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Authors: Brian W. Aldiss

Tags: #Ciencia-ficción, #Relatos

La bóveda del tiempo (6 page)

BOOK: La bóveda del tiempo
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—Vamos demasiado despacio —exclamó el bolígrafo, subido sobre el operador y paseando su foco de luz por la pendiente que ascendía frente a ellos—. A esta velocidad no llegaremos a ninguna parte.

—Vamos tan rápido como podemos —replicó la excavadora.

—Luego, no podemos ir más deprisa —añadió la explanadora.

—Luego, vais demasiado lento —remachó el bolígrafo. En aquel momento, la excavadora dio un leve vuelco; el bolígrafo perdió pie y se fue de bruces al suelo.

—¡Ayudadme! —pidió a los tractores, mientras éstos lo evitaban con cuidado—. Mi giroscopio se ha dislocado. Por eso no puedo levantarme.

—Luego, debes quedarte ahí —dijo uno de los tractores.

—No tenemos servidor que pueda repararte —le gritó el capataz.

—Luego, me quedaré aquí hasta enmohecer —chilló el bolígrafo— aunque tenga un cerebro de Clase Tres.

—Ahora eres inservible —acordó el operador y gradualmente todos fueron olvidándolo a medida que incrementaban la distancia entre ellos y el bolígrafo.

Cuando arribaron a una pequeña meseta, una hora antes de que despuntase la primera luz del alba, por consenso mutuo se detuvieron y formaron un corro, tocándose recíprocamente.

—Éste país es extraño —dijo el capataz.

El silencio los rodeó hasta que broto la aurora. Uno tras otro, fueron apagando las luces infrarrojas. Cuando reanudaron la marcha, dirigía el capataz. Al rodear una arista avistaron un pequeño valle por el que discurría un torrente.

Bajo la temprana luz, el valle parecía desolado y frío. Sólo un hombre había emergido de una de las cuevas de las distantes pendientes. Su aspecto era abyecto. Era pequeño y de piel acartonada, las costillas se le notaban de manera espantosa, como las de un esqueleto, y tenía una llaga nauseabunda en una pierna. Prácticamente iba desnudo y temblaba continuamente. Mientras las máquinas se le iban acercando con parsimonia, el hombre les daba la espalda, inclinado sobre el torrente para beber agua.

Cuando de pronto se volvió y se encaró a las máquinas, éstas vieron que sus facciones estaban amenazadas por el hambre.

—Traedme comida —gruñó.

—Sí, Amo —dijeron las máquinas—. ¡Inmediatamente!

Los Solites eran poco menos que bárbaros. Sin embargo, construyeron extrañas máquinas, y dieron con una forma de viaje temporal que les permitió regresar a épocas pasadas en busca de flora y fauna con que repoblar su mundo. Este no es un relato sobre los viajes en el tiempo. Se centra en un anciano llamado Chun Hwa, cargado de años, que había visto demasiados cambios para dar el beneplácito a otros nuevos.

PERFIL NEBLINOSO

Yalleranda estaba en el Valle de los Manzanos contemplando al anciano a caballo. Tenía ocho años y permanecía a caballo de la encumbrada rama del árbol tan graciosamente como el anciano sobre el lomo del blanco semental. Yalleranda acabó espiando; mientras observaba al anciano, insospechadas tensiones añadieron madurez a su rostro; una indefinible, alarmante y compulsiva expresión de vejez se manifestó por entre los rasgos de su belleza infantil. Estaba enamorado de algo que acababa de descubrir; algo que veía en el anciano y que nadie más en el mundo era capaz de ver.

El nombre del anciano era Chun Hwa. Yalleranda había oído decir muchas cosas de este hombre en boca de los habitantes del pueblo. Cualquier otra cosa que supiera sobre él la había aprendido a través de la observación.

El blanco semental había escalado Perfil Neblinoso cada mañana de la semana pasada, siguiendo su sendero por entre pedrejones todavía socarrados por la antigua calcinación devastadora. Ascendía hasta la negra extensión que se perdía a un lado, mientras que por el otro, seno de ola lleno de quietud y dulzura, se divisaba el Valle. Allí se detenía el semental, hundía el hocico en la hierba y permitía que Chun Hwa, encaramado en su gran silla de montar como en lo alto de un pulpito, contemplara los dispares mundos de la buena y la mala tierra.

En aquellas ocasiones, Yalleranda subía a la pendiente más alta y se deslizaba tan silencioso como la luna azul entre los manzanos, hasta llegar al último manzano, cuyos embrionarios frutos, no más crecidos todavía que una amígdala, constituían el orgullo del Valle. Allí se encontraba tan cerca de la anciana figura recortada contra el cielo azul que se destacaba por encima del Perfil, que podía escuchar el rumor de sus ropas agitadas por la brisa. Casi podía oír sus pensamientos.

Los jóvenes piensan en las mujeres que amarán, los viejos en las mujeres que han amado: pero Chun Hwa era más viejo que estos últimos y sus pensamientos estaban encomendados a la Filosofía.

«He vivido noventa años —pensaba— y mis huesos son ahora tan débiles y transparentes como el humo. No obstante, algo queda todavía. Una esencia de mi ser perdura aún en mis entrañas: mi interioridad más recóndita: lo que todavía presenta la forma que tenía cuando era yo un niño. Es extraordinario considerar que tras todas las guerras y cataclismos de mi vida aún sigo siendo yo mismo; una continuidad ha sido preservada. Pero, ¿qué soy yo? ¿Cómo puedo saberlo? Solamente sé que cuando pienso en lo que soy me encuentro muy inquieto e insatisfecho. Si pudiera tan sólo completar mi vida propiamente…»

Miró a su entorno, torciendo sus marchitas mejillas para auxiliar a los torpes músculos de sus ojos.

A su izquierda se extendía el Valle de los Manzanos. Chun Hwa vio el torrente en sus profundidades, formando arroyuelos como estelas de caracol cuesta arriba; un poblado crecía, gorjeaba y dormitaba en la ribera del torrente. Chun Hwa gustaba de considerar aquello como rastro del presente.

A su derecha se extendían las tierras calcinadas, las que consideraba como el pasado. El paisaje, naturalmente fértil, había experimentado la destrucción de su fertilidad irreparablemente, tan irremediablemente como el fondo de una cacerola. Las armas del hombre habían llegado a ser tan destructoras como la Mano de Dios. No quedaba nada con vida, salvo dos gigantescas máquinas que se habían topado en el valle negro; allí yacían ahora, atenazadas y enmohecidas, la una contra la otra, demoliéndose lentamente ya sin odio.

Era ésta la bienaventuranza por la que Chun Hwa cabalgaba hasta situarse sobre el auténtico puente de Perfil Neblinoso: desde él podía contemplar tanto el pasado como el presente. Era como contemplar las dos caras de la naturaleza del hombre, la negra y la verde.

«La existencia se ha convertido en demasiado terrible —pensó—. La parte mala no debe emerger de nuevo. Nunca más.»

Pero no tenía idea de cuánta extensión temporal pudiera abarcar su «nunca más». He aquí por qué deseaba adentrarse en el futuro.

De modo que permaneció allí durante mucho tiempo, preguntándose por la vida y la muerte. El muchacho lo contemplaba, como un pájaro contempla una piedra, y se pregunta por qué es una piedra.

No hay solución al problema del pájaro.

Chun Hwa comía eventualmente algunos alimentos que llevaba en cuencos de porcelana dentro de una caja.

—Vamos ya. Pata de Cuero —exclamaba una vez vueltos a empaquetar los cuencos y el semental emprendía el regreso a casa. El Valle se hundía bajo los elevados riscos. Hombre y caballo trotaban levemente ladera abajo la parte negra de Perfil Neblinoso, trotaban por entre los hervidos pedrejones, por entre los pequeños derrumbes de polvo y cristales, hacia abajo, hasta la árida planicie.

La tierra era como una costra. Ocasionalmente, las pezuñas de Pata de Cuero se introducían en una grieta. Evitando las máquinas atenazadas en batalla congelada, el semental cruzaba aquel yermo de desolación, ascendía una suave pendiente y se internaba entre los árboles. Detrás, involuntariamente y a distancia prudente, Yalleranda los seguía. Era la primera vez que dejaba tan atrás el Valle de los Manzanos.

—Ya estamos cerca de casa. Pata de Cuero —dijo Chun Hwa al salir del bosque.

Frente a él, el terreno era verde: parques tan vívidos y acicalados como una sombrilla. Cuando Chun Hwa estuvo cerca, una sección de aquello, que mediría aproximadamente un acre, pareció cambiar. Curiosas ilusiones formáronse en el aire, se delinearon siluetas, se movieron las neblinas. Se elevaron cortinas de moléculas hasta sorprendentes alturas como fuentes de renovado funcionamiento; las moléculas giraron, se hicieron confusas, borrosas: y conformaron espejos enfrentados, interpenetrándose, agitándose, definiendo los aposentos de la casa veraniega de Chun Hwa.

Podía verse reflejado a sí mismo sobre su propio caballo blanco en cincuenta planos, más o menos.

Cuando llegó a la casa, todos los muros eran enteramente opacos, tal y como se habrían presentado a cualquier visitante. Espoleando al semental, Chun Hwa avanzó. Sin detenerse ante sus propias dependencias, se adentró en la mansión para ver a su esposa, Wangust Ilsont.

La mujer estaba ocupada dando instrucciones a dos criados, cuando apareció el hombre. Despidiendo a aquéllos, y mientras se marchaban, la mujer se acercó a su marido. Su leopardo, Enroscado, estaba junto a ella; apoyó en él una mano para mantener el equilibrio. La ancianidad la envolvía toda. Sólo sus ojos no eran grises.

—Esposo, hace una semana que no te veo —dijo ella con gentileza, cogiendo la brida, en tanto Enroscado y Pata de Cuero rozaban sus hocicos—. A nuestra edad es demasiado tiempo. ¿Qué has estado haciendo?

—Pensar, amor mío; exclusivamente pensar y lamentarme. Con este clima es un pasatiempo bastante agradable.

—Hwa, desmonta, por favor —dijo Wangust con ansiedad.

Una vez hubo descendido y quedado de pie junto a ella, ésta dijo:

—Te veo intranquilo contigo mismo. No debiera ser así ahora. No tenemos por qué permitir que ninguna razón, ninguna oportunidad, nos asalte con nada que no sea la paz. Durante diez años hemos gozado de la tranquilidad; déjame hacer algo para poner término a esa alteración que te sobrecoge.

Chun Hwa la condujo hasta un banco, que se adaptó a sus constituciones cuando ellos se sentaron.

—En ninguna época ha habido mujer como tú, Wangust —dijo él, cogiéndole cariñosamente una frágil mano—. Lo que hemos sido el uno para el otro es algo que no puede ser descrito. Ahora te hablo tan desenvueltamente como siempre, porque no hemos de permitir ningún alejamiento sólo por sentir la cercanía de los sabuesos de la muerte.

El hombre no podía imaginar siquiera que aquellas palabras estaban haciendo mella en un escucha oculto: el niño que se había sentido impulsado a seguirlo a través de la llanura.

—Querida, hemos estado demasiado absortos el uno en el otro —dijo gravemente Chun Hwa—. Es pecado demasiado parecido al egoísmo. Ahora me culpo por ello.

—Vivimos en tiempos difíciles; el mundo ya no será tan sencillo y alegre como lo fue en nuestra juventud —replicó su mujer—. Nuestro amor fue siempre nuestra fortaleza, igual que ahora.

—Sí; el hombre ciego no ve el peligro. Me he pasado las últimas mañanas subiendo a Perfil Neblinoso, repasando mi vida. He descubierto que me he refugiado frente a la realidad oculta a mis ojos. Tu vida ha sido una inspiración, una aventura: la mía ha sido un caminar protegido por tu sombra. En tus arrebatos, retrocedías al oscuro período en que nací, rescatabas animales y plantas… y me rescatabas a mí. Verdaderamente, casi salvabas mi vida alejándome de mi terrible presente, maldito por toda la eternidad al haber dado comienzo a la guerra de banderas. Viviste heroicamente, mientras que yo… oculto… oculto frente a la primera obligación del hombre, que es encarar la maldad de su tiempo, mal en el que siempre debe penetrar un tanto.


Esta
ha sido tu época, Hwa —dijo Wangust—. Además, un hombre no tiene más obligación que la de estar acorde con la mejor parte de su naturaleza. ¿Quién habría educado a nuestros diez hijos de no haberlo hecho tú? ¿De dónde habría extraído yo la fuerza necesaria para hacer lo que hice sino de ti? Hemos trabajado juntos, esposo mío, y hemos logrado muchas cosas.

—Si alguna vez tomé parte, fue incidentalmente —dijo Chun Hwa, con una nota de queja en su voz—. No puedes engañarme, Wangust, pese a que amorosamente lo pretendas. Mientras me quede aliento, yo debo emprender mis propias justificaciones. Aunque soy viejo, hay cosas que todavía puedo acometer. Ante mis ojos soy una pobre nada, una minucia, y ése no es el mejor estado para extinguirse.

Quedó ante ella, separadas las piernas, las manos unidas en la espalda. Wangust lo recordó en la misma actitud, cuando su cabello, muchos años atrás, era aún negro. Tal actitud, pensaba ella, expresaba algo resuelto en él; deseaba decirle: «Eres Chun Hwa: no tienes nada que
hacer
sino limitarte a existir», pero sabía que en su actual estado de humor rechazaría la idea disgustado. Los hombres podían ser más difíciles de manejar que los leopardos.

Se levantó.

—Ven conmigo —dijo ella con sencillez, apoyando una mano en el brazo del hombre.

Ordenando a Enroscado que permaneciera donde estaba, condujo a Chun Hwa a través de la casa hasta la máquina voladora. Lo invitó a entrar.

—Vamos a volar —dijo ella, toda sonrisas—. ¿No es un día para volar?

Él negó con la cabeza, impaciente, aún petulante.

—Sabes que prefiero hablar, querida. Ni siquiera te he dicho lo que tengo pensado hacer. Tengo pensado adentrarme en el futuro.

Ella suspiró.

—Sólo se puede retroceder al pasado y regresar luego al presente. No hay futuro; es algo no hecho, un puente no construido. El mañana no existirá hasta mañana. Esto ha sido demostrado.

Apretó sus labios. Los Solites, tribu en la que había contraído matrimonio, acostumbraban a ser tozudos. Pero también él podía serlo; era, descubrió, una de las pocas habilidades que no desaparecían con los años.

—Visitaré el futuro —repitió.

Wangust rió.

—Volemos un poco antes de emprender la marcha.

La aseveración de Chun Hwa había producido un efecto diferente en Yalleranda, que escuchaba. Se deslizó hacia el exterior discreta aunque excitadamente. Ahora sabía cómo alcanzar al maravilloso anciano la próxima vez que cabalgase hasta Perfil Neblinoso. Mientras se alejaba, la máquina voladora se alzó silenciosa en el aire.

Ascendió en sentido vertical.

Mientras Wangust y Chun Hwa observaban, la gran mansión desapareció bajo ellos, empotrándose en el reino de lo invisible. El paisaje visible dilató su horizonte, como si se estuviera desenrollando a sus pies. En un momento alcanzaron la altura de cinco millas. A un lado, el cuadrilátero verde estaba delimitado por la negra zona de tierras calcinadas, pero al otro se extendía una infinitud de tierra fértil.

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