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Authors: Gayle Lynds

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Thriller

La biblioteca de oro (7 page)

BOOK: La biblioteca de oro
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—Éramos todos tan jóvenes… Sencillamente, parecía que lo mejor era intentar ponerle fin mientras quizá tuviésemos tiempo de llegar a convertirnos en personas mejores.

—Y, más tarde, esas habilidades le sirvieron para trabajar para pagarse la carrera en la UCLA.

—Pero dentro de la ley. En una empresa de seguridad. ¿Quién es usted?

Él no atendió a la pregunta.

—Como lo más probable es que el año que viene la dejen salir con la condicional, ha estado enviando currículos. ¿Algún resultado?

Ella apartó la vista.

—Ningún museo ni biblioteca quiere contratar a una conservadora o restauradora con antecedentes criminales; al menos, a mí no. Demasiada carga por… la muerte de mi marido. Porque él era muy conocido y respetado en este campo.

Se llevó la mano a una cadena de oro que llevaba al cuello. La camisa le ocultaba lo que tuviera colgado de la cadena. Tucker observó que seguía llevando su anillo de casada, una alianza sencilla de oro.

—Ya veo —dijo con voz neutra.

Ella alzó la cabeza.

—Ya encontraré algo. Algún trabajo de otro tipo.

Él sabía que no le quedaba dinero. Como la habían condenado como homicida involuntaria de su marido, no había podido cobrar su seguro de vida. Había tenido que vender la casa para pagar las costas legales. Sintió lástima por un momento, pero se la quitó de encima.

—Ha llegado a dominar muy bien el ocultar sus emociones —comentó.

—Es precisamente lo que hay que hacer para salir adelante aquí.

—Hábleme de la Biblioteca de Oro.

Aquello pareció desconcertarla.

—¿Por qué?

—Deme ese gusto.

—Me ha dicho que tenía una propuesta para mí. Una propuesta que me gustaría.

—Dije que quizás tuviera una propuesta para usted. Veamos cuánto recuerda.

—Recuerdo mucho; pero Charles, mi marido, el doctor Charles Sherback, era una verdadera autoridad. Se había pasado la vida entera investigando la biblioteca, y conocía todos los detalles disponibles —dijo ella con orgullo en la voz.

—Empiece por el principio.

Ella contó la historia de la biblioteca, desde su formación en tiempos del Imperio bizantino hasta su desaparición tras la muerte de Iván el Terrible.

Él la escuchó con paciencia. Por fin, le preguntó:

—¿Qué fue de ella?

—Nadie lo sabe con certeza. Tras la muerte de Pedro el Grande, se encontró entre sus papeles una nota que decía que Iván había ocultado los libros bajo el Kremlin. Napoleón, Stalin, Putin y personas corrientes los han buscado durante siglos; pero allí abajo hay al menos doce niveles de túneles, y de la gran mayoría no existen planos. El paradero de la biblioteca es uno de los grandes misterios del mundo.

—¿Sabe lo que hay en la biblioteca?

—Se supone que contiene libros de poesía y novelas. Libros de ciencia, alquimia, religión, sobre la guerra, sobre política… incluso manuales de sexo. Se remonta hasta los antiguos griegos y romanos, por lo que es probable que contenga obras de Aristófanes, Virgilio, Píndaro, Cicerón y Sun Tzu. También tiene biblias, toras y coranes. En todo tipo de idiomas: latín, hebreo, árabe, griego.

Tucker guardó silencio un momento, reflexionando. Después de sus malos comienzos de adolescente, había tomado el buen camino y había seguido una carrera profesional de alto nivel, lo que demostraba su talento, su inteligencia y su responsabilidad. En la cárcel había sido discreta para no llamar la atención, señal de capacidad de adaptación. Le había robado la cartera porque le había parecido raro, lo que indicaba a Tucker que seguía teniendo valor. En aquella misión estaba trabajando en el vacío. Ningún analista de objetivos había encontrado nada útil, y la colección de recortes de prensa de Jonathan Ryder no había resultado de gran utilidad.

Estudió aquel rostro bajo la gorra de la cárcel, sus rasgos tallados a escoplo, su expresión que volvía a asentarse en una neutralidad fría.

—¿Qué me diría si le dijera que tengo pruebas de que la Biblioteca de Oro existe sin lugar a dudas?

—Le diría que me contase más cosas.

—La Colección Lessing J. Rosenwald ha dejado en préstamo al Museo Británico algunos de sus manuscritos para una exposición especial. Lo más destacado es el
Libro de los Espías
. ¿Conoce usted esa obra?

—No me suena de nada.

—Este libro llegó a la puerta del departamento de referencia de la Biblioteca del Congreso, envuelto en plástico de burbujas, dentro de una caja de cartón. Había una nota anónima que decía que había formado parte de la Biblioteca de Oro y que era una donación para la colección especial Rosenwald. Analizaron el papel, la tinta y demás. El libro es auténtico. Nadie ha podido localizar al donante o donantes.

—¿Esas son todas las pruebas que tienen de que procede de la Biblioteca de Oro?

Tucker asintió con la cabeza.

—Nos basta, de momento —dijo.

—¿Quiere esto decir que quieren encontrar la biblioteca?

Al ver que Tucker asentía, preguntó:

—¿Qué puedo hacer yo para ayudar?

—La exposición en el Museo Británico se inaugura la semana que viene. Su tarea consistiría en hacer lo mismo que hacía cuando viajaba con su marido. Hablar con los bibliotecarios, con los historiadores y con los aficionados que llevan años buscando la biblioteca. Fisgar las conversaciones que tengan entre ellos y con otros. Tenemos la esperanza de que si el
Libro de los Espías
procede verdaderamente de la colección, puede atraer a alguien que sepa dónde está la biblioteca.

Ella se había ido inclinando hacia delante. Volvió a erguirse. Se asomaron a su rostro diversas emociones.

—¿Qué gano yo con ello?

—Si lo hace bien, volverá a la cárcel, claro está. Pero después, al cabo de solo cuatro meses, saldrá con la condicional, suponiendo que mantenga la buena conducta. Son ocho meses de adelanto.

—¿Cuál es la pega?

—No hay ninguna pega, solo que tendrá que llevar una tobillera con GPS. Es a prueba de manipulaciones y lleva un transmisor GSM/GPRS que comunicará automáticamente su situación. Podrá quitárselo por las noches si quiere, para dormir más cómoda. También le daré un teléfono móvil. Trabajará a mis órdenes, y no deberá decir a nadie, ni siquiera a la directora de la prisión, lo que hace ni lo que descubre.

Ella se quedó callada.

—Usted abrió mi expediente juvenil —dijo por fin—. Puede sacarme de la cárcel. Y puede reducirme la condena. Antes de aceptar, quiero saber quién es de verdad.

Él hizo ademán de negar con la cabeza.

—El primer pago de mi ayuda es la verdad —le advirtió ella.

Él recordó lo que le había dicho la directora acerca de no mentir a los presos.

—Soy de la Agencia Central de Inteligencia.

—Eso no está en su cartera.

Él bajó la mano y abrió un bolsillo con cierre con velcro que llevaba en el interior de su calcetín largo. Le entregó el carné de la CIA.

—No debe decírselo a nadie. ¿De acuerdo?

Ella estudió el carné laminado oficial.

—De acuerdo. Si allí hay alguien que sepa dónde está la biblioteca, me enteraré. Pero no quiero volver a la cárcel cuando haya terminado.

Él sonrió para sus adentros. Su dureza le agradaba.

—Trato hecho.

Pareció como si a ella se le cayeran años de encima.

—¿Cuándo salgo?

CAPÍTULO
8

Londres, Inglaterra

A Eva el mundo le parecía nuevo y apasionante; sin esposas, sin vigilantes, sin ojos que la siguieran día y noche. Eran las ocho y media de la noche y llovía con fuerza mientras ella atravesaba aprisa el patio delantero del Museo Británico, hacia la entrada principal. Apenas sentía la humedad fría en el rostro. El tráfico de Londres retumbaba a su espalda, e iba bien envuelta en su vieja gabardina Burberry. Alzó la vista hacia las altas columnas, los muros de piedra desnuda, los relieves y las estatuas neohelénicas. La invadían los recuerdos de los buenos ratos que habían pasado Charles y ella en aquel museo antiguo y majestuoso.

Esquivó un charco y subió a paso vivo los escalones de piedra; cerró el paraguas y entró en el gran zaguán. Estaba deslumbrante de luz; sus altos techos se perdían entre una oscuridad dramática. Hizo una pausa en la entrada de la gran plaza central cubierta Reina Isabel II, tres cuartos de hectárea de suelo de mármol, rodeado de paredes de piedra de Portland y de puertas de entrada con columnas. Absorbió su belleza serena.

En su centro estaba el salón de lectura circular, una de las mejores bibliotecas del mundo; y salían por su puerta
Herr Professor
Georg Mendochon y señora.

Eva fue a saludarlos, sonriente. Ellos cruzaron miradas y titubearon.

—Timma, Georg —dijo, tendiéndoles la mano—. Han pasado años.

—¿Cómo estás, Eva? —dijo Georg. No tenía mucho acento extranjero. Era un erudito austriaco que viajaba mucho por el mundo.

—Es maravilloso volver a veros —dijo ella con sinceridad.

—Ja
. Y sabemos por qué ha pasado tanto tiempo —dijo Timma, que nunca había brillado por su sutileza—. ¿Qué haces aquí?

Solo le faltó decir: «Mataste a tu esposo, ¿cómo te atreves a presentarte aquí?».

Eva bajó la vista, mirándose la alianza de oro que llevaba en el dedo. Ya sabía que aquello sería difícil. Había llegado a aceptar que ella había matado a Charles, pero el sentimiento de culpa seguía destrozándola.

Levantó la vista, sin atender al tono de Timma.

—He venido con la esperanza de ver a viejos amigos. Y para ver el
Libro de los Espías
, claro está.

—Es un descubrimiento apasionante —asintió Georg.

—Me hace preguntarme si alguien ha encontrado por fin la Biblioteca de Oro —siguió diciendo Eva—. Si lo ha encontrado alguien, tienes que ser tú, Georg.

«Ahora que no está Charles», añadió para sus adentros, echándolo en falta todavía más.

Georg se rio. Timma se ablandó y aceptó el cumplido con una sonrisa.

—Ach
, ojalá —dijo Georg.

—¿No se ha dicho nada de quién puede estar relacionado con el descubrimiento? —insistió Eva.

—No he oído nada de eso, por desgracia —dijo Georg—. Vamos, Timma. Debemos ir ahora a la exposición china. Te veremos arriba, Eva, ¿sí?

—Sí, desde luego.

Mientras ellos cruzaban la gran plaza, Eva se dirigió al ala norte y subió las escaleras hasta el primer piso. Le llegaron los sonidos de una multitud plurilingüe desde una puerta abierta donde un letrero anunciaba:

SIGUIENDO EL DESARROLLO DE LA ESCRITURA

EXPOSICIÓN ESPECIAL DE LA COLECCIÓN

LESSING J. ROSENWALD

Buscó su invitación.

El guarda se la recogió y le dijo:

—Que se divierta, señora.

Pasó al interior. El gran salón estaba cargado de energía y de animación. El público formaba grupos y se apiñaba alrededor de los expositores de vidrio; muchos llevaban auriculares para oír la guía grabada de la exposición. Circulaban discretamente guardias del museo encorbatados. El aire olía como lo recordaba ella, a perfumes caros y a vinos aromáticos. Inspiró a fondo.

—Eva, ¿eres tú?

Se volvió. Era Guy Fontaine, de la Sorbona. Era pequeño y gordito y estaba con un corrillo de amigos de Charles. Ella les miró las caras; advirtió el conflicto de emociones que les producía su aparición.

Los saludó con efusión y les dio la mano.

—Tienes buen aspecto, Eva —opinó Dan Ritenburg. Era un adinerado buscador aficionado de la Biblioteca de Oro, de Sidney—. ¿Cómo es que has podido venir?

—No seas grosero, Dan —le riñó Antonia del Toro.

Era una célebre historiadora, de Madrid. Se volvió hacia Eva.

—Siento mucho lo de Charles —lo dijo—. Un investigador tan entregado… aunque hay que reconocer que podía llegar a ser difícil a veces. Mi más sentido pésame.

Algunos más murmuraron sus condolencias. Se produjo una pausa expectante.

Eva rompió el silencio, respondiendo a la pregunta tácita que le estaban haciendo.

—He salido de la prisión.

Era lo que le había dicho Tucker que dijera.

—Cuando vi que aquí exhibían un manuscrito de la Biblioteca de Oro, tuve que venir, por supuesto —añadió.

—Por supuesto —asintió Guy—. El
Libro de los Espías
. Es hermoso.
Incroyable
.

—¿Creéis que su aparición significa que alguien ha encontrado la biblioteca? —preguntó Eva.

El grupo entabló una conversación animada; los presentes expresaron sus teorías de que la biblioteca seguía estando bajo el Kremlin; de que Iván el Terrible la había escondido en un monasterio a las afueras de Moscú; de que no era más que un mito soberbio que había propalado el propio Iván.

—Pero, si es un mito, ¿cómo está aquí el
Libro de los Espías
? —se preguntó Eva.

—Ajá; eso mismo digo yo —dijo Desmond Warzel, estudioso suizo—. Yo siempre he mantenido que Iván fue vendiendo la biblioteca por partes antes de morir, porque estaba mal de fondos. Recordad que perdió su última guerra contra Polonia… y aquello le salió caro.

—Pero, si eso es cierto, no cabe duda de que a estas alturas ya habrían aparecido otros manuscritos iluminados de la biblioteca —dijo Eva, muy razonablemente.

—Tiene razón, Desmond —dijo Antonia—. Te lo llevo diciendo muchos años.

Siguieron debatiendo, y por fin Eva se despidió de ellos. Circuló entre la multitud escuchando conversaciones, buscando a más personas que conociera, y por fin se pasó por el bar. Pidió un agua de Perrier.

—¿No la conozco a usted, señora? —le preguntó el barman.

Era alto y delgado, pero tenía cara regordeta de ardilla. El contraste resultaba sorprendente y entrañable. Ella lo recordó, por supuesto.

—Yo venía por aquí hace años —le dijo.

Él sonrió y le entregó el agua de Perrier.

—Bienvenida a casa.

Ella sonrió y se apartó para consultar el plano que indicaba en qué punto de la sala se exhibía cada libro xilografiado, cada manuscrito iluminado y cada libro impreso. Cuando localizó la ubicación del
Libro de los Espías
, se dirigió hacia él, pasando por alto la espectacular Biblia gigante de Maguncia, terminada en 1453, y el
Libro de Urizen
, mucho menor, con sus ilustraciones grotescas, de 1818. Este era la parodia del Génesis que había creado William Blake. Pocos años atrás, un día feliz de invierno, Charles y ella habían examinado personalmente ambos libros en la Biblioteca del Congreso.

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