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Authors: Matilde Asensi

Tags: #Aventuras, Histórico

La conjura de Cortés (12 page)

BOOK: La conjura de Cortés
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Al cabo, en uno de los extremos de la bodega, un indio anciano de piernas torcidas nos aguardaba bebiendo también de una escudilla. Por los hermosos dibujos de su cuerpo y las excelentes joyas que ostentaba de la cabeza a los pies deduje que era quien más autoridad tenía entre ellos. Sus brazos y piernas sólo tenían huesos y pellejo mas su vientre era grande y redondo y era la única parte del cuerpo en la que no se veían arrugas.

—Maestre —dijo Cornelius—, este hombre es el cacique de todos estos indios. Su nombre es Nachancán. Habla bien el castellano.

—¿Cómo os encontráis, señor? —le pregunté—. Soy don Martín Nevares, el maestre de este galeón.

Nachancán me observó con cuidado.

—Quizá debería llamaros doña Martín —dijo con una voz áspera y seca—, pues sois mujer.

A tales horas tempranas y tras un día y una noche tan arduos y con aquel extraño invitado, hube menester de toda mi entereza para tener a raya la risa. Otro que me había pillado y que me recordaba que ya no era una niña de pecho plano y escurridas caderas.

—Quizá seáis, señor Nachancán —sonreí—, quien más se haya aproximado a mi correcto nombre. Doña Martín... Mas no, os lo ruego, llamadme don Martín o maestre, como vuestra merced prefiera, pues así me conocen mis hombres y mis amigos.

Alzó las cejas con lentitud, se encogió de hombros y asintió.

—Sólo tengo agradecimiento para vos, don Martín. Por mi parte os pido que me llaméis Nacom Nachancán o sólo Nacom, pues no soy cacique.

—¿Nacom...? —repuse—. ¿Es algún cargo o es un título?

Su rostro se turbó y tuve para mí que había hecho una pregunta inconveniente, aunque no conocí la razón.

—Es un título —explicó al fin, mas su voz temblaba—, un título como los de vuestros condes o duques. Nosotros somos mayas de raza y linaje, mayas del Yucatán, y nuestra cultura, aunque ahora recemos a Jesucristo y hayamos abandonado algunas viejas tradiciones, es tan refinada y noble como la vuestra.

—Sea pues, Nacom. Así os diré de ahora en adelante. Sed bienvenido a mi nao, la
Gallarda
. Decidme, ¿quiénes son todas estas gentes que os acompañaban en la canoa?

Y, con el brazo, le señalé aquella zona del sollado.

—Mi familia —explicó, bebiendo un sorbo de agua de la escudilla—, mis sirvientes, los remeros...

—Supongo, Nacom, que conocéis que no pudimos salvarlos a todos.

—Lo conozco, don Martín. Los niños eran mis nietos y las mujeres, algunas de mis hijas, nueras y criadas, lo mismo que los hombres. Por más, dos de mis hermanos y mi esposa se hallaban entre ellos.

—Lo siento mucho —dije con pena—. Os doy mi más sentido pésame.

Él tornó a beber despaciosamente. Si sus ropas no hubieran sido de indio sino de cristiano, le habría tenido por un elegante caballero de muy buena educación. De cierto, había sido instruido en la escuela de algún convento o iglesia de frailes españoles.

—¿Conocéis dónde nos hallamos, don Martín? —preguntó al cabo.

—Cerca de la Equinoccial, Nacom, ciñendo la punta de Catoche en dirección a Veracruz, en la Nueva España.

Él sacudió de nuevo su extraña cabeza para asentir.

—Podremos dejaros en tierra en uno o dos días —proseguí—. Debemos hacer aguada presto, de cuenta que vuestra merced y su familia podrán llegar adonde iban o retornar a casa, lo que les resulte mejor. Todas vuestras propiedades están a salvo y guardadas.

—No íbamos a ningún lugar y no podemos retornar a casa —dijo con grave seriedad.

—¿Y cómo así? —me extrañé.

—Huíamos, don Martín, huíamos de la muerte.

Aquellas palabras me espantaron y también Cornelius enderezó de súbito el cuerpo cansado y aguzó el oído.

—Hace diez días, por más o por menos —empezó a narrar el Nacom con gesto reservado y voz contenida—, vino un mal aire por la tarde que, creciendo y creciendo, por la noche ya era viento fuerte. Supimos que llegaba un
hurakan
muy torcido.

—¿Un qué? —le interrumpí.

—Un
hurakan
—porfió—. Ah, perdonadme. Es una palabra maya, el nombre de uno de nuestros antiguos dioses, el dios que, con su aliento, creó la tierra. Nosotros llamamos
hurakan
a esos grandísimos vientos y grandísimas lluvias que provocan tempestades muy excesivas y destruyen los pueblos, arrancan los árboles y hunden las naos levantando el agua hasta los cielos.

—Nosotros las llamamos grandes tormentas. En España, de estos huracanes que dice vuestra merced, no los hay. Tampoco hay estación seca y estación de lluvias, como aquí.

—Lo conozco, don Martín. Vuestras mercedes tienen cuatro estaciones y son distintas a las nuestras.

—Cierto —repuse, trayendo a mi memoria las nevadas de Toledo y el frío del invierno de Sevilla.

—Con la noche, como os decía, aquel mal aire se hizo huracán de cuatro vientos y derribó todos los árboles crecidos obrando grande matanza entre los animales y derribando las casas que, por ser de paja y tener lumbre dentro por el frío, se incendiaron y abrasaron a gran parte de nuestra gente. Nuestro pueblo era una pequeña población al oriente de la ciudad de Tulum. Lo habitaban cuatro familias de mi linaje mas ahora, don Martín, sólo quedamos los que aquí nos hallamos.

—Pues no se me alcanza cómo subisteis a la canoa en mitad de un huracán. Para mí tengo que no fue una decisión muy sabia.

El Nacom sonrió. No le quedaban muchos dientes, para decir verdad.

—No fue el huracán lo que me determinó a embarcar a mi familia —refirió—. El huracán duró sólo hasta el otro día, en que se vio todo el daño que había causado, que era mucho y de grande mortandad, mas lo peor vino luego, cuando sobrevinieron unas calenturas pestilentes que hinchaban los cuerpos de los enfermos hasta casi reventar. Cuando, después de dos o tres días, las calenturas se iban, antes de morir les daba una peste de grandes granos que les pudría el cuerpo con grande hedor. Entonces fue cuando saqué a mi familia del pueblo por el único camino seguro que conocía. Compré la canoa a un comerciante, alquilé remeros y un piloto experto —y señaló con la mano a un mancebo de largos cabellos y hermoso cuerpo que, sentado y sin moverse, tenía la mirada perdida—, y me alejé de la costa con intención de dirigirme a Cozumel, una grande isla maya de mucha salubridad, mas también allí había llegado la pestilencia, así que no compramos ni agua ni víveres por si estaban inficionados. Tornamos a la mar con grande premura para marear hacia Cuba, mas nos pillaron estas lluvias y estas tormentas que también azotan vuestra nao, de cuenta que ya nos dábamos por muertos. Y así hubiera sido de no haberos encontrado.

—¿Ninguno de vuestros familiares está enfermo de las calenturas? —preguntó Cornelius con inquietud—. ¿Estáis cierto?

—Ya no estarían aquí —repuso serenamente el Nacom—. Toda la enfermedad acontecía apresuradamente. Si alguno de éstos se hubiera inficionado ya habría muerto a lo menos una semana atrás. No se preocupen vuestras mercedes, estamos todos sanos.

—Descansad, Nacom, y no tengáis prisa. Podéis quedaros en mi nao cuanto queráis. Hablaremos más adelante —me encaminé hacia la escalera que llevaba a la cubierta superior mas, antes, le hice un gesto a Cornelius para que me siguiera. En cuanto la lluvia principió a golpearme el rostro me volví hacia el cirujano, que ascendía despaciosamente en pos mía—. Cornelius, venid a desayunar al comedor dentro de diez o quince minutos.

—Allí os veré, maestre —dijo. Por su gesto supe que conocía el grande susto que tenía yo en el cuerpo.

Dejándole atrás, con la mirada busqué a Rodrigo mas al que hallé fue a Juanillo, atareado en recoger sogas, cabos y maromas. A tal punto, se oyó un trueno espantoso, al modo del ruido áspero y continuado que causan las ruedas macizas de los carros de bueyes y, luego, un rayo iluminó y partió el cielo. Ese día tampoco llegaría el final de la tormenta.

—¡Juanillo! —grité, haciendo bocina con las dos manos en torno a la boca—. Llama a todos al comedor.

Juanillo asintió y soltó el cordaje y yo me apresuré en allegarme hasta mi cámara pues tenía el tiempo justo para secarme el cabello, asearme, mudar de ropas y acudir al comedor. En cuanto abrí la puerta vi a Francisco esperándome con una muy grande jarra en las manos junto al aguamanil. Al hombro traía dos blancas toallas alemanas y, colgando del pantalón, el saquillo en el que portaba las pellas de jabón napolitano.

—Deja la jarra en el suelo y el jabón y las toallas en el lecho —le dije vivamente—, y corre a poner un servicio más en la mesa del comedor. Cornelius Granmont desayunará con nosotros esta mañana.

—¿Lo saben los demás, mi señora?

—Juanillo los está avisando.

Ya se marchaba cuando, con una voz, le retuve.

—¡Ah, y otra cosa, Francisco! Por nada del mundo bajes hoy al sollado.

Me miró inquisitivamente desde la puerta mas no preguntó. Francisco era muy listo y se barruntó algo malo.

Cuando, tras un mediano momento, entré en el comedor ya limpia y mudada, todos me estaban esperando. Tomamos asiento y dimos comienzo a la colación. Aquel día teníamos bizcocho de maíz, tocino, cecina, pasas, higos, membrillo, almendras y vino. Francisco, tras recibir mi permiso, tomó asiento junto al señor Juan. Por lo general, yo desayunaba sola en mi cámara antes de subir a cubierta con las primeras luces del día. Los otros lo hacían de su cuenta o con el resto de la tripulación. Reunirlos de aquel modo era indicio de que algo grave pasaba. El buen Cornelius daba muestras de hallarse incómodo en lo que, a sus ojos, era uno de los más privilegiados lugares de la nao, donde sólo tenían cabida el maestre y sus favoritos. En mi cansada cabeza, sin embargo, yo daba vueltas a un triste pensamiento: que todas o las más de las cosas que a mí siempre me acontecían iban fuera de los términos ordinarios y que ya me estaba hartando de la voluntad inescrutable del destino.

—Compadres, no hemos de preocuparnos en demasía —les dije, para alegrarles la mañana—, mas debemos tomar prevenciones porque podríamos tener una pestilencia a bordo.

No hay nada que provoque más pavor y alarma en una nao que una pestilencia (y a mí me asustaba más que a nadie), así que ¿para qué referir la que se armó en aquel punto? Rodrigo gruñía, el señor Juan votaba al demonio y Juanillo se lamentaba a grandes voces. Sólo Francisco y Cornelius permanecían tranquilos y no porque lo estuvieran sino por no obrar más alboroto del que ya se había formado pues en los ojos de Francisco se advertía el desasosiego y en los de Cornelius una muy grande extenuación. El cirujano no hacía otra cosa que ajustarse inútilmente los perfectos lazos que le recogían la negra barba.

—¡Silencio todos! —exclamé. Por fortuna, los brutos llorosos enmudecieron—. Si no calláis, no podremos escuchar lo que el cirujano Granmont tiene que referirnos y os recuerdo que el buen cirujano no ha dormido en toda la noche.

Obedientemente, mas no por su gusto, ninguno de los circunstantes osó abrir la boca.

—Ante todo —principió Granmont sin haber tocado ninguna de las vituallas que había sobre la mesa—, os pido perdón, maestre, por poner objeciones a vuestras palabras pues lo que habéis dicho es un tanto exagerado. Los yucatanenses que rescatamos anoche huían de unas terribles calenturas pestilentes que han asolado su tierra, así que, por lo que sabemos, si a ellos ya no los han matado, ni están enfermos ni han traído la enfermedad a la nao. Mas, como no podemos descartar nada, cuanto menos contacto tengan los hombres con ellos, mejor.

—¡Voto a tal! —exclamó el señor Juan con grande alivio—. Entonces no tenemos de qué preocuparnos. Los indios mueren a miles por enfermedades que a los demás no nos afligen. Ésta será una de tantas.

Era de sobra conocido en todo el Nuevo Mundo que, cada cierto número de años, las pestes acababan con miles y miles de indios sin inficionar a nadie más. En verdad, ésa fue la razón por la que se empezó a traficar con esclavos negros, para suplir la falta de trabajadores en las encomiendas y en las minas pues esas terribles enfermedades los diezmaban y cada vez quedaban menos.

—Por sí o por no, señor Juan —le dije—, hemos de estar vigilantes y Cornelius no dejará entrar a nadie en el hospital durante el tiempo que considere oportuno. Yo he pasado la noche allí, con Alonso, y lo mismo los grumetes, que han estado ayudando, así que vamos a permanecer todos en el sollado hasta que el cirujano nos lo diga.

—En cuanto certifique que nadie tiene calentura —anunció el cirujano—, los dejaré libres.

—A lo que parece —proseguí—, todo el Yucatán podría estar inficionado, de modo que mejor será no hacer aguada en esta península y esperar hasta arribar a las costas de la Nueva España.

—Vamos a tener que racionar la comida y el agua —murmuró Francisco. Con aprensión me dije que tal cautela sólo se requeriría en el caso de que algunos no muriéramos.

—Sólo una cosa más, compadres —añadí para terminar—. Los mayas yucatanenses tienen un jefe, Nacom Nachancán, aunque nos es dado llamarle sólo Nacom, que es un título nobiliario propio de ellos. No tienen a dónde ir y, por el momento, se quedan con nosotros.

—Si no estuvieran enfermos podríamos ponerlos a trabajar —renegó Rodrigo—. Hacen falta marineros. Estamos por debajo de la dotación necesaria para un galeón como éste. A lo menos necesitaríamos treinta hombres más.

—Más vale la mitad de eso que nada —repuse—. Es todo lo que hay.

—No están enfermos, señor Rodrigo —porfió Cornelius—. Están sanos.

—En apariencia —murmuré.

—Por eso debemos esperar unos días. Luego, no habrá razones para mantenerlos en el sollado.

—¿Las mujeres también se quedan? —quiso saber Juanillo con una vocecilla timorata.

—¡No las vamos a tirar por la borda, majadero! —bramó Rodrigo soltándole un mojicón.

—Las mujeres ayudarán en todos los oficios de la nao para los que sirvan —razoné con un tono que no admitía réplica. Sería el colmo del despropósito que una maestre mujer despreciara a otras mujeres a bordo de su nao. Nadie me contradijo (y que se hubieran atrevido)—. De manera, compadres, que los grumetes, el cirujano y yo estaremos en el sollado. Rodrigo, te dejo al frente de la
Gallarda
; señor Juan, vuestra merced le auxiliará en cuanto precise; Juanillo, tú me servirás de correo aunque me hablarás desde la escalera, sin allegarte al hospital.

—¿Y qué haré yo, don Martín? —preguntó Francisco.

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