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Authors: Charles Bukowski

Tags: #Erótico, Humor, Relato

La máquina de follar (18 page)

BOOK: La máquina de follar
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pedirles que legalicen la yerba es como pedirles que pongan un poco de mantequilla en las esposas antes de ponérnoslas, otra cosa es lo que te hace daño... por eso necesitas yerba, o whisky, o látigos y trajes de goma, o música aullante tan jodidamente alta que no puedas pensar. o manicomios, o coños mecánicos o ciento sesenta y dos partidos de béisbol por temporada. o Vietnam o Israel o el miedo a las arañas. tu amante se lava la amarillenta dentadura postiza en el lavabo antes de que te la jodas. hay soluciones básicas y hay triquiñuelas. aún seguimos jugando con triquiñuelas porque aún no somos lo bastante hombres ni lo bastante reales para decir lo que necesitamos. durante unos siglos creímos que podría ser el cristianismo. después de arrojar a los cristianos a los leones, les dejamos que nos arrojaran ellos a los perros. descubrimos que el comunismo podría ser un poco mejor para el estómago del hombre medio, pero que hacía poco por su alma. ahora jugamos con drogas, pensando que abrirán puertas. el Oriente conoce ese asunto desde mucho antes que la pólvora. descubren que sufren menos, que mueren más. yerba o no yerba. « ¡nosotros nos vamos a Malibú, hombre! ¡qué sí, que nos vamos a Malll-i-buuuuú! »

perdonad un momento, que líe un poco de Bull Durham. ¿una calada?

La manta

He estado durmiendo mal últimamente, pero no se trata concretamente de eso. Es cuando parece que voy a dormir cuando pasa. Digo «parece que voy a dormir» porque es justo eso. Ultimamente, cada vez más, parezco estar dormido, tengo la sensación de que estoy durmiendo, y sueño, sin embargo, en mi sueño con mi habitación, sueño que estoy dormido y que todo está exactamente donde lo dejé al acostarme. El periódico en el suelo, una botella de cerveza vacía en una silla, mi carpa dorada dando lentas vueltas en el fondo de su pecera, todas las cosas íntimas que son tan parte de mí como mi pelo, Y, muchas veces, cuando NO estoy dormido, pero estoy en la cama, mirando las paredes, adormilado, esperando dormir, suelo preguntarme: ¿aún estoy despierto o estoy dormido ya y sueño con mi habitación?

Las cosas han ido mal últimamente. Muertes; caballos que corren mal; dolor de muelas; hemorragias, otras cosas inmencionables. Tengo a veces la sensación de que, bueno, de que las cosas no pueden pdnerse ya peor. Y entonces pienso, en fin, aún tienes una habitación, no estás en la calle. Hubo tiempos en que no me importaban las calles. Ahora, no puedo soportarlas. Puedo soportar ya muy poco. Me han pinchado, acuchillado y sí, bombardeado incluso... tan a menudo, que sencillamente estoy harto; no puedo soportar todo esto.

Y ahí está el asunto. Cuando me acuesto y sueño que estoy en mi habitación o si está pasándome realmente y estoy despierto, no sé, en fin, empiezan a pasar cosas. Me doy cuenta de que la puerta del armario está un poquito abierta y estoy seguro de que no lo estaba hace un momento. Luego veo que la abertura de la puerta del tocador y el ventilador (ha hecho calor y tengo el ventilador en el suelo) se alinean apuntando en línea recta a mi cabeza. Con un súbito giro, me aparto bufando de la almohada, y digo «bufando» porque suelo maldecir bastante a «esos» o «eso» que intentan echarme. Ya te oigo decir, «este tío está loco», y en realidad quizás lo esté. Pero de todos modos no tengo la sensación de estarlo. Aunque sea un punto muy débil a mi favor, si lo es en realidad. Cuando estoy fuera, entre gente, me siento incómodo. Ellos hablan y tienen emociones en las que yo no participo. Y es, sin embargo, cuando estoy con ellos cuando más fuerte me siento. Y pienso esto: si ellos pueden existir apoyándose concretamente en esos fragmentos de cosas, yo también puedo existir, sin duda. Pero es cuando estoy solo y todas las comparaciones deben enfrentarse a una comparación de mí mismo frente a las paredes, a la respiración, a la historia, a mi fin, cuando empiezan a pasar cosas extrañas. Evidentemente soy un hombre débil. He probado a recurrir a la Biblia, a los filósofos, a los poetas, pero para mí, no sé por qué, ninguno ha dado en el blanco. Hablan de algo completamente distinto. Por eso dejé de leer hace ya mucho. Hallé una cierta ayuda en la bebida, en el juego y el sexo, en este sentido me he portado como cualquier hombre de la comunidad, la ciudad, la nación. Con la diferencia única de que a mí no me interesaba «triunfar». No quería familia, hogar, trabajo respetable, etc. Y así me veía yo: ni intelectual ni artista, sin las auxiliadoras raíces del hombre normal, colgando como algo etiquetado en medio y supongo, sí, que es el principio de la locura.

¡Y qué vulgar soy! Estiro la mano y me rasco el culo. Tengo hemorroides, almorranas. Es mejor que la relación sexual. Rasco hasta sangrar, hasta que el dolor me obliga a parar. Así hacen los monos. ¿No les has visto nunca en los zoos con los culos rojos y ensangrentados?

Pero déjame seguir. Aunque si te interesa lo raro te hablaré del asesinato. Esos Sueños de la Habitación, permíteme llamarles así, empezaron hace algunos años. Uno de los primeros fue en Filadelfia. Entonces tampoco trabajaba y quizás estuviese preocupado por el alquiler. Ya no bebía más que un poco de vino y algo de cerveza, y el sexo y el juego aún no habían caído sobre mí con plena fuerza. Aunque vivía con una dama de la calle por entonces me parecía muy extraño que ella quisiera más sexo o «amor», como decía cuando se trataba de mí, después de estar con dos o tres o más hombres aquel día y noche, y aunque yo tenía tanta cárcel y experiencia encima como cualquier Caballero de la Vida, daba una sensación rara meterla allí dentro después de todo AQUELLO... y eso se volvía contra mí y lo pasaba muy mal:

—Querido —decía ella—, tienes que entender que yo te AMO. Con ellos no es nada. No CONOCES a las mujeres. Una mujer puede dejarte entrar y tú creer que estás allí dentro y no estarlo siquiera. Contigo es distinto.

Pero las palabras no ayudaban gran cosa. Sólo acercaban más las paredes. Y una noche, no sé si soñaba o no, me desperté y ella estaba en la cama conmigo (o soñé que despertaba) y miré alrededor y vi allí a todos aquellos hombrecillos, treinta o cuarenta, atándonos con alambres a la cama, una especie de alambre de plata, y daban vueltas y vueltas enrollándonos, por debajo de la cama, por encima, con el alambre. Mi chica debió sentir mi nerviosismo. Vi que tenía los ojos abiertos y que me miraba.

—¡Quieta! —dije—. ¡No te muevas! ¡Están intentando electrocutarnos!

—¿QUIEN ESTA INTENTANDO ELECTROCUTARNOS?

—¡Maldita sea! ¡QUIETA he dicho! ¡No te muevas!

Les dejé trabajar un rato más, fingiendo estar dormido. Luego, me alcé con todas mis fuerzas, rompiendo el alambre, sorprendiéndolos. Le largué un viaje a uno, pero no le di. No sé dónde se metieron, pero me libré de ellos.

—Acabo de salvarnos de la muerte —dije a mi chica.

—Bésame, querido —dijo ella.

En fin, volvamos al presente. Despierto por la mañana con estos cintazos en el cuerpo. Marcas azules. Hay una manta concreta a la que he estado vigilando. Creo que esta manta se aprieta a mí mientras duermo. A veces despierto y la tengo enrollada al cuello y apenas puedo respirar. Siempre es la misma manta. Pero he procurado ignorarla. Abro una cerveza, extiendo el programa de las carreras, miro por la ventana la lluvia e intento olvidar todo. Quiero sencillamente vivir tranquilo y sin problemas. Estoy cansado. No quiero imaginar ni inventar cosas.

Sin embargo esta noche volvió a molestarme la manta. Se mueve como una serpiente. Adopta diversas formas. No se está lisa y quieta encima de la cama. Y la noche anterior la tiré al suelo de una patada. Luego la vi moverse. Vi moverse esa manta muy rápido cuando fingí volver la cabeza. Me levanté y encendí todas las luces y cogí el periódico y me puse a leer. Lo leí todo, la bolsa, los últimos estilos de la moda, cómo cocinar una calabaza, cómo librarse de la yerba piojera; las cartas al director, las columnas políticas, ofertas de trabajo, esquelas, etc. Durante ese tiempo la manta no se mueve y bebo tres o cuatro botellas de cerveza, quizás más, y luego a veces es de día y entonces resulta fácil dormir.

La otra noche pasó. Bueno, empezó por la tarde. Como había dormido muy poco, me acosté por la tarde, a las cuatro, y cuando desperté, o soñé con mi habitación otra vez, estaba oscuro y tenía la manta enrollada al cuello, la manta había decidido que ¡Era EL momento! ¡Basta de disimulos! ¡Iba a por mí, y era más fuerte! O más bien yo parecía muy débil, como en un sueño, y me costó un trabajo inmenso impedirle que me cortara del todo el aire, pero seguía colgando a mi alrededor, aquella manta, dando rápidos y fuertes tirones, intentando cogerme descuidado. Empezó a llenárseme la frente de sudor. ¿Quién iba a creer una cosa así? ¿Quién podía creer aquello? Una manta que cobra vida e intenta matar a un hombre... Nada se cree hasta que pasa por PRIMERA vez... como la bomba atómica o que los rusos mandasen un hombre al espacio o que Dios descendiese a la tierra y luego le clavasen en una cruz aquellos a los que El creara. ¿Quién puede creer todas las cosas que pasan? ¿El último husmeo de fuego? ¿Los ocho o diez hombres y mujeres en una nave espacial, la Nueva Arca, camino de otro planeta a plantar la insípida semilla del hombre una vez más? ¿Habría hombre o mujer capaz de creer que aquella manta intentaba estrangularme? ¡Nadie, absolutamente nadie! Y, en cierto modo, esto empeoraba las cosas. Aunque, por supuesto, no me afectase gran cosa lo que las masas pensasen de mí, deseaba, en cierto modo, comprender a la manta. ¿Extraño? ¿Por qué pasaba aquello? Y, también extraño, había pensado a menudo en el suicidio, pero ahora que la manta quería ayudarme, luchaba contra ella.

Por fin, logré librarme de aquel chisme y tirarlo al suelo y encendí las luces. ¡Eso lo resolvería todo! ¡LUZ, LUZ, LUZ!

Pero no, vi que aún se agitaba o se movía un centímetro o dos allí, bajo la luz. Me senté y la observé atentamente. Volvió a moverse. Treinta centímetros por io menos. Me levanté y empecé a vestirme. Apartándome de la manta y bordeándola para coger los zapatos, los calcetines, etc. Una vez vestido, no sabía qué hacer. La manta aún seguía allí. Quizás un paseo, el aire de la noche. Sí, charlaría con el chico de los periódicos de la esquina. Aunque esto ya no era posible tampoco. Todos los chicos de los periódicos del barrio eran intelectuales. Leían a G. B. Shaw y a O. Spengler y a Hegel. Y no eran chicos de los periódicos ya: tenían sesenta, ochenta o mil años. Mierda. Salí dando un portazo.

Luego, cuando llegué a las escaleras, algo me hizo volverme y mirar al descansillo. Acertaste: la manta me seguía, avanzaba serpentinamente, los pliegues y sombras de delante aparentaban cabeza, boca y ojos. Permite que te diga que en cuanto empiezas a admitir que un horror es un horror, al fin se hace MENOS horror. Por un momento pensé en mi manta como si fuese un buen perro que no quisiese estar solo sin mí y tenía que seguirme. Pero luego caí en la cuenta de que aquel perro, aquella manta, había salido a matarme, y entonces, a toda prisa, bajé las escaleras.

¡Sí, sí, vino tras de mí! Se movía con la rapidez que quería bajando las escaleras. Sin ruido. Decidida.

Yo vivía en el tercer piso. Me siguió escaleras abajo. Hasta el segundo. Hasta el primero. Mi primer pensamiento fue salir corriendo fuera, pero fuera estaba muy oscuro. Es un barrio tranquilo y solitario, lejos de las grandes avenidas. Lo mejor era acercarse a la gente para cerciorarse de la realidad de los hechos. Son necesario como MINIMO 2 votos para hacer real la realidad. Los artistas que han trabajado años por delante de su época, han descubierto eso, y los casos de demencia y de supuesta alucinación lo han puesto también al descubierto. Si eres el único que ves una visión, te llaman santo o loco.

Llamé a la puerta del apartamento 102. Salió a abrir la mujer de Mick.

—Hola, Hank —dijo—. Pasa.

Mick estaba en la cama, todo hinchado, los tobillos de tamaño doble, con más vientre que una mujer embarazada. Había sido un gran bebedor y había fallado el hígado. Estaba lleno de agua. Esperaba que quedase una cama libre en el hospital de veteranos.

—Hola, Hank —dijo—. ¿Trajiste un poco de cerveza?

—Vamos, Mick —dijo su vieja—, ya sabes lo que dijo el doctor: se acabó, ni siquiera cerveza.

—¿Para qué es esa manta, Hank? —preguntó él.

Miré. La manta había saltado hasta mi brazo .para poder entrar inadvertida.

—Bueno —dije—, es que tengo muchas. Pensé que podría serviros.

La eché sobre el sofá.

—¿No trajiste cerveza?

—No, Mick.

—Una cerveza seguro que podría aguantarla.

—Mick —dijo su vieja.

—Bueno, es que resulta muy duro cortar en seco después de tantos años.

—Bueno, quizás una —dijo su vieja—. Bajaré a la tienda.

—No te molestes —dije—, traigo yo unas cuantas de la nevera.

Me levanté y fui hacia la puerta, vigilando la manta. No se movió. Estaba allí posada, mirándome desde el sofá.

—En seguida vuelvo —dije, y cerré la puerta.

Creo, pensé, que es cosa mental. Llevé la manta conmigo e

imaginé que me seguía. Tengo que relacionarme más con la gente. Mi mundo es demasiado limitado.

Subí a casa y metí tres o cuatro botellas de cerveza en una bolsa de papel y luego empecé a bajar. Cuando iba por el segundo piso oí un grito, un taco y luego un tiro. Bajé corriendo las otras escaleras y me lancé hacia el 102. Mick estaba allí de pie todo hinchado con una magnum del 32 de cuyo cañón salía un hilillo de humo. La manta seguía en el sofá, donde yo la había dejado.

—¡Mick, estás loco! —le decía su vieja.

—Es cierto ——dijo él—. En cuanto entraste en la cocina, esa manta, que muerto me caiga ahora mismo si no es cierto, esa manta saltó hacia la puerta. Intentaba girar el manubrio, para salir, pero no podía. En cuanto me recuperé de la primera sorpresa, salí de la cama y fui hacia ella, y cuando me acercaba, saltó del pomo, saltó a mi cuello e intentó estrangularme.

—Mick ha estado enfermo —dijo su vieja—. Ha estado poniéndose inyecciones. Ve cosas. Solía ver cosas cuando bebía. En cuanto le ingresen en el hospital se pondrá perfectamente.

—¡Maldita sea! —gritó él plantado allí todo hinchado con su pijama—. Te aseguro que ese chisme intentó matarme, y suerte que la vieja magnum estuviese cargada y que pudiese correr al aparador y sacarla y atizarle cuando intentó atacarme otra vez. Se escurrió. Volvió otra vez 'al sofá y allí está. Puedes ver el agujero donde le metí la bala. ¡No son imaginaciones mías!

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