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Authors: Antonio Muñoz Molina

La noche de los tiempos (95 page)

BOOK: La noche de los tiempos
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—No te estoy pidiendo que te acuestes conmigo. Lo único que te pido es que no te vayas esta noche. En alguna parte tendrás que dormir.

—Qué quieres de mí.

—Quiero que sigamos hablando. Estoy aquí contigo y no puedo creerme que sea verdad. Me he imaginado tantas veces que volvía a verte y hablábamos y hablábamos, sin cansarnos, sin quedarnos callados. No he parado de imaginarme todo lo que te diría cuando volviera a verte, todo lo que tenía que contarte. Pensar era estar hablando contigo. En el mismo momento en que veía algo o me pasaba algo te lo estaba contando. Yo no sé cuántas cartas te habré escrito mentalmente, estos tres meses en Madrid, y mientras estaba de viaje. Viniendo en el barco, cuando llegamos a Nueva York. Había mucha gente esperando al final de la pasarela y a mí me pareció una o dos veces que veía tu cara. Oí tu voz llamándome.

Ha salido y ha vuelto a entrar en la casa al cabo de unos minutos trayendo una maleta que parece demasiado ligera para el viaje tan largo que está a punto de emprender. Tardaba demasiado. Ignacio Abel ha permanecido atento temiendo escuchar el sonido del motor. Sólo ha escuchado la lluvia menuda en los cristales, en los canalones de zinc, en la pizarra de los aleros, en el techo de vidrio del invernadero abandonado que hay detrás de la casa. Judith se ha sentado detrás del volante y mira las gotas deslizarse por el limpiaparabrisas, haciendo borrosa la visión del porche y de la puerta que ha dejado entreabierta al salir. Tiene las dos manos en el volante y la nuca apoyada en el respaldo, notando en ella el cansancio. Sabe la intensidad con que él espera en el interior de la gran casa en sombras, tal vez inmóvil todavía junto a la mesa de la biblioteca, la vela casi extinguiéndose, la cara enflaquecida iluminada por el resplandor del fuego en la chimenea. Lo conoce con una exactitud de adivinación. Ve las largas manos sobre la mesa, con los nudillos prominentes, las manos que no se han adelantado en ningún momento hacia ella, que ni siquiera han hecho una tentativa de tocarla. Piensa que si se queda ahora es sobre todo porque le faltan ánimos para hacer frente a dos horas más de carretera, a la ideade llegar a Nueva York a una hora demasiado tardía y de tener que buscarse habitación en un hotel barato. Él calculará que está tardando demasiado, pero seguirá sin moverse, fatalista y alerta, erguido junto a la mesa de la biblioteca, menguado en el interior de su traje que ahora tiene las hombreras demasiado anchas. La espera y no la espera. Su desasosiego de otro tiempo ahora es un ensimismamiento que tiene algo de negligencia física. En sus ojos cuando la han visto dirigirse hacia la puerta había una mezcla en dosis iguales de angustia y de aceptación. Entonces algo sucede. El vestíbulo y varias ventanas de la casa se llenan de luz. Judith regresa con la maleta en la mano, pesándole muy poco, gotas templadas de lluvia mojándole la cara y el pelo. Sabe que él ha prestado atención a los pasos que vuelven y a la puerta que se cierra. El vestíbulo ahora es desconocido, mucho más grande. La luz eléctrica brilla en la tarima encerada del suelo y en la balaustrada de la escalera. Pero el pasillo que lleva a la biblioteca sigue en penumbra. Judith empuja la puerta escuchando fragmentos de música y voces en la radio. Ignacio Abel está sentado delante del receptor, la cara iluminada por la luz de las bujías. Según gira los botones de marfil se suceden ráfagas de música de baile, de anuncios, de un concierto romántico de piano, de boletines de noticias. Por un momento ha creído que en una emisora de Canadá que se capta muy débilmente estaban hablando de España, habían dicho la palabra «Madrid» intercalándola en un monólogo muy rápido en francés, Judith deja la maleta en el suelo y va hacia él. La mira y con un sobresalto de incredulidad y ternura descubre en sus ojos algo que un momento antes no estaba, un brillo inesperado, un indicio en el que reconoce a la Judith de otro tiempo. Le da miedo de golpe desearla tanto, sentirse tan empujado sin remedio hacia ella, el antiguo imán actuando sobre él aunque ahora no pueda o no le sea permitido tocarla. Se fue hace unos minutos y ahora llega como en un regreso corregido, no el de la vez anterior, cuando llamó a la puerta y no traía la maleta en la mano, cuando sólo la alumbraba la lámpara de petróleo. Ahora le parece que vuelve de Madrid y de hace un año, del pasado no tan lejano en el que se supo inexplicablemente agraciado, elegido por ella.

36

Sube los peldaños deliberadamente, parándose un momento en cada uno, deslizando la mano derecha extendida por la baranda, que sigue el trazado enfático de la escalera, concebida para el vuelo de los vestidos de gala de otro siglo. Ha apagado antes de subir la gran araña del vestíbulo y ahora la mano lo guía con más precisión que la claridad que viene vagamente de un corredor o una habitación en el piso de arriba, de donde le llega desde hace unos minutos, amplificado por las extrañas leyes acústicas de la casa, el ruido enérgico del agua de un grifo que llena una bañera. Es tan consciente del modo en que ese ruido varía según la bañera va llenándose como de cada paso que da y de cada latido del corazón rebotando en el interior del pecho; del aliento que roza las aletas de la nariz y el aire que no le llena del todo los pulmones, dejándole una sensación de principio de ahogo tan poderosa como la opresión y el vacío en el estómago. En un relámpago de la imaginación ve a Judith desnuda, detrás de la puerta tal vez cerrada del cuarto de baño, adelantando una mano para probar la temperatura del agua. Muertos antiguos parece que lo miran subir desde la penumbra de los retratos al óleo; muertos solemnes examinando reprobadoramente desde arriba a un intruso, un ladrón sigiloso al que no pueden expulsar, igual que no pueden dar la alarma sobre su presencia; los que estaban vivos y subían y bajaban por estas mismas escaleras hace cincuenta años o un siglo y tuvieron conversaciones en voz baja a la luz del fuego, y se alumbraron con velas y lámparas de petróleo o globos de gas y gastaron con sus pisadas los filos de estos mismos peldaños. Han pasado horas sumergidos en una luz así y cuando volvió la violenta claridad eléctrica sus ojos no se acostumbraban a ella. El tiempo se dilata esta noche, tan densa de palabras, y lo sucedido hace rato ya tiene una cualidad brumosa de recuerdo. Judith volvió a la biblioteca con gotas de lluvia brillando en su cara y su pelo y se quedó parada en el umbral sin reconocer del todo el lugar de donde había salido sólo unos minutos atrás, tan largos para él. Las estanterías hasta el techo, el piano de cola, la larga mesa, las sillas de tijera apiladas contra la pared, la gran bola del mundo, eran el inhóspito escenario de un teatro. Giró la llave de porcelana del interruptor y los dos se encontraron de nuevo en el espacio que las palabras y las dos presencias habían modelado en la misma medida que las llamas de la chimenea y la luz de las velas y de la lámpara de petróleo, la habitación recóndita duplicada en los cristales de las ventanas, contra el reverso frío y húmedo de la oscuridad exterior. Le pidió que no apagara la radio, ahora que había dado con una emisora que transmitía la pulsación lejana de una música de baile, punteada por los solos de un clarinete y de una voz femenina melodiosa y aguda, interrumpida por aplausos, por el locutor que anunciaba el título de la próxima canción. Al fondo de la conversación la música y las voces de la radio han seguido sonando, aunque ellos apenas la han oído, igual que sólo de manera intermitente han oído la lluvia, cuando se quedaban callados un momento, más cerca ahora el uno del otro, el foso invisible no abolido, pero al menos ya no la frontera hostil a cada lado de la cual los dos se miraban, las palabras formándose como cristales de hielo en la tierra de nadie, en el espacio entre quienes ya no se tocan. Judith tiritó un poco al entrar en la biblioteca, viniendo del frío, la tela húmeda y ligera de la camisa rozándole la piel. Otras veces, en las noches de primavera de Madrid, frías de pronto a la intemperie, había tiritado así y se había cobijado en los brazos de él mientras paseaban, a la salida del reservado en un merendero, en la humedad de las orillas del Manzanares, o él le había puesto su chaqueta sobre los hombros. Ahora veía en ella ese ligero temblor y no hacía nada, sentado junto al fuego, cerca de la radio que ella le había pedido que dejara encendida y a la que no prestaba atención, sus manos apoyadas sobre el cuero gastado de los brazos del sillón, tan incapaz de moverse y de ir hacia ella como si hubiera perdido el uso de las piernas, tan impotente como cuando la oyó salir y pensó que no volvería. Al menos Judith no se había marchado. Echó unos troncos al fuego y se sentó en el suelo, las piernas cruzadas con desenvoltura, mirando las llamas mientras se abrazaba a sí misma para quitarse el frío, mirándolo a él, tan formal en el sillón, tan grave como el fantasma de alguno de los antiguos habitantes de la casa, percibiendo un cambio sutil en ella, como en la temperatura del aire o en la luz, pero sin atreverse a tener algo de esperanza. Judith se quitó los zapatos y los calcetines húmedos. Le habría gustado tanto acariciarle los pies hasta que entraran en calor. El talón fuerte, el pulso tenue en la moldura del tobillo, el largo empeine con la sinuosidad azulada de las venas, los dedos con las uñas pintadas. Abrió la boca para decir algo queriendo abreviar el silencio y Judith lo interrumpió.Ahora que se inclinaba hacia él podía verle con delicia furtiva el principio de los pechos en la penumbra de la camisa entreabierta. A la luz del fuego tenía el mismo brillo ligeramente oleoso y dorado en el pelo y en los pómulos.

—Por qué nos hablamos así, como si no nos conociéramos —dijo Judith, y él no fue capaz de sostenerle la mirada, abrumado por el deseo, por la imposibilidad de ir hacia ella en ese mismo momento y besarla en la boca y abrir del todo la camisa y que los dos pechos le llenaran las manos, avergonzado de una excitación que se haría visible en cuanto se moviera un poco, en cuanto Judith se fijara, su cuerpo más descarado y menos cobarde que él mismo—. Oigo tu voz y no me parece que sea la tuya. Y la mía la reconozco menos aún. Durante todo este tiempo he pensado mucho en las cosas que te diría si volviera a verte, pero ahora no me gusta haberte dicho algunas de ellas. Empezamos a hablar y las palabras nos traicionan. Uno las piensa y cuando las oye al decirlas en voz alta ya significan otra cosa. Lo que las palabras dicen de pronto no tienen nada que ver con nosotros. Se vuelven más ásperas y menos verdaderas. Aunque digan la verdad sería preferible haberlas callado. Tú sabes quién soy yo y yo quién eres tú. Hablamos como si no nos conociéramos, pero lo que hemos vivido juntos no ha podido borrarse tan pronto, de modo que algo de mentira tiene que haber en lo que nos hemos dicho.

—Pero tú has decidido romper conmigo.

—No lo he decidido. He mirado de frente los hechos. Yo estaba disponible para irme a vivir contigo. Lo único que tenías que hacer para no perderme era actuar según los sentimientos que tú decías tener hacia mí. Pero no estoy reprochándote nada. Creo que te conozco bien y que sé ver las cosas a través de tus ojos. ¿Te acuerdas del poema de Salinas? Yo no sé cuánto tiempo me costó descifrar la sintaxis: Que hay otro ser por el que miro el mundo...

—... porque me está queriendo con sus ojos...

—Es la primera vez que te oigo citar un poema.

—Sólo esos versos. Me los aprendí escuchándote.

—Te pedía que me los leyeras para estar segura de los acentos. ¿Te acuerdas?

—Me acuerdo de todo. Tengo apuntadas en una agenda todas las veces que estuvimos juntos. El día, el lugar, la hora.

—Yo comprendo el amor que sientes por tus hijos y la dificultad de separarte de ellos. Pero en tu país hay una ley del divorcio. Las personas que están enamoradas y están seguras de su amor se casan. Y para hacerlo algunas veces tienen que divorciarse antes. Es doloroso, pero es justo. Para ganar algo hay que perder algo. El daño que habrías hecho quedándote puede ser mayor que el que has hecho al irte. No quiero imaginarme en quién me habría convertido si no me hubiera divorciado, en el veneno que tendría dentro. Peor que el que ya tenía. Yo no quiero pensar y sentir de una manera y actuar de otra. Me gustaba acostarme contigo pero me habría gustado mucho más si después de acostarnos hubiera podido pasearme tranquilamente de tu brazo por Madrid o ir a buscarte a tu oficina al salir de la facultad.Ati te parecía romántico que nos encontráramos a escondidas. Dices que no te interesa mucho la literatura pero en eso eras mucho más literario que yo. Me llamó la atención que a eso que nosotros hacíamos se le llamara en español «tener una aventura». A mí no me gustaba esconderme. No veía ninguna aventura en ir a aquella casa de citas, o a aquellos cafés tristes y vacíos a los que me llevabas para estar seguro de que no te conocería nadie. O quizás sólo al principio, porque todo aquello también era nuevo para mí, y estaba muy enamorada.

—Estabas.

—Lo estoy todavía. Más de lo que yo pensaba. Me he dado cuenta esta noche. Si hubiera sabido lo vulnerable que era no habría venido. Ya ves que no te oculto nada. Pero se pasará con el tiempo. Empezará a pasarse de nuevo cuando me vaya de aquí y no tenga ninguna expectativa de verte.

—De modo que sí puedes pensar y sentir de una manera y actuar de otra.

—Lo que pienso y lo que siento es que no quiero tener una aventura con un hombre casado, aunque esté enamorada de él. Pero tampoco quiero estropearme el recuerdo de lo que he vivido. No puedo reprocharte nada. Tú no me hiciste hacer nada que yo no quisiera. Si hubiéramos seguido siendo amantes un poco más de tiempo todo habría empezado a degradarse. Ya estaba empezando, y tú y yo lo sabíamos. Acuérdate de aquella mañana, en aquel café horrendo, cuando viniste del hospital y tu mujer todavía estaba en coma. Ya no éramos dignos de lo que habíamos sido. Éramos como aquellas parejas sórdidas que veíamos a veces en otras mesas. Los viejos con muchachas jóvenes. Los amantes que ya parecían tan amargados y tan aburridos como matrimonios. Nos mirábamos como hace un rato, sin conocernos, nos hacíamos reproches. Era más sucio que acostarse en aquella cama de Madame Mathilde, que se había puesto ese nombre y ni siquiera se molestaba en imitar el acento francés. Si no podía tenerte para mí lo mejor era irme y que por lo menos me quedara intacto el recuerdo.

Comprendió con sorpresa, con un extraño alivio, volviendo a mirarla a los ojos, que Judith tenía toda la razón: que ya no había ningún motivo, ninguna excusa para no decir la verdad. Creyendo que examinaban lúcidamente el pasado lo que hacían era restituirlo buscando abrigo en él. Lo que no dijeran ahora probablemente ya no lo dirían nunca. Y antes de decir algo deberían tener mucho cuidado de que sus palabras verdaderas no significaran algo que ellos no querían, o adquirieran por sí mismas un filo de rencor o de daño. La maleta de ella estaba en el suelo, junto a la entrada de la biblioteca. Tan fácil como le había sido traerla le sería mañana ponerla de nuevo en el asiento trasero del coche. Erguida, con una desenvoltura que él nunca tendría si se sentara en el suelo, Judith se abrazaba ahora las rodillas y apoyaba en ellas el mentón, los dos pies juntos sobresaliendo de los pantalones anchos. No ha conocido a nadie que mire y escuche con tanta atención, con tanta ansia de saber, tan alerta a las palabras como a los silencios y a los gestos mínimos, ejerciendo con la misma apasionada intensidad la intuición y el razonamiento, preguntando, adivinando, examinándose a sí misma con una lucidez tan incorruptible como su curiosidad. Pero ahora la mirada, la interrogación, no lo amedrentaban. Una ventaja de haberlo perdido todo era que ya no había nada que ocultar. Como en otro tiempo la conversación no sólo estaba hecha de palabras: las miradas eran una parte decisiva de ella, la cercanía de los cuerpos, la pura presencia física, su imán, el metal de las voces y la oscuridad que los circundaba, el gesto de la boca de Judith, en la comisura de los labios, la música débil en la radio y la lluvia en los cristales de la ventana, la noche que avanzaba y sin embargo ahora les parecía detenida, comenzada mucho tiempo atrás y sin final visible, sin un amanecer que pudiera cancelarla.

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