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Authors: Juan Gómez-Jurado

Tags: #Relato

La leyenda del ladrón (44 page)

BOOK: La leyenda del ladrón
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—Sí, muchacho, odio a ese malnacido, y sí, me gustaría mearme encima de él cuando caiga del trono. Pero tengo miedo. ¿Qué gano yo con eso?

—Liberarte de tu deuda. Vengarte de quien te ha utilizado durante tantos años. Y dinero, mucho dinero. Lo sabrás cuando te cuente mi plan.

—Con la última razón sería suficiente.

—Entonces ¿participarás?

El ciego señaló al plato, ahora vacío, que había frente a él en la mesa.

—Amigo mío, hay una diferencia entre participar e implicarse. En un plato de huevos fritos con chorizo, la gallina participa. El cerdo se implica. ¿Me comprendes?

Sancho soltó una carcajada y estrechó la mano que el ciego le tendía.

—No te preocupes, Zacarías. No dejaremos que te salen como a un vulgar gorrino.

XLVII

C
lara exprimió en el cubo la bayeta con la que había estado limpiando la escalera y maldijo su suerte con desesperación. Llevaba una semana de vuelta en casa de Vargas, siete días que se le habían hecho eternos y dolorosos. Apenas había tenido tiempo de velar a Monardes. Tan pronto volvió a casa de Vargas y le comunicó el fallecimiento del médico, el comerciante le ordenó incorporarse de nuevo al servicio.

Pasar del duro pero satisfactorio trabajo en el huerto y en el laboratorio a fregar suelos fue un cambio penoso para Clara. Las tareas diarias le resultaban repetitivas y le crispaban los nervios, y sólo podía pensar en las plantas desatendidas que estarían marchitándose en casa del médico.

Había otra razón mucho más grave por la que Clara lamentaba no seguir en casa de Monardes. Desde hacía un par de días se había quedado sin los cristales con los que reprimía la virilidad de Vargas. Nunca le agradecería bastante al médico que le hubiera enseñado a preparar ese compuesto, pues poco tiempo después de que su madre le hubiese rapado salvajemente la cabeza, Vargas había intentado propasarse con ella por primera vez.

Llevaba un rato devorándola con la vista, sin dejar de retorcer el mango del bastón entre las manos. La joven le aplicaba el ungüento en el pie intentando en todo momento mantenerse lo más lejos posible de él sin que se notase, algo imposible.

—Acércate —le dijo con voz ronca.

Clara no le miró a los ojos. No era necesario para saber lo que quería. Su respiración se había vuelto pesada, y la tensión se palpaba en el ambiente. Intentó recoger sus cosas apresuradamente.

—He de irme.

Vargas no respondió. Se puso en pie de golpe y agarró a Clara por la muñeca, tirando de ella hacia atrás antes de que pudiera reaccionar. La joven trató de darse la vuelta para plantarle cara, pero el comerciante la atrajo hacia sí, apretando su cuerpo contra la espalda de ella.

—He deseado esto durante mucho tiempo. Ahora estate quieta, como es tu obligación —le susurró al oído. Su aliento estaba caliente, y olía a cebollas y a vino—. ¿Acaso cree tu madre que cortándote el pelo va a hacerte menos deseable? Eso es imposible. Eres una pequeña zorra, una dulce y preciosa zorrita.

El grueso brazo derecho de Vargas rodeaba a la joven, limitando sus movimientos y aprisionándole las manos a los costados del cuerpo. Comenzó a sobarle los pechos por encima del vestido con la mano izquierda, para acto seguido tratar de desatar la trabilla de sus pantalones. Tras mucho forcejeo lo consiguió, y éstos cayeron hasta los tobillos. Ahora el objetivo era el vestido de Clara, que el hombre logró alzar hasta la cintura de ella. La joven gritó cuando notó las piernas desnudas de su amo entre las de ella, e intentó clavarle las uñas, pero las llevaba tan cortas que las yemas de los dedos le resbalaron por la piel de su agresor.

—¡Quieta! ¡Maldita seas, quieta!

Clara no dejó de forcejear ni un instante, pero Vargas era demasiado fuerte para ella. Por suerte algo no debía de marchar demasiado bien para el comerciante, que tuvo que llevarse la mano a la entrepierna. Clara notó como intentaba revivir su miembro marchito. Lo sacudió varias veces, e incluso lo golpeó contra la cara interior de los muslos de la joven: un pedazo de carne pequeña, blanda e inútil.

«Está funcionando. El compuesto le ha dejado impotente», pensó Clara. Contuvo el grito de júbilo que brotaba en el centro de su pecho, alimentado por el miedo y el asco. El comerciante no debía saber nunca lo que ella había hecho.

—¡Lárgate de aquí! —dijo Vargas, con la voz llena de rabia y humillación. La arrojó al suelo. Clara se levantó y corrió hacia la puerta a toda prisa, pero antes de abandonar la habitación le oyó gritar una última amenaza—. ¡Otro día te daré lo que te mereces!

Ese día no había llegado, aunque había habido algún intento más por parte del comerciante. Forcejeos desagradables, sudorosos y humillantes, que siempre terminaban con Vargas furioso. La última ocasión él la había golpeado en el rostro, y Clara había acudido desde entonces con un miedo terrible a cada una de las sesiones de curación. Dos veces al día, durante meses interminables, con la duda de si tal vez algún día Vargas ahogaría la frustración y la rabia de no poder consumar su deseo asesinándola. Suministrar al comerciante el compuesto para la impotencia era el único camino a su alcance, pero era uno muy peligroso y transitaba por una cuerda floja.

Ahora, de vuelta en casa de Vargas, sin compuesto y sin posibilidad de fabricarlo, esa cuerda estaba en llamas.

Clara terminó de limpiar la escalera y vació el cubo en uno de los grandes maceteros que había en el patio interior. Al menos de esas plantas sí que podría cuidar. Con el calor que estaba haciendo aquel año —a pesar de estar en septiembre, no había habido mejoría ninguna— incluso aquella agua sucia le vendría bien a la tierra reseca.

—Hola,
Breo
—le dijo al perro, que le olisqueaba los tobillos, cariñoso—. Tú también tienes sed, ¿verdad, bonito?

Bajo la escalera guardaba un plato desportillado en el que daba de beber a los animales. Lo llenó con el agua fresca de la fuente y lo puso sobre las baldosas del patio, donde el perro lo vació con rápidos y alegres lengüetazos. La joven le palmeó la espalda, contenta de ver en aquella casa un ser genuinamente feliz y despreocupado. Una situación muy distinta de la suya. No podía apartar sus pensamientos de lo que inevitablemente ocurriría en unos días, cuando los efectos del compuesto fueran desapareciendo del cuerpo de su amo y comenzase a notar que recuperaba su vigor. El miedo al monstruo que habitaba en el segundo piso de aquella casa fue creciendo en el corazón de la joven. Desde aquel momento, cada vez que acudiese a su habitación o a su despacho para curarle, las posibilidades de que la violase serían cada vez mayores.

Clara no estaba dispuesta a pasar por ello. Si había algo que quería evitar a toda costa era parecerse a su madre. Se acarició el pelo de forma mecánica. Había recuperado su larga y espesa melena, que ya le rebasaba los hombros.

«Podría deshacerme de él usando veneno. Para eso no haría falta un laboratorio. Tan sólo semillas de ricino, que puedo conseguir en los jardines de la Alameda; allí hay varias plantas salvajes. Luego tendría que prensar las semillas, sin calentarlas para no eliminar el tóxico, e introducir el aceite dentro de algún dulce, algo de sabor muy fuerte para que no note el amargor. Podría conseguirlo en tres o cuatro días.»

Monardes le había descrito con todo detalle el procedimiento para elaborar el aceite de ricino, que era un excelente purgante. Mal elaborado era un veneno letal. Por desgracia, su maestro también le había descrito con precisión lo que le sucedía a aquellos que lo ingerían. Diarrea, náuseas, vómitos de sangre, fiebres elevadas y muerte en dos o tres días tras una dolorosa agonía. Clara meneó la cabeza, ofuscada ante aquel dilema. Una cosa era darle a su amo un compuesto para dejarle impotente e impedir que la violase, y otra muy distinta era matarlo. Si algo le había inculcado Monardes era no hacer daño a los demás. Asesinar a Vargas con los conocimientos que le había transmitido el médico hubiera sido un insulto a la memoria de éste.

Seguía inmersa en aquellos pensamientos cuando llamaron a la puerta de la calle. Clara fue a abrir y se encontró con un hombre de mediana edad, calvo y de grandes bigotes.

—Soy don Javier Núñez, procurador. Vengo a ver a don Francisco de Vargas.

Clara le echó un vistazo antes de dejarle pasar. Iba vestido con elegancia, aunque los zapatos de piel estaban muy cuarteados y la tela de su jubón tenía brillos en los codos y los hombros, fruto del desgaste. Aquél era sin duda otro funcionario viviendo por encima de sus posibilidades, como dictaban el honor y las costumbres en aquella España extraña que vivía con un ojo puesto en los demás.

—Yo anunciaré a nuestro visitante, Clara. Tú continúa con tus tareas —dijo Catalina, que acababa de llegar del patio.

Aliviada por no tener que ver a su amo, la joven se marchó sin pensar más en aquel hombre.

—Se trata de vuestra esclava, mi señor —dijo el procurador en cuanto se hubo presentado a Vargas.

—¿Mi esclava? ¿Qué tenéis que ver vos con la vieja Catalina?

El visitante sacó unos papeles y se ajustó unos rayados anteojos sobre la nariz antes de continuar.

—No, don Francisco. Me refiero a la joven Clara. Según tengo entendido estuvo durante casi dos años al servicio de Nicolás de Monardes, natural de esta ciudad, médico y botánico de cierta fama. ¿Es correcto?

—Sí, es cierto. Pero si sus herederos están pensando en cualquier clase de posesión sobre la esclava...

—He venido a veros por la herencia, en efecto, pero no es lo que vos pensáis.

—Entonces ¿qué diablos queréis?

—Monardes os cita en su testamento, don Francisco. Vos sois de hecho el principal beneficiario.

La cara de Vargas no podría haber reflejado más sorpresa si Monardes mismo se hubiera alzado de la tumba para leerle sus últimas voluntades. La codicia se reflejó al instante en su rostro, pues sabía bien que el médico era un hombre acomodado, e hizo brotar su pregunta favorita.

—¿Cuánto?

El procurador no hizo ningún comentario. En su trabajo veía muchas reacciones como aquélla, y ya estaba más que habituado a muestras de rapacidad similares. Se limitó a leer los papeles que traía.

—En oro, consignado a nombre del finado en una cuenta bancaria, algo menos de cinco mil escudos. También os cede la propiedad de varias hectáreas de tierra que posee cerca de Lebrija, viñedos en Marchena y unos olivares a las afueras de Córdoba, actualmente en manos de arrendatarios. Todo junto suma un total de más de seis mil escudos.

Vargas sintió cómo se le aceleraba el pulso. Aquella cantidad no hubiera significado gran cosa para él hace unos años, pero dada la desesperada necesidad de efectivo que tenía para satisfacer el pago que le exigía el rey, todo el dinero que lograse amasar era bienvenido. Sonrió complacido hasta que recordó algo.

—Decís que yo soy el principal beneficiario. ¿Quién es el otro? —dijo, ansioso.

—No es exactamente un beneficiario. El finado deja a vuestra esclava Clara la casa y el huerto que posee cerca de la plaza de San Francisco.

Vargas hizo cuentas mentalmente. Aquella propiedad era importante. El terreno dentro de las murallas de Sevilla era cada vez más valioso. Aprisionada por el río Betis, la ciudad tenía pocas opciones de crecimiento. La casa de Monardes valdría cerca de mil escudos, tal vez más, y el comerciante decidió que se haría con ella. Estaba el pequeño inconveniente de que el viejo chocho se la hubiese dejado a la esclava, que debía de haberle sorbido el seso en su lecho de muerte. Vargas no concebía otra explicación. Pero poco importaba, pues pronto sería suya.

—Tan sólo existe una condición, don Francisco —continuó el procurador, aclarándose la garganta—. A la esclava se le debe permitir acceder a su libertad.

El comerciante parpadeó unos instantes sin comprender. Luego meneó la cabeza, categórico.

—Eso es imposible.

—En ese caso me temo, don Francisco, que no podréis recibir la herencia —dijo agitando el papel en el aire.

—¡Qué decís! ¡Ese dinero es mío! El viejo me lo ha dejado a mí.

—En efecto, señor, pero se trata de un legado sujeto a condición. Si no cumplís los deseos del finado, esto no se os entregará.

Vargas sintió como una bola de ácido crecía en su interior, abrasándole la boca del estómago. Aquello no podía ser cierto. No iba a dejar marchar a su esclava. No le daría esa satisfacción a Catalina, ni perdería el poder sobre ella. Ni tampoco la posibilidad de consumar con ella lo que desde hacía tanto tiempo ambicionaba. Y si esto último no lo conseguía, al menos tendría la satisfacción de ver cómo Clara pasaba el resto de su vida limpiando las baldosas del patio. Moriría antes que dejar que aquellas dos furcias insignificantes le impusiesen su voluntad.

—Procurador, lo que me pedís es imposible, por razones personales que no os incumben. No lo permitiré.

—Me temo que en ese caso nada me queda por hacer aquí —dijo el otro, ordenando sus papeles y poniéndose en pie.

—¡Haced el favor de sentaros!

La voz le brotó seca y perentoria, y el procurador se quedó de pie, extrañado de aquella salida de tono. Vargas se mordió el labio e intentó ser suave. Al fin y al cabo, aquel hombre tenía cierto poder, y como todos los pequeños funcionarios, gustaba de ejercerlo hasta las máximas consecuencias para exagerar su propia importancia.

—Disculpadme, procurador. Son los nervios. Debéis comprender que esa esclava es para mí muy querida, y me resisto a dejarla marchar.

—Ésas son las condiciones del testamento —dijo el otro, aún de pie.

—Vos tenéis pinta de hombre honrado y comprensivo. Alguien que sería capaz de ayudar a un pobre viudo que no quiere perder a su único consuelo en la vida. Yo podría ser muy generoso con alguien así.

El procurador volvió a sentarse, muy despacio, y miró a Vargas por encima de los anteojos, como queriendo comprobar si comprendía lo que Vargas le había dado a entender.

—La ley es la ley, don Francisco. Y sin embargo...

Al otro lado de la puerta del despacho de Vargas, el ama de llaves estaba arrodillada, fingiendo quitar el polvo de las molduras. En realidad escuchaba atentamente, con la cabeza ladeada, los hombros tensos y los puños crispados. De pronto se puso en pie y bajó la escalera en busca de su hija.

XLVIII

C
lara estaba ocupada en la entrada de la cocina, y cuando vio acercarse a su madre se puso inmediatamente en guardia. Ya apenas hablaban antes, pero desde que ella había vuelto a entrar en la disciplina diaria de la casa y se habían visto obligadas a trabajar juntas, la convivencia se había vuelto áspera y desagradable. Procuraban evitarse, y la enorme mansión se les hacía muy pequeña. La joven estaba viviendo una auténtica pesadilla.

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