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Authors: Marcos Aguinis

La Matriz del Infierno (6 page)

BOOK: La Matriz del Infierno
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El capitán se acarició las abultadas cejas, expulsó la tormenta de su rostro y habló como si no hubiese ocurrido nada. Su tono era ahora calmo, propio de un abuelo tierno. Rolf estaba sobre el borde de la silla y agitaba su pierna derecha. Botzen evidenciaba una repentina y desconcertante paciencia; sin apuro avanzaba hacia un clima secreto. Aunque se refería a temas impersonales, producía un raro confort. Mencionó el peligro bolchevique y la inestable República de Weimar, temas que también prendían en el conventillo. El capitán los analizaba con altura.

Botzen no tuvo que hacer mucho esfuerzo para serenar al muchacho. Tras envolverlo con su voz cavernosa y su mirada dominante, consiguió que aflojara el ceño. El capitán era una hipnótica síntesis del Kaiser y de Bismarck. El poder que emanaba desde su trono llegaba como caricia tibia.

Durante los silencios Rolf echaba ojeadas a los costados. Filtrada por una vaporosa cortina se derramaba la luz del exterior. Las paredes estaban forradas con maderas. Frente a él la mesa de caoba sostenía carpetas y, a un lado, ardía una lámpara de bronce con pantalla verde. Esto era un palacio como los que —según contaba don Segismundo— había construido Ludwig II en las montañas de Baviera; Botzen era el rey o el ministro del rey.

Aquietó su pierna y retiró las manos del estómago.

El capitán tenía sobrada astucia para ganar adeptos y, más aún, descubrirlos al instante. Desde que Rolf había adelantado su pie en el despacho captó que podía servirle. La humillación a Ferdinand conseguiría que una quebrada devoción filial se trasladase a otro tipo de devoción. Hacía mucho que los hijos de ese borracho se consideraban huérfanos.

Tras un tiempo inmensurable lo acompañó hasta la puerta, cortesía que hizo temblar las rodillas del joven. Botzen, como si no diese excesiva importancia al asunto, apoyó sus gruesos dedos sobre el picaporte y preguntó si aceptaría incorporarse a un grupo de hombres leales al Kaiser, dispuestos a luchar por el retorno de la monarquía. La respuesta no pudo ser sino un firme “¡Sí, señor capitán de corbeta!”

Le estrechó la mano e hizo el saludo militar.

—De lo que hablamos aquí, ¡ni una palabra a nadie!


Jawohl!,
señor capitán de corbeta.

Caminó hacia la salida, tal como apuntaba el índice del secretario. Su padre, más torpe que antes, lo siguió como un perrito. No hablaron en la calle, ni en la casa, ni en los días siguientes.

A la semana Rolf fue convocado. Se presentó puntualmente y entró enseguida al despacho del capitán. Botzen se puso de pie y lo invitó a sentarse en unos sillones próximos a la ventana. Trajeron café. Botzen lo indujo a servirse primero y dijo que le preocupaba el curso de la política argentina.

—La oposición contra el presidente Yrigoyen va a salir de los carriles constitucionales. Me parece que no lo van a dejar terminar su mandato.

Rolf había escuchado lo mismo.

—¿Con quién hablas de política?

—Con don Segismundo, un viejito que trabaja de sereno.

Botzen hizo otras disimuladas preguntas y lo paseó amablemente por variados asuntos. Cuando el secretario sirvió el segundo café ya le formulaba preguntas sobre su vida familiar, aunque estaba enterado de lo esencial.

—¿Trabajas?

—Sí, como cadete de una verdulería.

También contó que era el sostén económico de su madre.

—Ella se arregla con monedas.

El capitán lo acompañó nuevamente a la puerta; habían charlado durante dos horas y lo invitó para el día siguiente al mediodía. Rolf estaba feliz y atónito.

—Quiero que vengas con tus mejores zapatos.

El secretario se abstuvo de levantar su índice y le sonrió por primera vez. Volvió a sonreírle al día siguiente y lo hizo pasar ante la frustración de quienes estaban esperando con anterioridad. Botzen le miró los gastados zapatos y descerrajó:

—Te invito a almorzar.

El secretario lo condujo a una pequeña habitación con un diván forrado en tela color pastel. Abrió la puerta central del ropero y aparecieron trajes colgados como en una tienda. Eligió un ambo gris, una camisa blanca y una corbata a rayas. Acomodó el conjunto sobre un diván.

—Cámbiese —dijo—; esta ropa le quedará bien.

Rolf acarició la camisa perfumada con espliego. Se vistió en estado de quimera y le costó hacerse el nudo de la corbata. El secretario lo retornó al despacho de Botzen, quien hablaba por teléfono. Hizo señas para que se acercase, así lo examinaba sin dejar el tubo; al otro lado de la línea padecía un subalterno porque le impartía órdenes secas, ríspidas. Al colgar, su rostro volvió a la amabilidad del abuelo y expresó simplemente:

—¿Estamos listos?

Rolf experimentó entonces el gusto de acompañar a un grande. El secretario, apostado en la puerta, entregó a su jefe un sombrero de fieltro y el bastón de mango dorado mientras informaba que estaban aseguradas las reservas. Descendieron hasta la puerta de calle donde los esperaba un automóvil que brillaba como un espejo. El chofer abrió la puerta posterior e hizo una profunda reverencia. Una vez instalados Botzen ordenó: “
Zum Edelweiss

.

El ingreso al restaurante implicó pasar por una cadena de saludos. Rolf seguía al capitán como un ciego al lazarillo. Mucha gente rotaba sus cabezas y se producían murmullos. Cuando llegaron a la mesa, Rolf entendió que los mozos se apresurasen a correr la silla del capitán, pero se sintió abochornado cuando hicieron lo mismo con él. La silla se deslizó tras sus piernas. Delante de él había platos ribeteados, cubiertos fulgurantes y copas de cristal. El mantel era blanquísimo y sobre el plato se elevaba una gigantesca flor. Botzen la levantó con dos dedos y, mediante una sacudida, la convirtió en una servilleta que aterrizó sobre su falda. Dos enormes libros de pocas hojas sobrevolaron con elegancia las manos de los comensales. Botzen abrió el menú y preguntó si deseaba carne o pescado.

—Eh... me da igual.

—Lo que quieras.

—Los dos, entonces.

Botzen sonrió y dirigiéndose al maître, averiguó sobre entradas, salsas y vinos. Luego Rolf se esforzó por imitar la forma en que empuñaba los cubiertos. Pese a su hambre crónica, masticó lento y a boca cerrada.

En la sobremesa le comunicó que había conseguido un nuevo trabajo para su padre.

—Gracias —se sintió obligado a pronunciar esa palabra, aunque poco le interesaba ya: su padre no tenía cura y seguiría vaciando sus bolsillos en las tabernas.

—Dile que venga a verme.

—Lo haré —enseguida se arrepintió de la promesa.

—Tengo una noticia más importante —vació el pocillo y lo depositó en el diminuto plato—. Empezarás a trabajar en una empresa de capitales alemanes. Tu capacidad no merece desperdiciarse en una verdulería. Ganarás el triple.

A Rolf se le redondearon los ojos.

Dos semanas más tarde Botzen lo recibió al anochecer. Le había anunciado que en esa oportunidad ocurriría uno de los actos más importantes de su vida: prestaría juramento de fidelidad al Kaiser y al Reich. Rolf vestía la ropa del almuerzo.

Lo hizo sentar frente a su escritorio, como la primera vez. Como la primera vez, lo miró con fijeza; sus ojos marrón claro volvieron a parecer garfios que lo sujetaban desde el cuero cabelludo. Con voz ronca preguntó si continuaba decidido —hizo una pausa— a inmolar su vida por el Kaiser y su Reich.

—¡Sí, señor capitán de corbeta!

Botzen mantuvo firmes sus pupilas: eran imanes que se tragaban el mundo.

—Pasaremos entonces a la jura.

Se incorporó y Rolf lo imitó al instante. Rodeó el escritorio y lo tomó del brazo. Los dedos del capitán hicieron presión. Lentamente lo condujo hacia la pared que enfrentaba a la ventana. Una lámpara de pie iluminaba un retrato del Kaiser Guillermo II, más pequeño y nítido que el de la sala de espera. Se quedaron de pie, contemplándolo.

—Esta ceremonia es decisiva —dijo Botzen—. Sólo estamos nosotros y el Kaiser, porque los pasos trascendentes no son un espectáculo, sino una metamorfosis del alma. Este Kaiser ha sido el último en ocupar el trono de nuestro Reich. Fue derrocado por una revolución infame que desembocó en la patética República de Weimar. Representa a la monarquía que debemos restaurar. El Kaiser, como institución, sigue vivo y fuerte en el alma de todo alemán bien nacido. Jurarás, pues, ante un retrato de gran carga emblemática, porque fue tomado cuando Guillermo ejercía sus plenipotencias. De tu juramento, Dios y yo seremos testigos. Es un juramento que te comprometerá de por vida, Rolf Keiper.

Apretó más su brazo, para que las palabras también se grabasen en sus músculos.

—Pregunto otra vez, pero ahora delante de este venerable retrato: ¿estás decidido a cumplir tan noble y sacrificado juramento?

—¡Sí, señor capitán de corbeta!

—Bien. Entonces adopta la posición de firmes y mira fijo a nuestro último Kaiser. Levanta el brazo derecho. Repetirás conmigo cada una de las palabras que yo diga. ¿Listo?

Asintió.

—Juro por Dios nuestro Señor...

—Juro por Dios nuestro Señor...

—dedicar mi vida y mis afanes...

—dedicar mi vida y mis afanes...

—a la restauración del Reich y su monarquía...

—a la restauración del Reich y su monarquía...

—en nuestra Patria...

—en nuestra Patria...

—por todos los medios a mi alcance...

—por todos los medios a mi alcance...

—Si así no lo hiciere...

—Si así no lo hiciere...

—caigan sobre mí...

—caigan sobre mí...

—las condenas del Cielo y de la Tierra...

—las condenas del Cielo y de la Tierra...

El capitán giró lentamente hacia Rolf, abrió grandes los brazos y lo estrechó en un abrazo prolongado.

Luego Botzen se dirigió a un pequeño mueble; extrajo una botella de coñac y dos copas. Vertió el ambarino líquido, ofreció una copa a Rolf y levantó la suya.


Zum Wohl!


Zum Wohl!

Lo bebió de un golpe. Se enrojecieron levemente sus mejillas.

—Desde ahora ya no eres el mismo de antes: integras una sagrada legión.

—¡Sí, señor capitán de corbeta!

—Ve entonces a lo de mi secretario, que te dará las instrucciones iniciales.

En el pecho de Rolf se produjo una suelta de palomas.

Las clases de formación ideológica tuvieron lugar en horas de la noche. Los jóvenes del clandestino pelotón ingresaban al edificio de la avenida Santa Fe en forma dosificada. Debían subir la escalera de granito y anunciarse mediante la contraseña “quince lobos” y dos golpes suaves y cortos seguidos por uno más intenso.

Los muchachos se concentraban puntualmente en la antesala junto al flamígero secretario, quien a las nueve y treinta en punto los hacía ingresar en el despacho de Botzen.

Rolf quedó impresionado la primera noche. Contó quince sillas en hemiciclo frente al escritorio de caoba. La araña central refulgía a pleno; los espesos cortinados que durante el día estaban plegados contra los bordes se habían extendido como en los apagones de guerra. Habían desaparecido carpetas y expedientes, sólo ardía en un ángulo la lámpara de bronce con pantalla verde. En torno al retrato del Kaiser ante el cual prestó juramento de fidelidad se había instalado una guirnalda de laureles frescos.

Los quince jóvenes se sentaron con miradas recelosas. El secretario supervisó la ubicación de cada uno y extendió una planilla; ordenó que se pusieran de pie y dijeran “presente” a medida que los nombrase. Rolf conoció de esta manera a sus catorce camaradas, todos de unos veinte años aproximadamente, el cabello bien cortado y camisas pardas. Después el secretario guardó la planilla en una carpeta, verificó que tenía prendidos los seis botones de su chaqueta azul a rayas finas y caminó hacia la puerta.

En unos minutos anunció con voz estentórea al capitán, quien ingresó marcialmente, vestido de uniforme naval oscuro.

Los jóvenes se incorporaron ruidosamente. Botzen hizo sonar los tacos, recorrió con sus ojos de tigre a la audiencia y luego tomó asiento en su alto sillón. El secretario hizo señas a un muchacho cuya silla se había corrido de la alineación perfecta.

La pierna derecha de Rolf empezó a moverse, pero advirtió a tiempo que el secretario estaba por apuntarla con su índice en bayoneta.

—Ustedes integran el pelotón de los Lobos. El lobo es un animal feroz. Serán feroces en la lucha por nuestra causa. Así lo han jurado.

Esperó a que este concepto se enterrase profundamente en el alma de cada discípulo y tendió sus manos hacia adelante como si quisiera tocar quince rostros a la vez.

—La tarea que cumplirán es maravillosa. Heroica. Quiero que la realicen a conciencia. Por eso informaré verdades que los harán hervir de entusiasmo.

Volvió a temblar la pierna de Rolf, pero la contuvo con ambas manos sobre la rodilla.

—Hay mucho para hacer dentro y fuera de nuestra comunidad alemana —dijo en la primera de sus clases y luego repitió en las sucesivas—. Para proceder con eficacia es imprescindible diferenciar la izquierda de la derecha como al Diablo de Dios. ¿Saben ustedes qué es la derecha y qué la izquierda en este país? —durante la pausa sus ojos penetrantes hicieron bajar quince miradas—. La izquierda en Argentina proviene del siglo XIX. Es el Diablo: muy activa y emprendedora. Fueron malos alemanes de esa horrible tendencia quienes en 1882 fundaron el primer Club Socialista con un nombre que les resultaba estimulante:
Vorwarts.
Da vergüenza contarlo, pero esos izquierdistas, gracias a sus mentiras, reclutaron la adhesión de republicanos y liberales que, desde su imbecilidad centrista, no advirtieron la trampa. Fue una trampa mortal que se puso en evidencia en 1918. ¿Qué pasó en 1918, cuando terminó la guerra? Pasó que los izquierdistas, como habría de esperarse, lideraron tumultuosas asambleas populares para suscribir los bochornosos Catorce Puntos que impuso el presidente de los Estados Unidos para lograr una paz “justa”, que en vez de paz justa era el hundimiento definitivo de nuestra querida Patria. ¡Los izquierdistas son traidores a la Patria! Y apoyaron su humillación. Apoyaron los Catorce Puntos y el
Diktat
de Versalles y todo lo que llevaba al sometimiento de Alemania.

Rolf había escuchado lo mismo en su casa, en el conventillo y en la voz de don Segismundo.

—Por ser destructores congénitos —prosiguió—, los izquierdistas se pronunciaron en favor del sistema republicano en Alemania y Austria —soltó una carcajada; Rolf nunca lo había visto reír; sus dientes asomaron grandes y amarillos—. ¡Un sistema republicano! ¡Un sistema que los alemanes jamás practicamos ni podía devolvernos la gloria! Querían asesinar de un solo golpe al Kaiser, al Reich y a la
Deutschtum.

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