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Authors: Craig Smith

Tags: #Histórico, Intriga

La lanza sagrada (24 page)

BOOK: La lanza sagrada
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—¿Farrell y Chernoff?

—Eso parece. Están en el lado este del edificio, primera planta. El piso de enfrente está vacío. Tienes dos personas más en la cuarta planta, en distintos pisos, y otra en la planta superior. La mayoría de estos edificios no tienen ascensor, así que, si controlamos las escaleras, podemos aislar a la pareja.

—¿Y el vigía? —preguntó Malloy. Estaba pensando que un vigía podría avisar a Chernoff y llamar a cinco personas armadas más que estuviesen fuera del perímetro.

—Esas son las malas noticias: hay unos cuantos edificios de viviendas que dan a la entrada y la iluminación es bastante buena. Así que estáis expuestos a un tiroteo tanto al entrar como al salir.

—¿Alguna forma de entrar al edificio por detrás? —preguntó Ethan.

—Es la mejor opción, siempre que podáis subir a la primera planta. La planta baja está cerrada, no hay ni puertas ni ventanas, pero después hay balcones que dan acceso a todos los pisos. La calle está cerca, aunque está tranquila a estas horas y hay muchas sombras.

—Tú decides —dijo Malloy, mirando a Kate.

—Podemos entrar por una de los balcones de atrás. Si cogemos a Farrell, saldremos por la puerta principal y que un coche nos espere en la acera. Si tenemos que abandonar, saldremos por donde entramos y cogeremos el otro coche.

—Necesitamos que alguien vigile la cuerda al balcón —añadió Ethan—, es nuestra ruta de huida.

—Yo me encargo de la cuerda —les dijo Dale, y señaló a los agentes del FBI—. Vosotros decidís cómo organizaras en los coches.

—Quiero ser el primero en darle la mano a Farrell —respondió Jim Randal—, así que me quedo delante.

Josh Sutter parecía lamentar no haberse pedido antes la parte de delante, pero no discutió. Sabía jugar en equipo.

Sacaron el equipo que necesitaban de las bolsas del asiento de atrás del Toyota y guardaron el resto en el maletero. Sutter y Randal, armados con un par de pistolas automáticas que les había prestado Dale, le echaron un buen vistazo al sistema de navegación portátil de Ethan y se dirigieron a sus puestos. Si veían venir a alguien, tenían que llamar al móvil de Dale, y Dale se pondría en contacto con Malloy.

Dale y Malloy siguieron caminando por una calle, mientras Ethan y Kate se metían por otra.

—¿Cuál es la historia de la británica, T.K.?

—No hay ninguna historia.

—¿Es de los tuyos o un préstamo?

—Chico y Chica pertenecen a Jane. Al menos, eso me pareció, aunque no lo pregunté. Solo sé que no acaban de salir de la Granja, llevan dando vueltas por ahí unos cuantos años.

—Si fueran buenos, seguramente habría oído hablar de ellos.

—Seguramente..., a no ser que fueran muy buenos. —Sería típico de Jane —respondió Dale entre risas. —Eso estaba pensando yo.

Se reunieron bajo el balcón del piso vacío. Kate, Ethan y Malloy se pusieron las gafas de visión nocturna y se echaron los AKS74 al hombro, con la primera bala metida en la recámara. Encendieron los intercomunicadores y Ethan lanzó un gancho cubierto de goma al balcón.

Kate trepó la primera por la cuerda, utilizando las manos sin apoyarse en la pared, y recorrió los diez metros en un par de segundos. Ethan la siguió con la misma agilidad, lo que hacía que la escalada pareciese tan sencilla que avergonzaba a los demás.

—Por ahora, estoy impresionado —susurró Dale.

Malloy utilizó las piernas para sostenerse y trepó por la cuerda impulso a impulso. Al llegar debajo del balcón, mientras le daba vueltas a la idea de intentar subir hasta la barandilla (lo que quizá le supusiera resbalar, caer de espaldas y matarse), Ethan y Kate lo cogieron por el chaleco y lo ayudaron a subir. Al menos lo dejaron trepar solo por la barandilla, manteniendo algo de su dignidad. Mientras lo hacía, Kate recogió la cuerda y la escondió.

El balcón daba a la cocina y era lo suficientemente largo Pata poner la basura, el compost y unos cuantos utensilios. La puerta estaba hecha de madera y cristal, cerrada con un pestillo. Ethan usó una palanca y reventó el cierre con un solo golpe de muñeca.

Sin encender las luces, examinaron la planta del piso con las gafas de visión nocturna puestas. No les costó comprender la distribución del piso adyacente: había dos habitaciones, un baño y una cocina. Desde el vestíbulo de la puerta principal tendrían acceso visual a la mayor parte del salón y el dormitorio. Las puertas de la cocina y el baño estaban frente al dormitorio, junto a la puerta de entrada.

Después de echar un vistazo, Kate les hizo una señal para que regresaran a la cocina.

—Tú entras primero, deprisa y metiendo caña —le dijo a Ethan—. Yo iré detrás y me ocuparé de la puerta del dormitorio. T.K. puede vigilar las escaleras.

—Quiero encargarme de la puerta del dormitorio —repuso Malloy.

—Es el punto más peligroso, T.K.

—¿Alguna vez has visto a Helena Chernoff en una foto?

—La verdad es que no.

—Anoche estuve viendo unas cuantas. Yo me ocupo del dormitorio. Tú vigila las escaleras.

La puerta principal del piso al que habían entrado solo podía cerrarse con una llave maestra, pero la llave en sí no estaba. En vez de perder el tiempo buscándola, Ethan se arrodilló y empezó a trastearla con unas ganzúas. Era una cerradura muy normalita, así que, en pocos segundos, los seguros encajaron y el cierre se abrió. Como cuando se rompió la madera de la puerta del balcón, el chasquido del metal sonó como un disparo en el piso a oscuras. Aquel tipo de ruidos no solía despertar a la gente de la ciudad, acostumbrada a todo tipo de molestias nocturnas, pero siempre había excepciones. Y Helena Chernoff, fugitiva desde hacía dos décadas, tenía que ser una de ellas, así que entraron deprisa.

Kate se quedó cerca de la puerta, al pie de las escaleras. Ethan cruzó el rellano justo detrás de ella y abrió la puerta exterior de una patada. Malloy lo siguió. Mientras avanzaba, empezó a orientarse: a la izquierda vio la puerta de la cocina abierta y la puerta del baño cerrada. Frente a la puerta principal estaba el salón. De cara a la cocina se encontraba la puerta cerrada del dormitorio. Sin detenerse en ningún momento, Malloy disparó cinco veces con el Kalashnikov contra ella.

Dale oyó el taconeo en la acera del otro lado de la calle, mientras Malloy seguía intentando subir por la cuerda. Le echó un primer vistazo a la pálida piel y la melena rubio pajizo de la prostituta cuando ésta encendió un cigarrillo. La mujer estaba pensándose si cruzar o no la calle cuando lo vio entre las sombras.

Aquello habría bastado para que cualquier civil se quedase donde estaba, pero ella era una criatura de la noche, así que fue directa a por él. Dale había perdido hacía tiempo el interés por las mujeres que vendían su cuerpo; al estar tan cerca del negocio, no veía ningún romanticismo ni misterio en la profesión más vieja del mundo, sino pereza y falta de autoestima. A veces, bajo la máscara de servilismo, se escondía el odio; y otras veces se trataba de las drogas o la esclavitud. Lo mirara por donde lo mirara, las personas que se prostituían, daba igual su género, eran mala cosa. Aquella prostituta en concreto estaba en medio de la calle cuando Dale se dio cuenta de que no llevaba nada debajo del abrigo, salvo un liguero y unas medias.

Insensible o no, Dale Perry no dejaba de ser un hombre, así que apartó la mirada del oscuro pubis e intentó examinar su cara. Solo obtuvo algunos rasgos imprecisos. A veces, las prostitutas callejeras de Hamburgo eran como las del resto del mundo, demasiado jóvenes para poder imponer sus condiciones o demasiado viejas y escarmentadas para permitirse circunstancias mejores, pero de vez en cuando se encontraban mujeres bellas. La de la calle no era joven, aunque tampoco de las de toda la vida.

El movimiento de sus manos recordaba vagamente al de una equilibrista, pero, al acercarse a unos diez metros, a Dale le llegó el olor a alcohol.

—¿Quieres pasar un buen rato, cielo? —mientras lo decía, se abrió el abrigo, por si no se había percatado de la piel desnuda a la luz de la farola. Tenía un cuerpo prieto y tentador, y lo sabía—. Treinta euros normal. Veinte si solo quieres mamada —hablaba con un deje de Plattdeutsch, como si proviniese de la zona rural que rodeaba Hamburgo—. Podemos hacerlo aquí mismo, si quieres. No soy exigente.

—Piérdete —le respondió Dale.

—¿Qué haces aquí atrás? —preguntó ella, acercándose más. Los tacones se le clavaron en la tierra húmeda y estuvo a punto de caer—. ¿Estás con alguien? —miró a su alrededor mientras recuperaba el equilibrio—. ¿Con un tío? —dejó escapar una risilla y dio un traspiés cuando el otro tacón se clavó en la tierra—. Os lo hago a los dos por cuarenta —recuperó el equilibrio, pero parecía a punto de desmayarse o vomitar.

Dale dijo una palabrota y dio un paso hacia ella. Iba a tener que sacarla de allí, y no estaba seguro de lo fácil que seria.

—Treinta euros normal —masculló ella. Cuando la cogió del brazo no se resistió, pero aquel brazo y el resto de su cuerpo no parecían conectados. El abrigo le olía a tabaco, y el hedor a alcohol que le salía de la boca y la piel resultaba insoportable—. Veinte por... lo que tú quieras.

Parecía floja e inestable, como un saco lleno de agua. ¿Cómo podía alguien emborracharse tanto?

Al oír los disparos del Kalashnikov dentro del edificio, Dale se volvió instintivamente. Seguía tocando el brazo de la prostituta, pero se había olvidado de ella. Entonces oyó dispararse dos escopetas y más fuego de automática.

Los músculos de la mujer no se tensaron al moverse, simplemente alzó el brazo hacia el cuello de Dale mientras el resto de su cuerpo parecía a punto de derrumbarse. Todavía sin terminar de procesar el ruido de los disparos, Dale notó que algo le pinchaba el cuello.

No, no era un pinchazo: ¡la mujer le había cortado!

Su primera reacción fue la rabia, y apartó a la prostituta de un empujón. En vez de caer al suelo, ella se tensó, se mantuvo pegada y le cogió la muñeca con la mano libre. Fue entonces cuando Dale se dio cuenta de que no era en absoluto lo que parecía. Intentó mover la muñeca para dispararle con la Uzi en el costado, pero la mano de la mujer parecía de hierro. Lo sostuvo y lo miró a la cara, disfrutaba viéndolo morir desangrado. Al ver cómo le brillaban los ojos, Dale comprendió que la camisa y el chaleco se le llenaban de sangre.

Intentó recordar su nombre, el nombre de la mujer que acababa de matarlo, pero, en aquel momento de pánico, lo único que le venía a la mente era la palabra Stasi. La policía de la Alemania del Este había desaparecido del país hacía casi dos décadas, pero la palabra en sí era sinónimo de redadas a medianoche, torturas, terror y asesinatos. Hija adoptiva de la Gestapo y la KGB, era tan implacable como la segunda, y tan eficaz y alta de escrúpulos como la primera. Y aquella mujer, pensaba Dale mientras se le doblaban las rodillas, era la última de la saga. Sin embargo, tenía la mente embotada y el nombre lo eludía. De haber tenido sangre suficiente para un último pensamiento, quizá se habría preguntado cómo reaccionarían su mujer y sus hijos..., pasar una vida en la clandestinidad y acabar así, sin que pudiesen llegar a saber que no era más que una tapadera, que, en realidad, era alguien mucho más honorable y decente de lo que se pudieran haber imaginado...

En cualquier caso, no tuvo tiempo para arrepentirse, ni siquiera un instante que dedicar a su familia. Tampoco un recuerdo fugaz de su patria. Nada en absoluto logró imponerse a aquella sobrecogedora idea de la fría, eficaz y mortífera Stasi.

La escopeta resonó en el interior de la cocina y le dio a Malloy en la espalda, justo cuando él disparaba sobre la puerta del dormitorio. Ethan se volvió hacia la abertura con el AKS74 en automático. Vio al hombre que había disparado a Malloy. El tirador estaba metiendo otra bala en la recámara; llevaba chaleco, pero no iba a servirle de nada.

Antes de que Ethan pudiese apretar el gatillo, alguien le dio en la espalda con un disparo de escopeta. Solo entendió lo ocurrido después de caer de boca al suelo; había recibido el impacto en la espalda, protegida por el chaleco, y en el brazo derecho desnudo.

El tirador al que había estado a punto de disparar pasó por encima de él, y Ethan se retorció para mirarlo. Como no tenía el arma, fue a coger su cuchillo, pensando que podría sacarlo de la funda. Durante un segundo no entendió que el caótico tableteo que sonaba por encima de los disparos de escopeta pertenecía al arma de Kate. Vio las astillas de mampostería y madera dentro de la cocina, y después el estallido de los armarios detrás del hombre que estaba a punto de matarlo. Y, a continuación, vio cómo reventaba la cara del mismo hombre.

Ethan rodó para ponerse en pie y vio a Malloy todavía en el suelo. ¿Herido? ¿Muerto? No lo sabía. Kate había matado a la mujer que se escondía en el salón (la que había disparado a Ethan por la espalda) y, en aquel momento, estaba abriendo la puerta del dormitorio de una patada. Malloy se puso como pudo a cuatro patas. Kate salió del dormitorio.

—¡Vacío! —les dijo—. ¿T.K.? —Malloy intentó levantar la cabeza, pero no lo logró—. ¿Estás herido?

Malloy se movía despacio, con la chaqueta destrozada a la altura de los riñones.

—Creo que estoy bien —respondió. Kate miró a Ethan; como su marido estaba de pie, no se había dado cuenta de que lo habían herido. Al percatarse, fue hacia él—. ¡Te han dado!

Ethan se miró el brazo, pero las gafas de visión nocturna limitaban su visión periférica.

—¿Puedes mover el brazo? —le preguntó Kate, acercando la cara para intentar ver algo a través de las gafas.

Ethan levantó el brazo, que no estaba roto, pero dolía. Malloy por fin logró ponerse en pie, aunque se tambaleaba. Le habían dado un puñetazo de plomo.

—Estoy bien —les aseguró Ethan—, pero tengo algunas postas en el brazo.

—¡Tenemos que salir de aquí ahora mismo! —les dijo Kate—. ¿T.K.? ¿Puedes trepar?

Malloy se tambaleó y miró a Kate, Ethan y los dos muertos.

—¡Farrell! —masculló.

—Olvídate de él, tenemos que salir de aquí ya. ¿Puedes trepar?

Se inclinó como un anciano para recuperar el arma y, cuando se levantaba, respondió:

—Estoy bien —no le quedó muy convincente. —¿Chico?

—Estoy bien —respondió Ethan.

Salieron al vestíbulo, sin perder de vista las escaleras, y volvieron al piso del otro lado del pasillo.

Al oír los tiros, Jim Randal telefoneó a Sutter.

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