Vete o llamo a la policía.

—Una idea absurda, si me permites la observación. La policía no podrá ayudaros con vuestro particular problema. Yo, por otra parte, estoy altamente cualificado.

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