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Authors: Noah Gordon

Tags: #Novela

La doctora Cole (28 page)

BOOK: La doctora Cole
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A ella le daba igual. Vio con satisfacción cómo las pavas y otras aves se comían su regalo. Acudieron palomas y faisanes, cuervos y arrendajos, y otros pájaros más pequeños que no supo identificar.

Cuando se terminaban los granos de maíz, o cuando nevaba y se cubrían los últimos que había echado, R.J. salía y arrojaba algunos más.

El frío enero dio paso a un febrero glacial. La gente sólo se aventuraba a salir envuelta en una gran variedad de capas protectoras: jerséis de punto, chaquetones rellenos de plumón, viejas cazadoras de piloto forradas de lana. R.J.

llevaba ropa interior larga y gruesa, y una gorra de lana que le cubría las orejas.

La inclemencia del tiempo despertaba el espíritu pionero que había atraído hacia las montañas a sus primeros habitantes.

Una mañana de ventisca, R.J. avanzó como pudo entre las rachas de nieve para ir al consultorio, al que llegó jadeante y cubierta de blanco.

—Vaya día -comentó, casi sin aliento.

—¡Ya lo creo! -asintió Toby, radiante-. ¿Verdad que es magnífico?

Fue un mes de comidas calientes y copiosas compartidas con amigos y vecinos, porque el invierno no terminaba nunca en las colinas y el deseo de compañía era general.

R.J. habló de restos arqueológicos norteamericanos con Lucy Gotelli, conservadora del museo del Williams College, mientras daban cuenta de un estofado de chiles en casa de Toby y Jan.

Lucy le explicó que su laboratorio estaba en condiciones de fechar objetos con razonable precisión, y R.J. empezó a describirle la bandeja que había encontrado en su prado junto a los restos infantiles.

—Me gustaría verla -dijo Lucy-. Hacia 1800 hubo aquí en Woodfield una fábrica de cerámica que producía piezas sin vidriar para uso cotidiano. Quizá la bandeja provenga de ahí.

Unas semanas más tarde, R.J.

le llevó la bandeja a su casa.

Lucy la examinó con ayuda de una lupa.

—Bueno, yo diría que es un producto de Cerámicas Woodfield, desde luego. Claro que no puedo afirmarlo con certeza. Tenían una marca característica, una T y una R entrelazadas que aparecían en pintura negra en el reverso de cada pieza. Si esta bandeja tuvo la marca alguna vez, ya se ha borrado.

-Contempló con curiosidad las siete oxidadas letras que aún se distinguían en la superficie de la bandeja: «ah» y «od», una «o» y, por último, «ia», y raspó la «h» con la uña-. Curioso color. ¿Te parece que es tinta?

—No lo sé. A mí me parece que es sangre -opinó R.J., y Lucy sonrió.

—No, te garantizo que sangre no es. Escucha, ¿por qué no me dejas llevarla al trabajo a ver qué puedo averiguar?

Así pues le dejó la bandeja a Lucy, pese a que se sentía extrañamente reacia a separarse de ella aunque fuera por poco tiempo.

A pesar del frío y de la espesa capa de nieve, un atardecer se oyeron arañazos en la puerta. Y más arañazos. Cuando R.J. abrió la puerta no se encontró con un lobo ni con un oso sino con la gata, que entró en la casa y se paseó por todas las habitaciones.

—Lo siento, “Agunah”. No están aquí -le dijo R.J.

Después de examinar toda la casa, “Agunah” se quedó parada ante la puerta hasta que R.J. la dejó salir.

Esa misma semana volvió a arañar la puerta otras dos veces, registró la casa con incredulidad y se marchó sin dignarse mirar a R.J.

Pasaron diez días antes de que Lucy Gotelli la llamara, con disculpas por el retraso.

—He examinado tu bandeja. En realidad no me ha llevado mucho tiempo pero en el museo hemos tenido un problema tras otro y hasta anteayer no pude dedicarme a ella.

—¿Y?

—Es un producto de Cerámicas Woodfield, en efecto; he conseguido detectar la marca latente con toda claridad. Y he analizado una muestra de la sustancia con que están trazadas las letras de la cara superior. Es pintura de caseína.

—Lo único que recuerdo de la caseína es que es un componente de la leche -comentó R.J.

—Efectivamente. La caseína es la principal proteína de la leche, la parte que se cuaja cuando la leche se agria. Antiguamente casi todos los granjeros de por aquí elaboraban su propia pintura. Tenían leche desnatada en abundancia, y dejaban secar la cuajada y la molían entre dos piedras. Utilizaban la caseína como aglutinante, mezclada con algún pigmento, leche, clara de huevo y un poco de agua.

En este caso, el pigmento utilizado fue rojo de plomo. Es decir, que las letras fueron escritas con la típica pintura roja para cobertizos. En realidad un rojo muy vivo, pero el tiempo y la acción química de la tierra acabaron convirtiéndolo en óxido.

De hecho, le explicó Lucy, sólo había tenido que exponer la bandeja a una fuente de luz ultravioleta. La arcilla porosa había absorbido parte de la pintura, que bajo la radiación ultravioleta desprendía un brillo fluorescente.

—Entonces, ¿has podido detectar las otras letras?

—Sí, muy claramente. ¿Tienes un lápiz a mano? Te las voy a leer.

Las fue dictando una por una, y R.J. las anotó en su bloc de recetas. Cuando Lucy hubo terminado, R.J. se sentó y miró sin parpadear, casi sin respirar, lo que acababa de escribir: Isaiah Norman Goodhue ve a Dios en inocencia 12 de noviembre de 1915 De modo que la familia de Harry Crawford no tenía nada que ver con el esqueleto enterrado. R.J. había dirigido equivocadamente sus sospechas.

Examinó los archivos del pueblo para asegurarse de que Isaiah Norman Goodhue era en verdad el hermano Norm con quien Eva había vivido a solas la mayor parte de su vida. Cuando comprobó que así era, en lugar de respuestas se encontró con nuevas incógnitas y suposiciones, a cual más perturbadora.

En 1915 Eva debía de tener catorce años, una edad suficiente para concebir, pero en muchos aspectos importantes todavía era una niña. Su hermano mayor y ella habían vivido solos en la remota granja de la carretera de Laurel Hill.

Si el niño era de Eva, ¿había quedado embarazada de algún desconocido o de su propio hermano?

El nombre toscamente inscrito en la bandeja parecía llevar implícita la respuesta.

Isaiah Norman Goodhue era trece años mayor que su hermana.

No se casó; se pasó toda la vida aislado, trabajando solo en la granja. Sin duda contaba con su hermana para cocinar, cuidar la casa, echarle una mano con los animales y los campos.

¿Y sus restantes necesidades?

Si el niño era de los dos, ¿habría forzado a Eva o se trataría de un amor incestuoso?

¡Qué terror y desconcierto debió experimentar la muchacha al saberse embarazada!

Y después. R.J. se imaginaba a Eva, asustada, abrumada de culpa porque su hijo estaba sepultado en tierra sin bendecir, sufriendo los dolores del alumbramiento y de unos cuidados posparto primitivos o quizás inexistentes.

Estaba claro que habían elegido el prado pantanoso de su vecino para cavar la tumba porque estaba anegado, no valía para el cultivo y nunca sería removido por un arado.

¿Habían enterrado al niño entre los dos, hermano y hermana?

La bandeja de arcilla estaba enterrada a menor profundidad que el bebé.

A R.J. le pareció probable que Eva la hubiera inscrito para dejar constancia del nombre y la fecha de nacimiento de su hijo -la única placa conmemorativa que estaba a su alcance- y que luego la hubiese enterrado a hurtadillas sobre su hijo.

Eva se había pasado la mayor parte de la vida contemplando aquel prado desde lo alto de la colina.

¿Qué debía sentir cuando veía pacer allí las vacas de Harry Crawford, añadiendo su orina y su estiércol al fango del suelo?

Y, santo Dios, ¿habría nacido viva la criatura?

Sólo Eva hubiera podido responder a estas oscuras preguntas, de modo que R.J. nunca llegaría a saberlo con certeza. Ni lo deseaba tampoco. Se le habían quitado las ganas de exponer la bandeja en un lugar visible. Le hablaba de la tragedia en voz demasiado alta, le recordaba con demasiada claridad la desgracia de una muchacha del campo sumida en una profunda desesperación, así que la envolvió en papel marrón y la guardó en el último cajón del aparador.

36

En el camino

Los pensamientos sobre la juventud de Eva proyectaban sobre R.J. una sombra espectral que ni siquiera interpretando música lograba disipar. Cada día salía hacia el consultorio casi con anhelo, necesitada del contacto humano que su trabajo le proporcionaba, pero hasta el consultorio era un lugar difícil, porque la esterilidad de Toby empezaba a afectar su capacidad de afrontar las tensiones cotidianas. Toby estaba irritable y malhumorada, y peor aún, R.J.

veía que era consciente de su propia inestabilidad.

R.J. sabía que tarde o temprano tendrían que hablar del asunto, pero Toby había llegado a ser para ella algo más que una empleada y una paciente. Se habían hecho buenas amigas, y R.J. prefería postergar la confrontación mientras fuera posible. Pese a esta tensión añadida, se pasaba largas horas en el consultorio, y siempre regresaba de mala gana a la casa silenciosa, a la quietud solitaria.

Se consolaba pensando que el invierno llegaba a su fin: cada vez eran menos los montones de nieve que bordeaban la carretera, la tierra empezaba a calentarse poco a poco y bebía el agua del deshielo, y los productores de jarabe de arce iniciaban la tarea anual de sangrar los árboles para cosechar la savia.

En el mes de diciembre, Frank Sotheby había rellenado de trapos unas zapatillas viejas y unos pantalones de esquí apolillados y había levantado ante su almacén una pila de nieve de la que emergía una especie de mitad inferior de un cuerpo humano, junto con un esquí y un bastón de esquí, como si un esquiador se hubiera clavado allí de cabeza. A esas alturas, su broma visual se derretía con la nieve.

Cuando le vio retirar las prendas empapadas, R.J. le dijo que era la señal más segura de que había llegado la primavera.

Un atardecer abrió la puerta a los arañazos ya familiares, y la gata entró en la casa e hizo su habitual visita de inspección.

—Venga, “Agunah”, quédate conmigo -le rogó, rebajándose a suplicar su compañía, pero “Agunah” no tardó en regresar a la puerta para exigir su libertad, y la dejó sola.

Empezó a recibir con agrado las llamadas nocturnas de la ambulancia, aunque la norma era que los técnicos sólo debían llamarla si se veían incapaces de manejar la situación. La última noche de marzo trajo consigo la última tormenta de nieve de la estación. En la carretera que nacía de la calle Mayor, un conductor ebrio perdió el control de su Buick, invadió el carril contrario y chocó de frente contra un pequeño Toyota. El hombre que conducía el Toyota se clavó el volante en el pecho y se fracturó las costillas y el esternón. Al respirar experimentaba grandes dolores. Peor aún, la pared torácica fracturada no subía y bajaba con el resto del pecho cada vez que respiraba pues tenía roto el fuelle.

Lo único que los técnicos de urgencias podían hacer por el herido era fijar con cinta adhesiva una bolsa plana de arena sobre el esternón desprendido, administrarle oxígeno y llevarlo al centro médico. Cuando R.J. llegó a la escena del accidente ya lo estaban atendiendo. Esta vez habían respondido demasiados técnicos de urgencias, entre ellos Toby. Se quedaron las dos mirando cómo los de la ambulancia preparaban al herido para el traslado, y después R.J. hizo señas a Toby para que la siguiera, dejando que los bomberos voluntarios limpiaran la carretera de vidrios rotos y fragmentos de metal.

Caminaron por la carretera hasta un lugar desde el que podían contemplar los restos del accidente.

—He estado pensando mucho en ti -comenzó R.J.

El aire de la noche era helado, y Toby temblaba ligeramente bajo la chaqueta roja del uniforme. La apremiante luz amarilla de la ambulancia, que giraba como un faro visto desde el mar, iluminaba sus facciones cada pocos segundos. Con los brazos cruzados para protegerse del frío, Toby miró fijamente a R.J.

—¿Ah, sí?

—Sí. Hay un procedimiento al que me gustaría que te sometieras.

—¿Qué clase de procedimiento?

—Exploratorio. Quiero que alguien eche una buena mirada a lo que ocurre en el interior de tu pelvis.

—¿Cirugía? Olvídalo. Mira, R.J., no pienso dejarme abrir.

Para algunas mujeres... sencillamente, no está en las cartas ser madres.

R.J. sonrió sin alegría.

—Explícame eso. -Meneó la cabeza-. No tendrían que abrirte.

Hoy en día sólo hacen tres pequeñas incisiones en el abdomen; una en el ombligo, y las otras dos algo más abajo, aproximadamente encima de cada ovario. Utilizan un instrumento muy fino a base de fibras ópticas con una lente increíblemente sensible que les permite verlo todo hasta en sus menores detalles.

Y si es necesario disponen de otros instrumentos especiales para corregir lo que haga falta a través de esas tres minúsculas incisiones.

—¿Tendrían que dormirme?.

—Sí. Te aplicarían anestesia general.

—¿Y tú harías la... cómo la llaman?

—Laparoscopia. No, yo no las hago. Te enviaría a Daniel Noyes.

Es muy bueno.

—Ni hablar.

R.J. perdió la paciencia.

—Pero ¿por qué? Si estás desesperada por tener un hijo...

—Mira, R.J., tú siempre andas predicando que las mujeres deben tener derecho a decidir sobre su propio cuerpo. Pues ahora se trata de mi cuerpo, y no quiero someterme a ninguna operación a menos que mi vida o mi salud se vean amenazadas, lo que no parece ser el caso. Así que haz el favor de dejarme en paz. Y gracias por tu interés.

R.J. hizo un gesto de asentimiento.

—No se merecen -respondió con tristeza.

En marzo trató de internarse en el bosque sin esquís ni raquetas pero no lo consiguió pues se hundía hasta los muslos en la nieve que se había negado a derretirse en el umbrío sendero. Cuando volvió a intentarlo, en abril, todavía quedaba algo de nieve pero se podía andar, aunque con ciertas dificultades. El invierno había dejado el bosque más selvático que antes, y había estropeado bastante el sendero, lleno de ramas caídas que habría que retirar. R.J. tenía la sensación de estar siendo observada por el genio del bosque. En una mancha de nieve vio unas huellas que parecían pertenecer a un hombre descalzo, de pies anchos y con diez afiladas garras. Pero los dedos más gruesos eran los exteriores, y R.J. supo que eran las huellas de un oso grande, así que hizo acopio de valor y empezó a silbar tan fuerte como pudo. Por alguna razón, la melodía que eligió para espantar al oso fue “Mi viejo hogar de Kentucky”, aunque pensó que quizás acabaría durmiendo a la fiera en vez de hacerla huir al galope.

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