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Authors: Glenn Cooper

Tags: #Misterio y suspense

La Biblioteca De Los Muertos (31 page)

BOOK: La Biblioteca De Los Muertos
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En el exterior oscurecía y el ruido del tráfico se desvanecía, a excepción del ocasional gemido de las ambulancias de Bellevue. Trabajaron codo con codo en la cocina, lavando y secando, bajo la influencia de los últimos coletazos del champán. Will ya se había pasado al whisky. Ambos se sentían contentos fuera de su rutina, y la simplicidad doméstica de lavar los platos tenía el efecto de un bálsamo.

Will no lo había planeado —reflexionaría sobre ello más tarde—, pero en lugar de alargar el brazo para coger el siguiente plato le puso la mano en el culo y empezó a acariciarlo suavemente con pequeños círculos. Mirándolo en retrospectiva, tendría que haberlo visto venir.

Ahora Nancy tenía pómulos y figura de bailarina y, maldita sea, si se lo hubieran preguntado lo habría dicho: el aspecto físico era importante para él. Pero era más que eso, su personalidad se había moldeado bajo su tutela. Era más calmada, menos obsesionada con el deber, con menos cafeína, y, para disfrute de Will, se le había pegado algo de su cinismo. Un placentero tufillo de sarcasmo salía de su boca de vez en cuando. La insufrible niña de colegio de monjas se había ido y en su lugar había una mujer que ya no le ponía de los nervios. Más bien todo lo contrario.

Nancy tenía las manos dentro del agua jabonosa. Las dejó allí, cerró los ojos y no hizo ni dijo nada.

Will la obligó a girarse y ella no sabía qué hacer con las manos. Al final las puso mojadas sobre los hombros de él y dijo:

—¿Piensas que esto es buena idea?

—No, ¿y tú?

—No.

La besó y le gustó cómo sabían sus labios y cómo se relajaba su mandíbula. Le puso las dos manos en el trasero y sintió la suave tela de los téjanos. Su cabeza empezó a nublarse de deseo. La apretó contra sí.

—Hoy han venido a hacer la limpieza. Hay sábanas limpias —susurró.

—Tú sí que sabes cómo cautivar a una mujer. —Ella quería que sucediera eso, Will lo veía claro.

Cogió su resbaladiza mano y la condujo hasta el dormitorio, se dejó caer sobre la colcha y la puso a ella encima.

Estaba besándole el cuello, en el que bullía la sangre, y explorando debajo de su blusa, cuando ella dijo:

—Nos vamos a arrepentir de esto. Va contra toda...

Will le tapó los labios con la boca, después se retiró para decir:

—Mira, si de verdad no quieres, podemos retroceder unos minutos en el tiempo y acabar con los platos.

Nancy le besó, era el primer beso que le daba ella.

—Odio lavar los platos —dijo.

Cuando salieron del dormitorio era de noche y el salón estaba tan silencioso que resultaba inquietante. Tan solo se oía el rumor del aire acondicionado y el distante silbido del tráfico en la autopista Franklin Delano Roosevelt. Will le había dejado una camisa blanca, algo que ya había hecho antes con otras mujeres. A todas les gustaba sentir el almidón contra su piel desnuda y la imaginería ritual que conllevaba. Y ella no era diferente. La camisa se la tragaba y la cubría hasta el máximo recato. Nancy se sentó en el sofá y pegó las rodillas al pecho. La piel que quedaba al descubierto estaba fría y moteada como el alabastro.

—¿Quieres beber algo? —preguntó Will.

—Creo que ya he bebido bastante esta noche.

—¿Te arrepientes?

—Debería, pero no. —Aún tenía rubor en la cara. Will pensó que le parecía más bonita que nunca, pero también mayor, más mujer—. De algún modo pensaba que esto podía pasar.

—¿Desde cuándo?

—Desde el principio.

—¿En serio? ¿Por qué?

—Una combinación de tu reputación y la mía.

—No sabía que tú también tuvieras una reputación.

—Pero de un tipo diferente. —Suspiró—. Buena chica, siempre la opción segura, nunca en aguas peligrosas. Creo que en mi fuero interno quería que el barco zozobrara para ver qué se sentía.

Will sonrió.

—¡Vaya! De la bola de demolición al naufragio. ¿Captas la similitud?

—Tú, Will Piper, eres un chico malo. A las chicas buenas en el fondo les gustan los chicos malos, ¿no lo sabías?

Tenía la cabeza más despejada, casi estaba completamente sobrio.

—Vamos a tener que mantenerlo en secreto, lo sabes.

—Lo sé.

—Me refiero a tu carrera, mi jubilación...

—¡Ya lo sé, Will! Debería irme.

—No tienes por qué.

—Gracias, pero no creo que de verdad quieras pasar la noche conmigo. —Antes de que él pudiera responder, dio una palmada a la portada del guión de Laura, que estaba en la mesilla—. ¿Lo vas a leer?

—No lo sé. Puede. —Y luego—: Probablemente.

—Creo que ella quiere que lo leas.

Cuando estuvo solo se sirvió un whisky, se sentó en el sofá y encendió la lámpara de mesa. El brillo de la bombilla hizo que los ojos le escocieran. Miró el guión de su hija; la imagen de la bombilla chamuscaba la cubierta. A medida que la imagen se desvanecía, le parecía ver una siniestra cara sonriente que lo miraba fijamente. Le desafiaba a que cogiera el guión. Aceptó el desafío.

—Maldita bola de demolición —musitó.

Nunca había leído un guión de cine. Sus relucientes anillas doradas le recordaron la última vez que había puesto sus ojos en uno, un mes antes, en casa de Mark Shackleton. Pasó la página de la portada y se puso manos a la obra... El formato, con todo ese mareo de interiores y exteriores, le confundía.

Tras unas páginas tuvo que volver a empezar, y esta vez le pilló el ritmo. Al parecer el personaje que estaba inspirado en él se llamaba Jack, un hombre cuya parca descripción daba la impresión de irle al pelo: un cuarentón fornido, un producto sureño de pelo rojizo, trato fácil y mal carácter.

No era sorprendente que Jack fuera un alcohólico de aúpa y un mujeriego. Su último desliz era Marie, una escultora demasiado lista para dejar que un hombre así entrara en su vida pero incapaz de resistirse a sus encantos. Al parecer, Jack había dejado una estela de mujeres en su camino y —eso a Will le dolió— una de ellas era su hija, una joven llamada Vicki. A Jack le perseguía la imagen de Amelia, una mujer emocionalmente frágil a la que había conseguido convertir en un desecho metafísico hasta que ella consiguió liberarse gracias al vodka y el monóxido de carbono. Amelia —un velado homenaje a Melanie, la primera esposa de Will y madre de Laura— era una mujer a la que navegar por las aguas de la vida le parecía demasiado difícil. A lo largo de todo el guión, Amelia se le aparece —de color rojo cereza por el efecto del veneno— para reprenderle por su crueldad con Marie.

A mitad del guión, Will se dio cuenta de que estaba demasiado sobrio para continuar, así que se puso tres dedos más de whisky. Esperó a que la bebida le anestesiara y luego siguió hasta llegar al amargo final, el suicidio de Marie, presenciado por el espectro lloroso de Amelia, y la decisión redentora de Vicki de dejar su propia relación de abuso y elegir a un hombre más atento aunque menos apasionado. ¿Y qué hay de Jack? Él sigue a lo suyo con Sarah, la prima de Marie, a la que ha conocido en el funeral. La bola de demolición continúa oscilando en el aire.

Cuando dejó el guión sobre la mesa, se preguntó por qué no estaba llorando.

Entonces, así era como lo veía su hija. ¿Tan grotesco era?

Pensó en sus ex esposas, en sus numerosas novias, en la larga línea de encuentros de una noche. Y ahora Nancy. La mayoría eran chicas majas y bonitas. Pensó en su hija, una manzana sana manchada por la manzana podrida que era su padre. Pensó en...

De repente su introspección derrapó. Cogió el guión y lo abrió por una página cualquiera.

—¡Joder!

El tipo de letra.

Era una Courier de cuerpo 12, como la de las postales del Juicio Final.

Había olvidado el asombro inicial que le había causado el tipo de letra de la postal, muy normal en los días de las máquinas de escribir pero mucho menos común en la era de las impresoras y la informática. Times New Román, Garamond, Arial, Helvética eran los nuevos estándares en el mundo de las pestañas que abren menús.

Navegó por internet y encontró la respuesta. La Courier 12 era la fuente obligatoria en los guiones de cine, de un rigor inexcusable. Si enviabas un guión a un productor en otro formato serías el hazmerreír del gremio. Y otro dato suculento: los programadores informáticos lo usaban para escribir código fuente.

Una visión mental irrumpió en sus pensamientos. Un par de guiones a nombre de Peter Benedict y unos cuantos bolígrafos Pentel negros sobre un escritorio blanco junto a una estantería llena de libros de programación informática. La voz de Mark Shackleton completó las imágenes: «No creo que vayáis a coger al tipo».

Se pasó un buen rato considerando las asociaciones, por raras que fueran, antes de desechar como absurda la noción de que pudiera haber una conexión entre el caso Juicio Final y su antiguo compañero de habitación. ¡El bicho raro y ya mayorcito de Shackleton corriendo por Nueva York apuñalando, disparando, sembrando el caos y la destrucción! ¡Anda ya!

No obstante, la fuente de la postal era una pista no sondeada, el presentimiento era cada vez más fuerte, y sabía que hacer caso omiso de una de sus corazonadas sería una insensatez, sobre todo cuando estaban en un callejón sin salida.

Cogió su teléfono móvil y, nervioso, le mandó un mensaje a Nancy: «Tú y yo vamos a leer guiones. Puede que nuestro asesino sea guionista».

28 de julio de 2009, Las Vegas

La chica sintió los suaves eslabones de catorce quilates de la correa y pasó los dedos por el áspero borde de diamantes de la esfera.

—Me gusta este —murmuró.

—Excelente elección, señora —dijo el joyero—.Este Harry Winston tiene mucho éxito. Se llama Avenue Lady.

El nombre la hizo reír.

—¿Has oído cómo se llama? —preguntó a su acompañante.

—Aja.

—¿No es genial?

—¿Cuánto? —preguntó él.

El joyero le miró a los ojos. Si aquel hombre fuera japonés, coreano o árabe habría tenido claro que la venta estaba hecha. Cuando se trataba de estadounidenses con ropa deportiva y gorra de béisbol la cosa resultaba más complicada.

—Hoy puedo ofrecérselo al señor por veinticuatro mil dólares.

Ella abrió los ojos como platos. Era el más caro. Pero le encantaba, y se lo hizo saber rozándole la desnuda piel del antebrazo.

—Nos lo llevamos —dijo él sin dudarlo.

—Muy bien, señor. ¿Cómo quiere pagarlo?

—Apúntelo a mi habitación. Estamos en la suite Piazza.

El joyero tendría que ir a la trastienda para confirmar la venta, pero ya la sentía como algo sólido. Esa suite era una de las mejores, ciento treinta metros cuadrados de mármol y opulencia, con hidromasaje y salón a nivel inferior.

Cuando salieron de la tienda, ella ya llevaba puesto el reloj. El cielo que cubría la plaza de San Marcos era de un azul celeste perfecto, con la cantidad justa de nubecillas esponjosas. Pasó una góndola que llevaba a una pareja de suizos rígidos y con semblante serio. Al gondolero le dio por soltarse con una canción para provocar alguna emoción en su carga y el eco de su rica voz resonó en la bóveda. Todo era perfecto, pensaba su acompañante. La temperatura nada mediterránea, la ausencia de olores salobres de los canales auténticos, y que no hubiera palomas. Odiaba esos sucios pájaros desde aquella vez en que sus padres le llevaron a la plaza de San Marcos, la de verdad, y un chico tímido y sensible y un turista lanzaron un puñado de migas de pan cerca de sus pies. El revoloteo enfebrecido de las palomas le abrumó; ya de adulto, verlas aletear bastaba para que se apartara.

Llevaba puesto el reloj cuando atravesaron cogidos del brazo el vestíbulo del hotel Venetian. Llevaba puesto el reloj en el ascensor, cuando alzó el brazo y lo dobló para llamar la atención de las tres señoritas que hacían el viaje con ellos.

Y llevaba puesto el reloj y nada más cuando estaban en la suite y ella le dio el mejor polvo de su vida.

Ahora él le dejaba que le llamara Mark, y en lugar de Lydia ella le permitía usar su nombre real, Kerry. Kerry Hightower.

Ella era de Nitro, en Virginia Occidental, una ciudad ribereña fundada a finales de siglo alrededor de una fábrica de pólvora. Se trataba de un sitio de lo más anodino, cuyo dato más notable era que en un tiempo Clark Gable trabajó allí como técnico reparador de teléfonos. Ella había crecido en la pobreza, viendo las viejas películas de Clark Gable y soñando con convertirse en actriz algún día.

En el colegio descubrió que sus aptitudes no eran excepcionales, pero lo intentó obstinadamente en todas las obras de teatro escolares y de la comunidad y consiguió pequeños papeles secundarios porque era muy formal y atractiva. Pero cuando llegó al instituto descubrió que tenía un don que superaba al de la interpretación. Le encantaba el sexo, se le daba de maravilla y su desinhibición era absoluta y encantadora. Tuvo una revelación y decidió seguir una vocación que mezclaba las dos cosas: se convertiría en actriz porno.

Una compañera del equipo de animadoras, dos años mayor que ella, se había trasladado a Las Vegas y estaba trabajando como crupier. Para Kerry, Las Vegas no era más que una escala que le acercaba en su camino a California, donde, a su parecer, florecía la industria del cine adulto. Una semana después de graduarse en el instituto de Nitro compró un billete de ida para Nevada y se trasladó allí junto a su vieja amiga. La vida en aquel lugar no era fácil, pero su alegre determinación la mantuvo a flote. Saltó de un trabajo mal pagado a otro hasta que aterrizó, si no de pie, sí de culo, en una agencia de acompañantes.

Cuando conoció a Mark en el Constellation, la agencia en la que trabajaba era la cuarta en tres años, y por fin había conseguido reunir algo de dinero. Tan solo se dedicaba a encuentros de altos vuelos en los que se apreciaba su imagen de chica guapa con la piel sin agujerear ni tatuar. La mayoría de los hombres con los que quedaba se portaban bien, podía contar con los dedos de la mano las veces que habían abusado de ella o la habían amenazado. Jamás sentía nada por ninguno de sus clientes —al fin y al cabo no eran más que puteros—, pero con Mark era diferente.

Desde el principio le había parecido majo y algo atontado, sin las pretensiones del típico machito. Además, era muy inteligente, y su trabajo en Área 51 la volvía loca de curiosidad porque estaba segura de que cuando tenía diez años, una noche de verano vio un platillo volante, tan brillante como un frasco de luciérnagas recogidas en la ribera del río, volar a toda pastilla sobre el Kanawha.

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