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Authors: Gabriel García Márquez

Tags: #Narrativa

La hojarasca (8 page)

BOOK: La hojarasca
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La noche en que fuimos al velorio del niño de Paloquemado, debía oírse mejor que nunca la voz de Meme Orozco. Ella era flaca, desgarbada y dura como una escoba, pero sabía llevar la voz mejor que nadie. Y en la primera pausa Genoveva García dijo: «Afuera está sentado un forastero.» Creo que todas dejamos de cantar, menos Remedios Orozco. «Imagínate que ha venido con saco», dijo Genoveva García. «Ha estado hablando toda la noche y los otros le escuchan sin decir esta boca es mía. Tiene puesto un saco de cuatro botones y cruza la pierna y muestra medias con ligas y botas con ojetes.» Todavía Meme Orozco no había dejado de cantar, cuando nosotras batimos palmas y dijimos: «Vamos a casarnos con él.»

Después, cuando yo lo recordaba en la casa, no encontraba ninguna correspondencia entre esas palabras y la realidad. Recordaba como si hubieran sido dichas por un grupo de mujeres imaginarias que batían palmas y cantaban en la casa donde había muerto un niño irreal. Otras mujeres fumaban a nuestro lado. Estaban serias, vigilantes, estirados hacia nosotros los largos cuellos de gallinazos. Detrás, contra la frescura del quicio, otra mujer, envuelta hasta la cabeza en un pañolón negro, aguardaba a que hirviera el café. De pronto una voz masculina se había incorporado a las nuestras. Al principio era desconcertada y sin dirección. Pero después fue vibrante y metálica, como si el hombre estuviera cantando en la iglesia. Veva García me había dado un codazo en las costillas. Entonces yo levanté la vista y lo vi por primera vez. Era joven y limpio, con el cuello duro y el saco abotonado en los cuatro ojales. Y estaba mirándome.

Yo oía hablar de su regreso en diciembre y pensaba que ningún lugar era más apropiado para él que el cuartito clausurado. Pero ya no lo concebía. Me decía a mí misma: «martín, martín, martín». Y el nombre examinado, saboreado, desmontado en sus piezas esenciales, perdía para mí toda su significación.

Al salir del velorio había movido una taza vacía frente a mí. Había dicho: «He leído su suerte en el café.» Yo iba hacia la puerta, entre las otras muchachas y oía la voz de él, honda, convincente, apacible: «Cuente siete estrellas y soñará conmigo.» Al pasar junto a la puerta vimos al niño de Paloquemado en la cajita, la cara cubierta con polvos de arroz, una rosa en la boca y los ojos abiertos con palillos. Febrero nos mandaba tibias bocanadas de su muerte y en el cuarto flotaba el vaho de los jazmines y las violetas tostadas por el calor. Pero en el silencio del muerto, la otra voz era constante y única: «Recuérdelo bien. Nada más que siete estrellas.»

En julio estaba en nuestra casa. Le gustaba recostarse contra los tiestos del pasamano. Decía: «Recuerda que nunca te miraba a los ojos. Es el secreto del hombre que ha empezado a sentir miedo de enamorarse.» Y era verdad que no recordaba sus ojos. No habría podido decir en julio de qué color tenía las pupilas el hombre con quien iba a casarme en diciembre. Sin embargo, seis meses antes, febrero era apenas un profundo silencio al mediodía, una pareja de congorochos, macho y hembra, enroscada en el piso del baño; la pordiosera de las martes pidiendo una ramita de toronjil, y él, estirado, sonriente, con el saco abotonado hasta arriba, diciendo: «La voy a poner a pensar en mí a toda hora. Coloqué un retrato suyo detrás de la puerta y le clavé alfileres en los ojos.» Y Genoveva García, muerta de risa: «Son tonterías que aprenden los hombres con los guajiros.»

A fines de marzo estaría transitando por la casa. Pasaría largas horas en la oficina con mi padre, convenciéndolo de la importancia de algo que nunca pude descifrar. Ahora han transcurrido once años desde mi matrimonio; nueve desde cuando lo vi diciéndome adiós en la ventanilla del tren, haciéndome prometer que cuidaría muy bien del niño mientras él regresaba por nosotros. Habían de transcurrir éstos nueve años sin que se volviera a saber nada de él, sin que mi padre, que lo ayudó a adelantar los preparativos de ese viaje sin término, haya vuelto a decir una palabra en relación con su regreso. Pero ni siquiera en los tres años que duró nuestro matrimonio fue más concreto y palpable que lo fue en el velorio del niño de Paloquemado o ese domingo de marzo en que lo vi por segunda vez cuando Veva García y yo regresábamos de la iglesia. Él estaba parado en la puerta del hotel, solo, con las manos en los bolsillos laterales de su saco de cuatro botones. Dijo: «Ahora pensará en mí toda la vida porque ya el retrato dejó caer los alfileres.» Lo dijo con la voz tan apagada y tensa que parecía verdad. Pero aun esa verdad era diferente y extraña. Genoveva insistía: «Son porquerías de los guajiros.» Tres meses después ella se fugó con el director de una compañía de titiriteros, pero todavía ese domingo parecía muy escrupulosa y seria. Martín dijo: «Me tranquiliza saber que alguien me recordará en Macondo.» Y Genoveva García, mirándolo, con el rostro transformado por la exasperación, dijo: —¡ Mafarificafá! Se le va a pudrir encima ese saco de cuatro botones.

7

Aunque él hubiera esperado lo contrario, era un personaje extraño en el pueblo, apático a pesar de sus evidentes esfuerzos por parecer sociable y cordial. Vivía entre la gente de Macondo, pero distanciado de ella por el recuerdo de un pasado contra el cual parecía inútil cualquier tentativa de rectificación. Se le miraba curiosidad, como a un sombrío animal que había permanecido durante mucho tiempo en la sombra y reaparecía observando una conducta que el pueblo no podía considerar sino como superpuesta y por lo mismo sospechosa.

Regresaba de la peluquería al anochecer y se encerraba en el cuarto. Desde hacía algún tiempo había suprimido la comida de la tarde y al principio se tuvo en la casa la impresión de que regresaba fatigado e iba directamente a la hamaca, a dormir hasta el día siguiente. Pero no transcurrió mucho tiempo antes de que yo cayera en la cuenta de que algo extraordinario le sucedía a sus noches. Se le oía moverse en el cuarto con una atormentada y enloquecedora insistencia, igual que si en esas noches lo recibiera en el cuarto el fantasma del hombre que había sido hasta entonces, y ambos, el hombre pasado y el hombre presente, se empeñaran en una sorda batalla en la cual el pasado defendía su rabiosa soledad, su invulnerable aplomo, sus personalismos intransigentes; y el presente, su terrible e inmodificable voluntad de liberarse de su propio hombre anterior. Yo lo oía dar vueltas en el cuarto hasta la madrugada, hasta cuando su propia fatiga agotaba la fuerza de su adversario invisible.

Sólo yo advertí la verdadera medida de su cambio, desde cuando dejó de usar las polainas y empezó a bañarse todos los días y a perfumar la ropa con agua de olor. Y pocos meses después su transformación había llegado al límite en que mi sentimiento hacia él dejó de ser una simple tolerancia comprensiva y se convirtió en compasión. No era su nuevo aspecto en la calle lo que me conmovía. Era el imaginarlo durante la noche encerrado en la habitación, raspando el barro de las botas, mojando el trapo en el aguamanil, untando el betún en los zapatos deteriorados por varios años de uso continuo. Me conmovía pensar en el cepillo y la cajita del betún guardados debajo de la estera, sustraídos a los ojos del mundo, como si fueran elementos de un vicio secreto y vergonzoso contraído a una edad en que la mayoría de los hombres se vuelven serenos y metódicos. Prácticamente estaba viviendo una tardía y estéril adolescencia y se esmeraba en el vestir como un adolescente, con la ropa alisada todas las noches con el canto de las manos, en frío, y sin ser lo suficientemente joven como para tener un amigo a quien comunicar sus ilusiones o sus desencantos.

También el pueblo debió de advertir su cambio pues poco tiempo después empezó a decir que estaba enamorado de la hija del peluquero. No sé si habría algún fundamento para decirlo, pero lo cierto es que ese chisme me hizo caer en la cuenta de su tremenda soledad sexual, de la furia biológica que debía atormentarlo en esos años de sordidez y abandono.

Todas las tardes se le veía pasar hacia la peluquería cada vez más esmerado en el vestir. La camisa de cuello postizo, los puños con gemelos dorados y el pantalón limpio y planchado, solo que todavía con el cinturón por fuera de las presillas. Parecía un novio aflictivamente arreglado, envuelto en el aura de las lociones baratas; el eterno novio frustrado, el amador crepuscular al que siempre haría falta el ramo de flores para la primera visita.

Así lo sorprendieron los primeros meses de 1909, sin que todavía existiera otro fundamento para los chismes del pueblo que el hecho de verlo sentado todas las tardes en la peluquería, conversando con los forasteros, pero sin que nadie hubiera podido asegurar que había visto siquiera una vez a la hija del peluquero. Yo descubrí la crueldad de esos chismes. En el pueblo no ignoraba nadie que la hija del peluquero permanecería soltera después de haber sufrido durante un año entero la persecución de un espíritu, un amante invisible que echaba puñados de tierra en sus alimentos y enturbiaba el agua de la tinaja y nublaba los espejos de la peluquería y la golpeaba hasta ponerle el rostro verde y desfigurado. Fueron inútiles los esfuerzos de El Cachorro, los estolazos, la compleja terapéutica del agua bendita, las reliquias sagradas y los ensalmos administrados con dramática solicitud. Como recurso extremo, la mujer del peluquero encerró a la hija hechizada en el cuarto, regó puñados de arroz en la sala y la entregó al amador invisible en una luna de miel solitaria y muerta, después de la cual hasta los hombres de Macondo dijeron que la hija del peluquero había concebido.

No había transcurrido un año, cuando dejó de esperarse el monstruoso acontecimiento de su parto y la curiosidad popular se orientó en el sentido de que el doctor estaba enamorado de la hija del peluquero, a pesar de que todo el mundo tenía la convicción de que la hechizada se encerraría en el cuarto, a desmenuzarse en vida mucho antes de que sus posibles pretendientes se convirtieran en hombres casaderos.

Por eso sabía yo que más que una fundamentada suposición, aquél era un chisme cruel, malévolamente premeditado. A fines de 1909 él seguía asistiendo a la peluquería y la gente hablando, organizando la boda, sin que nadie hubiera podido decir que la muchacha salió alguna vez estando él presente, ni que tuvieron alguna oportunidad de dirigirse la palabra.

En un septiembre abrasante y muerto como éste, hace trece años, mi madrastra empezó a coser mi traje de novia. Todas las tardes, mientras mi padre hacía la siesta, nos sentábamos a coser junto a los tiestos de flores del pasamano, junto al ardiente fogoncillo del romero. Septiembre ha sido así toda la vida, desde hace trece años y mucho más. Como mis bodas habían de realizarse en ceremonia íntima (pues así lo había dispuesto mi padre), cosíamos con lentitud, con la cuidadosa minuciosidad de quien no tiene prisa y ha encontrado en su trabajo imperceptible la mejor medida para su tiempo. Entonces hablábamos. Yo seguía pensando en el cuartito de la calle, acumulando valor para decirle a mi madrastra que era el mejor sitio para acomodar a Martín. Y esa tarde lo dije.

Mi madrastra estaba cosiendo la larga cola de espumilla y parecía, a la luz cegadora de aquel septiembre intolerablemente claro y sonoro, como si estuviera sumergida hasta los hombros en una nube de ese mismo septiembre. «No», dijo mi madrastra. Y después, volviendo a su labor, sintiendo pasar por su frente ocho años de recuerdos amargos: «No permita Dios que alguien vuelva a entrar en ese aposento.»

Martín había vuelto en julio, pero no se había hospedado en la casa. Le gustaba recostarse contra los tiestos del pasamano y quedarse mirando hacia el otro lado. Le gustaba decir: «Me quedaría a vivir en Macondo para toda la vida.» En las tardes salíamos con mi madrastra a las plantaciones. Regresábamos a la hora de la comida, antes de que se encendieran las luces del pueblo. Entonces me decía: «Aunque no fuera por ti, me quedaría a vivir en Macondo de todos modos.» Y también eso, en la manera de decirlo, parecía verdad.

Para ese tiempo hacía cuatro años que el doctor había abandonado nuestra-casa. Y fue precisamente la tarde en que empezamos a coser el traje de novia —esa tarde sofocante en que le dije lo del cuartito para Martín— cuando mi madrastra me habló por primera vez de sus extrañas costumbres.

—Hace cinco años —dijo—, todavía estaba allí, encerrado como un animal. Porque no sólo era eso: un animal, sino algo más: un animal herbívoro, un rumiante como cualquier buey de yunta. Si se hubiera casado con la hija del peluquero, con la mosquita muerta que le hizo creer al pueblo esa gran mentira de que había concebido después de una turbia luna de miel con los espíritus, es posible que nada de esto hubiera sucedido. Pero dejó de ir a la peluquería intempestivamente y hasta mostró una transformación de última hora que no era sino un nuevo capítulo en la realización metódica de su plan espantoso. Sólo a tu papá pudo ocurrírsele que después de eso, siendo un hombre de tan bajas costumbres, debía permanecer en nuestra casa, viviendo como un animal, escandalizando el pueblo, dando motivos para que se hablara de nosotros como de quien está practicando un permanente desafío a la moral y las buenas costumbres. Lo que él estaba planeando, había de culminar con la mudanza de Meme. Pero ni siquiera reconoció tu padre las alarmantes proporciones de su error.

—No he oído nada de eso —dije. Las cigarras habían instalado un aserradero en el patio. Mi madrastra hablaba, sin dejar de coser, sin levantar la vista del tambor sobre el cual estaba grabando símbolos, bordando laberintos blancos. Decía: «Esa noche estábamos sentados a la mesa (todos menos él, porque desde la tarde en que regresó por última vez de la peluquería no hacía la comida de la tarde) cuando Meme vino a servirnos. Estaba demudada. "¿Qué te pasa, Meme?", le dije. "Nada, señora. ¿Por qué?" Pero nosotros sabíamos que no estaba bien, porque vacilaba junto a la lámpara y toda ella tenía un aspecto enfermizo. "Por Dios, Meme, que tú no estás bien", dije. Y ella se sostenía a medias, como le era posible, hasta cuando se dio vuelta hacia la cocina con la bandeja. Entonces tu padre, que la observaba durante todo el tiempo, le dijo: "Si no se siente bien, que se acueste." Y ella no dijo nada. Siguió con la bandeja, de espaldas a nosotros, hasta cuando sentimos el estrépito de la loza haciéndose añicos. Meme estaba en el corredor, sosteniéndose en la pared con las uñas. Entonces fue cuando tu padre fue a buscarlo a ese aposento para que atendiera a Meme.»

En ocho años que llevaba de estar en nuestra casa —decía mi madrastra— nunca habíamos solicitado sus servicios para nada grave. Las mujeres fuimos al cuarto de Meme, la friccionamos con alcohol, y aguardamos a que volviera tu padre. Pero no vinieron, Isabel. No vino a ver a Meme a pesar de que el hombre que lo alimentó durante ocho años, le dio habitación y lavado de ropa, había ido a buscarlo personalmente. Cada vez que lo recuerdo pienso que su venida fue un castigo de Dios. Pienso que toda esa hierba que le dimos durante ocho años, todos esos cuidados, toda esa solicitud, fueron una prueba de Dios para darnos una lección de prudencia y desconfianza del mundo. Era como si hubiéramos cogido ocho años de hospedaje, de alimentos, de ropa limpia, y se lo hubiéramos echado a los cerdos. Meme se estaba muriendo (por lo menos eso creíamos nosotras) y él, allí mismo, seguía encerrado, negándose a cumplir con lo que ya no era una obra de caridad, sino de decencia, de agradecimiento, de simple consideración hacia sus protectores.

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