Read La mano del diablo Online

Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 1)

La mano del diablo (14 page)

BOOK: La mano del diablo
3.7Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

–O
lente, lente, currite noctis equi
–recitó en voz baja Pendergast.


El doctor Fausto,
acto quinto, escena segunda – dijo enseguida Constance, añadiendo:

Ruedan mudas las estrellas, corre el tiempo y el reloj,

vendrá el demonio, y a Fausto la condenación.

Las facciones de Pendergast se vieron alteradas por una leve sonrisa.

–Según la leyenda, después de medianoche se oyeron gritos horribles en sus aposentos, pero ninguno de sus invitados se atrevió a investigar. Por la mañana descubrieron que su dormitorio se había convertido en un matadero. Las paredes estaban pintadas de sangre. Alguien encontró un globo ocular en un rincón. Los restos aplastados de su cráneo aparecieron pegados a la pared, y lo que quedaba de su cuerpo fue hallado en el callejón, sobre un montón de estiércol de caballo. Se dijo...

Un golpe en la puerta de la biblioteca interrumpió la explicación.

–Debe de ser el sargento D'Agosta –dijo Pendergast, tras echar un vistazo a! reloj–. ¡Adelante! –exclamó.

La puerta se abrió lentamente y el sargento Vincent D'Agosta entró en la biblioteca, sucio, con la ropa destrozada, lleno de rasguños y sangrando.

Pendergast se levantó de golpe de la silla.

–¡Vincent!

Dieciséis

Aturdido y mareado, D'Agosta se dejó caer en un sillón. Tenía insensible la mitad del cuerpo, mientras que la otra era todo dolor. Aquella mansión, vieja, húmeda, fría y oscura, le producía escalofríos. ¿Cómo era posible que Pendergast la hubiera convertido en su domicilio? Podía vivir muy bien en Central Park West, ¿por qué entonces se había decantado por hacerlo no solo en pleno Harlem, sino en una especie de museo o casa encantada, llena de animales disecados, esqueletos y estanterías rebosantes de extraños artefactos? Por suerte la biblioteca era como un oasis, con sillones mullidos y una buena chimenea. Al parecer Pendergast tenía una invitada, pero D'Agosta se sentía demasiado magullado y lleno de arañazos, demasiado hecho polvo, en definitiva, para hacerle caso.

–Parece que ha estado huyendo del demonio –dijo Pendergast.

–Es la verdad.

–¿Un jerez?

–¿No tendrá una Bud fría, por casualidad?

Pendergast se mostró compungido.

–¿Le va bien una Pilsner Urquell?

–Mientras sea cerveza...

La otra ocupante de la biblioteca (una joven con un vestido largo de color salmón) se levantó y salió, pero volvió al cabo de unos minutos con un vaso de cerveza en una bandeja. D'Agosta lo cogió y se lo bebió, agradecido.

–Gracias... mmm...

–Constance –respondió una voz muy suave.

–Constance Greene –dijo Pendergast–. Mi pupila. Le presento al sargento Vincent D'Agosta, un colaborador de confianza que me ayuda en el caso.

D'Agosta miró a Pendergast de reojo. ¿Su pupila? ¿Qué quería decir con eso? Volvió a fijarse en la joven con mayor curiosidad. Era guapa, de una belleza pálida y fina. Su vestido era muy discreto y recatado, pero los senos que levantaban la pechera de encaje hicieron que el sargento sintiese un cosquilleo en la entrepierna que de recatado tenía bastante poco. A pesar de lo anticuado de la ropa, la muchacha no aparentaba más de veinte años; y sin embargo sus ojos violetas, despiertos e inteligentes, no parecían ojos de chica joven. En absoluto.

–Encantado –dijo D'Agosta, e hizo una mueca al querer incorporarse.

–¿Le duele algo? –preguntó Pendergast.

–Prácticamente todo.

El sargento bebió otro buen sorbo de cerveza.

–Cuéntenos qué ha pasado.

Dejó el vaso en su sitio.

–Empezaré por el principio. Lo primero que he hecho ha sido visitar a lady Milbanke, pero ha sido un desastre. Solo tenía ganas de hablar de su nuevo collar de esmeraldas. Tampoco he sacado mucho en claro de Cutforth. Ha mentido sobre la razón de la llamada de Grove y se ha limitado a responder con evasivas. El último ha sido Bullard, en el New York Athletic Club. Dice que casi no conocía a Grove que no sabe por qué le llamó, que no recuerda gran cosa de la conversación y que no sabe de dónde sacó Grove su número. Un mentiroso, en resumidas cuentas, y ni siquiera intentó disimular.

–Interesante.

–Sí, es todo un personaje: grande, feo, chulo... Un hijo de... –D'Agosta miró fugazmente a la chica– su madre. La verdad es que no me ha hecho ni caso. Total, que me he ido, he cenado en Broadway, en el Mullin's Pub, y he visto un par de veces un Impala dorado. Luego he cogido el metro hasta la calle Noventa y seis y me he acercado a Riverside. Desde ahí, todo el camino a pata. A la altura de la calle Ciento treinta ha reaparecido el Impala.

–¿Iba hacia el norte o hacia el sur?

D'Agosta se preguntó qué importancia tenía.

–Hacia el norte.

Pendergast asintió.

–Como me olía algo raro, he entrado corriendo en Riverside Park. Entonces se me han echado encima dos tíos pegando tiros con pistolas de mira láser, armas pequeñas y de precisión, y me han perseguido por todo el parque. Yo he bajado corriendo hacia la West Side Highway y me he encontrado con una tela metálica. Pensaba que ya no lo contaba, hasta que he visto un coche accidentado a unos cincuenta metros. Algún chalado que se empotró contra la valla y dejó el coche allí pudriéndose. Me he tirado por el agujero, les he despistado por la West Side Highway y he parado un coche que me ha dejado en la siguiente salida, pero como no encontraba ningún taxi he tenido que caminar otra vez las treinta manzanas. No me he despegado ni un momento de la oscuridad, por si volvía el Impala. La verdad es que he tardado bastante.

Pendergast volvió a asentir con la cabeza.

–Es decir, que uno de los hombres le ha seguido en el metro y el otro se ha quedado en el coche. Luego se han reunido y han querido tenderle una emboscada.

–Sí, es lo que me ha parecido. Un viejo truco.

–¿Les ha devuelto los disparos?

–Sí, pero no me ha servido de gran cosa.

–¡Ah! ¿Y su famosa puntería?

D'Agosta miró el suelo.

–Un poco oxidada.

–La pregunta es quién les enviaba.

–Tengo la impresión de que las cosas se han precipitado después de molestar a Bullard.

–Demasiado quizá.

–Bullard no me ha parecido de los que esperan. Da la impresión de ser muy decidido.

Pendergast asintió.

La chica, que hasta entonces había escuchado educadamente, se levantó del sofá.

–Con su permiso, les dejo para que lo discutan entre ustedes. –Su manera de hablar era precisa y afectada, con cierto acento que a D'Agosta, por alguna razón, le trajo recuerdos de cine en blanco y negro. Se acercó a Pendergast y le dio un besito en la mejilla–. Buenas noches, Aloysius. –A continuación miró a D'Agosta e inclinó la cabeza–. Ha sido un placer conocerle, sargento.

Poco después la puerta se cerró y la biblioteca quedó en silencio.

–Su pupila, ¿eh? –dijo D'Agosta.

Pendergast asintió.

–¿De dónde sale?

–La he heredado con la casa.

–Y ¿se puede saber cómo se hereda a una persona? ¿Es pariente suya?

–No, pariente no. Es un poco complicado. Mi tío abuelo Antoine me legó esta casa, junto con sus colecciones. Un conocido mío, que catalogó las colecciones de la mansión durante el verano, descubrió en su interior a la joven. Había estado escondida.

–¿Cuánto tiempo?

Hubo una pausa.

–Bastante.

–¿Qué pasa, que se escapó? ¿No tiene familia?

–Es huérfana. Mi tío abuelo se ocupó de ella, de su bienestar y educación.

–¿Ah, sí? Pues debía de ser un santo.

–No precisamente. De hecho, nunca quiso a nadie aparte de Constance, a quien siguió cuidando cuando ya no se cuidaba ni a sí mismo. El era un misántropo, y Constance la excepción que confirma la regla. En todo caso, parece que en estos momentos soy su única familia. Sin embargo, le pediré que no comente nada de esto en su presencia. Los últimos seis meses han sido especialmente... duros para ella.

–¿En qué sentido?

–Eso es mejor dejarlo en el pasado. Confórmese, Vincent, con saber que Constance es la inocente beneficiaria de una serie de experimentos diabólicos que fueron realizados tiempo atrás. Teniendo en cuenta que en otra época la familia de la joven salió muy perjudicada por esos experimentos, me siento obligado a velar por ella. Es una complicación que no había previsto, se lo aseguro. De todos modos, su conocimiento de esta casa, y de la biblioteca, está demostrando ser de un valor incalculable. Constance será una ayudante de investigación y una conservadora excepcional.

–En todo caso, no ofende a la vista. –Al ver la mirada divertida de Pendergast, D'Agosta carraspeó y se apresuró a añadir–: ¿Y usted? ¿Cómo le han ido las entrevistas?

–Montcalm tenía poco que añadir a lo que ya sabemos. Ha estado de viaje hasta ayer. Parece ser que Grove quiso llamarle, que estaba muy nervioso y que dejó un mensaje a su asistenta: «¿Cómo se rompe un contrato con el diablo?». La asistenta lo tiró. Parece ser que Montcalm atrae a los locos como un imán y que recibe muchos mensajes de este tipo. No ha podido añadir nada más. En cambio Fosco ha resultado muy interesante.

–Espero que le haya hecho cantar.

–No estoy muy seguro de quién ha hecho cantar a quién.

D'Agosta no se imaginaba a nadie haciendo cantar a Pendergast.

–¿Tiene alguna relación con el asesinato?

–Depende del sentido que le dé a la expresión. Es un hombre muy notable, cuyos recuerdos me han sido de grandísimo valor.

–Pues sobre Cutforth y Bullard aún no hay nada claro.

–Antes ha dicho que Cutforth es un mentiroso, como Bullard. ¿Cómo lo sabe?

–Me dijo que Grove le llamó en plena noche porque quería comprar una pieza de coleccionista de rock. Yo me eché el farol de que Grove odiaba el rock, y la mirada enseguida le delató.

–Qué mentira más burda.

–Bueno, es que él es burdo, y además bastante tonto; aunque supongo que en lo suyo será bueno, vista la cantidad de dinero que ha ganado.

–La inteligencia, la cultura y la educación no son cualidades que suelan asociarse con el negocio de la música popular.

–En cambio Bullard es de otro nivel. También es burdo, pero muy inteligente. Yo no le subestimaría. La cuestión es que los dos saben mucho más de lo que dicen sobre la muerte de Grove. Estoy seguro de que podemos hacer hablar a Cutforth, porque es un gallina, pero Bullard será un hueso duro de roer.

Pendergast inclinó la cabeza.

–En principio, mañana estará listo el informe forense sobre el cadáver de Grove. Quizá nos dé esa información que tanto necesitamos. De momento, lo esencial es encontrar la conexión entre Bullard, Cutforth y Grove. Si la encontramos, Vincent, tendremos la llave del misterio.

Diecisiete

El doctor Jack Dienphong hizo un último repaso visual a su laboratorio, deteniéndose en las mesas de metal, las campanas, las cajas de guantes, los microscopios (normales y de electrones), los microtomos y los valoradores. No era bonito pero estaba organizado y resultaba funcional. Dienphong era el jefe de la división de ciencias forenses del FBI de la calle Congress, y sentía una gran curiosidad por conocer (al fin) a ese agente especial Pendergast, de quien tanto había oído hablar.

Se miró la mano, donde tenía una tarjeta con anotaciones. Quería darles un último repaso, aunque se las supiera casi de memoria. La tarjeta le servía, más que nada, para sentirse seguro. Experimentó una punzada de aprensión. No le gustaban los datos que estaba a punto de dar. Confiaba en que el famoso agente (famoso en un sentido negativo, para algunos) lo entendiera. A juicio de Dienphong, el máximo error que podía cometerse en química forense era interpretar abusivamente los resultados. Ese error, repetido cierto número de veces, era un modo seguro de enviar a la cárcel a un inocente, el gran miedo de Dienphong, que no estaba dispuesto a forzar los resultados para nadie. Ni siquiera para alguien de la talla de Pendergast.

Oyó movimiento en la puerta y consultó su reloj. Puntualidad casi al segundo. Se confirmaba una de las características más comentadas del agente. Poco después se abrió la puerta y entró un hombre alto y delgado con traje negro, seguido por el agente especial Carlton (jefe de la delegación del distrito sur) y un grupo silencioso de agentes y ayudantes de menor rango. Se palpaba un ambiente de entusiasmo, el de los grandes casos; porque solo un gran caso, un caso importante, explicaba la presencia de alguien como Carlton en domingo. Todas las pruebas pertinentes habían sido enviadas al FBI por la policía local, para un análisis en profundidad. Ahora, juntar el puzzle era cosa de Dienphong, que seguía igual de nervioso.

Observó atentamente a Pendergast. Respondía a la descripción que hacían de él. Sus movimientos tenían la eficacia y la elegancia de los de un gato; su pelo era más blanco que rubio, y en su rostro sereno de patricio se movían sin descanso dos ojos grises que no pasaban nada por alto. A lo largo de su carrera, Dienphong había conocido a muchos agentes del FBI, pero Pendergast pertenecía a otra categoría.

Los ojos grises se concentraron en Dienphong. El agente se acercó con largos pasos.

–Doctor Dienphong... –dijo con el acento melifluo del más profundo sur.

–Encantado.

Dienphong estrechó una mano tibia y seca.

–Su artículo del
Journal of Forensics
sobre el índice de maduración de las larvas de moscarda en los cadáveres humanos me pareció muy ameno.

–Gracias.

A Dienphong no se le había ocurrido que su artículo pudiera calificarse de «ameno», pero, en fin, allá cada cual. Su ideal de amenidad eran los ensayos de Samuel Johnson.

–Ya está todo listo para la presentación –dijo, señalando dos hileras de sillas metálicas situadas delante de una pantalla–. Empezaremos por una breve presentación visual.

–Excelente.

Los agentes se sentaron entre los murmullos, toses y movimiento de sillas. El agente especial Carlton lo hizo en el centro de la primera fila. Sus gruesos muslos rebasaban los bordes del asiento.

Dienphong hizo una señal a su ayudante. Cuando la luz se atenuó, puso en marcha el proyector informático.

–Interrúmpanme con todas las preguntas que quieran, por favor. –Abrió la primera imagen–. Iremos desde lo más sencillo hasta lo más complicado. Esto es una muestra con cincuenta ampliaciones del sulfuro que se encontró en el lugar del crimen. Según nuestro análisis químico, es natural, con elementos traza que indican un origen volcánico. Fue calentado y quemado con rapidez, aunque desconocemos cómo. Durante la combustión, el sulfuro se combina con el oxígeno y forma dióxido de sulfuro, SO2, un gas de olor muy intenso, como el de las cerillas encendidas. Después, si entra en contacto con agua, crea H2SO4, también llamado ácido sulfúrico.

BOOK: La mano del diablo
3.7Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

1993 - The Blue Afternoon by William Boyd, Prefers to remain anonymous
Requiem Mass by Elizabeth Corley
The Goblin Wood by Hilari Bell
Aquamarine by Carol Anshaw
The Secret Agent on Flight 101 by Franklin W. Dixon
The Lost Summer of Louisa May Alcott by Kelly O'Connor McNees