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Authors: Juan Pan García

Tags: #Biografía, Histórico

La pista del Lobo (6 page)

BOOK: La pista del Lobo
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–Me llamo Antúnez; me esta esperando Manolo.

–Pase usted. Es en el primer piso, la habitación número dos.

El hombre se quitó el sombrero, lo sacudió en la calle para que soltase el agua y se limpió el barro de las botas; luego le dio las gracias a la mujer y subió la escalera. La puerta de la habitación se abrió antes de que tuviese tiempo de llamar.

–Entra Pedro –le dijo un hombre que se apoyaba en un bastón para andar–. Siéntate. ¿Has cenado ya? ¿No? Bien, le diré a Juana que nos suba algo. Ponte cómodo y sécate un poco.

Se asomó al rellano de la escalera y gritó:

–¡Juana! Súbeme media botella de vino fino y algo para pinchar –le dijo cuando la mujer apareció bajo la escalera. Después, volviendo a la habitación, se sentó en la cama, guardó unos papeles que tenía sobre la mesita en una carpeta y la puso encima de la colcha. Juana subía por la escalera.

–Primero vamos a comer algo y luego hablaremos –dijo, y se sentó junto a la mesa.

Juana entraba en ese momento con una bandeja y la puso encima de la mesa. La bandeja estaba ocupada por media botella de vino del Tío Pepe, dos catavinos, un plato de pajaritos fritos, otro de taquitos de queso curado de oveja y taquitos de jamón, y un trozo de pan moreno.

–No tenía nada caliente para comer. Pero si quieren ustedes se lo preparo; tendrán que esperarse un rato –dijo la mujer.

–Déjalo, Juana, con esto irá bien –contestó Manolo; luego, dirigiéndose al visitante, dijo–: Qué te parece, ¿eh? Esto no lo comen ni los señoritos de Ubrique. Hay que cuidarse; la vida es dura… –Luego, mirando a la mujer, le dijo–: Juana, ¿te acuerdas de aquel chico que trabajaba conmigo en el Peñón antes del accidente?

–¡Claro! –contestó ella–. Ahí en la puerta no lo reconocí: han pasado algunos años desde entonces… Pero ahora sí, lo reconozco. ¡Está hecho un hombre!

Juana miró al muchacho sonriendo y luego salió de la habitación.

–Bueno, cuéntame, ¿cómo ha ido el viaje? –preguntó Manolo.

–Fatal: tres días lleva lloviendo a cántaros. He estado escondido en el monte durante el día y caminando sólo de noche, con tormentas, vadeando arroyos torrenciales, hasta llegar a Palmones. Luego di un rodeo al llegar a la estación de San Roque para esquivar a la Guardia Civil, que siempre está en la estación. Después, atravesando el campo, fui a buscar la carretera de San Roque a Gibraltar. El Puente Mayorga estaba minado de guardias, por la playa y por la carretera, parejas por todos lados –dijo Pedro, llenando las copas y cogiendo un zorzal frito de la bandeja.

–El contrabando, hijo. Saben que sale de aquí y quieren evitar que pase, pero pasa: con caballos, a pie, como tú esta noche, ¡hasta con perros pasa! Hay guardias que están en complot y mandan las parejas a vigilar una zona, dejando al descubierto otras: por allí se cuelan. Luego hay que pagarles el porcentaje, si no ya no pasan más. ¿Quieres otra copa? ¡Bebe, hombre!

–Pues habrá que estudiar eso también. Esta operación no puede fallar, hay que actuar sobre seguro –contestó el joven.

–No te preocupes, que todo se andará. Con dinero por delante no hay puerta que no se abra. Lo malo es eso, que hay que tener el dinero.

Continuaron comiendo y contando anécdotas del viaje y de la vida cotidiana. Cuando terminaron, Manolo recogió la bandeja y limpió la mesa para colocar sobre ella su carpeta.

–¡Ea! Vamos al grano. ¿De qué se trata el negocio? –preguntó.

–Bueno, Manolo. Se trata de pasar una docena de hombres a Gibraltar, y desde allí, puesto que no se pueden quedar dentro de la Colonia, salir al extranjero: a Francia, Inglaterra… a donde sea.

–¿Qué es lo que han hecho? –preguntó Manolo.

–Eso no viene a cuento. Si tuvieran pasaportes no recurrirían a ti, se marcharían ellos por avión, por barco o por tren. Pero como no les dan el pasaporte y quieren irse, pues por eso estoy aquí hablando contigo.

–Bueno, hombre, vamos a ver: hay un cupo fijo de trabajadores que entran diariamente en Gibraltar, y cada uno debe presentar sus papeles en regla en la puerta de la Aduana a la Guardia Civil. Después está el control de los ingleses. Hay doscientos veinticinco inspectores de policía en Gibraltar para unos veinticinco mil habitantes: salimos a más policías por persona que en cualquier país de Europa. Además está la policía militar y los soldados del Peñón. ¿Cómo quieres tú pasar doce hombres y embarcarlos sin que nadie se entere? –preguntó Manolo sonriendo con ironía.

–De la misma forma que sacas tú, Manuel, toneladas de tabaco, café y otras cosas peores que usan los señoritos en sus fiestas. Eso está tan vigilado y perseguido como puedan estarlo estos hombres… Y nunca te han cogido. Se trata de usar el mismo método que usas para el contrabando, pero al revés: en lugar de sacarlo clandestinamente del Peñón, hay que introducirlo en él.

–¡Un momento! Un momento. No es lo mismo. Yo sé que el contrabando está perseguido, pero la Guardia Civil no puede cubrir kilómetros y kilómetros de playas y montes; siempre hay un sitio por donde pasar. Pero el Peñón sólo tiene una entrada: la verja de la aduana.

–Y las barcas que salen de Gibraltar y te dejan el tabaco en la playa, ¿también salen por la aduana? –contestó Pedro con una sonrisa burlona.

–Están los carabineros y los guardacostas –continuó Manolo–. Si se acercan, se tira la carga al mar y desaparecen las pruebas; no te pasa nada. Pero a unos hombres no los vas a tirar al mar, ¿no crees? Vamos a calmarnos y a pensar un poco

–Entonces… ¿No hay forma de arreglarlo? –dijo nervioso Pedro.

–Hay que estudiarlo hombre… Así de pronto no se ven claras las cosas. Se podrían pedir doce permisos de trabajo «prestados», ya me entiendes, y falsificar los documentos españoles que tengan esos hombres para que coincidan con estos permisos; pero no… No, es demasiado complicado, demasiados papeles falsos. Además, tendrían que quedarse en Gibraltar, y eso no lo permiten.

–Hay otro sistema: la patera –dijo Pedro–. Una barca coge a los hombres en una playa y los lleva a alta mar, a donde un barco los pueda recoger.

–¿Y los guardacostas?, ¿están durmiendo? –la conversación estaba ya volviéndose sarcástica–. La patera y el barco, aun saliendo bien, costaría mucho dinero. Lo mismo que si viniera desde Gibraltar cargada de tabaco y café. Y luego está el capitán del barco. ¿Qué capitán querría parar para recogerlos?

–¿Qué hace un oficial de la Marina si ve una barca a la deriva y con gente en apuros?

–La recoge y la lleva al puerto, o la entrega a las autoridades en el lugar de destino.

–Pues de eso se trata, ¿no? De recogerlos y llevarlos hasta donde se dirija el barco. Siempre que sea a otro país… –dijo Pedro, harto ya de tantas pegas.

–Bueno, Pedro, miraré la forma de hacerlo y te lo diré. ¿Cómo puedo enviarte la respuesta?

–Con los porteadores de tabaco que hacen la ruta de Ubrique o los de la Sierras de las Cabras y de la Sal.

–¿Tú los conoces? –preguntó extrañado Manolo.

–¡Bueno! Hay dos que llegan por la sierra, hasta detrás de la venta del Tempul, siguen adelante y pasan cerca de la ermita del Mimbral, para buscar el pantano de Guadalcacín, la junta de los Ríos, Arcos y Jerez. Estos hacen siempre un alto en el arroyo del Caballo, donde llegan al amanecer y esperan la noche para continuar. Allí, bajo los árboles del arroyo, descargan los caballos y esconden la carga, por si los descubren que vean los caballos descansando, pero no la mercancía. Otros dos pasan por la sierra entre Ubrique y Cortes, por un sitio en donde yo acostumbro a poner mis perchas. Tú me haces llegar la respuesta de cualquier forma, para que yo me ponga en contacto contigo. Incluso por carta. Diciendo que te encuentras bien y con muchas ganas de verme, yo entenderé que todo va bien y que me tengo que poner en contacto contigo. ¿Vale?

–Bueno, ya veré la mejor forma de hacértelo saber. Una cosa quiero que tengas presente, Pedro: sobornar guardias, falsificar papeles, una patera y el viaje en barco hasta Francia u otro lugar…, todo eso cuesta mucho dinero, más de lo que tú te imaginas.

–Ya lo comprendo, Manuel. Eso también lo deben de saber ellos.

–Bueno, ¿qué vas a hacer ahora? ¿Te quedas aquí esta noche o te vas?

–Me voy. Voy a ver si llego hasta la estación de San Roque y me subo a algún tren de mercancías que me lleve hasta la estación de Cortes. Desde allí subiré hasta el pueblo y cogeré el coche de línea que me lleva hasta Ubrique.

–Como quieras, Pedro. Tú sabes que todo lo que tengo está a tu disposición.

–Vale, hasta pronto Manuel. Voy a ver a la Juana, por la cena.

–No te preocupes. De eso me encargo yo. Ten cuidado, niño.

Pedro bajó las escaleras, Juana salió a su encuentro y sin decir palabra abrió la puerta de la calle, miró a ambos lados y dijo:

–Todavía llueve. Ten mucho cuidado, Pedro, y ¡buena suerte!

Pedro salió y desapareció por una esquina cercana al mercado de abastos. Cuando hubo desaparecido de la vista, Juana subió a la habitación de Manolo y le preguntó:

–¿Qué es lo que pasa, Manuel?

–Juana, aquí hay negocio a la vista. Se puede ganar mucho dinero, muchísimo. ¿Cuánto darías tú por escapar de la justicia?

–No sé, según por lo que me busquen.

–Debe de ser algo grave cuando se quieren ir, dejando su casa, su familia, su país. Sí, debe ser algo grave –dijo Manolo.

–¡Jesús! Pobre hombre… ¿Cuánto le vas a pedir?

–No se trata de uno solo, son una docena. Es muy arriesgado, pues si me cogen seré cómplice y lo pagaré muy caro. Si me arriesgo, también lo cobraré caro, una cosa por otra. Además, habrá que «untar» a mucha gente. Iremos anotando todo lo que nos gastemos: el precio del viaje, los trámites de papeles, las comisiones… Al total de los costes, le añadiré treinta mil pesetas para mí solito. Para compensar los riesgos.

–¡Jesús! ¿Y de dónde van a sacar tanto dinero esos pobres? –dijo Juana.

–Eso es problema de ellos, no mío.

Capítulo 7

A
buelo, te estás desviando. Me estabas hablando de Pedro…

–Sí, hija; pero lo otro también forma parte de la historia. Te hablaré de ellos más adelante.

–Pero, ¿por qué fue a ver a ese hombre de ese modo?

–Había querido comprobar por sí mismo las posibilidades que tenía de llegar hasta La Línea, andando desde Ubrique a través del monte y evitando el encuentro con la Guardia Civil. Lo hizo en tres días, caminando de noche por veredas y caminos. De día se paraba a descansar, tal como hacían los contrabandistas. Rodeando los controles de la Guardia Civil, había conseguido llegar hasta el lugar de la cita con Manuel, sin haber tropezado con ellos en una zona en la que, sin duda alguna, había la mayor vigilancia de carreteras y de playas de toda Andalucía. Lo había conseguido: ¡Todo un éxito!

–¿Y qué hizo Pedro cuando salió de aquella casa?

–Cuando salió de la fonda La Asturiana, Pedro cogió directamente por la carretera. Ya había cumplido el propósito del viaje y ahora no había necesidad de ocultarse. Su hijo Pedro me lo contó así:

No había nadie por la carretera a esas horas y hacía mal tiempo. El cielo, cubierto de nubes, amenazaba con llover durante toda la noche. Pedro caminaba de prisa y dio un pequeño rodeo en Puente Mayorga antes del control permanente de la Guardia Civil, pues, aunque ya había cumplido su misión, prefirió pasar de ellos: si le paraban, le preguntarían a donde iba tan tarde y en una noche tan mala, y él no estaba seguro de poder convencerlos de que sólo iba a coger un tren que lo llevase hasta Cortes. Por lo tanto, unos doscientos metros antes de la curva en la que estaba situado el control, subió por una loma situada a la derecha de la carretera hasta llegar a una casa, que estaba a oscuras y tenía las ventanas y la puerta cerradas. Los ladridos de un perro, atado en una esquina de la casa, lograron ponerle nervioso. Atravesó la carretera dejando a su izquierda el control y continuó recto a través del campo hacia otra loma, en cuya cima había un cortijo que tenía algunas ventanas iluminadas. Detrás del cortijo apareció una pequeña aldea, llamada Guadarranque. Pedro siguió recto, hasta que llegó a la estación de San Roque. Había adelantado unos tres kilómetros, caminando por los atajos.

Pedro miró la hora en el reloj de la estación: eran las dos de la mañana y cuarenta minutos. Hasta las siete no pasaría por allí el tren correo que se dirigía hacia Granada, después de dejar en Bobadilla parte de sus vagones para ser enganchados en otros trenes con destino a Málaga o Madrid. Decidió continuar caminando por la vía, a la espera de que apareciese algún tren de mercancías para subirse a él en marcha, pues en este tramo de la vía férrea el tren circula muy despacio, debido a los frecuentes desprendimientos de tierra sobre la vía y a la gran cantidad de túneles que hay desde San Roque hasta Cortes. Dieciséis, había contado Pedro en uno de sus viajes a La Línea.

A veces, entre un túnel y el siguiente tan sólo hay unos metros. Estos huecos entre túneles sirven de chimenea de salida de la enorme humareda que se forma en el interior cada vez que pasa un tren.

Pedro había caminado ya algo más de tres kilómetros, cuando un ruido sordo y las vibraciones de la vía le hicieron volverse para mirar atrás: una locomotora, cuya chimenea producía algunas llamaradas entre el humo negro y espeso que salía por su boca, se acercaba. Tenía un foco con una luz muy fuerte, que iluminaba la vía unos cientos de metros por delante de la máquina. Cuando el maquinista vio a Pedro tiró de una palanca y un silbido estridente salió por una pequeña válvula de vapor.

Pedro se echó a un lado para dejar pasar al tren, que subía resoplando la suave pendiente que lo llevaría hasta el mismo corazón de la Sierra de Ronda. Era un largo convoy de vagones de madera. Unos estaban cubiertos y con puertas correderas; otros eran plataformas de carga, sin paredes ni techos.

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