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Authors: Emilio Salgari

Tags: #Aventura, Histórico

La Galera del Bajá (9 page)

BOOK: La Galera del Bajá
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—¿También desfondado?

—No, señor.

Muley contempló a su padre, que había prestado atención a todo el diálogo, y le preguntó:

—¿Qué opinas sobre todo esto, padre?

El bajá se atusó las largas barbas y repuso:

—Mi opinión es que Sandiak ha enviado mensajeros a Haradja para informarle de vuestra llegada, con el fin de que vuelva de Candía. Y tomó sus precauciones con el fin de que no pudierais marcharos antes de que ella retorne o dé indicaciones precisas.

—¿Y volverán con Alí para apresarnos?

—Eso supongo. Deben haber recelado de la carta del sultán.

—No obstante, los sellos eran auténticos.

—No deseo contradecirte, Muley. Mas ya ves las consecuencias. ¿Cómo nos las arreglaremos ahora para abandonar el castillo y reunimos con la flota veneciana sin una embarcación?

—Puedo hacer que el almirante se entere de lo grave de la situación y que acuda al instante con sus ocho galeras y sus ochocientos guerreros. Me basta situar en cualquier ventana o en la terraza una luz verde, entre las once de la noche y las dos de la madrugada.

—¿Y posees tú la luz verde?

—No. Pero sin duda hallaremos en el castillo algún farol de ese color.

Bien, señor —dijo el griego. —Mico y yo nos ocuparemos de eso. Antes de media hora colocaremos en esa ventana un farol de vidrios verdes, encendido.

—¿Y qué explicarás a Sandiak?

—Yo me las arreglaré. Veamos si en el salón ha quedado alguna botella de marsala vacía.

Los cuatro venecianos, que habían abandonado el juego, se incorporaron. Uno de ellos anunció:

—Nosotros vamos también.

—Sí —convinieron los tres restantes, —vamos con vosotros.

—No, señores. Si precisáremos ayuda llamaríamos y de ser necesario libraríamos combate hasta echar al mar a los kurdos y los negros de Hussif. Pero ahora permitidnos que nos las arreglemos solos.

—Y recordadme si se inicia la lucha. Aún mi brazo es capaz de pelear. Me siento fuerte.

—Pienso que no será necesario, por lo menos de momento. A pesar de que somos dos, procuraremos valer por ocho y mientras podamos conseguir lo que deseamos por la astucia, tanto mejor. Mico, apaga la mecha de tus pistolas y vuelve a la vaina el yatagán.

Ambos hombres abandonaron el aposento y subiendo las escaleras entraron en el salón, alumbrado por una lámpara de vidrios azules que refractaba la luz, en vividos destellos sobre las paredes, revestidas de mayólica, y distinguieron al armenio sentado cómodamente y fumando un narguilé. Delante de sí y sobre la mesa tenía un puñal largo, como los que utilizaban sus compatriotas, y una taza de humeante café.

—¡Qué! —exclamó, incorporándose al ver penetrar al griego y a Mico. —¿Todavía no os habéis acostado? En Hussif a las diez se apagan todas las luces y faltan breves minutos para esa hora.

—Nos acostaremos una vez que nos hayas explicado un asunto que nos interesa —respondió Nikola, con acento un poco amenazador.

—¿No lo podríais dejar para mañana por la mañana?

—No; ha de ser en este preciso momento.

—¿Es que habéis encontrado sanguijuelas en vuestras camas? Me extrañaría, puesto que ya hace tiempo que se secaron los estanques y esos animaluchos, que tan buenos ingresos producían a la señora, desaparecieron con la maldita sangre cristiana que chupaban.

—¡Deja la palabrería estúpida! Bien sabes que no es eso lo que deseamos saber.

—Entonces, tú dirás.

—Llegamos al castillo en una chalupa que ya no se encuentra en la rada.

—¡Cómo! ¿Ha desaparecido? —exclamó el armenio, alzando las manos al cielo patéticamente. —¡No es posible!

—La chalupa ha sido hundida —notificó encolerizado el griego.

—¿Por quién?

—Tú lo debes conocer.

—¡Ah! ¡Comprendo! Han sido los cangrejos.

—¿Los cangrejos? —inquirió sorprendido Mico.

—Sí. Vuestra lancha era tal vez algo vieja...

—¡Vieja! Fue botada al agua hace seis meses.

—¿Botada o... apresada?

—¿Qué nueva comedia es ésta?

—No es una broma. Por curiosidad la examiné esta tarde y encontré que grabado a fuego en la barra del timón tenía el nombre de un ilustre almirante veneciano, ese maldito que hace años hizo temblar a Constantinopla: Mocenigo.

—¿Y qué? —exclamó Nikola, reprimiendo ardientes deseos de abalanzarse contra Hassard y estrangularlo.

—Nada. Me resulta, no obstante, raro que siendo mensajeros del sultán hayáis llegado en una chalupa veneciana.

—¿Y si hubiera sido apresada por las galeras turcas?

—Todo es factible —admitió el armenio, tomando su taza de café.

—Prosigue tu narración respecto a los cangrejos —indicó Mico.

—¡Ah! Ya no la recordaba. Pues es el caso que en la cala es frecuente que se introduzcan en ocasiones numerosos crustáceos de gran tamaño, que destrozan todo lo que encuentran.

—¿Incluso las galeras? —inquirió con acento irónico el griego.

—Hasta el momento no han destruido ninguna, pero no me extrañaría que cualquier día...

—¿Eres marinero?

—No; solamente soy hombre de pluma.

—Pues, en tal caso, ¿a qué vienes a contar semejantes simplezas a marineros como nosotros?

—Era una suposición. ¿Quién, en caso contrario, podría haber desfondado vuestra embarcación?

—Pronto lo sabremos. Pero no era esa la razón de nuestra llegada.

—Hablad.

—El bajá de Damasco no puede soportar la luz blanca y quisiera un farol de cristales verdes.

—¿Un farol de señales?

—Para alumbrar una habitación.

—No sé si tendremos.

—Pues marcha a buscarlo. Yo te acompañaré empuñando el yatagán. ¡En marcha! —barbotó Nikola, a quien se le había terminado la paciencia.

—¿Pretendes matarme?

—¿Y por qué no? En cuanto cometas otra canallada como la de la embarcación.

—Pero en Hussif hay kurdos y negros que no sienten temor por el combate, por duro que sea.

—Y nosotros disponemos de ocho galeras con ochocientos hombres de desembarco y doscientas culebrinas.

—¿Qué clase de hombres son?

—Turcos, igual que nosotros. ¡Vamos a ver! ¡El farol!

—Yo no puedo entregarlo sin el consentimiento del capitán de armas —respondió el armenio, espantado y sin osar extender el brazo para apoderarse del puñal.

—No obstante, lo harás.

—No me es posible...

—¡Miserable!

Sandiak se presentó en aquel instante e inquirió, llevando sus manos hacia sus dos yataganes:

—¿Qué sucede?

El armenio recobró su valor y planteó la extraña petición de los huéspedes.

—¡Un farol verde! —exclamó el capitán de armas, adquiriendo una sombría expresión. —¡Señal de peligro! ¿Qué intentáis?

—Aliviar algo al bajá, ya que su delicada vista no puede soportar la luz blanca.

—Creo que os tornáis en exceso exigentes. Haradja no está.

—Pero no falta quien navega en estos instantes para prevenirla de cuanto acontece. Que venga. La esperamos a ella y a su tío el gran bajá. Veremos quién será el que hará palidecer al contrario.

—¡Un farol verde! —insistió Sandiak, todavía con tono de duda.

—¡Y rápido! La carta del sultán era bien aclaratoria.

—Sí, pero si fuera falsa...

—¿Y quién pretendería falsificar los sellos del sultán para acabar empalado?

—¿Os es imprescindible ese farol?

—Naturalmente, ya expliqué la razón. Si no hubierais encerrado al bajá en un calabozo tan húmedo...

—¿Y en efecto le tiene en tan alta estima el sultán?

—¡El bajá de Damasco!... Esto ni se pregunta.

—Es que... mi señora por lo visto no lo apreciaba demasiado.

— Haradja no es el sultán.

—Acaso estás en lo cierto. Hassard, manda que traigan un farol verde. En el almacén hay cinco o seis.

—Es que son para señales —adujo el armenio.

—Cumple la orden y no contestes. El que manda aquí soy yo. Si no actúo debidamente la señora puede castigarme.

El secretario de Haradja abandonó la estancia mascullando y regresó al poco rato acompañado de un negro, que portaba un soberbio farol de un metro aproximado de altura y de verdes vidrios.

—Aquí tenéis los ojos del bajá, pero os prevengo que si lo colocáis en la ventana lo romperán a balazos los arcabuceros.

—Tú sabes lo que has de hacer —repuso el griego, tomando el farol, ya encendido. —Vamos, Mico. Ya es momento de probar las camas del
hisar
de Hussif.

Y haciendo con la mano un burlón saludo al capitán de armas y el armenio se fue en compañía del albanés, quien desenvainó los yataganes, en previsión de cualquier sorpresa. Dos minutos más tarde se hallaban en la estancia del bajá.

Al enterarse de lo sucedido, Muley experimentó cierta inquietud, en especial al saber las intenciones de disparar los arcabuces contra el farol si se colocaba en la ventana, según manifestara Sandiak.

—Sospechan de nosotros. Y el caso es que tenemos que huir antes de que llegue Haradja con su tío. No obstante, la señal es de imperiosa necesidad si ha de acudir en nuestro auxilio el almirante.

—¿En qué se convino?

—Exponerlo en tres ocasiones con intervalos de un minuto, como indicación de grave peligro. ¿Tú, que tienes tan estupenda vista, distingues las galeras?

El griego se dirigió a la ventana y observó detenidamente el horizonte del Mediterráneo, que empezaba a iluminarse con fauna fosforescente.

—Sí, señor Muley, las veo.

—¿Supones que puede haber en Hussif alguien que también pueda avistarlas?

—¿Aquí en Hussif? Tengo mis dudas, señor Muley. Se hallan a mucha distancia. Casi distingo yo los ocho puntos luminosos.

—Entonces esperaremos a que la guarnición esté descansando. Tenemos tiempo sobrado para hacer la señal.

Apagaron todas las luces con excepción del farol verde que dejaron en mitad de la habitación. Luego examinaron las barras de la puerta y los venecianos, Nikola y Mico pasaron al aposento contiguo y se tumbaron para descansar en sus camas, en tanto que el León de Damasco se quedaba adormilado en una poltrona al lado de su padre.

Hacia medianoche, el griego, que, como los marineros, dormitaba en forma ligera, brincó del lecho, entró en la estancia del bajá y, en primer lugar, encendió las mechas de los seis arcabuces. Luego se asomó a la grandiosa ventana que daba a la terraza y examinó atentamente las tinieblas.

—Al parecer se han marchado todos a dormir. Ocurra, por consiguiente, lo que ocurra, es aconsejable terminar cuanto antes.

Tras aquel comentario recorrió una cama detrás de otra despertando a todos sus amigos y cogiendo el farol lo expuso audazmente en el alféizar de la ventana. Un instante más tarde llegó desde abajo una voz amenazadora.

—¿Qué hacéis? ¡Sacad al momento ese farol o abro fuego!

—¿Quién eres? —inquirió el griego, haciéndose pasar por medio de Mico su arcabuz para estar en situación de contestar en seguida.

—Sandiak.

—Buenas noches.

—¿De manera que bromeas? Os ordeno que retiréis de allí ese farol.

—Es que despide demasiado humo y molesta al bajá.

—En tal caso apagadlo.

—Es que queremos ver. No se puede uno confiar en Hussif.

—¿Queréis obedecerme?

—¿No os complace conversar a la luz de los suaves rayos de una verde luz que no perjudica a la vista e ilumina?

—¡Qué abro fuego!

—Sácalo —ordenó Muley. —Ya lo deben haber observado los vigías de las galeras.

—Pero habremos de volverlo a exponer.

—De aquí a un minuto... Y después una vez más.

—¡Y ese que odia la luz verde!

—Cuidado no te dispare a traición.

—No hay que temer; no le quito el ojo.

—Ni yo tampoco —añadió Mico, que se puso al lado del griego nada más retirar el farol. —Si dispara le responderemos de forma adecuada.

—Y nos cercarán.

—¡Qué remedio, señor Muley! ¿Pensará el almirante en acudir en nuestra ayuda? La salvación depende de la señal y la efectuaremos de la manera que sea.

—Creo, Nikola, que lo que tú deseas es combatir.

—Considero que ya ha llegado el momento, señor.

—Igual opino yo —dijo en aquel instante el bajá. —Si no conquistáis por la fuerza este maldito
hisar
, no lo abandonaréis tan fácilmente. Y no debéis olvidar, que Candía está a muy breve distancia y que allí está Alí-Bajá con su flota.

—Señor —hizo observar el griego a Muley, —¿no ha transcurrido ya el minuto?

— Pues venga el farol.

Acababa de proyectarse la luz verde sobre la gran ventana, cuando se oyó otra vez la encolerizada voz de Sandiak, en tono más amenazador que antes.

—¡Ese farol adentro! ¡Adentro o hago venir a mis hombres y ordeno abrir fuego con las culebrinas!...

Nikola, cautamente resguardado detrás de las columnas de mármol de la ventana, echó una ojeada al exterior, y vio que el capitán de armas, en pie sobre el parapeto, casi sobre el abismo, soplaba la mecha del arcabuz.

—¿Es que no se puede estar en paz en Hussif?

—Todo lo que desees, pero sin esa luz, que está prohibida.

—¿Y por qué razón ha de estarlo? La luz verde jamás perjudicó a nadie. Y es muy agradable conversar a sus inofensivos rayos desde una ventana, cuando no hay sueño. El café de Hussif debe de ser pésimo.

—¿Qué pretendes dar a entender?

—Que no tengo sueño —adujo Nikola, intentando, como se comprende, ganar tiempo, con el objeto de que el almirante pudiera percibir la luz.

—En tal caso ven a pasear.

—Hay mucha oscuridad.

—¡Sangre cristiana! ¿Deseas que hablemos cuatro palabras cara a cara con nuestros yataganes?

—El mío tiene el filo mellado por haber intentado abrir con él una puerta.

—Que te entregue otro uno de tus amigos.

—Están durmiendo y no quisiera interrumpir su sueño para esa menudencia.

—¿Sacas el farol? ¡Bien! ¡Pues ten!

Apuntó con rapidez y abrió fuego. La bala pasó sobre el farol y faltó poco para que no hiriera a Mico. El albanés, enfurecido, apuntó a su vez y disparó. El capitán, alcanzado por la extraordinaria puntería del montañés, giró un par de veces sobre sí mismo, dejó caer el arcabuz, extendió los brazos, abrió las manos y se precipitó al inmenso y sombrío abismo, en cuyas profundidades bramaba el mar. Se oyó un horroroso alarido y después algo semejante a una detonación seca. Sandiak se debía haber estrellado contra una roca.

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