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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

La primera aventura del Coyote / Don César de Echagüe (15 page)

BOOK: La primera aventura del Coyote / Don César de Echagüe
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—Lo que hiciese el padre de Artigas no viene a cuento.

—¡Ya lo creo que viene a cuento! El padre de Artigas poseía un ranchito sin importancia donde cuidaba unos caballos, unas vacas y cultivaba un poco de trigo y maíz. La propiedad no valía ni diez mil pesos. ¿Qué ocurrió luego? Vino Méjico a California. Se secularizaron las misiones y… La hacienda de los Artigas creció como la espuma. Un puñado de tierras de San Luis Obispo, otro puñado de la Purísima, otro de Santa Bárbara. Un buen trozo de San Buenaventura, San Fernando, San Bernardino y San Gabriel. Con todas esas tierras misionales hicieron una hacienda única. Tú, y otros como tú, sentisteis repugnancia cuando se os ofrecieron dichas tierras. Eran santas y no queríais arriesgar vuestras almas. A los Artigas les tuvo sin cuidado el infierno si en la tierra ganaban un paraíso.

—Exageras —dijo, vacilante, el viejo hidalgo.

—No. Digo la verdad. Y tú lo sabes, aunque te niegues a reconocerlo. ¿Por qué a ti se te han reconocido tus títulos de propiedad? En primer lugar, porque los tenías. En segundo, porque te apoyó Edmonds; pero el marido de Beatriz hubiese podido hacer muy poco en nuestro favor si no hubieran existido títulos antiguos. Artigas no tiene ningún titulo de propiedad. Las tierras que posee se las quitó a los franciscanos. Eso lo sabe todo el mundo.

—Yo no aseguraría tanto y, en cambio, sé que los yanquis se las quieren robar. ¿O acaso te imaginas que lo hacen para devolvérselas a sus legítimos dueños?

—Desde luego, no lo hacen por eso. Admito que el juez Salters y unos cuantos más, tan canallas como él, quieren quedarse con la rica hacienda de Artigas. Pero ¿debes tú defender a un ladrón contra los ataques de otro ladrón? Deja que los lobos se muerdan entre sí. Deja que Artigas plante cara al
sheriff
. Lo único que te ruego es que no te comprometas tú.

—He prometido…

—No has prometido nada, papá. Artigas se ahoga, y en vez de ahogarse solo, como haría un caballero, quiere que todos os ahoguéis con él. ¿Crees que a Salters no le alegraría hundir sus manos en nuestra hacienda? Lo hará tan pronto como le des la oportunidad de hacerlo justificadamente. Dijiste bien al expresar el temor de que los yanquis sean capaces de quitarles sus patrimonios a todos los californianos. ¿Cuántos somos nosotros? Unos miles muy escasos. ¿Cuántos son ellos? Millones. Y cada día serán más. Hasta que los californianos seamos, en California, los menos. Casi extranjeros. Sólo con prudencia conseguiremos mantenernos dueños de lo nuestro. A la más pequeña torpeza nos despojarán. Se apoyarán en la Ley. Imitémosles. Es nuestra mejor arma. La Ley. La nuestra y no la suya. ¿No le pagas los estudios a Covarrubias para que se convierta en un buen abogado? Llámale en cuanto termine y sigue sus consejos. Serán mejores y más desinteresados que los de Artigas.

—He dado mi palabra —replicó, con testarudez, don César—. Si querías evitar que la diese, debiste intervenir a tiempo.

—¡Pero si cuando te pidió ayuda se la ofreciste de toda clase! ¿Por qué no le prometiste ayuda moral? Es la más cómoda. Es la que el propio Artigas prestó a Salinas, a don Goyo Paz y a cuantos acudieron a él en busca de dinero, de hombres y de armas. Echándose la mano al pecho, les contestó lo mismo: «Mi corazón y mis simpatías están con ustedes. Yo les apoyaré. La razón está de su parte». Y a no ser porque
El Coyote
intervino, los ahorcan a todos con la razón anudada al cuello.

—A veces hay que unirse incluso con los enemigos, César. Si por egoísmo dejo que arruinen a Artigas, mañana me puedo ver en su caso. En cambio, si todos nos colocamos junto a él y le defendemos con las armas en la mano, asustaremos a los yanquis…

—¡Por Dios, papá, no digas esas cosas! A los yanquis los pudisteis asustar cuando teníais el apoyo de Méjico. Pero ahora… ¿Qué representan unos centenares de peones californianos frente a los muchos miles de soldados que llegarán de todos los rincones de Estados Unidos?

—Nuestra raza nunca ha vacilado en luchar contra enemigos superiores. Y cuando no hemos podido vencer, hemos sabido morir con tanto honor que nuestra derrota se ha convertido en victoria…

—En victoria moral. Nada más. Y en el caso que nos ocupa ni existe patria por la cual luchar, ni el honor se halla al lado de Artigas. ¿Sabes cómo se nos consideraría en América si nos pusiéramos al lado del hombre que se ha enriquecido con los despojos de las misiones, que compró con botellas de tequila las vacas y los campitos que se dieron a los indios, y que incluso asesinó a unos cuantos peones que se oponían a sus deseos? Pues se nos llamaría bandidos. Puedes estar seguro. Se diría que, habiendo sido ladrones, ahora no queremos soltar lo que robamos.

Don César era demasiado viejo para dejarse convencer por las palabras de su hijo, por muy razonables que éstas fuesen.

—Aunque tuvieras razón, yo apoyaría a Artigas porque se lo he prometido. Ya te he dicho que no tengo dos palabras.

César se encogió, resignadamente, de hombros.

—Has vivido demasiado para cambiar —suspiró—. Quieres coger una olla sin asas y llena de agua hirviendo. ¿Sabes lo que pasará? Pues que te abrasarás las manos, soltarás la olla y te escaldarás los pies.

—Correré esos riesgos.

—Está bien. Dicen que sarna con gusto no pica. Pero si veo que te rascas, pensaré que el refrán miente.

—Esta tarde te traspasaré tus bienes —dijo el anciano.

—Los de mi madre y la mitad de los tuyos. No lo olvides. No tienes derecho a exponer mi futura herencia. Al menos, déjame la mitad.

—Eres despreciable. ¿Y tú llamas egoísta a Artigas?

—Yo no ataco a don Heriberto sólo por el mal que ha hecho en su beneficio. Le ataco porque ahora quiere exponernos a todos a pagar las consecuencias de su egoísmo. Si creyese que él desea que nos ahoguemos todos a fin de seguir siendo dueño y señor de lo suyo, le admiraría, aunque le seguiría combatiendo. Lo que encuentro peor es que quiere que los demás se ahoguen con él. Sin beneficio para nadie.

—He dado mi palabra y no pienso seguir discutiendo. Adiós.

Y don César de Echagüe puso fin a la larga conversación con una orgullosa salida de la estancia en la cual había tenido lugar.

Capítulo III: Las inquietudes de don César de Echagüe

El más joven de los de Echagüe intentó seguir fumando como si lo ocurrido no le afectara; pero a los pocos minutos envió el cigarro a reunirse con el anterior y, levantándose, comenzó a pasear por el salón.

Su padre era terco. Lo había sido siempre, unas veces para bien; muchas más para mal. Cuando el anciano cerraba su comprensión, era inútil intentar disuadirle. Se podía llegar a hacerle ver la realidad; pero nunca se conseguía que lo admitiera. César estaba seguro de que su padre había salido del salón convencido de que al prometer su ayuda material a Artigas había cometido una insensatez; pero, al fin y al cabo, pertenecía a una raza que ha llevado adelante muchas insensateces convirtiéndolas en hechos gloriosos.

—¡Pero de esto no puede resultar nada bueno! —gritó César, encarándose con el retrato de su abuelo, el primer César de Echagüe californiano, uno de los fundadores del pueblo de Nuestra Señora de Los Ángeles, compañero de Rivera y Moneada, amigo de fray Junípero Serra, que desde la pared miraba, impasible, cuanto sucedía ante él—. En tu tiempo, abuelo, era distinto. El ser impulsivamente heroico tenía un sentido; pero ahora… ¡Bah! ¡Si no quisiera tanto a tu hijo, le daría una tanda de azotes! No es un hombre; es un niño.

Quien hubiera visto y oído en aquellos momentos a César no hubiese reconocido en él al atildado y lánguido jovenzuelo que era la indignación de los viejos y, desde su matrimonio con Leonor de Acevedo, también de las jóvenes casaderas y, sobre todo, de sus madres.

Una débil tosecilla indicó a César que no estaba solo. En seguida comprendió quién la había lanzado.

—Hola, pequeña —dijo volviéndose hacia la hija del mayordomo—. No te he oído entrar.

—Estaba usted tan distraído… Vine a arreglar un poco el salón. Si molesto, volveré luego.

—No. Quédate. Al menos, contigo se puede hablar. Luego llamarás a tu padre. Le necesito. Lupita, he de ayudar a mi padre. Lo malo es que él no se deja ayudar por nadie. ¿Sientes simpatía por las personas que, sin beneficiarse por ello, comprometen a los que llaman sus amigos?

—No, señorito —la muchachita se preguntaba adonde iría a parar su interlocutor.

—Lo suponía —rió César, sintiendo que se iba calmando su enfado.

Lupe guardó silencio, aunque sus ojos siguieron preguntando claramente al joven cuáles eran sus pensamientos.

—Voy a hacer una locura, chiquilla. Y critico a los locos. Con ello demuestro que soy más loco que ellos ¿no?

—Usted no puede pensar locuras, señorito. Usted siempre ha sido inteligente, bueno y sensato.

—Eso es lo que digo cuando no soy más que César de Echagüe, el heredero de este rancho y de otras muchas tierras; pero a veces me canso de ser lo que parezco y me porto como quien no parezco.

Reflejóse la inquietud en las brillantes pupilas de Guadalupe Martínez.

—¡No, eso no, por Dios! —pidió—. Déjelo como está. Aquello ya pasó. Todos creen que ha muerto. Nadie merece que lo resucite.

—¿Cómo has adivinado mi propósito?

—No sé. Quizá no haya adivinado nada.

—Sí. Por eso quiero ver a tu padre. Y no intentes disuadirme. Soy tan terco como el criticado autor de mis días.

—Si la señorita estuviese aquí, se asustaría mucho.

—Pero no está aquí, sino en Monterrey —sonrió César—. Seguramente no me dejaría obrar y tendría razón. Será como una escapada.

—Pero le verán y se sabrá que el… —Lupe se contuvo. No se atrevía a pronunciar el nombre del Coyote—. Sabrán que no ha muerto y volverán a buscarle y a perseguirle.

—Procuraré tener cuidado y ser muy prudente. Además, sólo saldré esta noche para dar unas órdenes a unos amigos. Ellos saben que no he muerto. Son de toda confianza. Primero, porque son honrados; segundo, porque les pago bien, y tercero, porque no saben quién es, en realidad,
El Coyote
y, por lo tanto, temen que, si hablan, los castigue.

—¿No podría hacerlo yo? —preguntó la muchacha—. En mí nadie se fijará.

—No puedes hacerlo. Llama a tu padre y quédate en el vestíbulo para avisarnos a tiempo si viene alguien.

La muchacha salió a cumplir el encargo de César. Cuando, al cabo de unos minutos, entró en el salón Julián Martínez, el mayordomo, su rostro expresaba una inquietud que indicó a César que Lupe le había dicho algo.

—¿Qué desea, señorito? —preguntó el mayordomo.

Lupe había cerrado la puerta, dejando solos a los dos hombres.

—En parte ya lo sabes, según creo.

—La niña me ha dicho algo. No debe hacerlo, señorito. Déjeles que se arreglen sin usted.

—Sólo quiero ayudar a mi padre, Julián. Se ha comprometido con Artigas. Ya sabes cómo es él cuando se cree en la obligación de cumplir una palabra.

—¿Por qué no le dijo usted la verdad? Si él supiese que usted es…

—No. No. Demasiada gente lo sabe ya. No me refiero a ti, ni a tu hija; pero mi cuñado y…, sobre todo, mi mujer…

—La señorita nunca le descubrirá.

—A veces se habla mal de mí. Se dice que esto o aquello, y veo que Leonor está a punto de gritar. Mi padre sería peor que ella. Tiene el genio demasiado vivo. Sin embargo es muy bueno. Y cuando comprendo que, a pesar de los defectos que me supone, me quiere, yo le quiero más. Hoy ha prometido a Artigas que le proporcionará hombres armados para defender su rancho cuando el
sheriff
vaya a embargarlo.

—¡Dios mío!

—¿Te das cuenta de lo que eso significa? Comprometerse él y arruinar su hacienda. No creas que ese peligro me importa a mí. Tengo aparte mucho dinero más; y aunque no lo tuviese, no me importaría. Lo que temo es la reacción de mi padre si se viera despojado de estas tierras. Él no las ama sólo por lo que valen materialmente, sino por lo que significan.

—¿Qué se puede hacer?

—Mi padre te encargará de elegir los peones que han de apoyar a Artiga. Quiero saber a quiénes elegirás.

—¿Ahora?

—No es necesario que sea ahora mismo. Pero esta noche, a las diez, necesitaré sus nombres. Cuando mi padre te ordene que prepares a los peones, dile que sólo puedes disponer de seis.

—¿Y si pide más?

—Insiste en que seis ya son demasiados, pues la cosecha próxima no deja disponibles a más. Verás cómo se conforma. Y puede que se conformase también si le dijeses que sólo puedes disponer de uno; pero entonces quizá sospechara mi intervención. En realidad está convencido de que ha cometido una ligereza; pero es incapaz de admitirlo.

—¿Y usted no va a cometer una ligereza al resucitar al…?

—Sí; pero yo, al menos, lo reconozco.

—¿Y eso no cree que es peor que lo de su padre?

César dio unas cariñosas palmadas en la espalda del mayordomo.

—Eres inapreciable, Julián; pero si quieres seguir siendo mi amigo predilecto, fíjate en lo que bien digo y no en lo que hago mal. Es un refrán muy antiguo. Lo leí en un viejo libro titulado… pero tú no lo leerías, ¿verdad?

—No, señorito.

—Entonces será preferible que no te lo diga. A los hombres que elijas los irás preparando de manera que, cuando les llegue el momento de entrar en acción, estén muertos de miedo. No se te ocurra escoger gente brava, ¿eh?

—No tema. ¿De modo que está decidido a salir esta noche?

—Sí.

—¿Y qué dirá la señorita cuando lo sepa?

—Si lo sabe, dirá muchas cosas, Julián; pero tú no las oirás.

—¿Qué quiere decir?

—Que si tu hija y tú no habláis, nadie se enterará de mi resurrección. Y si habláis, no estaréis aquí para oír lo que diga Leonor.

—Me ofende que dude usted de mi lealtad.

—Sólo te aviso. Soy terco, lo sé; pero lo soy con motivo.

Julián salió del salón moviendo, preocupado, la cabeza. Durante un año había vivido tranquilo, sin temer por la suerte del joven. Y ahora volvía a renacer
El Coyote
y, con él, los riesgos y las inquietudes.

****

La comida, en el amplio comedor que utilizaba siempre don César, transcurrió en silencio, roto en breves ocasiones para rechazar tal o cual plato o pedir un vino u otro.

Padre e hijo, muy separados por la larga mesa, se miraron varias veces con intención de decirse algo; pero terminaron de comer sin que ese algo llegara a ser pronunciado.

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