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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Histórico, #Romántico

La Maestra de la Laguna (92 page)

BOOK: La Maestra de la Laguna
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Y, sin que nadie pudiese impedirlo, arrojó su lanza que se clavó, certera, en el pecho de Quiñihual. Un murmullo y un grito acompañaron el gesto agónico del guerrero, que luchó para no caer de rodillas y morir de pie. Cuando por fin se desplomó, lo hizo con una extraña sonrisa en su rostro curtido, mirando al cielo y sosteniendo una mano cerca de la herida, como si quisiese detener la sangre que ya se derramaba en el arenal.

El grito de Elizabeth puso en acción a Francisco, que saltó del caballo y acudió a sostenerla, tomándola en sus brazos. La joven se tapaba la boca con ambas manos y dejaba correr lágrimas a raudales. Faustino miraba atónito el cuerpo del hombre que, un rato antes, les había explicado su plan salvador. Habían confiado en él, y ahora quedaban a merced de aquella gente bestial.

Fran puso a Elizabeth en manos de Faustino y se colocó delante de ambos, listo a repeler cualquier ataque. Si aquel hombre cruel era su padre, tanto peor. El no sería de la partida.

Calfucurá contemplaba el cadáver de Quiñihual con resquemor. Ese guerrero había enarbolado la lanza de la libertad de los pueblos antes que él, y animado a todas las tribus a mantenerse en pie de guerra para defender el suelo. Ahora estaba muerto por su mano, justo el día de su derrota, la que el propio Quiñihual vaticinó con fatalismo. No había querido escucharlo entonces. Sin embargo, el temor incipiente de que aquella profecía se cumpliese lo impelió a buscar con la mirada a su otro hijo, el valiente Namuncurá, y a pedirle en silencio que continuase la guerra, que no cejase en su empeño de quitarle al blanco las tierras robadas al indio, para que jamás se agotase la sangre pampa, desde las montañas hasta la llanura.

Namuncurá se acercó.

—Padre, ese hombre no es mi hermano.

Calfucurá dejó caer la cabeza sobre el pecho, abatido.

—Tal vez sí.

El joven guerrero miró con furia y recelo a Francisco. No quería que lo fuera, no deseaba competidores en su cacicazgo cuando su padre se retirara. La primera vez que vio a ese prisionero en los toldos, algo le llamó la atención. Ahora lo entendía: aquel hombre llevaba sangre india. ¡Pero no la suya, ésa no! Era sólo de él y de sus otros hermanos, que obedecerían su ley cuando él gobernase. Si este hombre volvía con ellos, corría el riesgo de que se convirtiera en el heredero de los dominios de Calfucurá, pues no lo imaginaba sometiéndose a sus designios, con esa frente alzada y la mirada salvaje.

Aguardó, impaciente, la respuesta del padre.

Calfucurá levantó la cabeza y observó a sus dos hijos, el que seguía sus pasos y el que vivía con los blancos. El también vio la dificultad de incorporarlo a sus huestes diezmadas, pese a que se enorgullecía del porte del mozo. No podía desmerecer a Namuncurá, su sucesor natural, que tan fiel le había servido. Captó la aprensión en el gesto de ese hijo y decidió dejar las cosas así, hasta que las fuerzas araucanas se rehiciesen para atacar de nuevo.

—Hijo —dijo a Namuncurá—, tu hermano volverá cuando entienda que pertenece a nuestro mundo, que necesita de su fuerza. Ahora vayamos a nuestras
rucas,
a calmar a las esposas y hablar con los guerreros. La misión del indio no termina acá, aunque los dioses no me permitan seguir —y agregó, volviéndose hacia Francisco—: cuando los blancos demuestren su picardía, vendrás con nosotros. Y habrá lugar en los toldos para recibir a tu mujer y a mi nieto. La sangre de los Curá debe perpetuarse, en tus hijos y en los de tu medio hermano. Que no se apague nunca la luz del guerrero.

Y con estas palabras, que encerraban una promesa, el viejo caudillo, el brujo temido y reverenciado, dio la espalda a los otros y galopó hacia el oeste, siempre hacia el oeste.

"Que no se abandone Carhué al
huinca"
seguía siendo el emblema de su lucha.

Atrás quedaron los tres testigos de la debilidad y la fuerza de un hombre que había conseguido movilizar a la pampa entera en pos de un sueño, el sueño del indio. Un sueño imposible, a la luz de los tiempos que corrían.

Fran contempló el rostro manchado de Elizabeth con ternura. La joven temblaba, víctima de una conmoción por todo lo vivido. Faustino se apresuró a explicarle su presencia en aquel sitio: le contó que la "Misis" y él habían cabalgado en la noche para llegar al lugar donde Calfucurá debía parlamentar, según les tenían dicho, y que a poco de salir escucharon los cañonazos y comprendieron que no habría parlamento, así que se dirigieron al Fortín Centinela, pensando que la trifulca sería más al norte. En el camino se toparon con guerreros de Quiñihual que los condujeron ante su jefe por un sendero indio, lejos de las rastrilladas habituales. Por eso llegaron desde atrás y dando rodeos, de lo que Faustino se alegraba, pues no sabía qué hacer con la maestra en esas condiciones. Fran se mordía la lengua para no dejarse llevar por su genio y despedazarlo por insensato.

Los ojos de la maestra buscaron entre las rocas el cuerpo de Quiñihual. No soportaba la idea de irse de allí sin darle sepultura. Sin embargo, la tribu del guerrero se había encargado de llevárselo, sin duda para enterrarlo en su propia tierra, lejos de los entreveros con los blancos.

—Ya pasó todo, mi amor —le dijo Fran con dulzura desconocida—. Volvamos a la casa, para que un médico te vea.

—Estoy bien —murmuró ella, sin advertir lo inusual del término en boca de su esposo.

Fran hizo señas a Faustino para que buscase los caballos y emprendió una marcha lenta con Elizabeth, sujetándola por la cintura con tal fuerza que sus pies casi no tocaban el suelo rocoso.

Durante el regreso, tuvo tiempo de pensar en algo que lo aterró: Elizabeth se había enterado de su sangre india por otros, sin que él pudiese explicarle la cuestión de sus orígenes antes de alejarse, aquella mañana. No sólo la había engañado sino que, a sus ojos, su ausencia parecía un abandono. Si bien no le había reprochado nada, él sabía que los reproches aparecen cuando los ánimos se enfrían. Y no las tenía todas consigo en ese punto.

Si era el hijo de Calfucurá, ella tenía derecho a rechazarlo. No podía imponerle una sangre manchada por los crímenes, aunque fuese también la del hijo por venir. Y si era hijo de Quiñihual, como creía el caudillo araucano, de todas formas la había engañado. Francisco no sabía si a Elizabeth le repugnaba el mestizaje, como a tanta gente, o lo aceptaba con fatalismo. El dilema le quitó la tranquilidad un buen rato, hasta que divisaron a lo lejos una figura grotesca, cabalgando a lomos de mula vieja. Elizabeth, pese a estar como en un trance, advirtió que se trataba del Padre Miguel.

El sacerdote se bamboleaba, sujetando los cacharros y las bolsas con una mano, mientras que con la otra fustigaba al animal, usando una vara de ciruelo de su propio huerto. Al ver que se aproximaban jinetes, se irguió sobre sus talones, escudriñando los rostros para saber si eran gente de fiar. La imagen de Elizabeth escoltada por dos rústicos estuvo a punto de causarle un soponcio, hasta que descubrió al mozo de la laguna montando tras la joven.

—¡Jesús es Cristo! —exclamó, santiguándose.

Y apuró el paso, taloneando a la mula agotada del traqueteo.

—¡Miss O'Connor! —gritó, ante la dificultad de soltar una mano para hacer señas a los viajeros.

—Es el Padrecito —anunció Faustino.

Elizabeth besó la sotana polvorienta del sacerdote, emocionada hasta las lágrimas. Aun al límite de sus fuerzas, el pobre hombre había intentado interceptar a Calfucurá en algún punto, seguro de convencerlo de no atacar los poblados, con sus buenos oficios y sus regalos. Francisco le narró brevemente la suerte del Fortín Centinela y el corazón del Padre Miguel se alegró al saber que Calfucurá huía rumbo al oeste, sin duda herido de muerte en su orgullo. Pasaría un tiempo antes de que intentara otro golpe semejante.

La presencia del sacerdote suavizó un poco la tensión del regreso, pues su voz tranquila era un bálsamo para la angustia de Elizabeth y un respiro a los remordimientos de Fran. Sin embargo, aquellas horas pasadas entre la vida y la muerte se cobraron su precio cuando empezó a sentir los inconfundibles síntomas de su mal, las punzadas primero, la niebla sobre los ojos después y, por fin, el dolor. Dolor inmenso que taladraba su nuca y corría por las sienes, como miles de agujas en su cerebro. Apretó los dientes, echó hacia atrás la cabeza, procurando conjurarlo... todo en vano.

La desgracia, en toda su dimensión, lo cubrió por completo.

CAPÍTULO 40

—Ya vuelve en sí.

Francisco escuchó la voz entre algodones, penetrando en su cerebro irritado, sin distinguir a quién pertenecía. Captaba sólo su suavidad. Un aroma especiado le llegó a la nariz y supo que estaban sirviendo un té con canela. Los sonidos amortiguados le indicaban que se hallaba en una habitación rodeado de mujeres. Escuchaba el roce de sus faldas, los murmullos. Cada tanto, una mano fresca tocaba su frente. Deseaba recuperar la vista de una vez para saber de quién era. Esa mano consoladora le provocaba angustia, recordándole lo que había perdido, como el soldado al que de un sablazo le amputan un miembro y lo siente palpitar en su cuerpo, pues no lo ha perdido en su mente todavía. Francisco se resistía a dejar de ser el hombre de antes, luchaba contra su destino aciago y perdía la batalla en cada ataque.

—¿Estará ciego?

—Me temo que sí, le ocurre siempre.

Las voces reflejaban compasión y también amor. Fran se revolvió bajo las mantas, incómodo. Habría preferido enfrentarse a una partida de pampas en lugar de yacer, ciego e inmóvil, a merced de las miradas conmiserativas.

La puerta se abrió y una corriente de aire barrió la habitación.

—Entornen los postigos —ordenó otra voz, desconocida—. No debe ver tanta luz al recuperarse.

Los sentidos de Fran se alertaron ante el tono perentorio de aquella voz masculina, profunda y agradable, casi paternal. No se trataba de Armando Zaldívar ni de Julián, que estaba de viaje por el mundo. Y los peones de El Duraznillo nunca entrarían al cuarto de la casa grande con tanta autoridad. Estaba en la estancia, sin embargo, lo percibía en el aroma de los eucaliptos y en los ruidos familiares de la cocina. Lo habían llevado al cuarto de huéspedes del piso alto y por eso la luz era más intensa a través de sus párpados pesados, somnolientos.

Captó la presencia nueva junto a su cama y la voz dijo, en tono grave:

—Cuando despierte, avísenme. Quiero auscultar su iris.

Las voces femeninas asintieron en un murmullo y las faldas se acercaron a la cama, emanando perfumes delicados, de rosas y de... lilas.

Las lilas que acompañaban a Elizabeth.

Fran quiso demostrar que estaba recuperándose pues la que necesitaba atención era ella, su esposa embarazada, que había recorrido kilómetros por el arenal para enfrentar a Calfucurá en medio de un malón, y los párpados no le obedecieron ni pudo sacar los brazos de abajo del cobertor.

—Calma, ahora está aquí el doctor para curarte.

Aquellas palabras traspasaron la niebla de su mente y provocaron el regreso de la vista más rápido que nunca. Formas borrosas se alzaron ante él, coronadas por el resplandor que se colaba por los visillos. De nuevo la mano consoladora tocando su frente, acariciándolo.

—Shhh... ya vendrá —susurró, y los labios tiernos sellaron la caricia.

Fran se dejó arrastrar de nuevo hacia el sueño sin sueños que seguía a los ataques, y no recordó más que el final de aquellas palabras: "el doctor... para curarte".

El doctor Ortiz aceptó la taza de chocolate que Dolores Balcarce le ofreció y estiró sus largas piernas para acomodarse en el sillón junto a la chimenea. Había llegado a El Duraznillo días después del malón de Calfucurá y encontró a la gente de la estancia organizando la defensa, temerosos de que aquel ataque se repitiese en los días que seguían. Fue recibido por Elizabeth, a quien de inmediato reconoció como la "dama en apuros" que lo visitó en medio de la peste aquella tarde. La encontró muy sana y en "estado interesante", así que supuso que no era ella la víctima del mal, como llegó a pensar en un momento, sino otra persona.

Francisco Peña y Balcarce, quién lo diría. Conocía bien su prosapia por parte de madre y su fortuna por parte de padre. Se habían encontrado algunas veces, sin intimar nunca, pues aquel joven solía retirarse pronto de las tertulias, acompañado casi siempre por alguna bella dama.

Según la joven esposa, el último ataque sufrido ya duraba tres días. Tres largos días en los que él había disfrutado de la hospitalidad de El Duraznillo, aunque se hallaba impaciente por continuar su viaje a Chile. Si no hubiese sido por aquella extraña silueta encapuchada que le pidió un favor... Debería haberle exigido, a cambio, que descubriese su rostro. Se arrepentía de no haberlo hecho, aunque siempre lo acechaba el miedo a conocer la verdad en los ojos curiosos que intuía bajo la capucha.

Sorbió el líquido espeso para apurar el mal trago del recuerdo.

—¿Dice usted que su hijo jamás sufrió ataques como éste mientras vivió bajo su techo?

—Nunca, que yo sepa —respondió contrita Dolores—. De haberlo sabido, yo misma habría buscado un médico, porque verlo así, ciego... es terrible.

Y la mujer contuvo la emoción, recordando el pavor que sintió la tarde en que llegó a la estancia ansiosa por ver a su nuera y encontró a todos moviéndose en un silencio de luto, llevando y trayendo tisanas y paños fríos por la escalera. Temió por Elizabeth y por su bebé, hasta que la joven apareció, echándose en sus brazos y contándole, entre sollozos, el horror vivido durante el ataque de los indios. Más tarde supo la verdad sobre el mal que aquejaba a su hijo y ambas se consolaron, diciéndose que la Providencia, que las había unido a través de Fran y había protegido al niño, no las desampararía en ese trance.

Y la Providencia llevó los pasos del doctor Ortiz hasta el umbral de El Duraznillo. El doctor se mostraba gentil y sereno, aunque tras sus ojos oscuros se adivinaba la inteligencia del que está alerta ante cualquier dato relevante. No desechaba nada de lo que le dijeran y preguntaba cosas en apariencia intrascendentes, que luego lo llevaban a meditar y asentir, como si con ellas confirmase un diagnóstico.

Conversar con la madre del paciente había sido un golpe de suerte, pues aquellas menudencias revestían gran importancia: si Francisco había padecido de fiebres altas durante su niñez, si tenía pesadillas, si sufría de sudores fríos, o de vértigo... todo ayudaba a determinar la causa del mal. La jaqueca, según su ciencia, era un rompecabezas, un enigma a descifrar. Necesitaba pistas que lo condujeran, y la única fuente era la personalidad del paciente. Por lo que deducía, estaba ante un niño orgulloso, necesitado de amor e incapaz de mendigarlo, obstinado y profundamente herido. "Un niño así construye un caparazón para resistir los embates de la vida", pensó Ortiz. El equilibrio peligraba si el caparazón amenazaba con resquebrajarse, lo que sin duda estaba ocurriendo. Ese hombre, duro por fuera, estaba sometido a fuertes emociones que él debía identificar para ayudarlo a curarse.

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