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Authors: Noah Gordon

Tags: #Novela

La doctora Cole (3 page)

BOOK: La doctora Cole
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—Olvídalo, no me darán el cargo. Pero siempre te llevaré conmigo. Siempre estás enterada de todo. Y me traes el café cada mañana, tonta.

El rumor se extendió por el hospital. De vez en cuando, alguien le hacía un comentario malicioso, dándole a entender que todo el mundo sabía que su nombre figuraba en una lista. La actitud de R.J. no era expectante; lo cierto es que no sabía si el cargo le interesaba tanto como para aceptarlo en el caso de que realmente se lo ofrecieran.

Elizabeth no tardó en perder tanto peso que R.J. pudo hacerse una ligera idea de cómo había sido la joven esbelta que Tom había querido. Los ojos parecían más grandes, la piel se le volvió translúcida. R.J. se daba cuenta de que estaba a punto de demacrarse.

Pese a estar enferma de consideración, seguía siendo sensible e inteligente.

—¿Vais a separaros Tom y tú?

-le preguntó una noche en que R.J. se detuvo a verla antes de volver a casa.

—Sí. Creo que muy pronto.

Elizabeth asintió con la cabeza.

—Lo siento -susurró, hallando fuerzas para consolarla; pero era evidente que la confirmación no le sorprendía mucho. R.J.

sintió deseos de haberla conocido muchos años antes.

Habrían sido grandes amigas.

4

Momento de decisión

Los jueves.

Cuando R.J. era más joven había hecho muchísimas proclamas políticas. Ahora le parecía que sólo le quedaban los jueves.

Sentía una gran estima por los bebés y le disgustaba la idea de impedirles nacer. El aborto era algo desagradable y problemático.

A veces interfería en sus restantes actividades profesionales porque algunos de sus colegas estaban en contra, y su marido, que cuidaba las relaciones públicas, siempre había temido y desaprobado su intervención.

Pero en Estados Unidos se estaba librando la guerra del aborto.

Muchos médicos eran expulsados de las clínicas, intimidados por las inquietantes y nada sutiles amenazas del movimiento antiabortista. R.J. creía en el derecho de cada mujer sobre su propio cuerpo, y por eso todos los jueves por la mañana iba en su coche a Jamaica Plain y entraba a hurtadillas en el Centro de Planificación Familiar por la puerta trasera para esquivar a los manifestantes, las pancartas que blandían hacia ella, los crucifijos que le agitaban ante la cara, la sangre que le arrojaban, los fetos metidos en frascos que le ponían ante las narices, los insultos.

El último jueves de febrero aparcó en el camino de la entrada de Ralph Aiello, un vecino que cobraba de la clínica de abortos.

En el patio trasero de Aiello la nieve era profunda y reciente, pero el hombre se había ganado la paga abriendo a paladas un angosto sendero que llevaba hasta la cancela de la cerca posterior. La cancela daba al patio de atrás de la clínica, donde otro angosto camino conducía a la puerta trasera de la misma.

R.J. siempre hacía a toda prisa este trayecto desde el coche, temiendo que aparecieran los manifestantes congregados ante la clínica. Se sentía enojada y al mismo tiempo ilógicamente avergonzada por tener que acudir a escondidas a su trabajo como médica.

Aquel jueves no llegaba ningún ruido desde la parte delantera del edificio, ni gritos ni maldiciones, pero R.J. se sentía más preocupada que de costumbre porque antes de ir al trabajo se había detenido para ver a Elizabeth Sullivan.

Elizabeth había dejado atrás el punto en que aún podía haber esperanzas y había entrado en el reino del dolor intratable. El botón que le permitían pulsar para automedicarse había resultado insuficiente casi desde el primer momento. Cada vez que recobraba la conciencia experimentaba un terrible sufrimiento, y Howard Fisher había empezado a administrarle grandes dosis de morfina.

Permanecía todo el tiempo dormida, sin moverse.

—Hola, Betts -le dijo R.J.

en voz alta.

Elizabeth movió los labios.

R.J. se inclinó sobre ella y escuchó con atención.

-... El verde. Coge el verde.

R.J. comentó el incidente con Beverly Martin, una de las enfermeras de sala.

—Dios la bendiga -dijo la enfermera-. Por lo general nunca está lo bastante despierta para decir nada.

Aquella semana fue como si de pronto se accionaran los tornos de tortura que tenían a R.J. en tensión. Una noche incendiaron una clínica abortista del estado de Nueva York, y esa misma reacción enfermiza podía darse también en Boston. Se llevaron a cabo grandes y tumultuosas manifestaciones de protesta, violentas en ocasiones, contra dos clínicas de Brookline, dirigidas por Asesoramiento Familiar y Pretérmino, provocando la interrupción de los servicios, una contundente actuación policial y detenciones en masa. Se suponía que el Centro de Planificación Familiar de Jamaica Plain iba a ser el siguiente.

En la sala de personal, Gwen Gabler estaba tomando café, más callada de lo que era habitual en ella.

—¿Ocurre algo?

Gwen dejó la taza y cogió el bolso. La hoja de papel estaba doblada dos veces. Al desplegarla, R.J. vio un cartel de «Se busca» como los expuestos en las oficinas de correos. Llevaba el nombre, la dirección y la fotografía de Gwen, la información de que había dejado una lucrativa consulta de ginecología y obstetricia en Framingham «para enriquecerse practicando abortos», y el crimen por el que se la buscaba: asesinato de bebés.

—No dice nada de «viva o muerta» -comentó Gwen con amargura.

—¿Han hecho también un cartel con Les? -Leszek Ustinovich había practicado la ginecología en Newton durante veintiséis años antes de unirse al equipo de la clínica. Gwen y él eran los dos únicos médicos fijos de Planificación Familiar.

—No, por lo visto yo soy el chivo expiatorio que han elegido en esta clínica, aunque tengo entendido que Walter Hearts, del hospital de la Diaconisa, ha recibido el mismo honor.

—¿Y qué piensas hacer?

Gwen rompió el cartel por la mitad, volvió a romperlo y tiró los pedazos a la papelera. A continuación, se besó las yemas de los dedos y dio una palmadita suave en la mejilla de R.J.

R.J. se tomó el café meditabunda. Llevaba dos años en la clínica practicando abortos de primer trimestre. Al terminar su etapa de médica residente había efectuado prácticas de ginecología, y Les Ustinovich, extraordinario maestro con toda una vida de experiencia, le había enseñado el procedimiento de primer trimestre. Estas intervenciones eran totalmente seguras si se realizaban de un modo cuidadoso y correcto, y ella ponía el máximo empeño en practicarlas adecuadamente. Aun así, todos los jueves por la mañana se encontraba tan tensa como si tuviera que pasarse el día practicando cirugía cerebral.

Lanzó un suspiro, arrojó el vaso de papel y fue a trabajar.

A la mañana siguiente, en el hospital, Tessa le dirigió una mirada muy solemne al llevarle el desayuno.

—La cosa se está poniendo seria. Se dice que el doctor Ringgold está barajando cuatro nombres, y el suyo es uno de ellos.

R.J. engulló un pequeño bocado del bollo y preguntó, sin poderlo evitar:

—¿Quiénes son los otros tres?

—Todavía no lo sabemos. Sólo he oído decir que todos son pesos pesados. -Tessa le lanzó una mirada de soslayo-. ¿Sabe que ninguna mujer ha ocupado nunca ese cargo?

R.J. sonrió sin alegría. Las presiones no eran mejor recibidas porque procediesen de su secretaria.

—No es muy sorprendente, ¿verdad?

—No, no lo es -concedió Tessa.

Aquella misma tarde, cuando regresaba de la unidad para el síndrome premenstrual, se encontró con Sidney delante del edificio de administración del hospital.

—Hola -la saludó.

—Hola, ¿qué tal?

—¿Has tomado alguna decisión sobre la propuesta que te hice?

R.J. vaciló. La verdad era que había borrado totalmente el asunto de su mente porque no quería pensar en él. Pero eso era injusto para Sidney.

—No, todavía no. Pero dentro de muy poco te diré algo.

Él asintió con un gesto.

—¿Sabes lo que hacen todos los hospitales universitarios de esta ciudad? Cuando necesitan a alguien para un cargo de dirección, buscan a un candidato que ya haya llamado la atención como brillante investigador. Quieren a alguien que haya publicado unos cuantos trabajos.

—Como el joven Sidney Ringgold, con sus trabajos sobre la reducción de peso, la presión sanguínea y el inicio de la enfermedad.

—Sí, como aquel joven brillante. La investigación fue lo que me llevó al cargo que ahora ocupo -reconoció-. No es más lógico que el hecho de que los comités de una facultad que buscan un presidente acaben eligiendo siempre a algún profesor distinguido. Pero ya ves.

»Por otra parte, tú has publicado algunos trabajos y has creado un par de revuelos pero eres una médica, no una investigadora de laboratorio. Personalmente, creo que es buen momento para que nuestro director médico adjunto sea un médico acostumbrado a tratar con personas, pero debo hacer un nombramiento que obtenga un consenso de aprobación entre el personal del hospital y la comunidad médica. De manera que, si vamos a nombrar una directora médica adjunta que no sea investigadora, conviene que tenga tantos cargos directivos en su currículum como sea humanamente posible.

R.J. le sonrió, consciente de que era un amigo.

—Lo comprendo, Sidney. Y muy pronto te comunicaré mi decisión sobre la presidencia del comité de publicaciones.

—Gracias, doctora Cole. Que pases un buen fin de semana, R.J.

—Y usted también, doctor Ringgold.

El océano envió una tormenta extramente cálida que azotó Boston y Cambridge con intensas lluvias y derritió las últimas nieves del invierno. En el exterior todo era charcos y goteo, y las cunetas estaban inundadas.

El sábado por la mañana R.J.

se quedó en la cama, escuchando el chaparrón y pensando. No le gustaba ese estado de ánimo; se sentía cada vez más taciturna, y sabía que eso podía afectar a sus decisiones, si no lo evitaba.

No le entusiasmaba demasiado ser la sucesora de Max Roseman.

Pero tampoco le entusiasmaba la vida profesional que llevaba en aquellos momentos, y se dio cuenta de que empezaba a responder a la fe que Sidney Ringgold tenía en ella, y al hecho de que una y otra vez le había ofrecido oportunidades que otros hombres le hubieran negado.

Seguía viendo en su interior la expresión de Tessa cuando le dijo que ninguna mujer había sido nunca directora médica adjunta.

A media mañana se levantó de la cama y se puso el chándal más viejo que tenía, una cazadora, las zapatillas deportivas de peor apariencia y una gorra de los Red Sox, que se caló por encima de las orejas. Una vez fuera empezó a correr entre los charcos, y los pies le quedaron empapados antes de que se hubiera alejado veinte metros de la casa. A pesar del deshielo aún era invierno en Massachusetts, y R.J. estaba calada y temblorosa, pero a medida que corría, sintió circular la sangre en sus venas y no tardó en calentarse. Había pensado en llegar sólo hasta Memorial Drive antes de emprender el regreso, pero la carrera era demasiado agradable para terminarla tan pronto, de manera que siguió bordeando el congelado río Charles, contemplando la lluvia sobre el hielo, hasta que empezó a cansarse. Durante el camino de vuelta los coches la salpicaron un par de veces pero no le importó porque estaba más mojada que una nadadora. Entró en la casa por la puerta de atrás, dejó la ropa empapada en el suelo de baldosas de la cocina y se enjugó con una toalla de secar los platos para no echar agua sobre la alfombra al pasar hacia la ducha.

Permaneció tanto rato bajo el agua caliente que el espejo quedó muy empañado y no se vio reflejada en él cuando salió para secarse.

Acababa de empezar a vestirse cuando tomó la resolución de aceptar, de presidir el comité de Sidney. Pero sin suprimir nada de su programa. Los jueves seguirían siendo jueves, doctor Ringgold.

Sólo se había puesto las bragas y un suéter de la Universidad de Tufts, pero cogió el teléfono portátil y marcó el número particular de Sidney.

—Soy R.J. -le dijo cuando descolgó-. No sabía si os encontraría en casa. -Los Ringgold poseían una casa de recreo en la isla de Martha.s Vineyard, y Gloria Ringgold insistía en pasar allí tantos fines de semana como fuera posible.

—Es este tiempo de perros -replicó el doctor Ringgold-. Nos ha estropeado el fin de semana. Había que ser un auténtico idiota para salir de casa con el día que está haciendo.

R.J. se sentó sobre la tapa del váter y se echó a reír.

—Tienes toda la razón, Sidney.

5

Una invitación de baile

El martes dio una clase sobre enfermedades yatrógenas en la facultad de medicina, una clase con la que disfrutó porque durante casi dos horas se produjo un interesante debate.

Algunos alumnos aún acudían a la facultad con la presuntuosa esperanza de que les enseñarían a ser dioses de la curación y los educarían en la infalibilidad, y les contrariaba que se mencionara el hecho de que, al tratar de curar, los médicos a veces causaban lesiones y daños a sus pacientes.

No obstante, la mayoría de los alumnos era consciente de su lugar en el tiempo y en la sociedad, de que la explosión tecnológica no había eliminado la capacidad humana de cometer errores. Para ellos era importante conocer muy bien las situaciones que podían causar daños e incluso la muerte a sus pacientes, con el consiguiente gasto en indemnizaciones.

Había sido una buena clase.

Eso la hizo sentirse más satisfecha de su suerte mientras regresaba al hospital.

Apenas llevaba unos minutos en su despacho cuando Tessa le pasó una llamada de Tom.

—¿R.j.? Elizabeth nos ha dejado a primera hora de esta mañana.

—Ah, Tom.

—Bueno, ahora ya no sufre.

—Lo sé. Eso es bueno, Tom.

-Pero R.J. se dio cuenta de que él sí sufría. Quizá necesitaba compañía-. Oye, ¿quieres que quedemos para cenar en algún sitio?

-le propuso impulsivamente-. ¿Y si vamos al North End?

—Oh. No, yo... -Parecía azorado-. En realidad esta noche tengo un compromiso del que no puedo zafarme.

«Para consolarte con otra persona», pensó ella irónicamente aunque sin acritud. Le dio las gracias por haberle comunicado lo de Elizabeth y volvió a enfrascarse de lleno en el trabajo.

Entrada la tarde, recibió una llamada de una de las mujeres de su despacho.

—¿Doctora Cole? Soy Cindy Wolper. El doctor Kendrick me ha pedido que le diga que no pasará la noche en casa. Tiene que ir a Worcester para una consulta.

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