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Authors: Cees Nooteboom

La historia siguiente (8 page)

BOOK: La historia siguiente
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Miramos el lugar en el cielo que ahora, de repente, se había convertido en un lago, y aún quise decir que para mí Orión también había sido siempre un auténtico cazador; pero de repente todo el mundo tenía algo que contar. El padre Fermi empezó con la peregrinación a Santiago de Compostela, camino que en la Edad Media se llamaba la Vía Láctea. Él mismo había hecho la peregrinación, a pie, y ya que la única Vía Láctea que podíamos ver en ese momento era el velo de luz que flotaba por encima de nuestras cabezas, le veíamos andando por allí con su paso danzante de pies ligeros. El capitán contó cómo había aprendido a volar guiado por las estrellas, y también lo vimos, volando alto sobre nosotros en su solitario anillo luminoso, el sonido de los motores en el capullo de frío silencio a su alrededor, los paneles con vibrantes agujas ante él, y por encima de él, aún más cerca que ante nosotros ahora, esas mismas u otras balizas en donde chinos, griegos, babilonios y egipcios habían colgado sus nombres sin saber que tras todas esas estrellas permanecían ocultas tantas otras invisibles, como granos de arena yacen en todas las playas de la Tierra, y que ninguna mitología tendría jamás suficientes nombres para nombrarlas a todas.

Harris, que hasta ahora había escuchado en silencio, dijo que él sólo había mirado a las estrellas tumbado cuando le echaban borracho de las tabernas y, cuando nos reíamos, Alonso Carnero contó que él en ese pueblo invisible de la meseta de donde venía, por la noche, cuando todo el mundo estaba viendo la televisión, disparaba a la Osa Mayor con su tirachinas; y también vimos esto, y cómo él quizá había pensado que realmente su pequeña piedra franquearía toda la distancia para impactar en el costado al gran animal. Todos habíamos querido algo de esos puntos fríos y resplandecientes que ellos no nos darían nunca.

—Amanece —dijo el capitán.

—O algo parecido —dijo Harris.

Reímos, y vi que el profesor Deng veía —o mejor no veía— en mi rostro aquello que yo antes había visto en él.

—¿Estoy todavía? —pregunté.

—¡Oh, sí, claro! —dijo, y puesto que estaba justamente en la dirección del sol naciente, apareció una aureola dorada alrededor de su cabeza, por lo que parecía como si esa cabeza hubiera desaparecido realmente, y quizá fuera también así. Sólo cuando di un paso a un lado lo vi de nuevo.

—«Yo salía temprano, con el amanecer, del lugar vadeable en el Cielo, y al atardecer llegaba al límite occidental del mundo…» —declamaba el profesor Deng, y cuando lo miré interrogante—: También de Qu Yuan. El tiempo de los espíritus transcurre para nosotros mucho más rápido que el tiempo habitual, pero para usted también es así, ¿no? Es un gran poeta, en una vida posterior deberían estudiarlo. En los primeros versos de su extenso poema cuenta que desciende de los dioses; al final dice que va a abandonar este mundo corrupto para buscar la compañía de los santos difuntos.

—Yo no sé dónde estará exactamente el lugar vadeable en el Cielo —dijo Dekobra—, pero he estado a menudo al atardecer muy lejos en el occidente, ya que me había levantado la misma mañana en el oriente.

—Si no sabes adónde vas, la velocidad que lleves tampoco importa mucho —murmuró Harris.

Nadie respondió, fue como si hubiera roto un tabú. Se encogió de hombros y tomó un trago de una petaca plateada que llevaba en el bolsillo de su pantalón.

—Odio la luz del día —dijo, desapareciendo. Fui a la parte trasera del barco. La bífida huella que dejábamos atrás se perdía en el horizonte. Me gustaba estar exactamente en el medio, la sinuosidad de acero de la barandilla de cubierta como una caricia a mi alrededor. La huella tenía un color de oro y sangre.

—Odio la luz del día —sabía que si me daba la vuelta vería a los otros como una Pléyade desmembrada, sólo porque me había apartado de ellos. Tenía que estar allí solo y reflexionar. Eran las palabras que ella había dicho al final del penúltimo día de mi carrera como profesor, o al principio del último día; también podría llamarse así. El sueño no había sido el puente entre estos dos días, quizá fuera por esto por lo que me pareció el día más largo de mi vida. ¿Debemos convenir en que yo fui feliz ese día? En mi caso esto siempre va unido con la pérdida y, por consiguiente, con la melancolía; pero el tono básico era felicidad. Nunca quiso decir que me amaba («Eso pregúntaselo a tu madre»), pero era infinitamente astuta en la planificación de horas, códigos y lugares para nuestras citas. En todo caso, durante todos esos días, yo podía soportar incluso la visión de mí mismo, y algo de esto debe de haber trascendido al exterior. («Para alguien que es tan feo eres bastante guapo.») Sea como sea, ya que ahora todo tiene que rimar en mi vida, había dedicado la última clase que impartiría al
Fedón
de Platón. Puede ser que escriba guías de viaje cutres, pero fui un profesor inspirado. Podía conducirlos como mansas ovejas a lo largo de los setas espinosos de la sintaxis y de la gramática, podía hacer que el carro del Sol se precipitara de manera que pareciera que toda la clase estaba ardiendo, y podía —y eso lo hice ese día— hacer morir a Sócrates con una dignidad que ellos no olvidarían nunca en su corta o larga vida. Primeramente algunas risas burlonas de carnero a causa de mi apodo («No, damas y caballeros, de ningún modo les daré hoy el gusto») y después silencio. Puesto que no era verdad lo que decía, yo moría allí sin duda alguna. «Cuando el colega Mussert ha hecho su número de Sócrates, los chicos son muy fáciles de manejar en la hora siguiente», había dicho A. Herfst, y por una vez tenía razón. El aula se había convertido en una prisión de Atenas, había reunido a mis amigos a mi alrededor, con la puesta del sol bebería la copa de veneno. Hubiera podido evitarlo, hubiera podido huir fuera de Atenas, pero no lo había hecho. Ahora hablaría durante todo un día con mis amigos, que eran mis discípulos; les enseñaría cómo morir, y no estaría solo a la hora de mi muerte, moriría en su compañía; alguien que pertenece al mundo. Yo, mi otro yo, sabía que tenía que llevar a la clase a lo largo de sutiles abstracciones; la sublime química en la que el hombre que iba a morir quería separar el alma del cuerpo. Enhebraba una prueba tras otra sobre la inmortalidad del alma, pero bajo todos estos agudos razonamientos vislumbraba la caverna de la muerte, la ausencia del alma. Ese feo cuerpo que estaba allí sentado y hablaba de vez en cuando acariciando el pelo de la nuca de alguien, que circulaba y pensaba y producía sonido, moriría luego y sería quemado o enterrado; los otros lo miraban y escuchaban los sonidos que producía, con los que los consolaba a ellos y a sí mismo. Naturalmente, querían creer que en esa envoltura burda y huesuda hacía mansión una sustancia regia, invisible e inmortal que no era ninguna sustancia; algo que, cuando ese cuerpo peculiar y septuagenario yaciera finalmente absurdo sobre sus espaldas, escaparía de él y, finalmente, liberado de todo lo que impide el pensar puro, libre de la codicia, iría de viaje, saldría del mundo, y al mismo tiempo permanecería o volvería; lo imposible. El hecho de que yo no lo creyera no importaba, actuaba como alguien que lo creía. Ese mediodía no se trataba de lo que yo pensaba, se trataba de un hombre que consuela a sus amigos cuando debería ser precisamente él el consolado; se trataba de cómo podían transcurrir con el pensar las últimas horas de su vida, no con los argumentos en sí mismos, sino con el jugar a la pelota de un lado a otro de pensamientos, opciones, suposiciones, contrastes; con los arcos que se tendían del uno al otro en este espacio, con las desconcertantes posibilidades del espíritu humano para reflexionar sobre sí mismo, para invertir opiniones, para tejer una telaraña de preguntas y eso fijarlo de nuevo, entonces, en la efímera nada donde la seguridad puede negarse a sí misma. Y de nuevo, exactamente igual que en Faetón, les hice que vieran la Tierra desde arriba; mis alumnos, que ya habían visto flotar la Tierra cientos de veces por televisión como una pelota blanca y azul, que desde hace mucho sabían que ese globo brillante no era el centro del universo, se habían convertido ahora en los discípulos de ese otro Sócrates; volaron con él desde esa celda de Atenas y vieron su mundo, por entonces mucho más misterioso, «como una pelota hecha de doce trozos de piel», tal como lo había dicho el auténtico Sócrates; un mundo brillante y de vivos colores, de piedras preciosas de las que el mundo en donde tenían que vivir diariamente y del que su viejo amigo tendría que desaparecer unas cuantas horas más tarde, no era sino una miserable y pobre reproducción. Y les conté esto en ese mundo que se ve desde arriba y que al mismo tiempo es y no es el mundo auténtico; inmensa cantidad de ríos bajo la tierra a través de corrientes se encaminan hacia las grandes y subterráneas aguas del Tártaro, aguas sin fondo ni suelo, una masa infinita, y anduve y bailé de un lado a otro para la clase, empujé con mis cortos brazos enormes masas de agua a través del aula como una vez lo hiciera ese otro hombre de quien tomaba prestadas las palabras; las había hecho fluir por esa celda de la prisión de Atenas de donde él ya no podría salir nunca. Me convertí en una gran bomba de desagüe repartiendo agua sobre la Tierra. Y yo les contaba, él les contaba, acerca de los cuatro grandes ríos de ese mundo subterráneo: de Océano, el mayor, que fluía alrededor de la Tierra; del Aqueronte, que busca su camino a través del sombrío abandono y desemboca en un lago donde llegan las almas de los difuntos esperando su nueva vida, pasando por comarcas de fuego, lodo y rocas, y siempre nuevamente esos sueños humanos de eterna recompensa y eterno castigo; e hice quedarse allí, en la niebla, a esas pobres almas, esperando —dije— como un grupo de trabajadores en una parada de autobús, una mañana de invierno en la bruma.

Y ya basta. Me retiro, dejo una distancia enorme entre mí y los primeros pupitres. Ahora voy a morir. Miro en los ojos de mis alumnos como él debió de mirar en los ojos de sus discípulos. Sé exactamente quién es Simmias y quién Cebes y, naturalmente, durante todo este tiempo Lisa d'India era Critón, que en lo más profundo de su corazón no cree en la inmortalidad. Todo lo he dicho en vano. Me paro en el rincón que está más cerca de la pizarra y miro a Critón, mi discípulo preferido. Ella está sentada pálida y erguida en su pupitre. Digo que un poeta diría que ahora me llama el destino. Quiero lavarme para que las mujeres no tengan luego que amortajarme. Entonces me pregunta Critón qué es lo que pueden hacer aún por mí, algo por mis hijos, y digo solamente que lo único que mis amigos pueden hacer es cuidarse de sí mismos, esto es lo más importante; y cuando Critón me pregunta entonces cómo quiero ser enterrado, le atormento y digo que él sólo tiene que ver cómo pillarme, y con ello quiero decir mi alma, naturalmente, esa cosa volátil, y le reprocho que sólo quiera verme como un futuro cadáver, que no crea en mi viaje invisible ni en mi inmortalidad, sólo en lo que dejo atrás, el cuerpo que ve. Y entonces voy a bañarme mientras sigo allí de pie en el rincón de esa clase y Critón me acompaña mientras ella permanece sentada en su pupitre y veo cómo todos me miran y entonces vuelvo y hablo con el hombre que viene a decir que es la hora de beber el veneno. Él sabe —ese hombre— que no rabiaré ni protestaré como los otros condenados a los que tiene que dar la copa mortal, y entonces Critón quiere que antes coma algo, dice que el sol aún brilla sobre las montañas, que todavía no se ha puesto del todo, y entonces miramos todos a las montañas en el patio y lo vemos, un fuego rojo sobre las montañas azules. Pero me niego. Sé que hay otros que esperan hasta el último momento, pero yo no quiero. «No, Critón», digo, «¿qué ganaría si bebo el veneno un poco más tarde, si yo; como un niño llorón, permanezco aferrado a la vida?». Y entonces Critón da la señal y el hombre viene con la copa y le pregunto lo que debo hacer y dice: «Nada, sencillamente beberlo todo y pasear un poco; luego te pesarán las piernas y te tumbarás. Actúa solo». Y me da la copa, y la vacío despacio y cuando he vaciado la ilusoria copa hasta el fin y se la devuelvo al sirviente invisible miro en los ojos de Critón, que son los ojos de D'India, y entonces concluyo; no lo convertimos en algo histriónico. No me tumbo en el suelo, no hago que el sirviente me toque las piernas para ver si todavía las siento, sigo de pie donde estoy y muero y leo en voz alta las últimas líneas con las que me viene un gran frío y aún digo algo sobre un gallo que adeudamos a Esculapio, y esto lo hago para mostrar que muero en el mundo; ese de la realidad. Y entonces ya basta. Se retira el paño del rostro de Sócrates, los ojos se quedan inmóviles. Critón los cierra y cierra la boca abierta. Pero eso nosotros no lo hacemos.

Ahora llega el momento crítico, tienen que salir de la clase. No tienen ganas de decir nada y yo tampoco. Me vuelvo y busco en la cartera. Sé que las teorías de Platón sobre el cuerpo como impedimento para el alma han tenido en la cristiandad un desarrollo que no me gusta nada, y también sé que Sócrates es una parte del malentendido eterno de la civilización occidental, pero su muerte siempre me conmueve, sobre todo si yo hago su papel. Cuando me doy la vuelta la mayoría ya se ha ido. Algunos ojos rojos, chicos de esos con las cabezas ladeadas como diciendo: no pienses que estoy impresionado. En el pasillo gran jaleo y risas demasiado fuertes. Pero D'India se había quedado y lloraba de verdad.

—Deja de llorar ahora mismo —dije—. Si te comportas así es que no has comprendido nada.

—No lloro por eso —metió los libros en su cartera.

—¿Entonces por qué? —pregunta estúpida número ochocientos siete.

—Por todo.

Una estatua divina en lágrimas. ¡No era posible!

—Todo es una categoría muy extensa.

—Será así —y luego, vehemente—: Usted no cree en ello, en la inmortalidad del alma.

—No.

—¿Por qué lo representa entonces tan bien?

—La situación en la celda no dependía de lo que yo llegara a pensar.

—Pero ¿por qué no cree usted en ello?

—Porque intenta demostrarlo cuatro veces. Eso siempre es una prueba de debilidad. En mi opinión él mismo tampoco creía, o no totalmente. Pero no se trata de la inmortalidad.

—¿De qué se trata entonces?

—Se trata del hecho de que podamos reflexionar sobre la inmortalidad. Eso es muy peculiar.

—¿Sin creer en ella?

—En lo que a mí respecta sí. Pero yo no soy muy bueno en este tipo de conversaciones.

Se levantó. Era más alta que yo e instintivamente di un paso atrás. Entonces, de repente, me miró directamente a los ojos y dijo:

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