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Authors: Cristina López Barrio

Tags: #Drama

La casa de los amores imposibles (39 page)

BOOK: La casa de los amores imposibles
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Cuando la sangre comenzó a gotearle los pantalones aquella madrugada, se anudó la camisa a la muñeca para detener hemorragia e irrumpió en casa del médico, que se la cosió sin hacer demasiadas preguntas. No podía suicidarse después de que ella se le había revelado, por fin, con toda la plenitud de su rostro, su cuello y sus pechos. Creía que santa Pantolomina, descuartizada y milagrosa, la había rescatado de sus sueños para que la buscara por el mundo porque era una mujer de carne y hueso. La idea de tenerla frente a él y poder tocarla le volvía loco. Mientras tanto se conformaría con seguir soñándola escapándose ahora de su muñeca como humo de luna, como un genio de Oriente. Tan sólo le inquietaban sus palabras.. «Llévame a la casona roja».

La llegada de la carta llamándole a filas era, al parecer, la señal que le indicaba por dónde comenzar la búsqueda. Además, pensó que en Valencia tendría la oportunidad de conocer el mar de sus historias. Una ola se le rizó en el pecho, y sintió otro motivo para continuar viviendo.

Se cortó el pelo, metió un par de mudas en un petate y dibujo a carboncillo que había terminado tras dejar que. facciones de ella navegaran por su cuerpo durante más de un día y, la tarde antes de partir, se encaminó a la casona roja. Cuando llegó a la puerta con el lazo de muerto hubo un vuelo fértil en el jardín: se despertaron las hortensias y los dondiegos, las madreselvas extendieron sus ramas hacia él, brotó un capullo de rosa del color de sus ojos y una calabaza resucitó en el huerto. Pero no pudo traspasar la herrumbre la puerta: las cenizas del establo se le clavaron en el corazón. Volvieron a arderle en el rostro las llamas de aquella noche, volvieron a correr las ovejas con sus balidos terroríficos, y a trotar el caballo enloquecido con la libertad. Se imaginó a abuela, como había hecho tantas veces, desnuda en su perfume de calabaza y más bella que nunca, adentrarse en el establo, prender la paja con un fósforo y sentarse sobre un fardo esperando que el fuego le inflamara las caricias de él, y 1 convirtiera en pompas que estallaban purificadas. Cayó de rodillas agarrado a los barrotes de la puerta, lloró de culpa, de rabia, de pena, vomitó el olor a tierra y lluvia de su cuerpo, y se habría ahorcado colgándose del lazo de muerto —
BIENVENIDO A LA CASONA ROJA
—, si la noche no le hubiera echado encima el recuerdo de la luna, de la mujer castaña y de su viaje hacia las olas. Se alejó por la carretera con dos grillos encaramados en la espalda, y el jardín se apagó para que brillaran de nuevo los espíritus.

Al día siguiente fue al cementerio a primera hora de la mañana y se despidió del padre Rafael rezando en su tumba de mastodonte, la favorita de las urracas. Después caminó hasta la iglesia; había planeado robar el dedo de santa Pantolomina, pero en el último momento cambió de opinión por respeto a la memoria del padre Rafael, que en vida le habría hecho enrojecer de vergüenza ante un acto tan ruin, y por respeto al pueblo, que adoraba a su santa y a él lo había querido. «Que tengas buena suerte, Santiago hermoso», le dijeron las viejas negras cuando lo vieron pasar por las callejuelas con el petate al hombro camino de la estación de ferrocarril. «Que te vaya bien con la patria, Laguna prodigioso»; la canícula mostaza las desdibujaba entre los cantos de las chicharras y se las adivinaba en la lejanía como espectros sin dientes.

Desde un principio Santiago utilizó los rigores militares como una purga de sus desdichas. Se entregó con fervor a destriparse por las tierras del Mediterráneo arrastrando un cetme, a marchas de cuarenta kilómetros con una mochila que le resultaba ligera en comparación con las piedras de sus recuerdos, a las imaginarias escuchando junto a un machete ronquidos juveniles, ventosidades y sueños de reclutas, y a las maniobras en colinas donde ensartaba en la bayoneta enemigos invisibles. Siempre que tenía ocasión se presentaba voluntario para cuartelero de aseos o el servicio de cocina —abrillantó letrinas, se le agrietaron las yemas de los dedos fregando mesas, restregando cacerolas donde cabía un hombre, recogiendo sacos de basura— y también para el servicio de guardia. Cuando llegó el invierno, encaramado en la garita semejante a un palomar, con un poncho de lana y un capote de hule, tiritaba bajo ese frío tan distinto del castellano seco y duro, un frío capaz de infiltrarse en los huesos con una timidez marina. Por su devoción a conseguir guardias durante las noches de luna llena, pagaba un buen puñado de pesetas al compañero que estuviera dispuesto a cambiársela; acabaron apodándolo «el Hombre Lobo». Durante esas noches ofrecía al astro la cicatriz de la muñeca y rezaba a santa Pantolomina con la esperanza de que la mujer castaña surgiera en el muro desconchado y sucio de la garita, pero ella nunca apareció.

Casi todos los meses recibía carta de la nieta del boticario con las hojas arrugadas de lágrimas y bocas de carmín, y unas fotos con los bucles rubios alborotados por la moda. Cuando sus compañeros le preguntaban si era su novia, él lo negaba. Sabían que era huérfano, que jamás regresaba a casa durante los permisos como hacían ellos para volver con ristras de chorizos y morcillas; sabían que estaba obsesionado con las mujeres castañas de ojos oscuros —en los permisos de fin de semana que disfrutaban en la ciudad no se interesaba por otras—, aunque nunca parecía satisfecho con sus conquistas: ninguna era la mujer que buscaba, sólo sustitutas fáciles de olvidar. Sabían también de su pasión por el mar. La primera vez que lo vio, no tuvo ninguna duda de que había algo familiar entre él y su abuela Olvido. Fuerte, hermoso, hipnótico. Sentado en la playa, podía permanecer mirándolo durante horas; gélido en invierno o achicharrado en verano por el calor del cielo que se deshacía en sus aguas.

Aunque sus compañeros sospechaban que era un chico religioso —tenía pegada en la puerta de la taquilla una estampa de santa Pantolomina de las Flores que encontró a los quince años, abarquillada y sucia, en el estante de la despensa donde guardaban los tarros de melocotones, y entonaba en las marchas, con voz de grillo, el Ave María y el Gloria tras el chillido del sargento «¡Compañía a discreción!»—, ninguno llegó a conocer la afición que se había despertado recientemente en él por las reliquias. En el tiempo que duró la mili, consiguió contemplar en la catedral: el brazo de san Vicente, una espina de la corona de Cristo, el Santo Grial, el velo de la Virgen, el cuerpo incorrupto de un santo Inocente de los que mandó degollar Herodes, y otros tantos huesos y objetos pertenecientes a mártires y santos, a los que cogió el vicio de rogarles que le ayudaran en su búsqueda. Compraba toda estampa de reliquia que estuviera a la venta, y las atesoraba en un bolsillo secreto que se cosió en el petate.

Cuando se licenció, harto de tener el cuerpo molido por la humedad, decidió regresar al austero clima castellano y se dirigió a Ávila, atraído también por las numerosas reliquias de santa Teresa de Jesús que podría visitar. Permaneció durante unos meses viviendo en un hotel cercano a las murallas, hartándose de cordero y yemas, emborrachándose con tinto y con cada mujer castaña que encontraba a su paso, a las que recitaba de memoria los poemas de la santa. En un café-espectáculo del centro consiguió su primer trabajo como cuentacuentos, y tuvo tanto éxito que el dueño le propuso trasladarse a Madrid, donde tenía otro más grande. Y así llegó a la capital, con un petate de mudas inconstantes, un bolsillo reventando de estampas de reliquias, y la determinación de seguir buscando a la mujer cuyo retrato a carboncillo guardaba junto a las estampas.

El café madrileño se había hundido en un revuelo de conversaciones, humo, música pop y sudores de cerveza.

—Mañana no tengo actuación, nos vemos pasado —le dijo Santiago a la camarera cuando subieron de la cueva.

Se despidió de ella con un beso y salió a la calle. La noche respiraba la luz de las farolas. Era jueves. Santiago subió por la calle de las Huertas. A veces se abría la puerta de un local y la música salía despedida, como un grito, junto a un asiático con juguetes luminosos y rosas. Sus pasos resonaban en las baldosas de la acera, en el asfalto quemado por el sol.

—¿Tienes un cigarrillo, tío? —le preguntó un chico que se le había acercado blandiendo la llama de un mechero de gasolina.

Le dio uno rubio mientras el fuego se mecía en sus ojos. Continuó caminando calle arriba; su sombra parecía una meada de la nostalgia. En la plaza de Matute le aturdió el estruendo del camión de la basura; la atravesó aprisa y alcanzó la calle de Atocha, donde acababa de alquilar un piso tras haber vivido en un hotel desde su llegada.

Nada más pisar la ciudad unos meses atrás, le asaltó un anhelo repentino de naturaleza, y eligió un pequeño hotel frente al Jardín Botánico, que en esa época rebosaba primavera. Solía pasear a menudo por las avenidas de árboles exóticos, los invernaderos de climas tropicales y la plazoleta con un estanque de patos. Por primera vez desde que abandonó el pueblo echaba de menos la placidez del jardín de la casona roja, sobre todo tumbarse en el claro de madreselvas a leer poemas o a escribirlos. Aunque Madrid era un paraíso de mujeres castañas e iglesias con reliquias, los rugidos de los coches, los martillos eléctricos descalabrando las aceras y la vida relámpago le habían causado un desasosiego que aplacaba intimando con la naturaleza.

En el Jardín Botánico conoció al único amigo que tenía en la ciudad. Una tarde de mediados de mayo se escabulló en uno de los invernaderos a la hora del cierre y no salió de su escondite hasta que escuchó la respiración de las plantas en la calma de la noche. Se dirigió hacia unas matas de dalias dispuestas en hileras, y dando tragos a una petaca de whisky y fumando cigarrillos, garabateó versos en una libreta, a la espera de que el sueño le cayera de las estrellas.

Recién entrada la mañana, el vigilante, que lucía un bigote militar, le descubrió.

—Levántese de ahí, amigo, si no quiere que llame a la policía —le dijo con los brazos enjarras.

Él se desperezó. Tenía un pétalo amarillo pegado a los labios y los ojos turbios por el polen.

—Como haya estropeado las flores, le va a caer un pedazo de multa que se va a enterar. Levántese, ¿no me oye?, y recoja esa petaca del suelo… ya decía yo que apestaba a whisky.

—¿Hace mucho que es de día?

—Pues en eso se lió el sol ya hace un buen rato, y le va a achicharrar la borrachera.

Santiago le sonrió.

—Pero ¿qué haces durmiendo aquí? A pesar de ser joven, no tienes pinta de quinqui.

—Hace poco que he llegado a la ciudad. Echaba de menos mi casa, me sentía solo..

—Y por eso vas y te metes a dormir en un jardín. ¿Acaso donde vives se duerme revuelto entre las plantas?

—Nací en un pueblo de Castilla.

—No me jodas. Que yo sepa en Castilla todo hijo de vecino duerme en una cama y bien recia, además… —Chasqueó la lengua.

—¿Le apetecería desayunar con una buena historia?

—Hijo, hace unas horas que me tomé un buen café con porras.

—Le aseguro que mi historia le gustará. Soy cuentacuentos, ¿sabe?

—Ya, eso me estás contando, un cuento chino. Venga, chico, levántate, que está a punto de abrir el jardín y hoy tenemos dos visitas de colegios. No quiero que los niños se encuentren con un joven «atontolinao» por el alcohol; menudo ejemplo.

—Verá, yo suelo relatar en mi espectáculo historias sobre el mar, las que me contaba mi bisabuela cuando era pequeño, pero para usted tengo una que yo me he inventado. Es muy interesante, trata de mujeres malditas…

El vigilante, que era aficionado a los culebrones, se rascó la cabeza.

—Mira, chico, voy a escuchar esa historia mientras te acompaño hasta la salida, y si me gusta, quizá no llame a la policía.

—Le encantará. Mis historias son fantásticas.

Caminaron por las avenidas frondosas, las copas de árboles extranjeros se doblaban dócilmente para escuchar mejor el discurrir de las palabras; el vigilante, que se llamaba Isidro y rondaba los cincuenta, fue aminorando el paso conforme Santiago se adentraba en su narración de pasiones. Dieron varias vueltas al estanque de patos, entraron y salieron tres veces de los invernaderos, hasta que llegó el final trágico. El vigilante echó un torrente de mocos en un pañuelo, se atusó las lágrimas excusándolas con un ataque de alergia, y despidió al muchacho con un apretón de manos.

—Vuelve cuando tengas otra, pero a horas decentes.

A partir de entonces Santiago fue a visitarlo a menudo antes del cierre. Le acompañaba por sus rondas entretejiendo la vigilancia con las olas del mar y los eucaliptos fragantes como el corazón de una prostituta. Comenzaron a verse también fuera del Jardín Botánico. Isidro era soltero, sin hijos, y su vida se resumía en un televisor y un apasionamiento por las quinielas y el Atlético de Madrid. Devoto también del santo cuyo nombre lucía, y descendiente de una tradición de «Isidros» que terminaba en él y en un primo hermano, cura en la iglesia catedral del santo, le alegró descubrir en Santiago a un muchacho inclinado a la oración, además de al whisky y a los jardines, que recitaba los evangelios como un bendito y disfrutaba recorriendo las iglesias en busca de reliquias, frente a las que se arrodillaba rogándoles por su deseo de encontrar a alguien cuya identidad no se decidía a revelar, pero que atormentaba su alma —sospechaba Isidro— como la de un galán de culebrón venezolano. El chico poseía casi todos los ingredientes para interpretar el papel: estaba armado de una belleza imposible, padecía un historial de huérfano con fortuna —según había relatado al vigilante—, trabajaba en el bohemio mundo de las candilejas, y resquebrajaba como pipas corazones de mujeres castañas y de ojos cuanto más oscuros mejor —según había presenciado Isidro un día memorable de junio que comenzó con la contemplación del cuerpo incorrupto de san Isidro, gracias a un favor que le debía su primo hermano, continuó con un ayuno sentados en la plaza de Oriente, pues necesitaban posar en el estómago la gracia de semejante reliquia, y finalizó en una noche de tascas céntricas con brindis a los milagros, y una borrachera de tunas acompañados por unas turistas andaluzas.

Algunas veces Santiago acompañaba al vigilante a los partidos del Atlético. Isidro estaba convencido de que aquella afición, entre gritos de goles, bocadillos de tortilla e insultos al árbitro y a los jueces de línea, ayudaba a liberarse por unas horas de la carga de cualquier tormento enquistado en el espíritu. Pero cuando veía a Santiago actuar en los cafés, se daba cuenta de que jamás vibraría con el paradón de un penalti o con un gol desde medio campo, como lo hacía subido en el escenario desmenuzando cuentos. Mientras actuaba, Santiago se sentía sobre la tarima de la iglesia del pueblo, en esos tiempos mesiánicos en que levantaba el vello de los feligreses cantando himnos, y creía que su felicidad estaba destinada a ser eterna.

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