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Authors: Irving Wallace

La Palabra (100 page)

BOOK: La Palabra
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Bien, Randall recordó el antiguo remedio para eso, y también lo tomó en grandes dosis.

Muchachas, mujeres, las que se veían mejor horizontales y desnudas… las había en todas partes, y eran de fácil acceso para un hombre de negocios próspero y dispendioso, y él acudió a ellas. Las actrices de grandes chichis, las neuróticas niñas de sociedad, las estiradas y liberales viejas del medio de los espectáculos… las que iban a su oficina por negocios, las que encontraba en bares o discotecas o las que conocía por referencias (pregúntale-si-tiene-una-amiga)… todas se emborrachaban con él, y se desvestían con él, y copulaban con él, y cuando al fin llegaba el momento de dormir, sabía que todavía estaba solo.

Nada de eso implicaba compromiso, y en su desesperación buscaba complicarse.

Un contacto humano que tuviera significación, y no nada más sexo.

Una noche, muy borracho, decidió llamar a Bárbara a San Francisco para ver qué salía de eso, para ver si tenía remedio. Pero cuando el ama de llaves contestó: «La residencia del doctor Burke», Randall recordó, entre la bruma del alcohol, que Bárbara se había casado con Arthur Burke hacía un par de meses, y dejó el auricular en su lugar.

Otra noche, también borracho, terriblemente borracho, sintiéndose sensible y añorante, había pensado en llamar a su última novia, la cogelona de Darlene… Darlene Nicholson… ¿dónde demonios estaba?… ¡ah, sí!, en Kansas City… y pedirle perdón y llevársela de nuevo a su cama. Randall no dudaba que ella abandonaría a su amigo, el chico ese de Roy Ingram, y que iría corriendo. Pero cuando se dispuso a tomar el teléfono recordó que la tonta de Darlene había querido casarse y que ésa había sido la causa de su ruptura en Amsterdam, y se olvidó del teléfono para agarrar la botella.

En su enfermiza búsqueda había incluso corrido el riesgo de perder a Wanda, la estupenda secretaria que había tenido durante tres años, al hacerle proposiciones una noche antes de salir de la oficina, sintiéndose en onda y al mismo tiempo por los suelos, y deseándola a ella, a alguien… esa noche a ella. Y ella, una estupenda, esbelta e independiente muchacha negra, que lo conocía tan bien y que no le temía, le había dicho: «Sí, jefe, estaba esperando que me lo pidiera.»

Y ella le había acompañado todas las noches… Ese magnífico cuerpo de ébano, sus largos brazos extendidos hacia él, la belleza agresiva de su torso incitándole, despertándole, aguijoneándole incansablemente… y noche tras noche, durante todo un mes, habían compartido el rito gozoso y milenario de la vida. Había sido suya no por un deseo de conservar el empleo, ni por adoración femenina que le tuviera, sino por una profunda, conmovedora comprensión humana de su necesidad y su estado, así que su amor había sido por compasión. Y al cabo de un mes él lo había notado, avergonzado, pero agradecido, y la había liberado de su intimidad, conservándola en su oficina como amiga y secretaria.

Por fin, la semana pasada, había llegado un sobre que decía
posta aerea
y que traía un timbre sellado: ROMA. Dentro iba una delicada tarjeta de felicitación (Feliz Navidad y Próspero Año Nuevo), y en el lado blanco de la tarjeta había una nota. Su mirada se dirigió a la firma. Decía simplemente: «Ángela.»

Ella había pensado en él con frecuencia, preguntándose qué era lo que estaría haciendo y rezando porque estuviera bien y en paz. Su padre estaba como antes, vivo y muerto, totalmente inconsciente de la maravilla que su pala había desenterrado. Su hermana estaba bien, y los niños también. En cuanto a sí misma, estaba ocupada, tan ocupada ahora que había salido la Biblia, respondiendo centenares de cartas que le llegaban a su padre, escribiendo artículos y concediendo entrevistas en nombre del profesor Monti. Sea como fuere, Wheeler la iba a llevar a Nueva York para presentarla en programas de televisión. Llegaría el día de Navidad por la mañana. Se hospedaría en «El Plaza». «Si crees que puede servir para algo, Steven, me gustaría verte. Ángela.»

Él no había sabido qué contestarle, así que no había contestado, ni siquiera para explicar que estaría fuera de Nueva York, que había prometido ver a sus padres durante la semana entre Navidad y Año Nuevo, y verse con su hija, que llegaría de California para encontrarse con él en Wisconsin, y que le era imposible verla en Nueva York, aunque quisiera… o se atreviera a hacerlo.

La nota de Ángela había sido la primera cosa tranquilizante que le ocurriera en cinco meses y medio. La segunda había sido su regreso a casa, a Oak City, la noche anterior, para reunirse con la familia alrededor del resplandeciente pino navideño y para beber el tradicional ponche de huevo ligeramente cargado con ron y para intercambiar y abrir los regalos alegremente envueltos y escuchar con Judy al grupo que cantaría villancicos navideños afuera, en la nieve, frente a la puerta de la casa.

Y el tercer momento tranquilizante había surgido allí, en el banco delantero de la Primera Iglesia Metodista.

De repente, Randall se dio cuenta de que estaba en el banco, que el sermón de Tom Carey había concluido y que aquellos que tenía a ambos lados, sus seres queridos, familiares y amigos, se estaban levantando de sus asientos.

Lo que vio en ese momento de iluminación fueron los ojos de todos, brillantes de esperanza… su madre, agradecida y feliz, y su padre, transportado y radiante, ambos más jóvenes que como los había visto últimamente, los dos emocionados por haber vivido hasta ver y oír la Palabra; y su hermana Clare, más resuelta y segura de lo que nunca la había visto, con renovada fe en su decisión de no arrastrarse hacia su amante y patrón casado y de buscar su propio camino hacia algo y alguien nuevo; su hija Judy, compuesta, pensativa y transformada por un discernimiento que le había procurado el sermón, una madurez que nunca antes había visto en ella.

Miró hacia atrás. Los ochocientos o más feligreses, en grupos de dos y de tres, iban saliendo del templo. En toda su vida no había visto seres humanos, sus semejantes, como aquellos, tan cálidos, tan amables, tan reconfortados y tan seguros de sí mismos y de los demás.

Este comienzo era el fin que justificaba los medios, según le había dicho Ángela la última vez que estuvieron juntos.

Los medios no importaban. El fin lo era todo.

Eso había dicho ella.

Y él había dicho que no.

Ahora, en este instante… porque era Navidad, porque él estaba en casa, porque había sido el momento más sereno de todos aquellos meses, atestiguando la visión del cielo sobre la Tierra reflejada en aquellos muchos cientos de ojos humanos… en este momento se podría sentir inclinado a decirle a Ángela que tal vez… tal vez el fin fuera lo único importante.

Nunca, nunca estaría seguro.

Se inclinó hacia delante y besó a su madre.

—Maravilloso, ¿verdad? —dijo él.

—Pensar que he vivido para ver esto, hijo —dijo ella—. Aunque nunca tengamos otro día como éste, tu padre o yo, es suficiente.

—Sí, mamá —repuso él—. Y feliz Navidad otra vez. Mira, regresa tú a la casa con Clare, el tío Herman, Ed Period y Judy. Tengo un auto arrendado ahí afuera, y yo llevaré a papá. Tomaremos el camino largo, como cuando yo era pequeño y él manejaba el coche viejo; ¿recuerdas? Pero no nos demoraremos, mamá. Llegaremos antes de que se enfríe la comida.

Se volvió a su padre, que estaba apoyado en su bastón, encorvó un brazo para pasárselo por el sobaco y darle más apoyo, y lo condujo hacia el pasillo alfombrado de rojo.

Su padre le sonrió.

—Debemos al Señor nuestros corazones, nuestras almas, nuestro confianza, por Su bondad al revelarse a nosotros en este día, y por reunimos a todos sanos de cuerpo y espíritu para recibir Su mensaje.

—Sí, papá —dijo Randall suavemente, aliviado al ver que su padre hablaba ahora casi con tanta claridad como antes del ataque.

—Bien. Ahora, hijo —dijo el reverendo Nathan Randall con una chispa de su antigua sinceridad—, creo que basta de iglesia por este día. Será un placer ir contigo en el auto hasta la casa, como en los viejos tiempos.

Fue como en los viejos tiempos, pero Randall intuyó que ahora era diferente.

El largo recorrido a casa fue por la carretera de tierra y grava, cubierta de nieve fresca, que bordeaba el lago que todos llamaban estanque, y que estaba a sólo diez o quince minutos más que el camino corto a través del distrito comercial de Oak City.

Randall conducía lentamente para saborear aquel nostálgico interludio.

Ambos se veían divertidos, pensó Randall; como dos grandes querubines disecados. En el vestíbulo de la iglesia, conscientes de que la temperatura había descendido y que el brillo del sol, semioculto, era engañoso, se habían arropado con sus abrigos y bufandas, y se habían puesto sus guantes de lana. Y ahora, en el auto arrendado (cuya calefacción no funcionaba, como era natural), estaban aislados del frío exterior y se sentían a gusto.

Como en tiempos pasados, su padre hablaba, con alguna que otra palabra farfullada por su achaque, pero con una energía reanimada, y Randall se sentía complacido con callar y escuchar.

—Mira el Estanque de Pike —decía su padre—. ¿Hay alguna vista natural más bonita o tranquila en todo el mundo? Siempre le he dicho a Ed Period que a Thoreau le hubiera gustado más que el Estanque Walden si hubiera venido por aquí. Qué bien que no lo hizo. Habríamos padecido para siempre de los turistas dejando sus platos de papel y sus latas de cerveza vacías. Pero ahora todavía está como cuando tú tenías diez o doce años. ¿Recuerdas aquellos días, Steven?

—Los recuerdo, papá —dijo tranquilamente Randall mirando hacia el lago, cubierto por el espeso follaje que había alrededor y que no permitía ver el agua—. Está helado.

—Helado —repitió su padre—. Siempre que se helaba así, hasta formarse encima una capa sólida de unos quince centímetros de espesor, solíamos venir aquí a pescar en el hielo. ¿Te acuerdas, hijo? —no esperó la respuesta—. Cada uno hacía varios agujeros en el hielo, hasta llegar al agua clara que había debajo. Luego poníamos nuestras trampas y líneas; sólo cinco por persona, de acuerdo con la Ley. Ha pasado mucho tiempo desde que lo hice por última vez. Había que tomar la vara, hacerle una hendidura en la punta, poner y sujetar la caña metálica en la muesca, con la línea, el anzuelo y el pececillo de cebo en un extremo y la bandera roja en el otro. Plantábamos la caña en el hielo, en la orilla del agujero, y soltábamos en el agua la línea con la carnada. Luego, todos volvíamos junto al auto, que estaba estacionado sobre el hielo, o nos íbamos a la orilla, palmoteando las manos para mantener la circulación, y hacíamos un fuego y nos sentábamos alrededor, bromeando y cantando mientras observábamos las banderas. De repente, allá en el Estanque de Pike algo mordía, y una bandera volaba en todo lo alto, y nosotros gritábamos como indios Pieles Rojas y gateábamos por el hielo para ver quién sería el primero en sacar un róbalo o un sollo. Tú solías llegar primero, porque ya estabas creciendo y tenías las piernas largas.

Randall lo recordó vívidamente, con algo de dolor.

—Deberíamos hacerlo otra vez, papá.

—Ya no. En el invierno no. Hay ciertas cosas que uno ya no debe hacer en el invierno. Pero te diré una cosa: el doctor Oppenheimer dice que estaré lo bastante bien como para ir de pesca otra vez cuando el tiempo mejore. Ed Period y yo hablábamos de eso precisamente la semana pasada. Decíamos que íbamos a hacer una gira de pesca por las cañadas cuando llegue la primavera. Todavía está muy bonito por allí.

Hubo otro silencio mientras Randall daba vuelta al volante y se dirigía hacia el estrecho y sinuoso camino que se apartaba del lago.

Después de un rato, su padre prosiguió hablando:

—Estaba pensando cómo el pasado nunca se aleja, siempre es parte del presente. Me estaba dando cuenta de cómo la nueva Biblia ha dado más relieve y significación a mi pasado… mi juventud, mi vida con tu madre, mi entrega a Dios… No puedo olvidar ese descubrimiento, ese nuevo evangelio. Tu madre y yo lo hemos leído y releído, por lo menos una docena de veces. Es extraordinaria la revelación. Jesús cuidando de sus ovejas en la pastura. Jesús de pie ante la tumba de José, hablando como Él habló. Nada he oído más significativo. Aunque uno no fuera creyente, tendría que creer. Tendría que reconocer que el Hijo de Dios está entre nosotros, y entonces se sentiría más fuerte. Eso le da sentido a la vida.

—Si se lo da, papá, es que es importante.

—Nada es más importante, Steven —dijo su padre fervientemente—. Como dijo Coleridge… «Creo
a
Platón y
a
Sócrates.
Creo en
Jesucristo.» Te diré en qué estaba pensando esta mañana en el templo durante el sermón de Tom. Nunca he titubeado en cuanto a mi fe, así que no entiendas mal lo que te estoy diciendo. Pero he sufrido en los últimos años viendo cómo los jóvenes (y no sólo ellos, sino también sus padres) estaban abandonando la Iglesia y las Sagradas Escrituras. Se estaban volviendo hacia los ídolos falsos, hacia lo que la ciencia puede probar, como si la visibilidad fuera lo único que verifica la verdad, como si la ciencia misma no tuviera abstracciones y misterios. La gente se estaba hartando de lo que podía ver y tocar y, sin embargo, a cada pausa, quería encontrar en la vida un propósito y un significado. ¿No crees tú que eso era lo que estaba ocurriendo, hijo?

—Sí.

—La gente no podía hallar su respuesta en Dios y en Su Hijo, porque no aceptaba ver a Cristo solamente a través de la fe, así que no podía aceptar el mensaje de Uno en quien no creía. Por eso le volvía la espalda a Él. Creo que a ti te sucedió, Steven. Y sin duda alguna le ocurrió lo mismo, en mayor o menor grado, a la mayoría de las familias de nuestra parroquia.

—Lo sé. Hablé de eso con Tom Carey cuando tú estuviste enfermo.

—Bueno, yo en lo personal me siento muy feliz de saber que todo eso ha pasado. En verdad creo que Cristo sabía lo que estaba sucediendo. Por eso Él reapareció en el momento crítico. El descubrimiento de Ostia Antica no pudo haber sido casual. Obedeció a una inspiración divina.

Ostia Antica, pensó Randall. No, no había sido casualidad. Qué difícil le iba a resultar hablarle a su padre acerca de aquello.

—Ahora podemos responder, para satisfacción de todos, a las dos preguntas de nuestro credo —decía su padre—. ¿Confesamos que Jesucristo es nuestro Señor y Salvador y prometemos fidelidad a Su Reino? ¿Aceptamos y profesamos la fe cristiana tal como está contenida en el Nuevo Testamento de Nuestro Señor Jesucristo? Aquéllos que antes no podían contestar afirmativamente, al fin pueden responder que sí. Gracias a Santiago el Justo, hoy pueden responder que sí. Para ellos ya hay pruebas visibles del Salvador, según el criterio científico. Para mí, mi juicio egoísta ha terminado. Veo a mi iglesia a salvo. Veo a Tom Carey firme otra vez y mi púlpito en buenas manos, habiéndole devuelto el respeto. Veo un refugio para los jóvenes errantes, como mi nieta Judy, como mi hija Clare. ¿No adviertes que han cambiado, Steven?

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