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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

La Profecía (7 page)

BOOK: La Profecía
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Joram volvió a su trabajo, manteniendo el rostro vuelto.

¿Por qué realmente?, se preguntó Saryon, contemplando aquella cabeza inclinada; la fornida espalda, desnuda bajo el calor de la fragua; la cabellera oscura y encrespada, que se había soltado de la trenza y le colgaba en brillantes bucles alrededor del rostro joven, frío y severo. Había algo en la voz... Estaba preñada de cansancio, de miedo; y de algo más: ¿esperanza?

«Joram tiene miedo —se dio cuenta Saryon—. Planea abandonar el pueblo y ha estado intentando reunir el valor suficiente para adentrarse él solo en esas tierras desconocidas y salvajes.

»¿Por qué quiero ir contigo, Joram? —Un nudo abrasador se formó en la garganta del catalista, igual que si se hubiera tragado uno de aquellos tizones ardientes—. Podría decirte que una vez te sostuve en mis brazos. Podría decirte que apoyaste tu cabecita sobre mi hombro, que te acuné hasta que te dormiste. Podría decirte que eres el Príncipe de Merilon, heredero del trono, y que, además, ¡puedo probarlo!

«Pero no, eso no puedo decírtelo ahora. No creo que pueda decírtelo nunca. Con esta peligrosa información y la terrible ira que albergas en tu interior, Joram, podrías hacer que la tragedia se abatiera sobre todos nosotros: tus padres, la gente inocente de Merilon... —Saryon se estremeció—. No —se repitió—. ¡Al menos no cometeré
ese
pecado! Guardaré el secreto hasta la muerte. Sin embargo, ¿qué otra razón puedo darle al muchacho? ¿Quiero ir contigo, Joram, porque me interesas tú y lo qué te suceda? Cómo se burlaría entonces...»

—Me voy contigo —respondió finalmente Saryon—, porque busco recuperar mi propia fe. La Iglesia fue para mí, una vez, algo tan sólido como la fortaleza montañosa de El Manantial. Ahora la veo derrumbarse, la veo caer envuelta en la codicia y el engaño. Te dije que no podía regresar a ella; y lo decía en serio.

Joram levantó la cabeza de su trabajo para mirar al catalista. Sus ojos oscuros eran fríos y desapasionados, pero Saryon vio en ellos un breve destello de decepción, una pequeña llama que delataba su anhelo por oír algo diferente, pero que fue sofocada rápidamente. Aquella mirada sobresaltó al catalista, quien deseó haber pronunciado las palabras que habían estado en su corazón. Pero la oportunidad se había esfumado.

—Muy bien, catalista —dijo Joram con indiferencia—. De todas formas, creo que es una buena idea que vengáis conmigo. Prefiero no perderos de vista; sabéis demasiado sobre la piedra-oscura. Ahora regresad a la celda. Dejadme solo. Tengo que terminar esto.

Saryon suspiró. Sí, había dicho lo apropiado. Pero qué vacío parecía. Metiendo la mano en su bolsillo, sacó el pequeño pedazo de piedra-oscura.

—Una cosa más. ¿Puedes engastarme esto? —le preguntó el catalista a Joram—. ¿Y sujetarlo a una cadena de modo que pueda llevarlo puesto?

Sorprendido, Joram tomó la piedra, pasando su mirada de ella a Saryon. La sospecha brilló repentinamente en sus ojos oscuros.

—¿Por qué?

—Creo que me permitirá escapar a los intentos del Patriarca para ponerse en contacto conmigo. Absorberá la magia.

Joram se guardó la piedra, mientras se encogía de hombros.

—Os lo traeré cuando regrese esta tarde.

—¡Debe ser pronto! —dijo Saryon, nervioso—. Antes del anochecer...

—No os preocupéis, catalista —interrumpió Joram—. Cuando llegue el anochecer, ya hará mucho que nos habremos ido de este lugar. A propósito —añadió sin darle importancia—, ¿encontrasteis a Mosiah?

—Sí, está esperando en la prisión, con Simkin.

—De modo que no se fue... —murmuró Joram para sí.

—¿Qué?

—Lo llevaremos con nosotros. Y a Simkin. Id a decírselo y que empiecen a prepararse.

—¡No! ¡A Simkin no! —protestó Saryon—. Mosiah quizá, pero no...

—Necesitamos personas que utilicen magia como Simkin y Mosiah, catalista —interrumpió Joram con frialdad—. Con vos para facilitarles Vida y mi poder con la Espada, aún podremos sobrevivir a esto. —Levantó la mirada, y los ojos oscuros contemplaron a Saryon con indiferencia—. Espero que eso no os decepcione.

Sin decir una palabra, Saryon le dio la espalda a Joram y se dirigió de nuevo a la entrada de la herrería, evitando cuidadosamente pisar el lugar donde había muerto el Señor de la Guerra. ¿Seguiría la sangre allí? Le pareció ver un charco debajo de un cubo y desvió la mirada con rapidez.

No sentiría dejar aquel lugar. Aunque habían llegado a gustarle aquellas gentes y comprendía su forma de vida, jamás podría sobreponerse a la repugnancia que sentía por las Artes Arcanas de la Tecnología, repugnancia que le había sido inculcada durante toda su vida. Conocía los peligros del País del Destierro, o por lo menos creía que los conocía, y se dijo ingenuamente que la vida en plena naturaleza sería preferible a una vida donde el hombre controlaba la naturaleza.

¿Adónde irían? No lo sabía. A Sharakan, quizás; aunque podrían ir a parar en medio de una guerra. No importaba. Cualquier sitio serviría, mientras no fuera Merilon.

Sí, se alegraría de marchar, y se enfrentaría de buena gana a los peligros del País del Destierro. «Pero bendito sea Almin —pensó Saryon, abatido, mientras regresaba a la prisión—. ¿Por qué Simkin?»

5. La revuelta

—Yo estaba allí. Lo vi todo, y por mi vida —dijo Simkin en voz baja— si no vi a nuestro Sombrío y Melancólico Amigo hundir su brillante espada en el cuerpo convulsionado del Señor de la Guerra.

—Muy bien por Joram —dijo Mosiah, ceñudo.

—Bueno, en realidad no era una «brillante espada» —corrigió Simkin, haciendo aparecer un espejo enmarcado en plata y muy adornado con un gesto de la mano. Sujetándolo frente a él, se examinó el rostro, alisándose meticulosamente la fina barba marrón con los dedos y retorciendo con destreza las puntas de su bigote—. Esa espada es la cosa más horrenda que he visto jamás, si exceptuamos al cuarto hijo de la marquesa de Blackborough. Desde luego, la marquesa misma no es ninguna maravilla. Todos los que la conocen saben que la nariz que luce por la noche
no
es la misma nariz con la que empieza el día por la mañana.

—¿Qué...?

—Nunca se le ve la misma nariz dos veces, ¿sabes? No maneja demasiado bien la magia. Se ha rumoreado que está Muerta, pero nunca se ha podido probar, y, además, su esposo es
muy
amigo del Emperador. Y si se limitara a dedicarle un poco de tiempo, ¿quién sabe?, podría salirle la nariz bien.

—Simkin, qué...

—De todas maneras, no entiendo por qué se empeña en tener hijos, particularmente niños feos. «Debería haber una ley en contra de ello», le sugerí a la Emperatriz, que estuvo totalmente de acuerdo conmigo.

—¿Qué aspecto tiene la espada? —consiguió por fin intercalar Mosiah cuando Simkin hizo una pausa para respirar.

—¿Espada? —Simkin lo miró distraídamente—. Oh, sí. La espada de Joram, la «Espada Arcana», como él la llama. Muy apropiadamente, además, podría añadir. ¿Qué aspecto tiene? —El muchacho reflexionó un momento, deshaciéndose primero del espejo con un chasquido de los dedos—. Déjame pensar. Por cierto, ¿te gusta mi conjunto? Lo prefiero al negro. Lo llamo
Sangre Derramada
, en honor del querido difunto.

Mosiah contempló los calzones color sangre, la chaqueta morada y el chaleco de raso rojo con disgusto y asintió.

Ajustándose el encaje alrededor de la muñeca —encaje que estaba lleno de manchas rojas, para que parecieran «salpicaduras»—, Simkin se sentó sobre el camastro, cruzando sus bien torneadas piernas para lucir mejor las medias color morado.

—La espada —continuó— tiene el aspecto de un hombre.

—¡No! —se mofó Mosiah.

—Sí, palabra de Almin —afirmó Simkin, ofendido—. Un hombre de hierro. Un hombre de hierro escuálido, desde luego, pero un hombre de todas formas. Así... —Poniéndose en pie, Simkin se puso rígido, los tobillos pegados, los brazos extendidos a cada lado en forma de cruz—. Mi cuello es la empuñadura —dijo, estirando su descarnado cuello al máximo—. Tiene un pomo en la parte superior en lugar de cabeza.

—¡Tú sí que tienes un pomo por cabeza! —resopló Mosiah.

—Échale un vistazo, si no me crees —dijo Simkin, derrumbándose súbitamente sobre el camastro. Bostezó profundamente—. Está debajo del colchón, envuelta como un bebé en sus pañales.

La mirada de Mosiah se dirigió a la cama, mientras crispaba las manos.

—No, no podría —dijo tras un momento.

—Tú mismo. —Simkin se encogió de hombros—. Me pregunto si habrán descubierto ya el cadáver. ¿Y te parece que esto es demasiado llamativo para el funeral?

—¿Qué poderes dices que tenía la Espada? —preguntó Mosiah, los ojos clavados como fascinados en la cama. Lentamente se puso en pie, cruzó la habitación, y fue a parar junto al camastro, aunque sin atreverse a tocar el colchón—. ¿Qué le hizo a Blachloch?

—Déjame recordar —dijo Simkin con aire lánguido, tumbándose en el lecho y poniendo los brazos detrás de la cabeza. Contemplando sus zapatos, arrugó el ceño y, experimentalmente, cambió el color rojo por morado—. Debes comprender que me era un poco difícil ver, situado como estaba, colgando de la pared por un maldito clavo. Pensé en convertirme en un cubo, ven mucho mejor que las tenazas, ¿sabes? Cuando soy unas tenazas, generalmente tengo un ojo a cada lado. Me da un campo de visión amplio, pero no puedo ver lo que hay en el centro. Los cubos, por otra parte...

—¡Oh, cuéntalo de una vez! —le espetó Mosiah, impaciente.

Simkin aspiró por la nariz con desdén y volvió a cambiar a rojo el color de sus zapatos.

—Nuestro Odiado y Despiadado Caudillo estaba lanzando el maleficio del Veneno Verde sobre nuestro amigo. Por cierto, ¿has visto alguna vez cómo funciona ese maleficio? —preguntó Simkin, tranquilo—. Tiene efectos terribles sobre el sistema nervioso. Deja paralizado, provoca un dolor insoportable...

—¡Pobre Joram! —dijo Mosiah con suavidad.

—Sí, ¡pobre Joram! —repitió Simkin lentamente—. Estaba casi muerto, Mosiah. —La voz burlona se puso repentinamente seria—. Realmente creí que no había nada que hacer. Entonces me di cuenta de algo rarísimo: la luz verde y venenosa que el conjuro proyecta sobre los cuerpos brillaba alrededor de Joram excepto en sus manos, que sujetaban la espada. Y, lentamente, el resplandor empezó a desvanecerse en sus brazos, y se iba desvaneciendo también en el resto de su cuerpo cuando nuestro divertido y viejo amigo, el catalista, intervino y absorbió la Vida del Señor de la Guerra. Y muy bien que hizo. Muy a tiempo. Incluso a pesar de que la espada parecía estar invirtiendo el efecto del conjuro de Blachloch, era evidente que no actuaba con la suficiente rapidez como para evitar que Joram se convirtiese en una temblorosa masa de budín verde.

—Así que de alguna manera anula la magia —dijo Mosiah, perplejo.

Se quedó mirando a la cama con deseo, indeciso. Echando un vistazo al otro lado de la enrejada ventana, se estremeció a causa del aire helado que penetraba por ella. Aunque era ya media tarde, la temperatura no había aumentado. El pálido sol había desaparecido, oculto por unas nubes grises y amenazadoras. Parecía como si las nubes hubieran descendido del cielo y se hubieran posado sobre los tejados del pueblo, asfixiando todo signo de vida. Las calles estaban vacías: no había centinelas, ni ciudadanos. Incluso había cesado el ruido de la herrería.

El joven se decidió y se dirigió de prisa hacia el camastro; arrodillándose junto a él, metió las manos debajo del colchón. Suavemente, casi con veneración, sacó el montón de andrajos.

Apoyado en los talones, Mosiah desenvolvió la espada y la contempló fijamente. El rostro del joven —el honesto rostro de un Mago Campesino— se torció en una mueca de repugnancia.

—¿Qué te dije? —repuso Simkin, dándose la vuelta en el camastro e incorporándose sobre un codo para ver mejor—. Es una creación repugnante, ¿no es así? Yo personalmente no la llevaría encima ni muerto, aunque no creo que eso preocupe a Joram. ¿Entiendes? —insistió alegremente al ver que Mosiah no reía—. ¡Ni Muerto!

Mosiah hizo caso omiso de él. La contemplación de la espada lo fascinaba y lo repelía a la vez. Era, de verdad, un arma tosca y fea. Antiguamente, hacía mucho tiempo, los Hechiceros habían fabricado espadas de belleza reluciente y diseño elegante, con hojas de deslumbrante acero y empuñaduras de oro y plata. Eran espadas mágicas, que estaban dotadas también de diferentes propiedades gracias a runas y conjuros; pero todas las espadas habían desaparecido de Thimhallan después de las Guerras de Hierro. Los catalistas las denominaban armas diabólicas, creaciones demoníacas nacidas de las Artes Arcanas de la Tecnología. La ciencia para fabricar espadas de acero se perdió. Las únicas espadas que Joram había visto estaban dibujadas en los libros que había encontrado. Y aunque el joven era muy hábil trabajando el metal, no era lo bastante experto, ni tampoco tenía el tiempo ni la paciencia necesarios para crear un arma como las que los hombres de la antigüedad habían ceñido con orgullo.

La espada que Mosiah sostenía en las manos estaba hecha de piedra-oscura, un mineral que es negro y feo. La espada, nacida del fuego de la fragua y recibida su Vida mágica de Saryon, un catalista reacio, no era más que una tira de metal batido y martilleado y luego afilado de manera torpe por la mano inexperta de Joram. Éste no sabía cómo crear hoja y empuñadura y unir luego ambas, así que aquella espada estaba hecha de una sola pieza de metal y, tal como había dicho Simkin, se parecía a un ser humano. La empuñadura estaba separada de la hoja por un travesaño que tenía el aspecto de dos brazos extendidos. Joram había añadido una cabeza de aspecto bulboso en la empuñadura en un intento de equilibrarla, haciendo que tuviera toda la apariencia del cuerpo de un hombre convertido en piedra. Mosiah estaba a punto de volver a dejar aquel objeto horrible y turbador debajo del colchón cuando la puerta se abrió de golpe.

—¡Deja eso! —ordenó una voz dura.

Sobresaltado, Mosiah estuvo a punto de dejarla caer al suelo.

—¡Joram! —exclamó con acento culpable, dándose la vuelta—. Tan sólo estaba mirando.

—He dicho que lo dejes —siguió Joram con brusquedad, cerrando la puerta a su espalda de una patada. Cruzó la habitación de un salto y arrebató la espada de las manos de Mosiah, quien no ofreció resistencia—. No la vuelvas a tocar jamás —dijo, mirando a su amigo con fiereza.

—No te preocupes —musitó Mosiah, poniéndose en pie y limpiándose las manos en los calzones de cuero como si quisiera borrar el contacto del metal—. No lo haré. ¡Jamás! —añadió, emocionado. Luego dirigió una sombría mirada a Joram, se apartó de él y se fue a atisbar por la ventana, malhumorado.

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