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Authors: Irving Wallace

La isla de las tres sirenas (101 page)

BOOK: La isla de las tres sirenas
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Sin darse cuenta, ella le tomó la mano.

—¿Y por qué crees que he venido aquí esta noche, Tom?

—Claire.

—Yo también te quiero. Te necesito. Te necesito esta noche y mientras existan noches y existamos nosotros dos sobre la tierra. Nunca… nunca había dicho estas cosas a un hombre. —Se dejó caer en sus brazos y apoyó la cabeza sobre su pecho desnudo—. Acaso no está bien que admita estas cosas ahora.

—Cuando un ser humano ama, todo está bien.

—Entonces, yo te amo, Tom. Quiéreme siempre. Quiéreme sin cesar.

Eran las ocho de la mañana del último día y una fresca brisa agitaba la copa de las palmeras sobre el poblado de Las Tres Sirenas.

Por la abierta puerta de su choza, Maud Hayden, sentada ante su escritorio, observaba las primeras actividades del día en el poblado, mientras descansaba de su dictado en la cinta magnetofónica. Los jóvenes indígenas, que en número de cuatro o cinco transportarían los equipajes de la expedición a la playa, se encaminaban ya a la orilla del arroyo.

La mirada de Maud se posó entonces en el micrófono plateado que tenía en la mano. Durante la última media hora, había grabado el resto de las notas que había tomado sobre Las Sirenas. Lo que había grabado aquella mañana y durante las seis semanas anteriores era de un carácter insólito e importante y ella sabía la utilidad que tendría y el impacto que causaría entre sus colegas y en la nación. Por primera vez desde la terrible semana anterior, en que por dos veces no pudo contener el llanto y vertió abundantes lágrimas en secreto, se sentía, si no completamente repuesta, al menos animada por un propósito definido. Ya no tenía los ojos hinchados y enrojecidos, la constante punzada de dolor había desaparecido de su pecho y sentía en sus huesos la benéfica fortaleza que le infundía la coronación de su empresa. Dio en silencio las gracias a todos, a Easterday, Rasmussen, Courtney, Paoti y el distante Daniel Wright, Esq., por haberla ayudado. El trabajo había dejado de parecerle un modus vivendi y una vanidad. El trabajo se había convertido en su marido, en su hijo, en el sentido de su vida.

Apenas le quedaba tiempo. Contempló los paquetes que llenaban la habitación y su vista se posó de nuevo en el micrófono que tenía en la mano. ¿Qué más podía grabar?

Un resumen final sería oportuno. Pulsó con el índice el botón del aparato y las bobinas empezaron a girar.

En voz baja y ronca dictó lo siguiente:

—Un último pensamiento. Las prácticas amorosas y conyugales de las Tres Sirenas, que he podido observar muy de cerca, son completamente distintas de cualquier otro sistema existente en la tierra. Para estos indígenas, educados en el seno de este sistema, adaptados al mismo en el curso de muchas décadas, parece ser la perfección suma. Sin embargo estoy convencida de que estas costumbres tan perfectas no resistirían el injerto en nuestra sociedad occidental. Nosotros nos hemos formado en el seno de una sociedad dominada por el espíritu de la competencia, con las ventajas y desventajas que esto representa, y debemos vivir dentro de nuestros límites emocionales. Lo que, según he podido comprobar, da un resultado perfecto en Las Tres Sirenas, seguramente fracasaría en Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia, Alemania, Italia, España, Rusia o cualquier otro país del mundo moderno. Pero estoy convencida de esto: podemos aprender mucho de sociedades como la de Las Tres Sirenas; no podemos vivir como estas gentes, pero podemos cosechar útiles enseñanzas observando cómo viven.

Permitió que la cinta corriese unos segundos antes de oprimir el botón de "Stop".

Se necesitaba algo más, pensó, una justificación de las búsquedas y afanes de los etnógrafos que participaban en aquellas expediciones, con frecuencia difíciles y de efectos imprevisibles. Siempre que necesitaba algo que la convenciese del valor que tenía su trabajo, de las penalidades que habían tenido que soportar para reunir aquellos conocimientos, de lo que habían tenido que sufrir como individuos, de los sacrificios que habían tenido que hacer, se acordaba de lo que una vez afirmó un colega suyo a quien ella admiraba.

Inclinándose, abrió la bolsa donde tenía sus libros y examinó varios títulos, hasta encontrar el volumen que buscaba. Sin soltar el micrófono, que sostenía con la mano derecha, abrió
la Sociedad primitiva
, de Lowie, por las páginas de la introducción y no tardó en encontrar lo que buscaba. Por última vez oprimió el botón del aparato, vio como la cinta magnetofónica giraba y, leyendo lentamente el texto de Lowie, habló acercándose el micrófono a la boca:

—«
El conocimiento de las sociedades primitivas posee un valor educativo que hace que su estudio sea recomendable incluso para aquellos que no tienen un interés directo por la historia de la cultura. Todos nosotros hemos nacido en el seno de una sociedad formada por instituciones tradicionales y convencionalismos que se consideran no sólo naturales sino como la única actitud que puede concebirse ante los hechos sociales. Todo cuanto se aparta de nuestras normas en los extranjeros nos parece inferior, según nuestras erróneas opiniones. El antídoto mejor que existe contra este ciego provincianismo es el estudio sistemático de las civilizaciones exóticas… Entonces veremos las opiniones y las costumbres que nos han sido legadas como una de las posibles variantes, y seremos capaces de conformarlas de acuerdo con nuevas aspiraciones»
.

Una sonrisa se formó en las anchas facciones de Maud Hayden. Con decisión pulsó el botón que paraba la cinta y supo que ya estaba todo dicho y hecho.

Después de poner de nuevo el libro en la bolsa y de cubrir el magnetofón con su tapa, miró por la puerta abierta. Los equipajes formaban ya una pila muy alta junto a la que estaban los Karpowicz, Harriet y Orville, Rachel y Lisa. Más allá distinguió a Claire y a Tom Courtney, que venían por el poblado para reunirse con los demás.

Después aparecieron el capitán Rasmussen y el profesor Easterday, saludando a los reunidos y los indígenas. Acto seguido el sueco y Easterday se encaminaron a su choza, para ir en su busca. Era un momento triste y alegre a la vez, pero había que irse. Poniendo ambas manos sobre la mesa, se levantó de la silla. Comprobó que el magnetofón estuviese bien cerrado y echó una última mirada a su alrededor para ver si se olvidaba de algún papel. No quedaba nada en la habitación y ella ya estaba lista.

Mientras esperaba, se preguntó si volvería alguna vez a las Tres Sirenas, ella o algún miembro de su equipo. Pero si deseaban volver y no contaban ya con Rasmussen y Courtney, ¿quién les guiaría hasta aquellos parajes desconocidos?

Las Tres Sirenas, se dijo, representan el eterno sueño del Edén resucitado, que el hombre ha acariciado siempre. Cuando el mundo se enterase de su existencia, por lo que ella referiría, ¿querría creerlo? y, si lo creía, ¿intentaría buscarlo? Y entonces se preguntó cuánto tiempo tardaría el mundo en encontrarlo… si alguna vez lo encontraba.

NOTA FINAL

En mis ratos libres, y en el curso de más de cuatro años, fui recopilando datos para esta novela, para proporcionarle un fondo real, efectuar un estudio de las costumbres y dibujar los personajes. En una palabra, para crear unos cimientos más o menos probables y reales para mi obra de ficción.

A fin de comprender la mentalidad, los métodos, el carácter de los antropólogos y etnólogos vivos y muertos, de conocer sus métodos y los problemas con que se enfrentan durante sus expediciones, informarme de sus descubrimientos y sus referencias a prácticas y costumbres extrañas observadas en diversas culturas, leí copiosamente las obras de las más eminentes figuras de la antropología y la etnografía. Todo cuanto haya podido aprender en este terreno, a ellos se lo debo.

Para complementar estas lecturas, tuve la suerte de contar con los resultados de una serie de entrevistas con once de los más importantes antropólogos norteamericanos, que tuvieron la generosidad de ofrecerme su tiempo, sus energías y sus conocimientos para contestar las numerosas preguntas que les hice, concernientes a diversas cuestiones necesarias para la trama de esta novela.

En los casos en que los informes que me facilitaron en dichas entrevistas tenían un carácter muy personal y se trataba de anécdotas de experiencias vividas, me pareció correcto respetar al anónimo de mis informantes. No obstante, teniendo en cuenta que estas informaciones me proporcionaron sugerencias y datos que luego utilicé en diversas partes de esta narración, deseo agradecerles su cortesía, paciencia y franqueza.

También deseo dar mis más sinceras gracias a varios eminentes antropólogos que atendieron mis consultas con su saber y con la mayor sinceridad, no regateando tiempo y esfuerzos para ilustrarme. Estoy asimismo en deuda de gratitud con el Dr. Frank J. Essene, Director del Departamento de Antropología de la Universidad de Kentucky, Lexington; el Dr. Leo A. Estel, profesor auxiliar de Antropología en la Universidad del Estado de Ohio, Columbus; el Dr. John F. Goins, profesor auxiliar de Antropología en la Universidad de California Riverside; la Dra. Gertrude Toffelmier, antropóloga, de Oakland, California. Hago extensivo mi agradecimiento entre los que cultivan disciplinas ajenas a la Antropología, al Dr. Eugene E. Levitt, que está al frente de la Sección de Psicología de la Facultad de Medicina de la Universidad de Indiana, en Indianápolis, quien me prestó valiosa cooperación y útiles consejos.

Nunca repetiré bastante que los datos que me facilitaron las personas citadas me sirvieron para crear un relato que cae por completo en el terreno de las obras de fantasía. Ninguno de los antropólogos que me facilitaron sus consejos o me informaron, tenía el menor conocimiento previo del contenido de esta novela ni estaba relacionado con su trama. Si he sabido comprender el material etnográfico que me ha sido facilitado y he sabido hacer un uso correcto del mismo, si el libro resultante tiene ciertos visos de exactitud y realismo, en tal caso, gran parte del mérito recaerá sobre mis eminentes asesores.

Quiero mencionar también la ayuda que me prestaron Elizebethe Kempthorne, de Corona, California; Louise Putcamp Johnson, Dallas, Texas; y hilo y William Glozer, de Berkeley, California. Pero, como siempre, con quien he contraído mayor deuda de gratitud es con mi esposa Sylvia, por sus consejos literarios, por escuchar y por su amor.

Ni que decir tiene que los personajes de esta novela son totalmente imaginarios, entes salidos de mi imaginación. Si en mi país o en otros países existen personas similares, me encantará comprobar mi perspicacia, pero me apresuraré a insistir en lo fortuito de la coincidencia. La trama de la novela, asimismo, es hija de mi fantasía. En cuanto a las costumbres practicadas en las Sirenas, son una mezcla de realidad e imaginación. Algunas de las costumbres descritas son alteraciones o modificaciones de prácticas existentes en realidad entre algunos pueblos de la Polinesia; otras se inspiran en tradiciones auténticas de culturas que aún sobreviven, pero que yo he desarrollado o embellecido; y por último, algunas han sido inventadas totalmente por mí.

Deseo por último hacer un comentario acerca de la autenticidad del marco geográfico de mi novela. Si bien he cruzado el Pacífico dos veces nunca he puesto mi planta en las Tres Sirenas. Por más que las he buscado a todo lo ancho y lo largo del océano, en el transcurso de muchos años, nunca he conseguido dar con ellas. Y sólo comprendí por qué, hace muy poco. Las Sirenas estaban demasiado cerca de mí para que las viese. Sólo al mirar hacia mi interior las descubrí por último. Sí, las descubrí un día en que me hallaba ensimismado, sentado ante mi mesa; de pronto surgieron ante mí, claras, familiares, bellísimas… y no me sorprendió en absoluto encontrarlas allí, pues siempre habían existido en aquel lugar, en aquella región de la imaginación no señalada en los mapas, que es tabú todos salvo a aquellos que anhelan siempre encontrar lo que h da nos oculta tras la sórdida cortina de la realidad, casi impenetrable…

IRVING WALLACE.

LOS ANGELES, CALIFORNIA

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