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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policial, Montalbano

La paciencia de la araña (7 page)

BOOK: La paciencia de la araña
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—Háblame del secuestro mientras recojo la mesa.

El comisario le contó todo lo que había que contar. Livia parecía preocupada.

—Si finalmente piden rescate, cualquier otra suposición quedaría descartada, ¿no es así?

A ella también se le había ocurrido la posibilidad de que hubieran raptado a la chica para violarla. Montalbano habría querido decirle que la petición de rescate no excluía la violación, pero prefirió ahorrarle esa inquietud.

—Sí, claro. ¿Quieres ir tú primero al cuarto de baño?

—Muy bien.

Montalbano abrió la puerta cristalera de la galería y salió a fumarse un cigarrillo. La noche era tan serena como el sueño de un niño. Consiguió no pensar en Susanna, en el horror que supondría aquella noche para ella.

Al poco rato oyó un ruido procedente del interior, se dio la vuelta y se quedó petrificado. Livia estaba en el centro de la sala, desnuda y con un pequeño charco de agua a sus pies. Era obvio que había salido a medio duchar a causa de algo que acababa de pasarle por la cabeza. Estaba guapísima, pero Montalbano no se atrevió a moverse. Los ojos de Livia, convertidos en rendijas, eran una señal de tormenta inminente; después de tantos años de convivencia lo sabía muy bien.

—Tú... tú... —dijo ella, extendiendo el brazo y el dedo índice en gesto acusador.

—Yo ¿qué?

—¿Cuándo te has enterado del secuestro?

—Esta mañana.

—¿En la comisaría?

—No, antes.

—¿Antes cuándo?

—Pero ¿cómo? ¿No te acuerdas?

—Quiero oírtelo decir.

—Cuando telefonearon y tú fuiste a preparar café. La primera vez era Catarella, pero no entendí ni jota, y después llamó Fazio para comunicarme la desaparición de la chica.

—¿Y qué hiciste tú?

—Me duché y me vestí.

—¡Pues no, grandísimo hipócrita! ¡Me tumbaste sobre la mesa de la cocina! ¡Monstruo! ¿Cómo se te ocurre hacer el amor mientras una pobre chica...?

—Trata de razonar. Cuando me llamaron, no conocía la gravedad...

—¿Ves como tiene razón el periodista ése, como se llame, el que ha dicho que eres un inepto que no entiende nada? ¡No, peor! ¡Eres un bruto! ¡Un ser inmundo!

Se dio media vuelta, y el comisario oyó la llave del dormitorio. Se acercó y llamó a la puerta.

—Vamos, Livia, ¿no te parece que te estás pasando?

—No. Y esta noche dormirás en el sofá.

—¡Es muy incómodo! ¡Vamos, Livia! ¡No podré pegar ojo!

No hubo respuesta. Entonces jugó la carta de la compasión.

—Seguramente volverá a dolerme la herida —dijo en tono lastimero.

—Peor para ti.

Sabía que no conseguiría hacerla cambiar de idea. Tendría que resignarse. Soltó una maldición en voz baja, y a modo de respuesta sonó el teléfono. Era Fazio.

—Pero ¿no te había dicho que te fueras a descansar?

—No he tenido ánimos para dejarlo,
dottore
.

—¿Qué quieres?

—Acaban de llamar ahora mismo. El
dottor
Minutolo dice si puede usted acercarse un momento.

Salió disparado, y cuando se detuvo delante de la verja del chalet cayó en que no había avisado a Livia de su partida. A pesar de la pelea, debería haberlo hecho. Aunque sólo fuera con la simple finalidad de evitar otra pelea. A lo mejor ella pensaba que se había ido a dormir a un hotel como represalia. Paciencia.

Y ahora ¿cómo haría para que le abrieran? Miró a la luz de los faros. No había timbre ni portero automático, nada. Tendría que tocar el claxon, confiando en no despertar a todo el pueblo. Dio un tímido y rápido bocinazo y casi de inmediato vislumbró una figura masculina que salía de la casa con un manojo de llaves y un momento después abría la verja. Montalbano subió al coche y entró en el jardín. El hombre que había abierto se presentó.

—Soy Carlo Mistretta.

El hermano médico tenía cincuenta y cinco años. Iba muy bien vestido y llevaba gafas de montura fina. Era más bien bajito, de rostro sonrosado y lampiño, y tenía un poco de tripa. Parecía un obispo de paisano.

—Su compañero —continuó— me ha informado de la llamada de los secuestradores, y he venido corriendo porque Salvatore se encontraba mal.

—¿Cómo está ahora?

—Confío en haberlo dejado en condiciones de dormir.

—¿Y la señora?

El médico abrió los brazos sin contestar.

—¿Aún no la han informado del...?

—No, no. Salvatore le ha dicho que Susanna se está examinando en Palermo. La verdad es que mi pobre cuñada no está muy lúcida. Tiene momentos de ausencia absoluta.

En el salón sólo estaban Fazio, adormilado en el sillón habitual, y Fifì Minutolo, fumando un cigarrillo en el otro. Por las ventanas abiertas de par en par entraba un punzante aire fresco.

—¿Habéis conseguido averiguar el origen de la llamada? —fue lo primero que preguntó Montalbano.

—No. Fue demasiado corta —contestó Minutolo—. Escúchala y después hablamos.

—De acuerdo.

En cuanto percibió la presencia de Montalbano, Fazio, impulsado por una especie de reflejo instintivo, abrió los ojos y se levantó de un brinco.

—¿Ya ha llegado,
dottore
? ¿Quiere oírlo? Siéntese en mi sillón.

Y sin esperar respuesta, puso en marcha la grabadora.

—¿Diga? ¿Con quién hablo? Aquí casa Mistretta. ¿Con quién hablo?... ¿Con quién hablo?

—Presta atención sin interrumpir. La chica está aquí con nosotros y por ahora se encuentra bien. ¿Reconoces su voz?...

—Papá... papá... te lo ruego... ayuda...

—¿La has oído? Prepara un montón de dinero. Te llamaré pasado mañana...

—¿Oiga? ¿Oiga? ¿Oiga?

—Vuelve a pasarla desde el principio —dijo el comisario.

No le apetecía nada oír de nuevo la tremenda desesperación que se percibía en la voz de la chica, pero debía hacerlo. Por prudencia, se cubrió los ojos con una mano, pues temía sucumbir a un arrebato de emoción.

Al final de la segunda escucha, el doctor Mistretta salió al jardín con el rostro oculto entre las manos y los hombros sacudidos por el llanto.

Minutolo comentó:

—Quiere mucho a su sobrina. —Y después, mirando a Montalbano—: ¿Y bien?

—El mensaje es grabado. ¿Estás de acuerdo?

—Totalmente.

—La voz del hombre está falseada.

—En efecto.

—Hay como mínimo dos personas. La voz de Susanna está en segundo plano, un poco alejada de la grabadora. Cuando el tipo dice «¿Reconoces su voz?» transcurren unos segundos antes de que ella hable, el tiempo necesario para que el cómplice le baje la mordaza. Y después vuelve a ponérsela y le corta la palabra, que seguramente era «ayúdame». ¿Qué opinas?

—Que tal vez sea uno solo. Dice «¿Reconoces su voz?» y va a quitarle la mordaza.

—No es posible; en ese caso, tendría que haber una pausa más larga entre la pregunta y la voz de Susanna.

—De acuerdo. ¿Sabes una cosa?

—No, el experto eres tú.

—No están siguiendo la praxis habitual.

—Explícate mejor.

—Veamos. ¿Cómo se realizan habitualmente los secuestros? Hay unos peones, digamos el grupo B, que se encargan de llevarlo materialmente a cabo. Después el grupo B transfiere la persona raptada al grupo C, es decir, a los encargados de ocultarla y custodiarla, otros peones de segunda categoría. En este punto intervienen los del grupo A, es decir, los cabecillas, los organizadores, que exigen un rescate. Para seguir todos estos pasos se necesita tiempo. Por eso la petición de rescate suele producirse unos días después del secuestro. Aquí, en cambio, sólo han transcurrido unas horas.

—Y eso ¿qué significa?

—A mi juicio, que los que han capturado a Susanna son los mismos que la mantienen prisionera y reclaman el rescate. Quizá no sea una gran organización, sino una de tipo familiar que tiende al ahorro de medios. Y si no son profesionales, todo se complica y se vuelve más peligroso para la muchacha. ¿Me explico?

—Perfectamente.

—Y eso significa también que no la esconden muy lejos. —Hizo una pausa para pensar—. Sin embargo, tampoco presenta las características de un secuestro relámpago. En esos casos siempre piden el rescate de inmediato. No tienen tiempo que perder.

—¿El hecho de que hayan dejado oír la voz de Susanna es normal? —preguntó Montalbano.

—No, no mucho —dijo Minutolo—. Suele ocurrir sólo en las películas. Únicamente en el caso de que la familia no quiera pagar, al cabo de un par de días hacen que el secuestrado escriba dos líneas. O bien les envían un trozo de oreja. Y ésas son las únicas formas de contacto entre la persona raptada y su familia.

—¿Has observado cómo hablaba?

—¿Cómo hablaba?

—En perfecto italiano. Sin inflexiones dialectales.

—Ya —dijo con aire pensativo.

—Y ahora ¿qué harás?

—¿Qué quieres que haga? Llamar al jefe superior y comunicarle la novedad.

—Esta llamada me ha dejado más confuso que convencido —dijo Montalbano a modo de conclusión.

—También a mí.

—Por cierto, ¿por qué has permitido que Mistretta hablara con un periodista?

—Para revolver las aguas y acelerar el ritmo. No me hace gracia que una chica tan guapa permanezca demasiado tiempo a merced de tipos de esa calaña.

—¿Le contarás a la prensa lo de la llamada?

—Ni soñarlo.

De momento, no había nada más. El comisario se acercó a Fazio, que se había quedado dormido otra vez, y lo sacudió por el hombro.

—Despierta, te acompañaré a casa.

Fazio intentó oponer una débil resistencia.

—¿Y si hay alguna llamada importante?

—Vamos, hasta pasado mañana no volverán a dar señales de vida. ¿No lo has oído?

Tras haber dejado a Fazio, se dirigió a Marinella. Entró con sigilo, fue al cuarto de baño, regresó a la sala y se quedó mirando el sofá. Estaba demasiado cansado para ponerse a soltar maldiciones. Mientras se quitaba la camisa observó que la puerta del dormitorio estaba entornada. Por lo visto, Livia se había arrepentido de haberlo enviado al exilio. Fue de nuevo al cuarto de baño, terminó de quitarse la ropa, entró de puntillas en la habitación y se acostó. Al cabo de un rato se arrimó muy despacio a Livia, que dormía profundamente. Cerró los ojos y empezó a viajar de inmediato por el país de los sueños. Y de pronto, «clac». El resorte del tiempo se bloqueó. Sin necesidad de mirar el reloj supo que eran las tres horas, veintisiete minutos y cuarenta segundos. ¿Cuánto había dormido? Por suerte, volvió a dormirse enseguida.

Livia despertó hacia las siete de la mañana. Y Montalbano también. E hicieron las paces.

Delante de la comisaría lo esperaba Francesco Lipari, el novio de Susanna.

Sus ojeras denotaban nerviosismo y noches en blanco.

—Disculpe, comisario, pero esta mañana temprano telefoneó el padre de Susanna para contarme lo de la llamada...

—¡Pero cómo! ¡Minutolo no quería que se supiera nada!

El muchacho se encogió de hombros.

—Bueno, pasa —dijo Montalbano—. Pero no le menciones a nadie lo de la llamada.

Al entrar, le advirtió a Catarella que no lo molestaran.

—¿Tienes algo que decirme? —le preguntó al joven.

—Nada en particular, pero ayer se me olvidó una cosa. No sé hasta qué extremo puede ser importante...

—Todo puede ser importante.

—Cuando descubrí el ciclomotor no fui inmediatamente al chalet para avisar a su padre. Recorrí el sendero hasta Vigàta y luego volví por el mismo camino.

—¿Por qué?

—No sé. Fue algo instintivo, pensé que a lo mejor se había desmayado, que podía haberse caído y perdido la memoria; sin embargo, a la vuelta ya no buscaba a Susanna, sino el...

—... el casco que ella siempre llevaba.

El muchacho lo miró con los ojos como platos.

Seis

—¿También usted lo pensó?

—Verás, cuando llegué al lugar, hacía rato que mis hombres estaban allí. Y cuando supieron por su padre que Susanna siempre iba con el casco, comenzaron a buscarlo no sólo a lo largo del sendero, sino detrás de los muros que rodean los campos.

—No me imagino a los secuestradores llevándose en coche a Susanna con el casco puesto y gritando.

—Yo tampoco —dijo Montalbano.

—Pero ¿de veras no tiene usted una idea de cómo pudieron suceder las cosas? —preguntó Francesco, debatiéndose entre la incredulidad y la esperanza.

«¡Hay que ver los chicos de hoy en día! ¡Lo dispuestos que están a confiar en los adultos y la cantidad de cosas que hacemos nosotros para decepcionarlos!», pensó el comisario.

Para que no se percatara de su emoción —aunque temeroso de que se tratara de un principio de gilipollez senil y no de una consecuencia de la herida—, se inclinó como para examinar unos papeles en el interior de un cajón. Sólo habló cuando estuvo seguro de que no le temblaría la voz.

—Todavía hay demasiadas cosas por explicar. Y la primera de todas es por qué Susanna tomó un camino que jamás tomaba.

—Quizá porque en aquella zona vive alguien que...

—Nadie la conoce. Ni siquiera la vieron pasar. Aunque es posible que alguno de ellos no diga la verdad, y en ese caso sería cómplice del secuestro, o colaborador, pues sabía que Susanna pasaría a esa hora por el sendero. ¿Está claro?

—Sí.

—No obstante, si ella siguió esa ruta sin un motivo concreto, el secuestro habría sido fruto de un encuentro casual. Pero las cosas no pudieron suceder así.

—¿Por qué?

—Porque han demostrado tener un mínimo de organización, que fue un acto premeditado. De la llamada se infiere que no se trata de un secuestro relámpago. No tienen prisa por librarse de Susanna. Eso significa que disponen de un lugar seguro donde ocultarla, tan seguro que no es posible encontrarlo en unas horas.

El muchacho reflexionó sobre lo que había escuchado con tal concentración que al comisario le pareció percibir el ruido de los engranajes de su cerebro. Después Francesco llegó a una conclusión.

—De su planteamiento se deduce que Susanna ha sido secuestrada por alguien que sabía que esa tarde tomaría ese camino. Alguien que vive por esa zona. Y en ese caso habría que llegar hasta el fondo, averiguar los nombres de todos, cerciorarse de que...

—Para, para. Si comienzas a razonar y adelantar hipótesis, también has de estar preparado para el fracaso.

—No lo entiendo.

—Te lo explicaré. Supongamos que iniciamos una exhaustiva investigación de todas las personas que viven a lo largo del sendero, averiguamos su vida y milagros y cuántos pelos tienen en el culo, y al final resulta que nadie ha tenido jamás el menor contacto con Susanna. ¿Qué haces entonces? ¿Empiezas de nuevo por el principio? ¿Te rindes? ¿Te pegas un tiro?

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