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Authors: David Eddings

Tags: #Fantástico

La hechicera de Darshiva (5 page)

BOOK: La hechicera de Darshiva
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—En ocasiones, Garion es capaz de conseguir lo imposible —murmuró Hettar.

—Sin embargo, es probable que esa amistad haya llegado a su fin —continuó Porenn—. Una noche, Garion y sus amigos escaparon de Mal Zeth sin despedirse del emperador.

—Supongo que con todo el ejército imperial pegado a sus talones —añadió Varana.

—No —negó Porenn—. Zakath no puede abandonar Mal Zeth en estos momentos. Cuéntaselo, Yarblek.

—En Mal Zeth se ha desatado una epidemia —dijo el desaliñado socio de Seda mientras se ponía de pie—. Zakath ha cerrado la ciudad y nadie puede entrar ni salir de ella.

—¡Cielos! —exclamó Mandorallen—. Entonces, ¿cómo lograron escapar nuestros amigos?

—Recogí a un comediante callejero —explicó Yarblek con acritud—. No me pareció que valiera gran cosa, pero Vella se divertía con él. A ella le encantan las historias obscenas.

—Ten cuidado, Yarblek —le advirtió la bailarina nadrak—. Aún gozas de buena salud, pero yo puedo contribuir a cambiar la situación en cualquier momento —añadió y con un gesto sugestivo se llevó la mano a la empuñadura de una daga.

Vella lucía una majestuosa túnica color lavanda, pero su atuendo hacía algunas concesiones a la tradición nadrak. Aún llevaba las lustrosas botas de piel con las infaltables dagas y el típico cinturón negro, adornado con varios cuchillos similares. Sin embargo, los hombres reunidos en la habitación no habían dejado de mirarla con disimulo desde su llegada. Se vistiera como se vistiese, Vella tenía el poder de atraer todas las miradas.

—Bueno —se apresuró a continuar Yarblek—, aquel individuo conocía un túnel que comunica el palacio con un barrio abandonado de las afueras, y antes de que nos diéramos cuenta nos había sacado de Mal Zeth.

—Zakath se habrá puesto furioso —observó Drosta—. Odia que los prisioneros se le escapen de las manos.

—Además, se ha producido una rebelión en los siete reinos de Karanda, al norte de Mallorea. Tengo entendido que hay varios demonios implicados en el asunto.

—¿Demonios? —preguntó Varana con aire escéptico—. ¡Oh, vamos, Porenn!

—Eso dicen los informes de Belgarath.

—Belgarath tiene un sentido del humor muy particular —observó Varana—. Es probable que bromeara. Los demonios no existen.

—Te equivocas, Varana —objetó el rey Drosta con inusual seriedad—. Una vez, cuando era pequeño, vi uno en la tierra de los morinds.

—¿Qué aspecto tenía? —preguntó Varana incrédulo.

—Creo que no te gustaría saberlo —respondió Drosta con un estremecimiento.

—Lo cierto es que Zakath ha ordenado regresar a sus tropas de Cthol Murgos para hacer frente a la rebelión. Dentro de poco habrá ocupado todo Karanda con su ejército y allí es donde están nuestros amigos. Por eso he convocado esta reunión. ¿Qué vamos a hacer al respecto?

Lelldorin de Wildantor se puso de pie.

—Necesitamos caballos veloces —le dijo a Hettar.

—¿Para qué? —preguntó Hettar.

—Para ir en su ayuda, por supuesto —respondió el joven asturio con los ojos resplandecientes de entusiasmo.

—Eh..., Lelldorin —dijo Barak con delicadeza—. Recuerda que para llegar a Mallorea hay que cruzar el Mar del Este.

—¡Oh! —exclamó Lelldorin, algo avergonzado—. No lo sabía. Entonces también necesitaremos un bote, ¿verdad?

Barak y Hettar intercambiaron una larga mirada.

—Un barco —corrigió Barak con aire ausente.

—¿Qué?

—Olvídalo, Lelldorin —suspiró Barak.

—No podemos hacerlo —dijo el rey Anheg con voz contundente—. Incluso si pudiéramos llegar hasta allí, arruinaríamos las posibilidades de Garion de ganar la batalla con la Niña de las Tinieblas. La vidente nos lo dijo en Rheon, ¿lo recordáis?

—Pero esto es diferente —protestó Lelldorin con lágrimas en los ojos.

—No —objetó Anheg—. No lo es. Es exactamente lo que nos advirtieron. No podemos acercarnos a él hasta que todo haya acabado.

—Pero...

—Lelldorin —dijo Anheg—, me gustaría ir tanto como a ti, pero no podemos hacerlo. ¿Crees que Garion nos agradecería que fuéramos responsables de la muerte de su hijo?

Mandorallen se puso en pie y comenzó a pasearse de un extremo al otro de la habitación, haciendo tintinear su armadura.

—Creo que vuestro razonamiento es correcto, Majestad —le dijo a Anheg—. Si nos uniéramos a nuestros amigos, pondríamos en peligro su misión, y cualquiera de nosotros daría su vida por impedir semejante riesgo. Sin embargo, podríamos viajar hasta Mallorea y, sin acercarnos demasiado, interponernos entre ellos y las hordas de Kal Zakath. De ese modo detendríamos el avance hostil de los malloreanos y daríamos a Garion una posibilidad de escapar.

Barak contempló al corpulento caballero, cuya mirada resplandecía con ciega pasión. Luego dejó escapar un gruñido y escondió la cara entre las manos.

—Bueno, bueno —murmuró Hettar con una palmada afectuosa en el hombro del grandullón.

—¿Por qué tengo la impresión de haber pasado por esto antes? —preguntó el rey Fulrach mientras se rascaba la barba—. Es igual que la otra vez. Tenemos que distraer a las tropas para que nuestros amigos logren escapar. ¿Se os ocurre alguna otra idea?

—Invadir Mallorea —dijo Drosta con entusiasmo.

—Saquear el litoral de las tierras de Zakath —añadió Anheg con igual entusiasmo.

Porenn suspiró.

—También podríamos ocupar Cthol Murgos —sugirió Cho-Hag con aire pensativo.

—¡Sí! —asintió Hettar con pasión.

—Sólo sería un ardid, hijo mío —dijo Cho-Hag alzando una mano—. Zakath ha enviado sus tropas a conquistar Cthol Murgos. Si los ejércitos del Oeste penetraran en esa región, él se vería obligado a contraatacar, ¿verdad?

—Es factible —dijo Varana y se arrellanó en su silla—, pero ya estamos en otoño y el clima en las montañas de Cthol Murgos durante el invierno es muy duro. No es buen momento para apostar tropas en esa zona. Un ejército con los pies helados se mueve muy despacio. Creo que podríamos obtener el mismo resultado mediante gestiones diplomáticas, sin arriesgar un solo dedo.

—Los tolnedranos son muy retorcidos —gruñó Anheg.

—¿Te gustaría congelarte, Anheg? —preguntó Varana.

—Me daría algo que hacer durante el invierno —respondió el rey encogiéndose de hombros.

—¡Alorns! —exclamó Varana mirando hacia el techo.

—De acuerdo —dijo Anheg con tono conciliador—, sólo era una broma. Cuéntanos tu brillante y retorcido plan.

Varana miró a Javelin, que estaba sentado en el otro extremo de la sala.

—¿Qué tal es el servicio de inteligencia malloreano, margrave Khendon? —preguntó de repente.

Javelin se puso de pie y alisó su chaqueta gris perla.

—El propio Brador es muy bueno, Majestad —respondió—. Sus agentes suelen ser torpes y poco disimulados, pero son muchos. Brador no tiene limitaciones presupuestarias —añadió con una mirada de reproche a la reina Porenn.

—No te quejes, Khendon —murmuró ella—. Mi situación económica es delicada.

—Sí, señora —respondió él con una reverencia y una sonrisa tímida. Luego irguió los hombros y habló con firmeza y resolución—. El servicio de inteligencia malloreano es muy primitivo en comparación con el nuestro, pero Brador tiene suficientes recursos para disponer de todos los agentes necesarios. Ni los servicios drasnianos ni los tolnedranos pueden permitirse ese lujo. Brador casi siempre consigue la información que quiere, aunque pierda cien hombres en el intento. —Respiró hondo con expresión desdeñosa—. Yo, personalmente, prefiero otro tipo de operaciones.

—¿Entonces ese tal Brador tiene agentes en Rak Urga? —preguntó Varana.

—Casi con certeza —respondió Javelin—. Yo mismo tengo cuatro hombres en el palacio Drojim y, que yo sepa, vuestro propio servicio tiene otros dos.

—No lo sabía —dijo Varana con expresión inocente.

—¿De veras?

Varana soltó una carcajada.

—De acuerdo —continuó—, ¿qué haría Zakath si en Mal Zeth se enteraran de que los reinos del Oeste están a punto de establecer una alianza militar con el rey de los murgos?

Javelin comenzó a pasearse por la sala.

—Es difícil predecir lo que puede hacer Zakath en cualquier situación —murmuró—. En gran parte, depende de la seriedad de sus problemas internos, pero es evidente que una alianza entre los murgos y el Oeste supondría una importante amenaza para Mallorea. Creo que tendría que regresar de inmediato e intentar derrotar a los murgos antes de que uniéramos nuestras fuerzas.

—¿Aliarnos con los murgos, dices? —exclamó Hettar—. ¡Nunca!

—Nadie sugiere una alianza real, Hettar —replicó Kail, el hijo del Guardián de Riva—. Sólo pretendemos distraer a Zakath el tiempo suficiente para que Belgarion escape. Las negociaciones se prolongarán y luego las romperemos.

—Ah —dijo Hettar, algo avergonzado—, supongo que eso es diferente.

—Muy bien —continuó Varana con resolución—, si actuamos con tacto, es probable que logremos convencer a Zakath de que vamos a hacer una alianza con Urgit. Javelin, haz que tus hombres maten algunos agentes malloreanos en el palacio Drojim, aunque no todos; sólo los suficientes para persuadir a Mal Zeth de que éste es un esfuerzo diplomático serio.

—Entendido, Majestad —respondió, sonriente, Javelin—. Tengo el hombre indicado: un asesino nyissano recién reclutado que se llama Issus.

—Bien. La posibilidad de una alianza surtirá el mismo efecto que un acuerdo real. Podemos distraer a Zakath sin perder un solo hombre... a no ser que contemos a ese tal Issus.

—No te preocupes por Issus, Majestad —lo tranquilizó Javelin—. Es un superviviente.

—Creo que olvidamos algo —gruñó Anheg—. Ojalá Rhodar estuviera aquí.

—Sí —asintió Porenn al borde de las lágrimas.

—Lo siento, Porenn —dijo Anheg cogiendo la pequeña mano de la reina entre las suyas—, ya sabes a qué me refiero.

—Tengo un diplomático en Rak Urga —continuó Varana— que puede ir preparando al rey Urgit. ¿Disponemos de alguna información conveniente sobre el rey de los murgos?

—Sí —aseguró Porenn con firmeza—. Se mostrará receptivo a nuestra propuesta.

—¿Cómo lo sabes, Majestad?

Porenn vaciló un instante.

—Prefiero no decirlo —respondió con una rápida mirada a Javelin—. Tendréis que confiar en mi palabra.

—Por supuesto —asintió Varana.

Vella se incorporó y se dirigió a la ventana, llenando la habitación con el susurro de su túnica de raso.

—A los occidentales os encanta complicar las cosas —dijo con tono crítico—. Si vuestro problema es Zakath, enviad a alguien a matarlo con un cuchillo afilado.

—Deberías haber sido hombre, Vella —rió Anheg.

—¿Eso crees? —inquinó ella con una mirada fulminante.

—Bueno —dudó él—, tal vez no.

—Ojalá estuviera aquí el malabarista para entretenerme —dijo Vella mientras se apoyaba contra el marco de la ventana con expresión de desconsuelo—. La política me da dolor de cabeza —suspiró—. Me pregunto qué le habrá ocurrido.

Porenn la miró con atención y recordó la súbita visión que había tenido poco después de la llegada de la joven nadrak. Entonces sonrió.

—¿Te decepcionaría saber que el malabarista no era quien parecía? —preguntó—. Belgarath lo menciona en su carta. —Vella alzó la vista con brusquedad—. El lo conocía, por supuesto —continuó Porenn—. Era Beldin.

—¿El hechicero jorobado? —preguntó Vella con los ojos muy abiertos—. ¿Ese que puede volar?

Vella soltó una retahíla de palabrotas indignas de una dama educada y el propio rey Anheg palideció ante su elección de los adjetivos. Luego desenfundó una daga y se dirigió hacia Yarblek refunfuñando entre dientes. Mandorallen, vestido con su armadura de acero, se interpuso entre ellos, mientras Hettar y Barak la sujetaban por detrás y le quitaban el cuchillo de las manos.

—¡Idiota! —le gritó al acobardado Yarblek—. ¡Maldito idiota! ¡Podrías haberme vendido a él!

Luego se echó a llorar y ocultó su cara sobre el pecho de Barak, mientras Hettar le sacaba con prudencia las otras tres dagas.

Zandramas, la Niña de las Tinieblas, contemplaba un desolado valle. Una serie de aldeas destruidas humeaban bajo el cielo plomizo. La Niña de las Tinieblas miraba el devastado paisaje sin verlo realmente. De repente, se oyó un gemido y la mujer apretó los dientes.

—Dale de comer —se limitó a decir.

—Como digáis, mi señora —respondió el hombre de ojos blancos con voz sumisa.

—No me hables con condescendencia, Naradas —dijo ella—. Limítate a hacer callar a esa criatura. Estoy intentando pensar.

Hacía mucho tiempo que Zandramas había planeado todo con absoluto cuidado. Ya había cruzado medio mundo, pero a pesar de sus esfuerzos apenas llevaba unos días de ventaja al Justiciero de los Dioses, que la perseguía con su temible espada.

¡La espada, la llameante espada que poblaba sus noches de pesadillas! Pero la luminosa cara del Niño de la Luz la asustaba aún más.

—¿Cómo ha conseguido acercarse tanto? —exclamó—. ¿No hay nada que pueda detenerlo?

Extendió las manos y giró las palmas hacia arriba. Una multitud de pequeños puntos de luz se arremolinaron bajo su piel y brillaron como una constelación de estrellas minúsculas. ¿Cuánto tiempo faltaría para que esas constelaciones cubrieran todo su cuerpo y ella dejara de ser humana? ¿Cuánto tiempo faltaría para que el terrible Espíritu de las Tinieblas acabara de poseerla por completo?

El niño lloró otra vez.

—¡Te he dicho que lo hicieras callar!

—De inmediato, señora —asintió Naradas.

La Niña de las Tinieblas volvió a concentrarse en la contemplación del universo de estrellas cautivo bajo su piel.

Eriond había salido a cabalgar con Caballo antes de que los demás despertaran y trotaba sobre una pradera bajo la luz plateada del amanecer. Le gustaba cabalgar en soledad, sentir el viento en la cara y la contracción de los músculos de Caballo bajo su peso sin que nadie lo distrajera con su charla.

Se detuvo a ver salir el sol sobre la cima de un pequeño monte y se sintió feliz. Contempló las montañas de Zamad, veteadas por la luz del alba, y disfrutó de la belleza y la calma que rezumaban. Después perdió la vista en los verdes campos y bosques. En aquel lugar, la vida parecía maravillosa. El mundo estaba lleno de objetos hermosos y gente adorable.

¿Cómo había hecho Aldur para abandonar aquello? Era evidente que había amado este mundo por encima de todo, pues se había negado a aceptar un pueblo que lo venerara para retirarse y estudiar ese hermoso universo en soledad. Ahora sólo podía visitarlo de vez en cuando y en forma de espíritu.

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