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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Policíaco

La Reina del Sur (50 page)

BOOK: La Reina del Sur
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—Lo sabrás a su debido tiempo. Y si no hay cobertura, usaremos la radio camuflándonos en canales pesqueros. Frases establecidas para cambios de una frecuencia a otra, entre los ciento veinte y los ciento cuarenta megaherzios. Prepara una lista.

Sonó uno de los teléfonos. La secretaria de la oficina de Marbella había recibido una comunicación de la embajada de México en Madrid. Solicitaban que la señora Mendoza recibiese a un alto funcionario para tratar un asunto urgente. Cómo de urgente, quiso saber Teresa. No lo han dicho, fue la respuesta. Pero el funcionario ya está aquí. Mediana edad, bien vestido. Muy elegante. Su tarjeta dice Héctor Tapia, secretario de embajada. Lleva quince minutos sentado en el vestíbulo. Y lo acompaña otro caballero.

—Gracias por recibirnos, señora.

Conocía a Héctor Tapia. Lo había tratado superficialmente unos años atrás, durante las gestiones con la embajada de México en Madrid para resolver el papeleo de su doble nacionalidad. Una breve entrevista en un despacho del edificio de la Carrera de San Jerónimo. Algunas palabras medio cordiales, la firma de documentos, el tiempo de un cigarrillo, un café, una charla intrascendente. Lo recordaba educadísimo, discreto. Pese a estar al corriente de todo su currículum —o quizás a causa de eso mismo—, la había recibido con amabilidad, reduciendo los trámites al mínimo. En casi doce años, era el único contacto directo que Teresa había mantenido con el mundo oficial mejicano.

—Permítame presentarle a don Guillermo Rangel. Norteamericano.

Se le veía incómodo en la salita de reuniones forrada de nogal oscuro, como quien no está seguro de hallarse en el lugar adecuado. El gringo, sin embargo, parecía a sus anchas. Miraba la ventana abierta a los magnolios del jardín, el antiguo reloj de pared inglés, la calidad de la piel de las butacas, el valioso dibujo de Diego Rivera —
Apunte para retrato de Emiliano Zapata
— enmarcado en la pared.

—En realidad soy de origen mejicano, como usted —dijo, contemplando todavía el retrato bigotudo de Zapata, con aire complacido—. Nacido en Austin, Tejas. Mi madre era chicana.

Su español era perfecto, con vocabulario norteño, apreció Teresa. Muchos años de práctica. Pelo castaño a cepillo, hombros de luchador. Polo blanco bajo la chaqueta ligera. Ojos oscuros, ágiles y avisados.

—El señor —comentó Héctor Tapia— tiene ciertas informaciones que le gustaría compartir.

Teresa los invitó a ocupar dos de las cuatro butacas colocadas en torno a una gran bandeja árabe de cobre martilleado, y ella se sentó en otra, colocando un paquete de Bisonte y el encendedor sobre la mesa. Había tenido tiempo de arreglarse un poco: pelo recogido en cola de caballo con un pasador de plata, blusa de seda oscura, pantalón tejano negro, mocasines, chaqueta de gamuza en el brazo de la butaca.

—No estoy segura de que esas informaciones me interesen —dijo.

El pelo plateado del diplomático, la corbata y el traje de corte impecable contrastaban con la apariencia del gringo. Tapia se había quitado los lentes de montura de acero y los estudiaba con el ceño fruncido, como si no estuviera satisfecho del estado de los cristales.

—Éstas sí le interesan —se puso los lentes y la miró, persuasivo—. Don Guillermo…

El otro levantó una mano grande y chata.

—Willy. Pueden llamarme Willy. Todo el mundo lo hace.

—Bien. Pues aquí, Willy, trabaja para el Gobierno americano.

—Para la DEA —matizó el otro, sin complejos. Teresa estaba sacando un cigarrillo del paquete. Siguió haciéndolo sin inmutarse.

—¿Perdón?… ¿Para quién ha dicho?

Se puso el cigarrillo en la boca y buscó el encendedor, pero Tapia se inclinaba ya sobre la mesa, atento, un chasquido, la llama dispuesta.

—De-E-A —repitió Willy Rangel espaciando mucho las siglas—… Drug Enforcement Administration. Ya sabe. La agencia antidrogas de mi país.

—Híjole. No me diga —Teresa echó el humo observando al gringo—… Muy lejos de sus rumbos, lo veo. No sabía que su empresa tuviera intereses en Marbella.

—Usted vive aquí.

—¿Y qué tengo yo que ver?

La contemplaron sin decir nada, unos segundos, y luego se miraron el uno al otro. Teresa vio que Tapia enarcaba una ceja, mundano. Es tu asunto, amigo, parecía apuntar el gesto. Yo sólo oficio de acólito.

—Vamos a entendernos, señora —dijo Willy Rangel—. No estoy aquí por nada que tenga que ver con su modo actual de ganarse la vida. Ni tampoco don Héctor, que es tan amable de acompañarme. Mi visita tiene que ver con cosas que ocurrieron hace mucho tiempo…

—Hace doce años —puntualizó Héctor Tapia, como desde lejos. O desde afuera.

—… Y con otras que están a punto de ocurrir. En su tierra.

—Mi tierra, dice.

—Eso es.

Teresa miró el cigarrillo. No voy a terminármelo, decía el gesto. Tapia lo entendió a la perfección, pues dirigió al otro una ojeada inquieta. Órale que se nos va, acuciaba sin palabras. Rangel parecía de la misma opinión. Así que fue al grano.

—¿Le dice algo el nombre de César
Batman
Güemes?

Tres segundos de silencio, dos miradas pendientes de ella. Echó el humo tan despacio como pudo.

—Pues fíjense que no.

Las dos miradas se cruzaron entre sí. De nuevo a ella.

—Sin embargo —dijo Rangel—, usted lo conoció hace tiempo.

—Qué raro. Entonces nomás lo recordaría, ¿verdad? —miró el reloj de pared, en busca de un modo cortés de ponerse en pie y zanjar aquello—… Y ahora, si me disculpan…

Los dos hombres se miraron de nuevo. Entonces el de la DEA sonrió. Lo hizo con una mueca amplia, simpática. Casi bonachona. En su oficio, pensó Teresa, alguien que sonríe así es que reserva el efecto para las grandes ocasiones.

—Concédame sólo cinco minutos más —dijo el gringo—. Para contarle una historia.

—Sólo me gustan las historias con final bien padre.

—Es que este final depende de usted.

Y Guillermo Rangel, a quien todo el mundo llamaba Willy, se puso a contar. La DEA, explicó, no era un cuerpo de operaciones especiales. Lo suyo era recopilar datos de tipo policial, mantener una red de confidentes, pagarlos, elaborar informes detallados sobre actividades relacionadas con la producción, tráfico y distribución de drogas, ponerle nombres y apellidos a todo eso y estructurar un caso para que se sostuviera ante un tribunal. Por eso utilizaba agentes. Como él mismo. Personas que se introducían en organizaciones de narcotraficantes y actuaban allí. El propio Rangel había trabajado así, primero infiltrado en grupos chicanos de la bahía de California y luego en México, como controlador de agentes encubiertos, durante ocho años; menos un período de catorce meses que estuvo destinado en Medellín, Colombia, de enlace entre su agencia y el Bloque de Búsqueda de la policía local encargado de la captura y muerte de Pablo Escobar. Y, por cierto, la foto famosa del narco abatido, rodeado por los hombres que lo mataron en Los Olivos, la había hecho el propio Rangel. Ahora estaba enmarcada en la pared de su despacho, en Washington D. C.

—No veo qué puede interesarme a mí de todo eso —dijo Teresa.

Apagaba el cigarrillo en el cenicero, sin prisas, pero resuelta a terminar aquella conversación. No era la primera vez que policías, agentes o traficantes venían con historias. No tenía ganas de perder el tiempo.

—Se lo cuento —dijo sencillamente el gringo— para situarle mi trabajo.

—Está situadísimo. Y ahora, si me disculpan…

Se puso en pie. Héctor Tapia también se levantó con reflejo automático, abotonándose la chaqueta. Miraba a su acompañante, desconcertado e inquieto. Pero Rangel seguía sentado.

—El Güero Dávila era agente de la DEA —dijo con sencillez—. Trabajaba para mí, y por eso lo mataron.

Teresa estudió los ojos inteligentes del gringo, que acechaban el efecto. Ya soltaste el golpe de teatro, pensó. Y ni modo, salvo que te quede más parque. Sentía deseos de reír a carcajadas. Una risa aplazada doce años, desde Culiacán, Sinaloa. La broma póstuma del pinche Güero. Pero se limitó a encoger los hombros.

—Ahora —dijo con mucha sangre fría—, cuénteme algo que yo no sepa.

Ni la mires, había dicho el Güero Dávila. La agenda ni la abras, prietita. Llévasela a don Epifanio Vargas y cámbiasela por tu vida. Pero aquella tarde, en Culiacán, Teresa no pudo resistir la tentación. Pese a lo que pensaba el Güero, ella tenía ideas propias, y sentimientos. También curiosidad por saber en qué infierno acababan de meterla. Por eso, momentos antes de que el Gato Fierros y Pote Gálvez aparecieran en el apartamento cercano al mercado Garmendia, infringió las reglas, pasando páginas de aquella libreta de piel donde estaban las claves de lo que había ocurrido y de lo que estaba a punto de ocurrir. Nombres, direcciones. Contactos a uno y otro lado de la frontera. Tuvo tiempo de asomarse a la realidad antes de que todo se precipitara y se viera huyendo con la Doble Águila en la mano, sola y aterrorizada, sabiendo exactamente de qué intentaba escapar. Lo resumió bien aquella misma noche, sin pretenderlo, el propio don Epifanio Vargas. A tu hombre, fue lo que dijo, le gustaban demasiado los albures. Las bromas, el juego. Las apuestas arriesgadas que hasta la incluían a ella misma. Teresa sabía todo eso al acudir a la capilla de Malverde con la agenda que nunca debió leer y que había leído, maldiciendo al Güero por semejante forma de ponerla en peligro justo para salvarla. Un razonamiento típico del jugador cabrón aficionado a meter en la boca del coyote su cabeza y la de otros. Si me queman, había pensado el hijo de su pinche madre, Teresa no tiene salvación. Inocente o no, son las reglas. Pero había una remota posibilidad: demostrar que ella realmente actuaba de buena fe. Porque Teresa nunca habría entregado la agenda a nadie, de conocer lo que tenía dentro. Nunca, de estar al corriente del juego peligroso del hombre que llenó esas páginas de mortales anotaciones. Llevándosela a don Epifanio, padrino de Teresa y del propio Güero, ella demostraba su ignorancia. Su inocencia. Nunca se habría atrevido, en caso contrario. Y esa tarde, sentada en la cama del apartamento, pasando las páginas que eran al mismo tiempo su sentencia de muerte y su única salvación posible, Teresa maldijo al Güero porque al fin lo comprendía todo muy bien. Echar a correr sin más era condenarse a sí misma a no llegar lejos. Tenía que entregar la agenda para demostrar precisamente que ignoraba su contenido. Necesitaba tragarse el miedo que le retorcía las tripas y mantener la cabeza tranquila, la voz neutra en su punto exacto de angustia, la súplica sincera al hombre en quien el Güero y ella confiaban. La morra del narco, el animalito asustado. Yo no sé nada. Nomas dígame usted, don Epifanio, qué iba yo a leer. Por eso seguía viva. Y por eso ahora, en el saloncito de su despacho de Marbella, el agente de la DEA Willy Rangel y el secretario de embajada Héctor Tapia la miraban boquiabiertos, uno sentado y el otro de pie, todavía con los dedos en los botones de la chaqueta.

—¿Lo ha sabido todo este tiempo? —preguntó el gringo, incrédulo.

—Hace doce años que lo sé.

Tapia se dejó caer de nuevo en la butaca, esta vez olvidando soltarse los botones.

—Cristo bendito —dijo.

Doce años, se dijo Teresa. Superviviente a un secreto de los que mataban. Porque aquella última noche de Culiacán, en la capilla de Malverde, en la atmósfera sofocante del calor húmedo y el humo de las velas, ella había jugado sin apenas esperanza el juego dispuesto por su hombre muerto, y ganó. Ni su voz, ni sus nervios, ni su miedo la traicionaron. Porque era un buen tipo, don Epifanio. Y la quería. Los quería a los dos, pese a comprender mediante la agenda —quizá lo sabía de antes, o no— que Raimundo Dávila Parra trabajaba para la agencia antidrogas del Gobierno americano, y que seguramente el
Batman
Güemes lo hizo bajar por eso. Y así Teresa pudo engañarlos a todos, rifándose la loca apuesta en el filo de la navaja, justo como había previsto el Güero que sucedería. Imaginó la conversación de don Epifanio, al día siguiente. Ella no sabe nada. Ni madres. ¿Cómo iba a traerme la pinche agenda si supiera? Así que podéis dejarla en paz. Órale. Sólo fue una posibilidad entre cien, pero bastó para salvarla.

Ahora Willy Rangel observaba a Teresa con mucha atención, y también con un respeto que antes no estaba allí. En tal caso, apuntó, le ruego que tome asiento de nuevo y escuche lo que vengo a decirle. Señora. En este momento es más necesario que nunca. Teresa dudó un instante, pero sabía que el gringo llevaba razón. Miró a un lado y a otro y luego la hora que marcaba el reloj de pared, simulando impaciencia. Diez minutos, dijo. Ni uno mas. Después volvió a sentarse y encendió otro Bisonte. Tapia estaba aún tan asombrado, en su butaca, que esta vez tardó en ofrecerle fuego; y cuando al fin acercó la llama del encendedor, murmurando una disculpa, ella había encendido el cigarrillo con el suyo propio.

Entonces el hombre de la DEA contó la verdadera historia del Güero Dávila.

Raimundo Dávila Parra era de San Antonio, Tejas. Chicano. Nacionalidad norteamericana desde los diecinueve años. Tras haber trabajado muy joven en el lado ilegal del narcotráfico, pasando mariguana en pequeñas cantidades por la frontera, fue reclutado por la agencia antidrogas después de que lo detuvieran en San Diego con cinco kilos de mota. Tenía condiciones, y era aficionado al riesgo y a las emociones fuertes. Valiente, frío pese a su apariencia extrovertida, tras un período de adiestramiento, que oficialmente pasó en una cárcel del norte —de hecho estuvo una temporada para afianzar su cobertura—, el Güero fue enviado a Sinaloa con la misión de infiltrarse en las redes de transporte del cártel de Juárez, donde tenía viejas amistades. Le gustaba aquel trabajo. Le gustaba el dinero. También le gustaba volar, y había hecho un curso de piloto en la DEA, aunque como cobertura hizo otro en Culiacán. Durante varios años se introdujo en los medios narcotraficantes a través de Norteña de Aviación, primero como empleado de confianza de Epifanio Vargas, con quien actuó en las grandes operaciones de transporte aéreo del Señor de los Cielos, y luego como piloto de Cesar
Batman
Güemes. Willy Rangel fue su controlador. Nunca se comunicaban por teléfono excepto en casos de emergencia. Se citaban una vez al mes en hoteles discretos de Mazatlán y Los Mochis. Y toda la información valiosa que la DEA obtuvo del cártel de Juárez durante aquel tiempo incluidas las feroces luchas por el poder que enfrentaron a los narcos mejicanos al independizarse de las mafias colombianas, provino de la misma fuente. El Güero valía su peso en coca.

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