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Authors: Antonio Muñoz Molina

La noche de los tiempos (78 page)

BOOK: La noche de los tiempos
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—¿Sabe usted ya dónde tienen al profesor Rossman?

—No tan alto, Abel, más despacio. Despacito y buena letra, según el dicho español. Se está comprometiendo usted y también me compromete a mí. Ya es una imprudencia ir preguntando por ahí por alguien que no parece trigo limpio. He averiguado algo, no mucho. Ni a su amigo de usted ni a usted mismo les conviene que se haga demasiado ruido sobre este caso.

—Lo han detenido por error, estoy seguro.

—No esté usted seguro de nada en estos tiempos. Nuestros amigos soviéticos estaban seguros de Bujarin y de Kamenev y Zinoviev y mire las conspiraciones monstruosas que andaban tramando, y que ellos mismos han acabado por confesar. Nos enfrentamos a un enemigo que no tiene compasión y que por desgracia no se encuentra sólo al otro lado de las líneas del frente. Aquí en Madrid también actúan. Ya sabe lo que dice el presuntuoso del general Varela en la radio facciosa: que tiene cuatro columnas para atacar Madrid y una quinta que le conquistará la ciudad desde dentro. Están entre nosotros y actúan impunemente aprovechándose de la confusión que ellos mismos sembraron al sublevarse y de los escrúpulos morales y los legalismos que a nosotros nos paralizan...

—De qué legalismos me habla usted, Bergamín. Ahora mismo he visto varios cadáveres junto a las verjas del Retiro cuando venía hacia aquí. Los cargan en los camiones de la basura como si fueran fardos y la gente se ríe.

—¿Y no se pregunta usted qué habrían hecho para acabar así? ¿No lee usted los periódicos, no escucha la radio? Creen que los suyos están al llegar y se preparan para facilitarles la conquista. ¿No sabe usted que disparan desde las terrazas y desde los campanarios de las iglesias? Pasan en coches a toda velocidad delante de los cuarteles y ametrallan a los milicianos de guardia, y a quien se les ponga por delante. Bombardean con sus aviones los barrios populares y no tienen ningún reparo en que mueran mujeres y niños. Se lo dije el otro día y vuelvo a repetírselo: no fue el pueblo quien empezó esta guerra. No podemos permitirnos ninguna debilidad ni ningún descuido. No podemos fiarnos ni de nuestras sombras. Hágame un favor y hágaselo usted mismo. No tengo tiempo de explicarme demasiado porque he de estar en el aeródromo dentro de media hora. Arriesgándome mucho y por consideración a usted he hecho averiguaciones y puedo asegurarle que su amigo no corre peligro inminente...

—Dígame dónde está. De qué lo acusan.

—Me pide usted demasiado. Ni yo mismo lo sé.

—Dígame quién lo tiene al menos. ¿Está en una checa comunista?

—Sea prudente con su lenguaje,Abel. Me aseguran que está retenido por una denuncia que parecía bien fundada, pero que no ha resultado demasiado grave. Lo normal será que lo suelten mañana o pasado. Incluso hoy mismo, quién sabe. Los nuestros no actúan tan a ciegas como usted imagina, hombre de poca fe.

—Dígame dónde tengo que ir y declararé en su favor. Negrín está también dispuesto a avalarlo.

—ANegrín lo acaban de nombrar ministro en el nuevo gobierno... ¿No ha escuchado usted la radio esta mañana?

—Voy a llamar a la hija del profesor Rossman. Lleva dos noches sin dormir.

—Usted no va a ninguna parte, Abel, nada más que a donde yo le diga. Me llamaron esta mañana de la Junta de Recuperación del Patrimonio Artístico pidiéndome un favor y pensé inmediatamente en usted. Están desbordados de trabajo, como se puede imaginar.

—No lo estarían si no se hubieran quemado tantas iglesias.

—¿No se ha parado a pensar, Abel, que siempre le echa usted las culpas de todo a los nuestros? ¿Que sólo ve nuestros errores?

—Los está viendo el mundo entero.

—¡El mundo entero ve lo que quiere ver! —La voz débil de Bergamín se levantó un poco más aguda—. Tienen ojos y no ven, oídos y no escuchan, dice el Evangelio. El mundo entero no ve que han sido aviones facciosos los que han bombardeado el palacio de ese traidor del duque de Alba, y que han sido los milicianos del pueblo los que han arriesgado sus vidas lanzándose en medio del fuego y de los escombros para salvar los tesoros de arte que esa familia de parásitos terratenientes lleva siglos usurpando.

Bergamín miró su reloj. Estaba incómodo y tenía prisa. Desde la esquina del vestíbulo donde conversaba con Abel, su cara pálida teñida por los colores de las vidrieras, vigilaba con miradas furtivas el flujo de gente entre la gran escalera y el patio, inquieto por ver salir a André Malraux, que iba a ir con él en el viaje.

—Hablando de tesoros. Habrá oído usted hablar del retablo del altar mayor de la capilla de la Caridad en Ulescas. Tiene cuatro pinturas del Greco, nada menos. Los de la Junta nos han pedido ayuda para rescatarlo...

—¿El enemigo está ya cerca de Illescas?

—No se asuste, Abel. No vaya a oírlo alguien y a pensar que es usted un derrotista.

—Cuando no es por una cosa es por otra. Está visto que no acierto con usted, Bergamín.

—No se me enfade. Me alarma la ingenuidad política de usted, y quisiera despabilarlo, o por lo menos protegerlo. Como usted sabe, las milicias están haciendo retroceder al enemigo en todos los frentes, el de Talavera incluido. Si los fascistas no han sido capaces de tomar Talavera, con fuerzas muy superiores y mejor armadas que las nuestras, ¿cómo van a aproximarse a Illescas, que está mucho más cerca de Madrid? El problema es distinto. Nos han avisado de que en Illescas esos muchachos algo delirantes de la FAI se han hecho con el poder y han decidido proclamar el comunismo libertario. Por ahora ya han eliminado la propiedad privada y el dinero, y han convertido la capilla de la Caridad en almacén de víveres colectivizados. Un concejal socialista consiguió llamar ayer desde el único teléfono del pueblo a la Junta de Patrimonio. En la comuna se está debatiendo qué se hace con el retablo, si se vende para recaudar fondos y comprar armas, que es la postura de los más templados, o directamente se quema en una hoguera en medio de la plaza. No me mire con esa cara, Abel. No podemos reprochar al pueblo que no aprecie lo que no se le ha enseñado a admirar. Con la ayuda de nuestros amigos del Quinto Regimiento hemos preparado una pequeña expedición de rescate. Discreta pero enérgica. Unos cuantos milicianos bien armados y provistos de un decreto de la Dirección General de Bellas Artes autorizándolos a retirar del retablo las pinturas del Greco y a guardarlas temporalmente en los sótanos del Banco de España, como se está haciendo con tantas otras obras valiosas en peligro. Usted es la persona indicada para dirigir la operación. No me proteste. Se lo he dicho varias veces: hágase ver; hágase útil. Signifíquese en su lealtad a la República con actos y no sólo con palabras. Aunque con palabras también le conviene. ¿Cómo es que no firmó usted el manifiesto de adhesión al régimen de los intelectuales?

—Nadie me lo pidió.

—Todo tiene remedio. Escríbame algo para el próximo número de
El Mono Azul
Unas cuartillas sobre lo que a usted le parezca, la arquitectura en la nueva sociedad, o algo como lo que me dio para
Cruz y Raya
, que gustó tanto. Los maestros de la arquitectura popular, tan anónimos como los autores de los romances antiguos. Y haga el favor de salir cuanto antes para Illescas. Habrá una camioneta de la Alianza esperando en la esquina de Recoletos. El tiempo apremia, Abel.

—Déme usted su palabra de que no va a pasarle nada al profesor Rossman.

—Yo no puedo prometer nada. No soy quién. Actúe usted como le aconsejo y no le hará falta ninguna promesa. Si se dan prisa pueden estar de vuelta con las pinturas esta misma tarde. Pregúntele a Mariana. Le he encargado que se ocupe de todo. Ella tendrá un recado para usted.

Esta vez no le ofreció la mano al despedirse. Vio bajar a un hombre alto, con cazadora y pantalones abolsados y botas como de equitación, con un perfil arrogante, y para ir más rápido a su encuentro se olvidó de Ignacio Abel, no sin antes avisarle de quién era:

—Ahí va Malraux.

Por qué se había dejado insensatamente llevar; aceptado una promesa de Bergamín que ni siquiera llegaba a serlo (los ojos pequeños y húmedos bajo las cejas excesivas rehuían su mirada exigente, la necesidad de una certeza); por qué en vez de subir a la camioneta que iba a llevarlo a un destino inseguro y probablemente peligroso no se marchó de la Alianza para seguir buscando al profesor Rossman, que esa mañana era posible que aún estuviera vivo. Los milicianos que tomaban el sol en la entrada en sillones de orejas sacados del palacio —fumaban plácidamente y charlaban en la acera soleada, los fúsiles cruzados sobre el regazo— no habrían hecho nada por retenerlo. Las cosas tienen remedio durante un cierto tiempo casi siempre muy breve y luego suceden y ya son irreparables. Pero él se aturde muy fácilmente en cualquier situación de emergencia o de simple confusión; se queda paralizado justo cuando sería necesaria una acción inmediata. Había salido al patio y un miliciano vino a avisarle de que la camioneta ya estaba preparada y en marcha, los hombres dispuestos. La secretaria de Bergamín bajó taconeando por la escalinata de mármol para darle una carpeta con documentos cuyo contenido repasó delante de él a toda prisa, sin darle tiempo a enterarse de nada. Qué raro haber perdido con tanta facilidad la sensación casi arrogante de dominio que llegó a ser un rasgo de su carácter cuando tomaba decisiones y daba órdenes en las obras de la Ciudad Universitaria. Sonaba la orquestina en alguna parte y al mismo tiempo las linotipias con su trepidación hidráulica; había órdenes y gritos a su alrededor, motores roncos y cláxones en el patio, taconazos de botas, estrépito de armas. Por las estancias donde sólo dos meses atrás se deslizaban criados con libreas y doncellas de uniformes negros y cofias ahora hervía un desorden de hombres con alpargatas, caras sin afeitar, monos azules y fusiles al hombro; de mujeres con gorros milicianos y pistolas al cinto. La guerra era un estado de impremeditación y de prisa, una teatralidad atolondrada y convulsa en la que él era arrastrado sabiendo aturdidamente que no debería dejarse llevar y que le faltaba el coraje o la simple destreza para resistirse. Nunca ha sabido reaccionar en situaciones de trastorno. Se quedaba inmóvil como un animal delante de unos faros y al no hacer nada aumentaba el peligro; si hacía algo era fútil y erróneo y él lo sabía pero no era capaz de remediar su propia incompetencia. En alguno de los calabozos improvisados de Madrid, en un sótano oscuro donde los presos amontonados apenas podían verse las caras, el profesor Rossman tal vez esperaba todavía que se abriera una puerta y alguien dijera su nombre, consciente de que en todo Madrid Ignacio Abel era la única persona que podía salvarlo. Habría debido recurrir de nuevo a Negrín, ahora más influyente y más activista todavía, recién nombrado ministro, esa misma mañana. De un salón de grandes puertas entornadas (marcos dorados, maderas bruñidas en las que estaba tallado el escudo de los marqueses de Heredia Spínola) vino el sonido del cornetín que anunciaba en la radio los partes de la guerra y la gente vino de todas partes para congregarse alrededor de un aparato tan pomposo como los bargueños y los aparadores del palacio. Milicianos, secretarias, operarios que dejaron de trasladar cuadros y cajas de libros, músicos que interrumpieron su ensayo, unas muchachas medio vestidas con trajes de baile y pelucas del siglo XVIII. Ignacio Abel tenía a su lado el perfil atento de la secretaria de Bergamín. Sonaron los primeros compases de solemne bullanga del
Himno de la República
y la voz melodramática del locutor declamó: «¡Atención, españoles! ¡Se ha constituido el Gobierno de la Victoria!» Voces entusiastas y aplausos aclamaban cada vez que se decía el nombre de uno de los nuevos ministros, ahora socialistas y comunistas. Pero casi nadie aplaudió al oír el de Juan Negrín López como ministro de Hacienda, porque probablemente no lo conocían. Se reclamaba silencio con dificultad: la voz retórica del locutor anunció la intervención del nuevo presidente del consejo, don Francisco Largo Caballero. Como tantas veces en su vida Ignacio Abel se veía rodeado de un fervor que hubiera deseado compartir y que sin embargo acentuaba su sentimiento de distancia, su instinto de observar desde fuera. Qué raro que en esas caras tan jóvenes la tosca oratoria de Largo Caballero, su manera insegura de hablar delante del micrófono —un hombre viejo, desconcertado por los inventos modernos— despertara una atención, un entusiasmo tan unánimes. La unión inquebrantable de todas las organizaciones del Frente Popular era la garantía de la derrota inminente de los agresores fascistas. El enemigo retrocedía en todos los frentes, resistiendo a la desesperada los impetuosos ataques de las heroicas milicias obreras. El pueblo español expulsaría a los mercenarios moros y a los invasores enviados por el nazismo alemán y el fascismo italiano igual que había expulsado en la guerra de la Independencia a los ejércitos de Napoleón. A cada viva enunciado por Largo Caballero la gente agrupada en torno a la radio respondía con un viva que restallaba en el salón. Puestos en pie alzaban los puños cantando
La Internacional
, tocada por los músicos de la orquestina. También Ignacio Abel levantó el suyo, con una emoción ajena a su voluntad y sin embargo verdadera, despertada por la música y por las hermosas palabras aprendidas de niño en los mítines socialistas a los que lo llevaba su padre:
Arriba los pobres del mundo, en pie los esclavos sin pan.
«Piensan que de verdad han hecho la revolución: que han triunfado porque ahora ocupan los palacios de Madrid y desfilan marcando el paso con bandas de música y banderas rojas. Se embriagan de palabras y de himnos como si respiraran sin saberlo un aire demasiado rico en oxígeno.» Pero quizás el error estaba en él, y su incapacidad para el entusiasmo era una prueba no de lucidez sino del mezquino endurecimiento de la edad, favorecido por el privilegio, por el miedo a perderlo. Hasta le molestó que el miliciano que vino a buscarlo le hablara de tú, no sin irritación: «Dónde te metes, camarada, estábamos buscándote, ya pensábamos que habrías chaqueteado.»

Salía de laAlianza obedeciendo los modales bruscos del miliciano y hubiera debido marcharse a buscar a Negrín, que estaría en la presidencia del consejo, al comienzo de la Castellana, tan cerca que habría podido llegar caminando en menos de quince minutos. A Negrín nada lo aturdía. En condiciones excepcionales se desataba certera y enérgica su formidable capacidad de acción. Ya no había remedio: habían llegado junto a la camioneta con el motor en marcha y el miliciano que lo acompañaba subió de un salto a la caja, donde los otros aguardaban, sentados a la sombra del toldo, riendo mientras fumaban cigarrillos y se pasaban una bota de vino; sentados sobre bidones de gasolina y fumando y encendiendo cigarrillos con toda naturalidad. La guerra era una tarea de jóvenes. Los viejos que actuaban en ella lo hacían con una vileza fría de inductores o atrapados ellos mismos en un delirio de retórica imbécil y monstruosa vanidad. En la parte delantera, de pie junto a la cabina, aguardaba el conductor, todavía más joven que los otros, con una cara redonda de niño grandón, sin gorra, con gafas redondas y un pelo rizado que visiblemente intentaba aplastar peinándolo hacia atrás con fijador. Al ver a Ignacio Abel se llevó el puño a la sien en un saludo demasiado enérgico para su cuerpo redondeado y su ancha cara infantil. La guerra era un matadero inmundo de gente indefensa y de hombres muy jóvenes. Vestido con marcialidad estrafalaria —zapatos de oficinista, pantalón de obrero, chaqueta de paisano, correaje, pistola— parecía un recluta destinado al batallón de los torpes.

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