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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Histórico, #Romántico

La Maestra de la Laguna (45 page)

BOOK: La Maestra de la Laguna
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Elizabeth recordó cuando, de modo inexplicable, él se lanzó sobre aquel bañado en los toldos de Catriel. No lo había comprendido entonces, pero el señor Santos estaba siendo víctima de un ataque. ¡Y se había quedado ciego también! De ahí la debilidad que mostraba. Elizabeth enmudeció de espanto al saber que aquel hombre formidable, capaz de cabalgar hasta salvarla de un rayo o de luchar con sus manos para defenderla de un borracho, sufría semejante mal. Una oleada de compasión la invadió. No era un sentimiento de lástima como el que podría haberle inspirado un mendigo o un animal desamparado, era algo desconocido, cercano a una generosidad sin nombre que ella jamás había experimentado. Extendió la mano y la apoyó con suavidad sobre los ojos de Francisco, como si con ese roce pudiese devolverle la vista.

—¿Y cuánto dura? —preguntó con voz tenue.

—Un rato, no podría decirlo.

—Está bien, aguardaremos a que vuelva y usted me dirá lo que va viendo.

Elizabeth se acomodó junto a Francisco, lado a lado en el catre, tan cerca que él podía oler las lilas en su pelo.

—¿Sabe? —susurró mientras aguardaban—. Aquella vez, en esta cabaña, cuando usted y Jim pelearon —Elizabeth no notó el estremecimiento de Fran al oír mencionar al hombre del caballo— yo me fingí desmayada. Estuvo mal, lo reconozco, sobre todo por los niños, que se preocuparon, pero tenía que impedir que siguieran lastimándose, así que mantuve mis ojos cerrados todo el tiempo. Descubrí que, al no poder ver, otros sentidos vienen en nuestro auxilio y se acentúan los ruidos, los olores... Aprendí algo nuevo en esa ocasión. Supongo que usted ya lo sabe, puesto que le sucede a menudo. ¿Es así?

Francisco se sentía atontado. La señorita O'Connor había fingido un desmayo para interrumpir aquella pelea brutal y, además, había conseguido engañarlos a todos durante un buen rato. No podía creer que aquella muchacha menuda fuese capaz de tanto, como en ese momento en que, con inocencia, se recostaba a su lado para acompañarlo. No debía permitirlo, debía alejarla, él era un hombre sin apellido, un moribundo.

—¿Puede ver algo? —dijo ella.

—No.

—Tranquilo, ya volverá —y de nuevo apoyó su mano, esa vez sobre el pecho, como si quisiese aquietar el corazón de Francisco.

Este comenzó a sentir cosas que nada tenían que ver con su mal, un hormigueo que le trepaba por las piernas y se alojaba en su bajo vientre, sensaciones de las que la señorita O'Connor no tenía ni idea.

—Elizabeth...

—Shhh... no tema, la vista volverá, como otras veces. Francisco se removió, incómodo, y ella tomó su mano para sostenerla entre las suyas.

Maldita muchacha, que nada sabía sobre los hombres. Francisco estuvo a punto de decir algo desagradable cuando manchas borrosas aparecieron frente a sí, imágenes que se encendían y se apagaban junto con las oscilaciones del candil. Elizabeth debió percibir el cambio, pues se incorporó sobre él para escudriñarlo.

—¿Está viendo algo?

—Algo, sí.

—Dígame qué.

Francisco refunfuñó palabras ininteligibles, hasta que el rostro de la maestra se fue delineando. Alcanzó a distinguir primero el cabello alborotado y, poco a poco, la curva de la mejilla, los ojos, la nariz pequeña, faltaban las pecas para completar la imagen que de ella llevaba en su mente.

—La veo a usted.

—¿Me ve claramente?

—Tan claro que puedo apreciar que no se ha peinado.

No supo qué diablo interior lo llevó a mencionar el punto débil de la señorita O'Connor y, cuando estaba a punto de arrepentirse, la misma sonrisa picara que lo había fascinado antes apareció en el rostro de ella, aliviándolo.

—Señor Santos, qué vergüenza, criticar el cabello de una dama en estas circunstancias.

—¿Qué circunstancias, señorita O'Connor?

Se burlaba, aunque lo hacía sin maldad, siguiéndole la corriente para aligerar la tensión del momento vivido.

—¿Le parece poco un rayo que casi nos parte, un viento que estuvo a punto de volar el techo y...? —no quiso mencionar el ataque, y Francisco lo hizo por ella.

—Y un ciego tonto que no sabe comportarse como un caballero. ¿Hay algo peor?

—Señor Santos...

—Llámame Fran. Francisco es mi nombre. Elizabeth dijo, con cautela:

—¿Por qué lo ocultaste?

—Por miedo y rabia. No quería que se supiese que Francisco Peña y Balcarce estaba aquejado por una enfermedad desconocida. Quise empezar una vida nueva, lo que durase.

"Lo que durase." La expresión se clavó en el corazón de Elizabeth. No podía creer que ese hombre espléndido, el temible ermitaño de la laguna, estuviese condenado a morir.

—¿Has visto a un médico? Francisco hizo un gesto desdeñoso.

—Someterme a estudios sería lo mismo que anunciarlo a los cuatro vientos. Mi familia sufriría y, de todos modos, el mal avanzaría. No hay cura para lo que tengo.

—¿Cómo lo sabes? —Elizabeth no era consciente de la facilidad con que había pasado al tuteo.

—Déjalo, Elizabeth. No quiero hablar de esto.

—¿Me ves mejor que antes? —preguntó. Francisco clavó en ella sus ojos enigmáticos.

—Mucho mejor —y extendió una mano hacia el rostro de Elizabeth.

La tocó con reverencia, como si fuese una frágil porcelana. La joven se mantuvo quieta, maravillada por las sensaciones que esa caricia provocaba en su interior. Él prolongó la exploración a lo largo de la mejilla hasta el labio superior, un poco más abultado que el otro, y la miró a los ojos cuando introdujo su dedo bajo el labio, acariciando los dientes. Elizabeth entendió que le estaba pidiendo permiso y entreabrió la boca, concediéndoselo. El dedo de Francisco tocó la lengua, acarició el interior de la mejilla y el paladar para después volver a los labios, pintándolos con la humedad. Retiró el dedo y lo llevó a su propia boca, chupándolo, sin despegar los ojos de los de Elizabeth. La muchacha se sintió languidecer. Un peso desconocido la empujaba hacia ese hombre al que, horas antes, habría aniquilado con gusto. Dejó que él acariciase su costado, desde la cadera hasta el hombro, encendiéndole la piel. Se sentía incapaz de hacer nada por sí misma, sólo podía dejar que él actuase y a Francisco le resultaba suficiente, ya que su mirada la abrasaba mientras la acariciaba. Con lentitud, él se incorporó hasta quedar encima de Elizabeth, acomodándola de espaldas sobre la manta. El catre era angosto para contenerlos a ambos, y no parecía importar. Francisco bajó la manga del vestido hasta que un hombro quedó a la vista y depositó en ese lugar un beso. Hizo lo mismo con el otro hombro y, cuando el escote le impidió proseguir, lo bajó del todo, dejando expuestos los senos de Elizabeth, generosos y blancos, surcados de venitas azules y coronados por pezones de color miel. Descendió sobre ellos y jugueteó con la lengua sobre uno y sobre el otro, alternando la caricia con besos. Elizabeth echó la cabeza hacia atrás, extasiada. No era dueña de sí, no hubiese podido impedir que Francisco la besara como no podía impedir que su cuerpo se abandonase al placer de sentir la fuerza de ese hombre transformada en suavidad sólo para ella. Francisco la tocó con la pericia de un amante. La maestra de la laguna era una sorpresa. La había creído puritana, engreída, habría jurado que reaccionaría como si la quemasen con un hierro al rojo y, sin embargo, la sentía derretirse bajo sus caricias como la mujer más apasionada. Y ni siquiera había empezado. Con gula, dirigió sus besos hacia la boca blanda de la muchacha y dejó que su lengua se enseñoreara de ella por un buen rato. Después, siempre vigilando sus reacciones, descendió por el valle entre sus pechos, murmurando cosas que la joven no alcanzaba a escuchar, haciéndole perder el sentido bajo sus labios. Al llegar al vientre palpitante, se entretuvo lamiéndole el ombligo y soplando con suavidad en esa hondonada. Elizabeth contuvo la respiración. Afuera los relámpagos proseguían, aunque los truenos apagados indicaban que la tormenta se estaba desplazando hacia el mar. La casita de la playa se había transformado en un capullo de intimidad que los aislaba de todo y Elizabeth se sentía otra persona, alguien más audaz que Miss O'Connor, una mujer dispuesta a todo para satisfacer al hombre que amaba. Ese pensamiento, fugaz y certero, la conmocionó. La boca de Francisco estaba murmurando junto a su oído y le producía escalofríos. El aliento cálido se extendió por su cuello hasta la zona débil de la garganta, donde la sangre de la muchacha palpitaba alocada.

—Fran... —susurró, en tono de súplica, sabiendo que era tarde para protestar, que esa marea de sensaciones no se detendría, a menos que él quisiera, pues ella sólo era un juguete de su pasión.

Francisco acariciaba el cuerpo de Elizabeth como si necesitara comprobar que, por fin, la palomita sería suya. Nada se interponía entre el deseo de ambos, pues no dudaba de que ella lo deseara. Todas las advertencias habían desaparecido de su mente y se dejaba arrastrar por la excitación que le producía el abandono de la muchacha. Sus artes de seducción, siempre a flote, destruyeron cualquier prevención que Elizabeth pudiese conservar. Tiró del destrozado vestido hasta ver la piel a través de la enagua y las medias. Se deshizo de ellas y de las botitas. Se incorporó un poco, para apreciar la desnudez de Elizabeth en su plenitud: la muchacha ofrecía un aspecto pudoroso y pasional que le sacudió las ingles. Habría preferido que ella fuese experimentada para no tener que reprimirse y, sin embargo, saber que él sería su primer hombre le produjo tanta satisfacción que se sorprendió. Nunca le había importado, hasta ese momento.

Se quitó a toda prisa su propia ropa, pateando los pantalones y las botas lejos de sí, y con lentitud se acomodó sobre Elizabeth, apoyando los antebrazos a cada lado de su cabeza. La miró a los ojos, impidiendo con su magnetismo que ella desviase la vista, y se mantuvo expectante unos segundos. En la penumbra el rostro de la joven se veía pálido, los grandes ojos verdes destacados, y la boca entreabierta y húmeda.

—Elizabeth, ¿quieres esto?

A duras penas consiguió formular la pregunta, pues no creía que la negativa de la muchacha pudiese cambiar las cosas en ese punto, aunque la respuesta de ella lo alivió:

—Yo sí, ¿y tú?

Francisco soltó el aire en una especie de risa trunca. ¿Si él lo quería? Dios bendito, se moriría si no la poseyese en ese instante. Se veía obligado a conservar cierta cordura en beneficio de una mujer no iniciada en las artes de amar, de lo contrario...

—Sabes que dolerá.

Elizabeth asintió. No sabía demasiado, sólo lo esencial. En su formación de maestra allá en Winona había aprendido el funcionamiento del cuerpo femenino, ya que la gimnasia era parte importante del programa de estudios. Recordaba que la señora Mann había hecho hincapié en el interés del Presidente por sacar a las jóvenes argentinas de su molicie habitual. "La salud del cuerpo y la salud de la mente van juntas", le dijo en una de sus cartas a su amiga Mary, y esa convicción coincidía con el proyecto educativo de las nuevas maestras. Sin embargo, todo ese conocimiento frío y detallado no la preparaba para las emociones descarnadas que bullían en su interior. Se preguntó, por un momento, si su arrebato sería incorrecto en una joven de su formación moral, aunque la indecisión duró un instante, ya que aquel hombre fornido parecía abarcarla por completo en cada abrazo, impidiendo que sus pensamientos se unieran para adquirir algún sentido.

Francisco llevó su mano hacia la entrepierna de Elizabeth y acarició con delicadeza la piel que rodeaba el centro femenino, formando círculos lentos que obligaron a la joven a sacudir la cabeza hacia uno y otro lado, sin saber por qué. Mientras la tocaba de ese modo, apoyó con cuidado su torso, hasta que los pechos suaves quedaron aplastados bajo su peso. Elizabeth tuvo un leve sofoco y Francisco volvió a incorporarse, atento a sus reacciones.

—Shhh... deja que te enseñe, déjame...

—Sí, sí —lo apremió ella, aunque en realidad estaba algo asustada.

Francisco se colocó de medio lado, para no ejercer tanta presión, y entrelazó una pierna robusta con las de la muchacha; su rodilla subió hasta encontrar los rizos húmedos y luego bajó, repitiendo el movimiento con una cadencia que creó oleadas de placer en Elizabeth. Los gemidos apagados le dijeron que estaba lista para el amor. Siguió explorándola, pese a todo, en parte porque le producía placer verla rendirse de manera tan absoluta, y también porque quería que la primera vez fuese un buen recuerdo. Volvió a acariciarla con la mano, más audaz, tocándola en su intimidad más profunda, hasta que Elizabeth soltó una especie de maullido, echando la cabeza hacia atrás y arqueando la cintura. Francisco se levantó sobre ella lo suficiente para prepararse y arremetió contra el delicioso cuerpo de una sola embestida, penetrándola sin darle tiempo a sentir temor o sorpresa. Tan repentina fue la acción, que Elizabeth ni siquiera gritó: aspiró profundo y quedó estática, con una expresión de asombro que podría haber resultado graciosa si Francisco no hubiese estado inmerso también en su propia excitación. Al mirarla, vio que rodaban lágrimas incontrolables y las enjugó con los pulgares, al tiempo que la besaba con ardor, para distraer sus sensaciones dolorosas y provocar otras de puro placer. Logró que ella cerrara los ojos, aflojándose, y entonces se dedicó a embestirla con más suavidad, entrando más a fondo en cada embate y acariciándola por dentro con movimientos sensuales que arrancaban suspiros a la maestra. Ella lo había tomado del cabello sin darse cuenta y lo arrastraba hacia sí con furia. A pesar de no saber cómo actuar, algo desatado en su interior la guiaba, inspirándole gestos apasionados que enardecían a su amante. En el momento culminante, Francisco la tomó con fuerza de las caderas, empujándola más adentro suyo, como afirmando su posesión, mientras Elizabeth gritaba, mencionando su nombre entre sollozos.

La tormenta se había alejado, quedaban el viento y el bramido del mar para recordarla. Poco a poco, la zona de los médanos recobró su serenidad. Sólo adentro de la casita proseguía la furia, en los abrazos y gemidos de los amantes, olvidados por una noche de todo lo que no fuesen sus pieles húmedas, sus bocas voraces y sus alientos entrecortados. Los últimos temblores los vivieron abrazados, reconfortándose, y la muchacha, al cerrar con fuerza los ojos, se perdió la expresión triunfal de Francisco Peña y Balcarce.

El amanecer sorprendió a Elizabeth tendida boca abajo, con la cabeza apoyada en el musculoso pecho de Santos. El hombre dormía a pierna suelta, repantigado en el catre, dejándole muy poco sitio para su comodidad. Su completa desnudez la perturbó ya que, a la luz del día, la dimensión de lo ocurrido entre ellos se le presentaba con toda su crudeza. Francisco Peña y Balcarce, de quien había sabido el verdadero nombre recién el día anterior, se había adueñado de su cuerpo con la misma facilidad que si se tratase de una prenda prestada. Los recuerdos de su propio comportamiento la atribularon y, de pronto, necesitó poner distancia entre ella y esa escena decadente de dos personas desnudas en un catre de campaña, en una casa olvidada en medio de las dunas. Cuidándose de despertarlo aunque, a juzgar por el ronquido que acompasaba su sueño eso no era probable, Elizabeth se deslizó hacia el suelo y buscó a gatas sus ropas arrugadas. Se colocó lo que quedaba de la enagua, desechó las medias y ató como pudo los cordones del corpiño del vestido amarillo, que estaba hecho una lástima. Mientras estaba atareada en esos menesteres sencillos, pensó en algo que la horrorizó: ¡Ña Lucía! ¿Qué diría la mujer de su ausencia? ¿Y qué habría ocurrido con Eusebio? ¿Acaso la tormenta lo habría encontrado en la mitad del camino? ¿O su falta se debería a la enfermedad de Zoraida? Sin duda, ella había agregado una preocupación más a todos ellos, al no presentarse en el rancho. Claro que podían suponer que los Zaldívar le habían brindado su hospitalidad. No obstante, se sentía culpable. De todas las cosas que los Miranda y Ña Lucía podrían pensar, caer en los brazos de un desconocido no estaba entre ellas.

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