Read La pequeña Dorrit Online

Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

La pequeña Dorrit (2 page)

BOOK: La pequeña Dorrit
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El hombre del antepecho tenía incluso frío. Se arropó con la capa con un impaciente movimiento del hombro y gruñó:

—¡Maldito sol que nunca entra!

Estaba esperando que le llevaran la comida y miraba de soslayo a través de los barrotes para poder distinguir mejor las escaleras, con una expresión muy similar a la de una bestia salvaje en situación semejante. Pero sus ojos, demasiado juntos, carecían de la nobleza que caracteriza al rey de las fieras, y parecían más astutos que inteligentes: armas afiladas y tan pequeñas que a duras penas podían revelar sus pensamientos. Carecían de profundidad o de expresión; brillaban, se abrían y cerraban. Fuera cual fuere el uso que el preso les diera, cualquier relojero podría haber fabricado unos mejores. Tenía la nariz aguileña, hermosa en su género, pero demasiado alta, de la misma manera que sus ojos estaban demasiado juntos. Por lo demás, era alto y corpulento, tenía los labios finos, ahí donde el bigote permitía verlos, y una buena cantidad de cabello reseco de color indefinible, por su estado de abandono, en el que se adivinaban hebras rojizas. La mano con la que sujetaba la reja (con el dorso lleno de costurones recientes) era insólitamente pequeña y rolliza; habría sido también insólitamente blanca de no haber sido por la mugre de la cárcel.

El otro hombre estaba echado sobre el suelo de piedra, cubierto con una tosca chaqueta marrón.

—¡Levántate, cerdo! —gruñó el primero—. No quiero que duermas cuando tengo hambre.

—Para mí es lo mismo, capitán —dijo el cerdo con aire sumiso, no desprovisto de satisfacción—. Me despierto cuando quiero y me duermo a voluntad. Tanto me da.

Mientras decía estas palabras se puso en pie, se sacudió, se rascó, anudó por las mangas y en torno al cuello la chaqueta marrón (que había utilizado como manta) y se sentó en el suelo bostezando, con la espalda apoyada en la pared de enfrente de la reja.

—Dime qué hora es —gruñó el primer hombre.

—Las campanas de mediodía tocarán… dentro de cuarenta minutos. —Durante la breve pausa había mirado a un lado y otro como si buscara alguna información.

—Eres un reloj, ¿cómo es posible que siempre lo sepas?

—¡Y yo qué sé! Siempre sé qué hora es y dónde estoy. Me trajeron aquí de noche y en barco, pero sé dónde estoy. ¡Mire! Esto es el puerto de Marsella —se arrodilló y empezó a trazar un mapa en el suelo con su índice moreno—. Esto es Tolón, donde están las galeras, España cae por aquí, Argel allá. Moviéndonos un poco hacia la izquierda, Niza. Más allá de la Cornisa está Génova. El malecón y el puerto de Génova. La zona de cuarentena. Aquí, la ciudad; los jardines en terraza llenos de flores de belladona. Aquí, Porto Fino; saliendo un poco, Liorna. Y en otro cabo, Civitavecchia. Y más abajo… vaya, no me cabe Nápoles —había llegado hasta la pared—. Pero da lo mismo, ¡está aquí!

Siguió de rodillas, contemplando a su compañero de celda con una mirada un tanto alegre para una cárcel. Era un hombre curtido, rápido, ágil, menudo aunque recio. Pendientes en las orejas morenas, dientes blancos que iluminaban un rostro moreno y tan feo que resultaba grotesco, vello intensamente negro en torno a la morena garganta, una camisa roja, ajada y abierta sobre un pecho moreno. Pantalones anchos de marinero, calzado decoroso, un gorro rojo y largo y una faja roja a la cintura que sujetaba un cuchillo.

—¡Y ahora vuelvo de Nápoles por el mismo camino! Mire, capitán. Civitavecchia, Livorno, Porto Fino, Génova, la Cornisa, las afueras de Niza (que está aquí), Marsella, usted y yo. Aquí está la habitación del carcelero y sus llaves ahí, donde he puesto el pulgar; y aquí, donde está mi muñeca, guardan en su estuche la navaja nacional… la guillotina.

El otro hombre escupió súbitamente en el suelo y carraspeó.

Inmediatamente después, carraspeó también una cerradura en un piso inferior y se oyó un portazo. Empezaron a subir las escaleras unos pasos lentos y ese ruido se mezcló con el parloteo de una dulce vocecita; el guardián apareció con su hija, una niña de tres o cuatro años, y un cesto.

—¿Qué tal va el mundo esta tarde, caballeros? Aquí está mi hijita, de ronda conmigo. Quiere echar un vistazo a los pájaros de su padre. ¡Hete aquí unos pajaritos! ¡Mira los pajaritos, nena, mira los pajaritos!

Dirigió a tales pájaros una mirada penetrante mientras acercaba la niña a la reja, especialmente al pájaro más pequeño, cuya actividad parecía inspirarle desconfianza.

—Le traigo su pan,
signor
Giovanni Baptista —dijo el hombre (hablaban en francés, pero el hombrecillo era italiano)—; y permítanme recomendarles que no jueguen…

—¡Al capitán no se le dan consejos! —dijo Giovanni Baptista, mostrando los dientes al sonreír.

—¡Ah, pero el capitán gana y usted pierde! —replicó el carcelero mirando de reojo sin especial agrado al otro hombre—. Éste es otro asunto. Usted tiene pan rústico y bebida amarga; y él tiene salchichas de Lyon, ternera en sabrosa gelatina, pan blanco, queso
strachino
y buen vino. ¡Mira los pájaros, mi vida!

—¡Pobres pájaros! —dijo la niña.

La linda carita, que mostraba una compasión divina mientras atisbaba a través de la reja con expresión asustada, era como la de un ángel en aquella cárcel. Giovanni Baptista se levantó y se acercó a ella, como arrastrado por una poderosa atracción. El otro pájaro no se inmutó, aunque miraba con impaciencia el cesto.

—¡Quieto! —dijo el carcelero, subiendo a la niña al alféizar exterior de la reja—. La niña dará de comer a los pájaros. Esta rebanada grande es para el
signor
Giovanni Baptista. Tenemos que partirla para meterla en la jaula. ¡Mira, un pájaro domesticado que besará la manita! Esta salchicha envuelta en una hoja de parra es para
monsieur
Rigaud. Esta ternera en sabrosa gelatina también es para
monsieur
Rigaud. Y estas tres rebanaditas de pan blanco también son para
monsieur
Rigaud. Y este queso y este vino y este tabaco también son para
monsieur
Rigaud. ¡Un pájaro con suerte!

La niña pasó todas esas cosas por los barrotes y las depositó con temor evidente en la mano suave, fina y bien formada; y en más de una ocasión retiró la suya y miró al hombre con el lindo ceño fruncido en una expresión entre temerosa e irritada. En cambio, había puesto con confianza instantánea el mendrugo de pan tosco en las manos morenas, escamosas y encallecidas de Giovanni Baptista (cuyas diez uñas, sumadas, apenas igualarían en tamaño a una sola de
monsieur
Rigaud), y, cuando éste le había besado la mano, la había deslizado por el rostro del hombre en una caricia.
Monsieur
Rigaud, indiferente a esta distinción, se ganaba la simpatía del padre riendo y asintiendo a la niña a cada cosa que le daba; y, en cuanto tuvo todas sus viandas convenientemente dispuestas en los diversos rincones del alféizar en el que estaba sentado, empezó a comer con apetito.

Cuando
monsieur
Rigaud se echaba a reír, en su rostro se operaba un cambio que resultaba más llamativo que agradable. El bigote ascendía bajo la nariz y la nariz descendía sobre el bigote en una expresión siniestra y cruel.

—¡Ya está! —dijo el carcelero dando la vuelta al cesto para sacudir las migas—: ya he gastado todo el dinero que he recibido; aquí está la nota y ya está hecho.
Monsieur
Rigaud, tal como esperaba ayer, el presidente del tribunal tendrá el placer de encontrarse con usted hoy mismo una hora después del mediodía.

—Para juzgarme, ¿eh? —dijo Rigaud, deteniéndose, cuchillo en mano, con un trozo de comida en la boca.

—Usted lo ha dicho. Para juzgarlo.

—¿Y no hay noticias de lo mío? —preguntó Giovanni Baptista, que había empezado a masticar su pan con aire satisfecho.

El carcelero se encogió de hombros.

—¡La Virgen! ¿Y voy a pasarme aquí toda la vida, compadre?

—¡Yo qué sé! —exclamó el carcelero dando media vuelta con vivacidad meridional y gesticulando con las dos manos y todos los dedos, como si estuviera amenazando con destrozarlo—. Amigo mío, ¿cómo voy a decirle yo cuánto tiempo va a pasar aquí? ¿Qué sé yo, Giovanni Baptista Cavalletto? ¡Así me caiga muerto! Por aquí tenemos algunos presos que no tienen tanta prisa en que los juzguen.

Al decir esto, pareció lanzar una mirada de soslayo a
monsieur
Rigaud; pero éste había vuelto a comer, si bien no con tanto apetito como antes.


Adieu
, pajaritos —dijo el guardián de la cárcel cogiendo a su linda hija en brazos y dictándole estas palabras con un beso.

—¡
Adieu
, pajaritos! —repitió la nena.

Su rostro inocente los miró con una expresión tan alegre por encima del hombro de su padre mientras éste se la llevaba cantándole la canción de un juego infantil:

¿Quién anda tan tarde por la calle?

Compagnon de la Majolaine!

¿Quién anda tan tarde por la calle?

¡Siempre va contento!

que Giovanni Baptista consideró cuestión de honor contestar desde la reja, con buena afinación y buen ritmo, aunque con voz un poco ronca:

De todos los caballeros del rey es el primero,

compagnon de la Majolaine
.

De todos los caballeros del rey es el primero,

¡siempre va contento!

Canción que los acompañó por las cortas y empinadas escaleras, de tal modo que el carcelero tuvo que detenerse al fin para que su hijita la oyera hasta el final y repitiera el estribillo cuando ambos todavía estaban a la vista. Después desapareció la cabeza de la niña y la cabeza del carcelero desapareció también, pero la vocecita siguió cantando hasta que la puerta se cerró con un golpe.

Monsieur
Rigaud tropezó en su camino con Giovanni Baptista, que todavía escuchaba los ecos antes de que se extinguieran (incluso los ecos parecían más lentos y debilitados en aquel encierro), y le recordó con un puntapié que debía volver a su oscuro rincón. El hombrecillo se sentó de nuevo en el suelo con la abandonada comodidad de quien está acostumbrado a ese tipo de asiento; y, tras colocarse delante los tres trozos de pan duro y atacar el cuarto, se dispuso a dar cuenta de ellos como si fuera un juego.

Tal vez echara un vistazo a la salchicha de Lyon y quizá mirara de reojo la ternera en sabrosa gelatina, pero no estuvieron ahí mucho tiempo esos manjares para hacerle la boca agua;
monsieur
Rigaud no tardó en liquidarlos a pesar del presidente y del tribunal, y a continuación se chupó los dedos hasta dejarlos tan limpios como pudo y se los secó con las hojas de parra. Después, mientras hacía un alto en la bebida para contemplar a su compañero de celda, su bigote se alzó y su nariz bajó.

—¿Qué tal está el pan?

—Un poco seco, pero aquí tengo mi propia salsa —contestó Giovanni Baptista, sosteniendo la navaja.

—¿Qué salsa?

—Puedo cortar el pan así… como si fuera melón. O así… como una tortilla. O así… como un pescado frito. O así… como una salchicha de Lyon —dijo Giovanni Baptista cortando los diversos trozos tal como indicaba y masticando con sobriedad lo que tenía en la boca.

—¡Toma! —exclamó
monsieur
Rigaud—. Bébete esto. Puedes terminártelo.

No era un gran regalo, ya que quedaba poco vino; pero el
signor
Cavalletto, poniéndose en pie de un brinco, cogió la botella con agradecimiento, se la llevó a la boca e hizo chasquear los labios.

—Pon la botella con las otras —dijo Rigaud.

El hombrecito obedeció la orden y se dispuso a encenderle una cerilla; Rigaud estaba ya liando unos cigarrillos con ayuda de los papelillos cuadrados que le habían traído con el tabaco.

—Ten, toma uno.

—Mil gracias, capitán —dijo Giovanni Baptista en su lengua y con la cortesía propia de sus compatriotas.

Monsieur
Rigaud se irguió, encendió un cigarrillo, se guardó el resto del tabaco en un bolsillo del pecho y se tumbó cuan largo era en el banco. Cavalletto se sentó en el suelo sujetándose un tobillo con cada mano y fumando apaciblemente. Los ojos de
monsieur
Rigaud parecían sentirse incómodamente atraídos por la zona del suelo que el pulgar había señalado en el plano. De tal modo se le iban que el italiano, en más de una ocasión, le siguió la mirada hasta el suelo y de nuevo hasta él con cierta sorpresa.

—¡Maldito agujero! —dijo
monsieur
Rigaud, rompiendo una larga pausa—. ¡Mira la luz del día! ¿Del día? La luz de la semana pasada, de hace seis meses, de hace seis años, ¡una luz débil, muerta!

La luz entraba por una conducción cuadrada que cegaba una ventana situada en la pared de la escalera, a través de la cual no se veía el cielo… ni ninguna otra cosa.

—Cavalletto —dijo
monsieur
Rigaud, apartando repentinamente la vista de la conducción hacia la que ambos habían vuelto los ojos de modo involuntario—, ¿me tienes por un caballero?

—Claro, claro.

—¿Cuánto tiempo llevamos aquí?

—En mi caso, mañana a las doce de la noche se cumplirán once semanas. En el suyo, a las cinco de esta tarde serán nueve semanas y tres días.

—¿He hecho algo alguna vez? ¿He tocado la escoba, he extendido las colchonetas o las he enrollado, he recogido las damas o las fichas del dominó o he hecho algún trabajo con las manos?

—¡Jamás!

—¿Has pensado alguna vez que yo podría llegar a hacer algún tipo de trabajo?

Giovanni Baptista contestó con el típico movimiento del índice derecho que es el gesto de negación más expresivo del lenguaje gestual de los italianos.

—¡No! Desde el momento en que me viste supiste que yo era un caballero, ¿verdad?


Altro!
—contestó Giovanni Baptista cerrando los ojos y moviendo la cabeza con vehemencia. Esta palabra, pronunciada con énfasis genovés, podía indicar confirmación, contradicción, afirmación, negación, insulto, cumplido, burla y cincuenta cosas más, pero en este caso concreto y con una vehemencia mucho más poderosa que cualquier expresión escrita en nuestra lengua familiar, quería decir: «¡Por supuesto que lo creo!».

—¡Ajá! ¡Tienes razón! ¡Claro que soy un caballero! ¡Y como caballero viviré y como caballero moriré! ¡Tengo intención de ser un caballero, es justo lo que pretendo y pongo en práctica ahí donde voy, así me caiga muerto! —Se incorporó y se quedó sentado, y, con aire triunfante, exclamó—: ¡Aquí estoy! ¡Mírame! En compañía de un simple contrabandista por voluntad del destino, encerrado con un pobre bandido que no tiene los papeles en regla, al que la policía echó mano por poner su bote, como modo de cruzar la frontera, a disposición de otras personas sin importancia que tampoco tienen los papeles en regla; y que reconoce instintivamente mi posición, incluso con tan poca luz y en este lugar. ¡Bien hecho! ¡Seguro que gano en cualquier circunstancia!

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