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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

La Guerra de los Enanos (59 page)

BOOK: La Guerra de los Enanos
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Al llegar al umbral, se asomó, cauteloso, al pasillo. No había nadie, y tampoco al salir divisó sino celdas vacías, tenebrosas, similares a la que él ocupara. Después de avanzar unos pasos, no obstante, atisbo una escalera ascendente en un extremo del túnel y, como en el sentido contrario reinaba una noche perpetua, resolvió probar suerte con la única posibilidad de escape que parecía viable.

«Me pregunto dónde estoy —reflexionó, aunque, en lugar de arredrarse, optó por refugiarse en su filosofía—. De todos modos, una de las ventajas de haber habitado el Abismo es que cualquier otro sitio, aunque sea una cueva inmunda, se nos antoja paradisíaco en comparación.»

Tuvo que detenerse en su recorrido a fin de reprender a sus piernas, tercas en su afán de volver a la cama, mas pronto se impuso al motín y arribó sin más novedad al pie de la escalinata. Aprestó el oído y percibió unas voces.

—Alguien departe ahí arriba —susurró con fastidio, al mismo tiempo que se camuflaba en las sombras—. Supongo que son guardianes y, a juzgar por su acento, pertenecen a uno de los clanes enaniles. ¿Cómo se llamaban? ¡Ah, sí, dewar! —Se quedó muy quieto, deseoso de discernir alguna de las frases que intercambiaban aquellas criaturas de timbre cavernoso—. Al menos podrían expresarse en una lengua civilizada —protestó al rato, incapaz de comprenderlas—. Lo único que saco en claro es que reina entre ellos cierta excitación.

La curiosidad pudo más que él. Ascendiendo el primer tramo de peldaños, aventuró la cabeza alrededor del ángulo que formaba el rellano y volvió a recular.

«Son dos —recapituló con un suspiro de desaliento—. Obstruyen la escalera; no hay forma de sortearlos.»

Sus herramientas y armas le habían sido arrebatadas en las mazmorras de Thorbardin, junto a sus otras pertenencias, pero le quedaba el cuchillo en el cinto. «De nada me servirá contra sus pertrechos», admitió, al perfilarse en su mente la imagen de una de las descomunales hachas que había visto en manos de los custodios.

No desesperó. «Quizá se vayan pronto», se alentó, y aguardó. Los enanos parecían exhaustos, mas sin duda les habían dado instrucciones de defender sus puestos y no los abandonarían aun a costa de echar raíces.

«No puedo pasarme aquí todo el día o toda la noche, sea cual fuere la hora —rezongó—. Como mi padre solía comentar, "dialoga siempre antes de recurrir a la argucia". Lo peor que pueden hacerme, sin contar el asesinato, es encerrarme de nuevo, lo que no sería muy grave dado el estado de los candados. Forzarlos no me llevaría más que unos minutos. ¿Era mi progenitor quien citaba este dicho —meditó mientras se encaramaba en el tramo siguiente—, o mi tío Saltatrampas?»

Una vez en la cúspide se enfrentó, como había augurado, a dos dewar, que se sobresaltaron al reparar en su presencia.

—Hola —les saludó el kender con su habitual desenfado—. Me llamo Tasslehoff Burrfoot —se presentó, y les alargó la mano—. ¿Cuáles son vuestros nombres? ¿No queréis revelármelos? No importa, lo más probable es que nunca llegue a pronunciarlos correctamente. Soy un prisionero —informó— y busco al individuo que me tenía confinado en una de esas celdas del sótano, un mago de Túnica Negra. Me estaba interrogando cuando le relaté algo que debió de pillarlo desprevenido, pues sufrió una especie de ataque y salió a toda prisa de la estancia. Olvidó atrancar la puerta, así que... ¡Sois unos groseros!

Le arrancó esta exclamación la insultante actitud de los dewar, quienes, después de espiarlo con creciente alarma, emitieron un aullido apenas articulado, giraron sobre sus talones y se batieron en retirada.

—Antarax! — gritaban al alejarse, dejando al kender mudo de estupor.

—¿Qué significará ese término? —caviló Tasslehoff—. Veamos, es la versión enanil de «muerte ardorosa» —descompuso la palabra, gracias a los conocimientos recibidos de Flint—. ¿Muerte ardorosa? ¡Ya lo tengo! Se refieren a la peste, creen que todavía padezco ese mal y por eso me temen. Podría explotar la circunstancia, aunque no estoy seguro de que sea una buena idea.

Abstraído en su dilema, no se había percatado de que se hallaba en otro pasillo de considerable longitud, tan desangelado y deprimente como el que acababa de dejar. «Sigo ignorante de mi paradero —pensó al examinarlo—, y nadie parece inclinado a ponerme en antecedentes. Las únicas vías practicables son la escalera del subterráneo y el camino que han tomado los dewar, de modo que iré tras ellos por si averiguo dónde se ha instalado Caramon. No puede estar muy lejos.»

Pero sus piernas, que ya habían registrado una primera queja contra el mandato de caminar, manifestaron mediante un signo inequívoco que no estaban en disposición de correr. Avanzó Tas a trompicones en persecución de los enanos que, más prestos, habían desaparecido de su radio de mira cuando alcanzó la zona intermedia del pasillo. Resoplando, un poco débil pero resuelto a encontrar a su amigo, el kender acometió unas nuevas escaleras por donde intuyó que se habían esfumado los escurridizos hombrecillos, ya que no había otras ramificaciones en el corredor y, de haber jalonado los prófugos toda su extensión, no habría perdido su rastro. Una vez hubo coronado su ascensión, dobló una esquina y se detuvo de manera súbita.

—¡Cuidado! —se alertó, y se agazapó en las sombras—. ¡Cállate, Burrfoot! —se amonestó con severidad, sellando su propia boca—. ¡Es todo el ejército de los dewar!

Ciertamente, esa impresión daba la asamblea con la que casi había topado. Los dos centinelas que había espantado estaban difundiendo la noticia entre una veintena de compañeros de su clan y, oculto en su rincón, el kender oyó su estruendosa cháchara y quedó convencido de que no tardarían en arrojarse sobre él. Sin embargo, no sucedió tal cosa.

Esperó, atento a la más mínima señal de movimiento, hasta que, harto de tanta incertidumbre, oteó el panorama con la mayor precaución posible. Constató entonces que algunos de los enanos reunidos no eran dewar, que su pulcritud, sus cuidadas barbas y las brillantes armaduras que les cubrían en nada se asemejaban a los raídos portes exhibidos por sus contertulios. Los hombrecillos más dignos estaban contrariados, sometían a uno de los centinelas a un escrutinio amenazador que hizo encogerse a éste como si fueran a desollarle.

—¡Enanos de las Montañas! —les reconoció Tasslehoff en la cumbre del estupor—. Según Raistlin son el enemigo, deberían estar en sus laberintos y no en los nuestros. Suponiendo que nos hallemos en una de esas fortalezas cavadas en la roca, claro, lo que resulta obvio a la vista de las recias paredes y grutas que me circundan. Pero, si es así, ¿qué pintan esas criaturas en el terreno contrario?

Uno de los Enanos de las Montañas habló, y Tas se regocijó.

—¡Al fin, uno que usa un vocabulario inteligible!

El motivo de su júbilo era que el desconocido, debido a las diferencias lingüísticas de ambas razas, se expresaba en una tosca mezcla de idioma común y enanil.

Su parrafada versó, por lo que el kender pudo entender, sobre lo poco que le interesaban un mago chiflado o un prisionero errabundo y apestado.

—Hemos hecho esta incursión para cobrarnos la cabeza del general Caramon —declaró el cabecilla de los habitantes de las Montañas—. Según tú el hechicero nos la prometió y, como en principio todo debe estar arreglado, prescindiré de entrevistarme con el Túnica Negra, que no me inspira ninguna confianza. Y ahora, Argat, respóndeme: ¿Estáis preparados? ¿Atacaréis al ejército desde dentro? ¿Mataréis al mandamás, o era sólo una estratagema? En este último caso, las familias que dejasteis en Thorbardin serán ajusticiadas sin piedad.

—¡No hay estratagema que valga! —bramó el llamado Argat, apretando el puño—. Entraremos en acción en seguida. El general se encuentra en la sala del consejo, ultimando la estrategia, y el mago nos garantizó que se las ingeniaría para que no le acompañase más que su guardia personal. Mientras, nuestros hombres incitarán a la batalla a los Enanos de las Colinas y, cuando cumpláis vuestra parte del trato y se anuncie que han sido abiertas las puertas de Thorbardin...

—En este mismo momento suenan los clarines —espetó el infiltrado—. Si estuviéramos por encima de la superficie podrías oír su clamor, tal como convinimos. ¡Las tropas han emprendido la marcha!

—¡Vamos sin demora! —propuso el dewar y añadió, inclinándose en una burlona reverencia—: Invito a su señoría a estar presente cuando decapitemos al general.

—Acepto gustoso —repuso el otro—, aunque sólo sea para asegurarme de que no habéis conspirado otra vez contra nuestro pueblo.

Tas cesó de escuchar. Apoyado en el muro, no era consciente sino del hormigueo de sus piernas y un ominoso retumbo en sus tímpanos.

«¡Caramon! —vociferó para sus adentros, intentando ordenar sus confusas ideas—. ¡Quieren matarle, y Raistlin es el artífice de la traición! ¡Mi desdichado amigo a punto de sucumbir en un plan urdido por su propio gemelo! Si se enterase caería víctima del pesar; esos enanos no precisarían de sus hachas.»

De pronto el abatido kender levantó la cabeza y se recriminó, casi en un bramido audible:

—Tasslehoff Burrfoot, ¿qué haces aquí como un pasmarote o, peor aún, como un enano gully que ha hundido un pie en el fango? Tienes que salvarle, prometiste a Tika que te ocuparías de él.

«¿Salvarle tú, botarate? —zumbó en su interior una voz que se parecía sospechosamente a la de Flint—. ¡Ahí se han congregado una veintena de enanos, y tú sólo estás armado con un cuchillo apto para matar conejos!»

—Ya se me ocurrirá algo —se rebeló el kender—. Tú quédate sentado en tu árbol y no te interfieras en mis asuntos.

Oyó un gruñido inconfundible; pero, ignorándolo, enderezó la espalda, desenvainó su pequeño cuchillo y echó a andar por el corredor con ese perfecto sigilo que tan sólo un kender puede conseguir.

14

La espada divina

Tenía el cabello crespo, negro, y una ambigua sonrisa que más tarde los hombres hallarían irresistible en su hija. Poseía la cándida honestidad que había de caracterizar a uno de sus vástagos varones y también un don, un raro y portentoso poder, que heredaría el tercer miembro de su progenie.

La magia corría por sus venas, al igual que luego bañaría las de su hijo. Pero era frágil de voluntad y de espíritu, una mácula en su naturaleza que la conduciría a morir a causa de su incapacidad para controlar sus propias facultades.

Ni Kitiara, férrea en sus emociones, ni tampoco el corpulento Caramon lamentaron en exceso la muerte de su madre. Kitiara le profesaba el odio que sólo inspiran los celos y, en cuanto al guerrero, aunque quería a la mujer que lo concibió, se sentía más vinculado a su indefenso gemelo. Además, las extrañas ensoñaciones y trances místicos que tan a menudo la transportaban eran un completo enigma para el entonces joven mercenario.

Pero su fallecimiento produjo en Raistlin un efecto devastador. Era el único de los tres que la comprendía, que se apiadaba de su debilidad pese a despreciarla por esa misma lacra. Se enfureció con ella porque se había ido, porque le había dejado solo en el mundo sin más compañía que sus dotes arcanas. Su desaparición le llenó de disgusto y al mismo tiempo de miedo, pues veía en la suerte de su madre un heraldo de su propio destino.

Al perecer su esposo, la madre del hechicero se sumió en un decaimiento obsesivo del que nunca más había de emerger. El aprendiz de mago nada pudo hacer sino asistir desvalido a su desmoronamiento, ver cómo se consumía al rechazar el alimento y volar, extraviada, hacia planos de existencia donde únicamente ella tenía acceso. Esta indefensión la destrozó hasta lo más hondo de sus esencias.

La veló en su última noche. Sujetando entre las suyas aquella mano laxa, presenció los prodigios que invocaba en el momento crucial y, al igual que ella, contempló la manifestación de una magia distorsionada a través de unas cuencas oculares hundidas, febriles, que en nada se diferenciaban de las de la agonizante.

Se prometió a sí mismo que a nada ni a nadie le concedería la posibilidad de manipularle de aquel modo, ni a sus hermanos, ni al arte arcano ni a los dioses. Sólo él se erigiría en la fuerza viviente que había de guiar sus pasos.

Más que una promesa fue un juramento solemne, irrevocable. Pero era aún muy joven, apenas un adolescente obligado a enfrentarse a la muerte solo, envuelto en la penumbra de la alcoba. Junto a él exhaló su madre el último suspiro y, antes de que expirase, el asustado muchacho apretujó sus exánimes y largos dedos —tan semejantes a los suyos—, y le suplicó en un mar de lágrimas:

—Madre, ven a casa... ¡Ven a casa!

Y ahora, en Zhaman, escuchaba aquellas mismas palabras, aquella frase suplicante que le desafiaba trocada en una irrisoria mofa. Retumbaba en sus oídos, rebotaba contra los recovecos de su mente con un repiqueteo discorde, salvaje. Un estallido de dolor le impulsó a apoyarse en el muro más próximo.

Raistlin había visto una vez cómo Ariakas, el malvado Señor del Dragón, torturaba a un caballero que había capturado encerrándole en un campanario. Los oscuros clérigos tañeron las campanas en loa a su Reina durante toda la noche y, a la mañana siguiente, encontraron al prisionero muerto, con una máscara de terror tan espantosa sobre su rostro que incluso los más avezados a practicar la crueldad se deshicieron del cadáver sin osar examinarlo.

El archimago se sentía enjaulado en su propia torre de resonancias, era la repetición de un ruego que él pronunciara lo que le anunciaba su sino en el cráneo. Jadeante, sujetándose la cabeza entre las manos, hizo un intento desesperado por amortiguar los atronadores ecos.

«Ven a casa..., ven a casa.» Mareado, ciego a causa del suplicio, buscó alivio en la huida. Corrió sin norte, sin saber adonde iba, con el único propósito de escapar. Flaquearon sus insensibles pies y, tropezando con el repulgo de su túnica, se desplomó.

En la caída, un objeto redondo salió despedido de uno de sus bolsillos mágicos y rodó por el suelo. Al reparar en él, Raistlin ahogó una exclamación de rabia y de pánico, pues aquella pequeña esfera constituía otra prueba fehaciente de su fracaso. En efecto, se trataba del Orbe de los Dragones que, resquebrajado, extinto, inútil, parecía resuelto a abandonarle en la hora de su declive. Se lanzó hacia la bola frenéticamente, mas ésta se deslizó cual una canica sobre las losas y eludió su garra. Se arrastró tras el escurridizo ingenio hasta que al fin se detuvo y, cuando se disponía a recuperarlo, también él se inmovilizó. Ante él se erguía, imponente, el Portal.

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