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Authors: Elaine Cunningham

La hija de la casa Baenre (8 page)

BOOK: La hija de la casa Baenre
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—¿Entonces? ¿Por qué tolerar a los hechiceros?

—Existen límites a los poderes clericales —razonó la joven drow, tras meditarlo.

—Aunque ninguna sacerdotisa lo admitiría —asintió él en tono agrio—. Pero debes saber esto: muy pocas drows tienen aptitudes mágicas y los hechiceros tienen acceso a poderes que las seguidoras de Lloth no saben manejar. Este poder está cuidadosamente controlado por el matriarcado, claro está, pero Menzoberranzan necesita a sus hechiceros.

El archimago introdujo la mano en un bolsillo camuflado de su capa y extrajo un pequeño libro.

—Esto es tuyo. Apréndetelo bien, pues sin duda enloquecerías en Arach-Tinilith sin la escapatoria que te ofrece este libro. —Hizo una pausa para sonreír sombríamente—. Hice que compilaran esto para ti, una tarea que duró varios años y costó las vidas de bastantes hechiceros, pues sabía que llegaría este día.

Aquello resultaba un poco excesivo, incluso para el melodramático Gomph, se dijo Liriel con un deje de retorcido sentido del humor. Tomó el volumen y lo abrió por el primer conjuro. Ojeó la página, y el significado de los símbolos apareció ante ella en una oleada de emoción e incredulidad.

—¡Esto es un conjuro para hacer aparecer un portal!

—Y también cada uno de los conjuros del libro —convino su padre—. Con estos conocimientos, puedes viajar a donde ninguna sacerdotisa puede seguirte.

La muchacha hojeó el libro de conjuros y su excitación fue creciendo por momentos. Los viajes mágicos resultaban sumamente difíciles en la Antípoda Oscura, y aquellos que lo intentaban por lo general acababan formando parte del paisaje. Aquel regalo le concedería mayor libertad de la que había tenido nunca. ¡Y lo que era aún mejor, su padre había previsto que llegaría ese día, y se había preparado para su llegada! Apretó el valioso libro contra su pecho.

—¡No sé cómo empezar a agradecértelo! —exclamó jubilosa.

Gomph Baenre le sonrió, aunque sus ojos color ámbar permanecieron fríos.

—Aún no, tal vez, pero cuando llegue el momento te diré en qué modo puedes expresar adecuadamente tu gratitud. Conviértete en una sacerdotisa y hazte con todo el poder que te sea posible. Pero jamás olvides que ante todo eres una hechicera. Tu lealtad me pertenece a mí.

El entusiasmo se esfumó del corazón de Liriel, que sostuvo la dura mirada del archimago, reflejando en sus ojos dorados los de él.

—No te preocupes, padre —dijo en voz baja—. No quiera Lloth que olvide jamás lo que soy para ti.

3
Fyodor de Rashemen

E
l alba acarició los abetos coronados de nieve y bajo la tenue luz la bruma que flotaba sobre el lago Ashane brilló con un tono rosáceo. En el lado oriental del lago se elevaba una desolada y escarpada colina, con la cima oculta entre espesas nubes, y a los pies de esa colina un joven detuvo su pequeño y resistente caballo. Su poni de las montañas —un animal peludo, de cuerpo redondeado como un tonel y poseedor de tan mal carácter como fuerza— pateó el suelo helado y relinchó irritado.

—Tranquila,
Sasha
—canturreó su jinete con una voz de bajo profunda y sonora—. Hemos cabalgado toda la noche, pero por fin hemos encontrado el lugar.

El joven aspiró con fuerza el frío aire de la mañana.

—¿No lo sientes? —murmuró—. Aquí se celebró y perdió una batalla extraordinaria. Aquí empezamos.

Dicho esto, Fyodor de Rashemen saltó de su silla. Examinó la colina que tenía ante sí y decidió que tendría que andar.
Sasha
podría tener aspecto de cabra montesa —excepto en combate, donde parecía talmente un feroz enano de cuatro patas— pero la ladera era demasiado empinada incluso para ella. Así pues, dejó la montura sin atar e inició su marcha monte arriba.

El invierno era muy crudo ese año y la primavera tardaba en llegar. El aire era tan frío que parecía a punto de quebrarse, y la nieve crujía y chirriaba bajo sus botas mientras ascendía. Pero Fyodor se sentía a gusto en aquel clima riguroso; aquélla era su tierra, y había pasado todos y cada uno de sus diecinueve inviernos entre sus fronteras. Rashemen estaba escrito en los amplios y cincelados ángulos de su rostro, en el liso cabello oscuro del color de los árboles sin hojas y en su piel, que mostraba el tono pálido del invierno. Fyodor era un hombre fuerte y medía algo más de metro ochenta. También era una persona sencilla; viajaba cubierto de capas de resistentes prendas campesinas de abrigo y una práctica capa de lana oscura. Sus únicas armas eran una espada sin filo toscamente forjada de algún metal oscuro y un garrote de casi un metro tallado de ligera madera dura como la roca. Ahora utilizaba el garrote como bastón, hundiéndolo en la nieve una y otra vez mientras se arrastraba colina arriba.

Por fin alcanzó la cima, y permaneció allí inmóvil un largo instante, observando su tierra. El lago Ashane y el territorio circundante yacían ante él, claramente visibles a pesar de las nubes que se apiñaban sobre la cumbre montañosa. A su norte se extendía el espeso y antiguo bosque de Ashan. Enormes zonas de terreno aparecían yermas, ya que en los últimos meses cientos de árboles habían caído bajo las hachas de los bárbaros tuiganos. Los invasores habían arrasado grandes extensiones de bosque para construir barcos para su desdichada travesía y Fyodor meneó la cabeza en mudo pesar ante la visión de una nueva herida en el territorio.

Los tuiganos habían invadido su amada Rashemen, dejando dolor y destrucción por todas partes. Él los había combatido y seguiría combatiéndolos aún de no ser por la orden de las Brujas que gobernaban el país. Fyodor había probado su valor en la batalla y había sido despedido con honor. Pero aun así, había sido despedido.

El joven aceptó su destino sin rencor, pues nadie mejor que él conocía el peligro que significaba para quienes lo rodeaban. Sin duda volvería a luchar por Rashemen, pero no se atrevía a hacerlo hasta haber dominado a su enemigo interior. Sólo la visión de aquel lugar que había sido un campo de batalla días atrás inundaba las venas de Fyodor de un familiar y peligroso calorcillo.

Así pues, el muchacho dio la espalda al destrozado paisaje y se enfrentó a la tarea que le aguardaba. Una torre de piedra coronaba la elevación; le dirigió una ojeada y avanzó pesadamente por la nieve en busca de un antiguo pozo. Tras la torre localizó una sencilla pared circular de piedra y supo al instante que había encontrado el origen del extraordinario poder de aquel lugar.

Hincó una rodilla en el suelo para honrar al antiguo y misterioso espíritu que habitaba en aquella lejana ladera. La torre había sido construida en aquel lugar de poder hacía cientos de años y la magia de las Brujas era más potente allí, por lo que un pequeño círculo de ellas podía proteger los límites occidentales de su territorio. Desde aquel lugar se lanzaban las temidas embarcaciones de las Brujas contra todo aquel que se aventurara por el lago Ashane. Sin tripulación y armadas con magia poderosa, las naves atacaban a todos los que osaban navegar por el lago; y con la ayuda del espíritu del lugar, las Brujas podían incluso convocar a los espectros de las aguas: criaturas hechas de vapor que escaldaban lo que tocaban y cuyo aliento era tan caliente que podía derretir el acero elfo. Fyodor había oído tales relatos desde la cuna y ahora estaba a punto de contemplar tales maravillas por sí mismo.

El joven se arrodilló junto al pozo y apartó un poco de nieve. Juntó entre sus dedos un puñado de tierra cubierta de hielo y lo sujetó con fuerza en la mano, y como había esperado —y temido— el recuerdo de lo que había sucedido vino a él.

Vio un círculo de mujeres, vestidas con túnicas negras y máscaras, cuyas yemas de los dedos se tocaban ligeramente mientras cantaban, fundiendo su magia en un poderoso conjuro. Observó con asombro cómo las Brujas convocaban a sus legendarios defensores contra los invasores tuiganos.

A diferencia de las poderosas mujeres que gobernaban Rashemen, o de los Ancianos que enseñaban a los hombres con talento a crear maravillosos objetos mágicos, Fyodor no conocía más magia que la que ardía en sus venas y daba alas a su espada en la batalla. Pero sí poseía un vestigio de la Visión, como sucedía con mucha de su gente. Era un don inestable, tan difícil de gobernar como un sueño, y a menudo Fyodor tenía la impresión de que las visiones le llegaban con la suficiente frecuencia como para resultar molestas. Sin embargo, en lugares de poder como aquél, los acontecimientos, tanto maravillosos como terribles, dejaban ecos perceptibles para aquellos que podían oír.

Mediante el poder de la Visión, el joven contempló cómo las mágicas embarcaciones de las Brujas atacaban las naves construidas a toda prisa por los tuiganos, y oyó cómo aquellas hechiceras ordenaban a las brumas venenosas que cubrieran los lagos e invocaban a las gigantescas tortugas dragones que acechaban bajo las aguas. Los tuiganos perecieron a cientos, a miles.

Todo esto lo vio Fyodor, y sintió una lúgubre satisfacción ante la justicia que las Brujas repartieron. Luego, de improviso, la Visión se desvaneció. Aún en armonía con los ecos de la batalla, el joven percibió la recordada presencia de un nuevo poder, una magia malévola que marchitaba y corrompía todo lo que tocaba. Sin embargo, todo lo que vio fue tan sólo un recuerdo; no existía una imagen que acompañara a la sensación de maldad persistente, nada que pudiera hablarle del final de la batalla.

Fyodor arrojó el puñado de tierra y se puso en pie. Las respuestas que buscaba únicamente podrían hallarse en la torre, y, aunque temía lo que pudiera encontrar, la rodeó en dirección a la solitaria puerta y la abrió de una patada.

Registró rápidamente los niveles inferiores. No había ni rastro del círculo mágico que había vislumbrado. La agonía de la muerte de las mujeres permanecía aún en el aire de la torre encantada, pero las Brujas habían desaparecido. No le sorprendió; incluso en la muerte, la oscura hermandad se ocupaba de los suyos, y sin duda los cuerpos de las difuntas habían sido velozmente transportados por medios mágicos para darles honorable sepultura en la ciudad fortaleza de las Brujas situada allá en el este. No obstante, persistía un misterio: una de aquellas mujeres había poseído un antiguo tesoro mágico, y aquel tesoro no había regresado a las manos de la hermandad. La misión de Fyodor era hallarlo.

El muchacho prosiguió su búsqueda hasta alcanzar la parte superior de la torre. La estancia más alta de cualquier alcázar era por lo general la habitación más segura, el lugar donde se guardarían los tesoros.

La puerta estaba abierta unos centímetros, agotadas al parecer sus mágicas defensas. Fyodor empujó ligeramente la hoja con su garrote y ésta se abrió con un suave crujido.

Inmediatamente se vio asaltado por un hedor terrible: el nauseabundo e inconfundible aroma dulzón de la carroña humana. Se cubrió la nariz con el brazo para protegerla y penetró en la estancia. Caídos por todas partes, en varias fases de descomposición, aparecieron figuras vestidas con túnicas rojas. Algunas se diría que recién fallecidas, otras yacían en humeantes montones putrefactos y unas pocas no eran otra cosa que polvo.

—Magos Rojos —refunfuñó, y empezó a comprender lo que había sucedido.

A pesar de su juventud, Fyodor había pasado años combatiendo a los poderosos enemigos que rodeaban su país. Hasta la llegada de los tuiganos, el adversario más letal de Rashemen había sido Thay, un antiguo país gobernado por los poderosos Magos Rojos, muchos de los cuales usaban la magia para mantener sus miserables vidas mucho más allá de su duración natural; eso explicaría las muchas fases de descomposición.

Pero ¿y las muertes mismas? La respuesta a este aparente enigma era clara para alguien que había crecido a la sombra de Thay. Los Magos Rojos habían formado una alianza con los invasores de Tuigan, pero siempre estaban alerta por si aparecían oportunidades de aumentar su propio poder, y cualquiera de ellos podría haber asesinado tranquilamente a sus camaradas para obtener un beneficio personal. Durante la batalla, esos magos probablemente se habían unido para atacar a las Brujas, mientras las mujeres estaban absortas entonando su conjuro. Tras vencer a sus adversarias en el combate mágico, los magos habían irrumpido en la torre y robado sus tesoros, y a continuación uno de ellos se había vuelto contra el resto y reclamado todos los tesoros de la torre de las Brujas para sí.

Una rápida inspección de la estancia confirmó las sospechas de Fyodor. No había nada de valor: ningún libro de conjuros, ninguno de los famosos anillos y varitas rashemitas, ni un solo recipiente de nada que se pareciera a un componente para hechizos. También los cuerpos de los Magos Rojos habían sido despojados de todos los objetos portadores de magia. El mago superviviente se había llevado los tesoros mágicos de enemigos y aliados.

Sin duda ese mago había huido a un lugar secreto, para estudiar el tesoro robado hasta que llegara el momento en que dominara el suficiente poder para regresar a Thay y acrecentar sus dominios. Mucho antes de que llegara ese día, Fyodor lo habría localizado.

Pero primero tenía una tarea.

El joven arrastró a los magos muertos fuera de la torre. Localizó un peñasco convenientemente abrupto en la parte sur de la colina y arrojó los cadáveres al barranco, abandonándolos allí a merced de los carroñeros. Ni siquiera consideró la posibilidad de dar a los magos una sepultura digna; en su país, el honor había que ganárselo. Una vez que hubo sacado los cuerpos de la torre, Fyodor extrajo agua del antiguo pozo y roció con ella los alrededores de la mancillada torre y cada una de las habitaciones.

Una vez que el sagrado lugar quedó purificado, el muchacho descendió la ladera entre carreras y resbalones. Tenía un largo trecho que recorrer, con tan sólo la promesa de una batalla al final del día con que engatusar a la agotada
Sasha
para que siguiera adelante. Le resultaba muy conveniente, se dijo Fyodor, que al poni le gustara tanto combatir.

Fyodor y
Sasha
pasaron el día buscando al mago renegado. Aunque el rashemita era un magnífico rastreador que había cazado de todo, desde rotes salvajes al escurridizo tigre de las nieves, no esperaba en realidad hallar el rastro del mago. La batalla había tenido lugar hacía muchos días y había miles de pisadas enterradas bajo la nieve recién caída; no obstante, recordó una vieja historia y creyó saber a qué lugar de aquel bosque podría haber ido un mago solitario.

Las sombras de la tarde eran alargadas cuando el joven localizó las primeras huellas. Enormes pisadas de pies de tres dedos, como los de una gallina gigante, recorrían el bosque, y las siguió hasta las profundidades del bosque de Ashan. El bosque era distinto allí, silencioso y vigilante. Las sombras eran extrañamente profundas y los elevados abetos cubiertos de nieve parecían murmurar secretos. Fyodor percibía la oscura magia del lugar y
Sasha
resopló inquieta mientras avanzaba pesadamente por la nieve.

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