La chica sobre la nevera (11 page)

BOOK: La chica sobre la nevera
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Abram Kadabram

A las cinco llegaron dos hombres para ejecutar el embargo. Uno de ellos, gordo y sudoroso, examinó los objetos de la casa mientras cumplimentaba unos impresos. El otro permanecía apoyado contra la nevera mascando chicle.

–Te has metido en un buen lío, ¿eh? –le dijo a Abram.

–No –negó Abram con la cabeza–, yo no, un amigo. Yo lo que hice fue firmarle un aval.

–¿Conque un aval, eh? Pues en buena te has metido –dijo el apático, y abrió la puerta de la nevera–. ¿Puedo? –añadió señalando una botella de Coca-Cola abierta.

–Por supuesto –dijo Abram–, también hay fruta en el cajón de abajo. Come, come, que así te pesará menos cuando la bajes.

–Anda, pues en eso no había caído –dijo el apático, mientras bebía directamente de la botella de plástico–. No tiene gas –apuntó decepcionado–. Kaufman –le dijo al gordo, que en ese preciso momento entraba en la cocina–, ¿quieres un poco de Coca–Cola?

–Joder, Nisim, déjame de Coca–Colas –se enfadó el gordo–, ¿no ves que estoy trabajando?

–Pues peor para ti –dijo Nisim, dando otro trago.

El gordo se acercó a Abram.

–Dime, ¿de cuántas pulgadas es la pantalla?

–¿La pantalla? ¿Qué pantalla? –preguntó Abram confundido.

–Pantalla, pantalla, ¿cómo que qué pantalla? Pues la de la televisión que está en la caja del dormitorio –dijo el gordo con impaciencia.

–¿La tele? De veintidós pulgadas. Pero ésa ni tocarla, porque no es mía, es un regalo para mi madre. La semana que viene cumple sesenta años, el quince de este mes.

–¿La has comprado tú? –indagó el gordo.

–Sí, yo, pero...

–Amigo –dijo el gordo, dándole una palmadita en el hombro a Abram con su sudorosa mano–, el que no pueda pagar sus deudas, más le vale no andar comprando regalos.

El gordo salió de la habitación y el otro empleado clavó en Abram una mirada triste.

–Qué humillante no llevarle un regalo a tu madre, y más por su sesenta cumpleaños –dijo en un tono monocorde.

Abram no contestó.

–En menudo lío te han metido, ¿eh? –volvió a decir el apático tras unos minutos de silencio.

El gordo regresó a la cocina y dijo:

–Amigo, ven conmigo un momento al salón.

Abram siguió al gordo hasta la galería cerrada y allí se detuvieron junto a un enorme baúl de mago.

–¿Qué es esto? –preguntó el gordo.

–Es mi baúl de mago –dijo Abram.

–¿De mago? –entornó los ojos el gordo con gesto de sospecha–. ¿Cómo que de mago?

–Es el baúl de magia con el que actúo –dijo Abram–. Soy mago, y ahí tengo todos mis útiles.

–¡Ahí va! –dijo entusiasmado el apático, que los había seguido con indolencia hasta la galería–. Todo el rato he estado pensando que me resultabas conocido y no sabía de qué. Tú eres Abram Kadabram, el mago ese que aparece en el programa infantil con el de los rizos que tiene un perro. Todas las semanas enseñas a hacer un truco, ¿verdad? A mi hijo le encantas. Se pasa el día...

–¿Y esos objetos valen mucho dinero? –lo interrumpió el gordo.

–Para mí valen una fortuna, más que cualquier cantidad de dinero –dijo Abram–, pero para otro... –y se encogió de hombros.

–Eso lo decidiré yo –dijo el gordo–. Ábrelo.

Abram abrió el baúl y empezó a sacar de él todo tipo de cosas. Pañuelos, pañoletas, varitas, frascos, cajas de madera.

–¿Qué es esto? –preguntó el gordo, mientras señalaba un arca de madera de tamaño mediano, en cuya cubierta aparecía grabada la figura de un dragón escupiendo fuego.

–Te lo voy a enseñar –dijo Abram, clavando en el gordo una mirada socarrona–. Esto es magia –susurró, para pasar a limpiarle el polvo al sombrero de copa negro que después se puso–, magia del país de la magia.

Kadabram fue hasta la radio despertador que estaba sobre la cómoda, la desenchufó y la metió en el arca.

–Hokus pokus –dijo, golpeando la cubierta dos veces con una de las varitas que había sacado del baúl.

Después abrió el arca. Ésta se encontraba vacía. Nisim dio un silbido de admiración.

–¡Devuelve ese reloj! ¡Pero de inmediato! ¿Lo oyes? –gritó el gordo, agitando ante la cara de Abram uno de los impresos que tenía en la mano–. ¡Ya lo tenía inventariado!

Kadabram sonrió y volvió a abrir el arca, en cuyo interior apareció ahora una capa negra. Kadabram se la colgó del brazo y se fue al dormitorio.

–No me pongas furioso, amigo, ¿me oyes? ¡Devuelve el reloj ahora mismo! –se desgañitaba el gordo mientras se afanaba en seguirlo.

Kadabram extendió la capa sobre la caja de cartón en la que se encontraba la televisión que le había comprado a su madre.

–¿Pero qué te crees que vas a hacer? –se enfureció el gordo.

Kadabram lo miró directamente a los ojos.

–Abra kadabra, pata de cabra –susurró, para después tirar repentinamente de la capa.

La caja permanecía en su sitio. El gordo respiró con alivio. Pero Kadabram abrió la tapadera de cartón ayudándose del extremo de la varita que tenía en la mano. La caja estaba vacía. Nisim, que se había asomado por encima del hombro del gordo, aplaudía ahora con entusiasmo.

–Ahora sí que te has pasado –dijo el grodo–. Amigo, debes saber que lo que acabas de hacer constituye delito y es equiparable a un robo. ¿Me oyes? Ahora mismo me voy a denunciarlo a la policía. Ahora mismo, ¿me oyes?

El gordo salió de la habitación dando un portazo.

–Ha sido asombroso, realmente alucinante –se entusiasmó Nisim–, pero que sepas que ese Kaufman es un miserable y que es verdad que ha ido a la policía.

–No importa –dijo Abram, y sacó la televisión a rastras de su escondite de debajo de la cama–. Le llevará por lo menos media hora volver con la policía, tiempo suficiente como para trasladar esto a casa de mis padres.

Nisim ayudó a Abram a levantar la televisión del suelo.

–Gracias –dijo Abram.

–Felicita a tu madre por su cumpleaños también de mi parte, ¿eh? Aunque no la conozca.

Abram asintió con la cabeza y salió de la habitación.

–Eh, Abram –gritó Nisim a su espalda, cuando ya se encontraba junto a la puerta de entrada del piso.

Abram se detuvo y se dio la vuelta. En el otro extremo del pasillo estaba Nisim tocado con el sombrero de copa y sujetando la varita mágica con la axila.

–Mira lo que he encontrado –y agitaba en dirección a Abram el montón de impresos que el gordo había cumplimentado–. Kaufman se ha olvidado aquí esto.

Nisim estrujó los impresos hasta convertirlos en una pequeña bola que metió a presión en el hueco de la mano izquierda que mantenía prácticamente cerrada.

–Abra kadabra, pata de cabra –susurró, mientras tocaba con la varita su apretado puño.

Después lo abrió. Los impresos habían desaparecido.

–¡Magia potagia! –gritó Nisim y, quitándose el sombrero, saludó con una profunda reverencia.

Venus me sale rana

Los dioses eran muy respetados. Cuando llegaron, todos deseaban ayudarlos: la Agencia Judía, el Ministerio de Absorción, el de Vivienda. Todos. Pero ellos no querían nada. Habían llegado con las manos vacías, no pedían nada, trabajaban como árabes y estaban contentos. Así fue como al final acabaron con Mercurio en una empresa de mensajería, Atlas de mozo de cuerda y Vulcano quitando mierda, tal y como suena. Venus fue a parar a nuestra oficina. Una fotocopistería.

En aquel momento yo estaba pasando por una época bien jodida. No sabía qué hacer de mi vida. Estaba solo, tan solo. Lo que más ansiaba era tener un gran amor. Por lo general, cuando me encuentro en una situación así, empiezo a estudiar algo nuevo, guitarra, pintura o algo parecido. Porque si consigo entrar en ello me encuentro bastante mejor y me olvido de que en realidad no tengo a nadie en el mundo, aunque esta vez sabía que ningún cursillo de macramé iba a poder serme de ayuda. Necesitaba algo en lo que poder creer. Un gran amor, o algo parecido, algo que nunca fuera a terminar, que nunca me dejara tirado. Mi psicoanalista me escuchó con interés para finalmente recomendarme que me comprara un perro. Ya no volví más.

Ella trabajaba desde las ocho y media hasta las seis y, a veces, hasta más tarde. Hacía cientos de fotocopias y las colocaba en montones ordenados. Incluso en aquella postura, sudorosa e inclinada sobre la Xerox, con los destellos de luz de la máquina que la obligaban a cerrar los ojos, seguía siendo la cosa más bonita que yo jamás haya visto. Quería decírselo, pero no tenía valor. Al final lo escribí y se lo dejé encima de la mesa. A la mañana siguiente, la hoja que yo le había dejado encima de la mesa me esperaba fotocopiada cincuenta veces.

Ella no sabía bien hebreo. Era una diosa y ganaba mil setecientos shekels brutos al mes. Lo sé, porque una vez que fui al departamento de contabilidad espié su nómina. Deseaba casarme con ella, quería salvarla. Tenía una gran fe en que ella podría redimirme a mí. No sé cómo lo hice, pero al final le pregunté si quería ir al cine conmigo. La chica a la que Paris había elegido como la más hermosa de las diosas me brindó la sonrisa más delicada y tímida que se pueda llegar a imaginar y me dijo que sí.

Antes de salir de casa me miré al espejo. Tenía un granito de pus en la frente. La diosa romana de la belleza y yo vamos esta noche al cine, me dije, la diosa romana de la belleza y yo tenemos hoy una cita. Me reventé el grano y me limpié la grasienta sangre con un clínex. Pero ¿quién eres tú, miserable mortal, para atreverte a comprarle palomitas y pasarle el brazo por encima de los hombros en la oscuridad de la sala?

Después de la película nos fuimos a tomar algo. Confié en que no me fuera a comentar nada de la trama. No tenía ni idea de lo que había estado pasando en la pantalla porque me había pasado el rato mirándola a ella. Hablamos un poco del trabajo y de la integración de su familia en el país. Ella estaba contenta aquí. Quería llegar más alto, y lo conseguiría, pero entre tanto estaba realmente satisfecha.

–Dios –dijo–, no sabes lo mal que lo pasábamos allí.

Cuando la acompañé en el coche a su casa le pregunté si de verdad creía en Dios. Ella se rió.

–Si lo que me estás preguntando es si sé si existe, te diré que sí. Y no solamente él, sino otros muchos dioses también. Pero si me preguntas si creo en él, pues no, decididamente no.

Llegamos a su casa. Ella estaba abriendo ya la puerta del coche. Me maldije por haber escogido el camino más corto para llegar allí. Porque deseaba tanto que se quedara conmigo un poco más. Recé para que se obrara un milagro. Que nos detuviera la policía, que nos secuestraran, que sucediera algo que nos mantuviera juntos. Cuando ya estaba fuera del coche me propuso que subiera a su casa a tomar un café.

Ahora está dormida, a mi lado, en la cama. Tendida boca abajo. La cabeza hundida en la almohada. Mueve los labios ligeramente, como si se estuviera diciendo algo, pero sin voz. Con el brazo derecho me abraza a mí, la mano sobre mi pecho. Procuro respirar sólo lo imprescindible, para que el subir y bajar del pecho no la despierte. Es muy guapa, verdaderamente hermosa, perfecta. Y bastante maja. Pero lo tengo decidido. Mañana me compro un perro.

A través de las paredes

Ella tenía una mirada de esas que expresan entre decepción y la pregunta
qué–más–da–ya–todo.
Como la de alguien que descubre que ha comprado por error leche desnatada y no se encuentra con ánimos como para ir a cambiarla.

–Muy amable por tu parte –dijo colocando el cactus en un rincón de la habitación–, ahora bien, no sé qué intenciones tienes, Yoav, pero es muy importante que sepas que vivo aquí con alguien.

Antes me importaba mucho que mi novia fuera guapa. Era fundamental que fuera inteligente, que nos quisiéramos y todo eso, pero también deseaba con todas mis fuerzas que fuera guapa. Entonces yo leía muchos cómics. Mi héroe era Vision. Sabía volar y atravesar paredes. Mataba con la mirada. Vision no era un hombre, era un androide. A simple vista no se le notaba, y hasta tenía novia y todo. No se parecía a nadie que yo hubiera visto antes. Tenía la cara roja, una piedra preciosa en medio de la frente y un traje verde. Se encontrara en la situación que se encontrara, Vision siempre vestía de verde.

Con ella coincidía a veces en alguna fiesta. Iba con su novio. Él no estaba mal, pero era normal, mientras que ella, ella no se parecía a nadie que yo hubiera conocido antes. Cuando los veías juntos en una fiesta, rodeados de muchísima gente, enseguida te dabas cuenta de quién era única y quién entraba dentro de las estadísticas. Ella se merecía algo más, y yo eso lo sabía. Quería hacerla reaccionar, raptarla y llevármela de allí. No podía comprender por qué me quedaba callado.

Puede que Vision estuviera hecho de materiales sintéticos, pero tenía muchos sentimientos. En uno de los números, hasta lloraba. Eso fue en la última página, y abajo ponía:
even an android can cry
. Era un tío grande. Imponente. Guiaba a los
avengers
. Una vez meé con el novio de ella en los váteres de la universidad, uno junto al otro, y su orina le salió amarillo oscuro. Yo quería matarlo. Por mí, y también porque la contaminaba a ella con su normalidad. Me imaginé ahogándolo en la taza del váter, matándolo con una mirada mortal. Pero no lo hice. No hice nada. Él se la sacudió unas cuantas veces, se la metió y se subió la cremallera. Ni siquiera tiró de la cadena. Después de lavarse las manos las colocó bajo el aparato del aire caliente. Hubiera podido estamparle la cabeza contra el espejo, contra el lavabo, contra el suelo, no sería por falta de sitios. Me sonrió sin el más mínimo rastro de miedo y salió de los lavabos.

Me enfadé. Conmigo mismo. Me enfadé mucho. Me sentía mal. Sabía que esa sensación nunca iba a desaparecer, que era como un dolor de cabeza que no se pasa. Me miré en el sucio espejo que tenía delante. Yo era alguien especial, no me parecía a nadie con el que me hubiera encontrado antes. Quería reaccionar, marcharme de allí. Tomar lo que me correspondía. Sabía que me merecía algo más. No entendía por qué seguía callado.

Ronit se casó en agosto. Su novio se convirtió en marido. Mis padres dijeron que era un tipo estupendo, pero yo sabía algo más. Que él no atravesaría las paredes por ella. Tampoco yo. Sólo una vez atravesé un cristal. Durante una manifestación estudiantil. Dos policías me arrojaron a través de un escaparate. Dos años después me la encontré por la calle. Llevaba un bebé. Me preguntó de qué era la cicatriz y se echó a llorar.

–¡Dios mío! –dijo–, ¡lo que te han hecho en la cara!

Miré al bebé con mi mirada asesina. No funcionó. A los cinco segundos él también arrancó a llorar.

–¡Dios mío, con lo guapo que eras antes! –dijo, enjugándose las lágrimas con una gasa.

Ni siquiera se daba cuenta de que su niño estaba berreando. Hubo un tiempo en que por ella hubiera traspasado las paredes que hubiera hecho falta.

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