Read La Rosa de Alejandría Online

Authors: Manuel Vázquez Montalban

Tags: #novela negra

La Rosa de Alejandría (18 page)

BOOK: La Rosa de Alejandría
9.99Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¿Y su hijo, doña Dolores, dónde está?

Los hombros de la anciana se encogieron, pero sus ojillos estudiaban a Carvalho.

—Es necesario que le encuentre para algo que le interesa mucho a él.

—¿Le quiere vender algo?

—No. No es eso.

—Es que si le quiere vender algo pierde el tiempo. No le queda nada.Es el más pobre de mis hijos. Bueno, le queda algo. Cosas que le dejó su padre, su parte de lo que produce esto y La Casica.

—Tengo que hablar con él. Son asuntos relacionados con el fallecimiento de su mujer. Seguros. Asuntos familiares. Urgentes.

—No veo a mi Luis Miguel desde la otra Navidad. ¿Por qué no vino esta Navidad? Cada vez vienen menos mis hijos. Este año faltaron cuatro.Uno se me fue a unas islas que están muy lejos, unas islas en las que hace calor todo el año. ¿Por qué se han de ir en estos días de fiesta? Con la ilusión que me hace reunirlos. Quién sabe si podremos hacerlo el año que viene. Luis Miguel tampoco vino. No podía venir.

Respetaron su voluntad de enigma, su juego de mirar a unos y otros ojos en la duda de si eran capaces de adivinar su secreto.

—Está en La Casica. Si le ve dígale que le espero, que venga a verme, que lo pasado pasado está. Y en cuanto a Encarnita… es como una hija para mí.

—Encarnita murió, señora Dolores.

—Sí, murió, pobretica.

Pero ya había dejado de interesarle el tema y volvió a conectar la radio.Recuperó la paz cuando un locutor y una locutora se turnaron en la información sobre la vida política y cultural local. Aquella mañana había comenzado una reunión de la junta del gobierno autonómico de Castilla- La Mancha. Salieron el administrador y Carvalho del salón y nada más ajustar la puerta a sus espaldas, el administrador masculló:

—Como una hija. Si no fuera por la edad que tiene habría que decirle cuatro verdades. Me la hicieron la vida imposible hasta que se hizo una mujer y los puso a raya. ¡Como una hija!

—Por lo que parece el hijo está en La Casica.

—Vaya usted a saber. Lo dudo.

—¿Dónde está eso?

—Es una vieja propiedad que el señorito Luis Miguel heredó directamente de su abuela, está en el quinto coño, con perdón. Allá por el nacimiento del río Mundo.

La imagen del salto de agua que había visto en la habitación de El Corral se sobrepuso al rostro caviloso del hombre.

—No sé qué se le puede haber perdido allí. Pero está chota perdido e igual le ha dado la chaladura por ahí.

—¿Se puede comprobar? ¿Se puede telefonear?

—No. Es una vieja casona situada justo al lado del nacimiento del río Mundo, Los Chorros le llaman por allí, eso está por el Calar del Mundo, junto a la sierra de Alcaraz. Lo mejor es que vaya hasta Elche de la Sierra y se desvíe hacia la derecha, en dirección a Riopar, de Riopar al nacimiento del río hay un suspiro.Pero para no perderse pregunte por allí. Vaya sitio de meterse. Pero no se haga demasiadas ilusiones de encontrarle. Ése, como siempre, está en cualquier parte, es decir, en ninguna parte.

26

Era su intención recoger el equipaje en el hotel y marchar hacia Riopar sin entretenimientos inútiles, pero junto a la cuenta, el recepcionista le entregó una nota y en la nota una cita: a las ocho en el pasaje Lodares.Sin firma, pero la sombra de la imagen del bandurriero se cernía sobre el papel cuadriculado y la escritura en una letra educada por la vieja caligrafía escolar de perfiles gruesos, diríase que escrita inclusive por un viejo portaplumas. Una tarde inmensa y gris se abría más allá de las puertas del hotel, de nuevo el viento inexplicablemente impotente contra unas nubes obsesivas. Volvió a dejar el equipaje en la habitación y se fue a estirar las piernas por la calle Tejares, donde sobrevivía lo que aún quedaba de la arquitectura manchega de Albacete. Era como una concesión museística a la historia de la vivienda, en el marco de una ciudad implacable para su pasado físico. El viento era el único habitante ululante de las calles que le llevaban hacia el cinturón urbano, mortecinas las luces de los comercios a medida que se alejaban del centro, vacíos los bares todavía a aquella hora de la tarde.

—¿Ha pasado usted por delante del ayuntamiento?

—Hace rato.

—¿Y no había gentío en la puerta?

—Pues no me he fijado.

—Es que se van a ver a ése, al que hace la huelga.

—¿Quién?

—Un parado que se ha encerrado en el ayuntamiento y que no come y que dice que de allí no le sacan si no le dan un trabajo.

Estaban solos el dueño del bar y él. El dueño del bar prosiguió su monólogo entre cabezadas de premonición sobre la maldad de los tiempos presentes y lo horrible de los tiempos futuros.

—Y eso que aquí el paro se deja sentir menos que en otras partes. Eso por lo que me cuentan los clientes.Pero ¿qué va a hacer un padre de familia que llega cada noche a su casa con una mano detrás y otra delante?

Salió a la calle Carvalho, con la noche cerrada por testigo de sus ganas de volver a casa, a los guisos de Biscuter, a la cháchara quejica de Charo, al no tener nada que hacer o al tener algo menor que hacer, pero volver a horizontes propicios donde su vida tuviera algún sentido. Faltaba una hora larga para las ocho y estaba en la desembocadura de una calle llamada Alférez Provisional en la avenida Rodríguez Acosta, junto al parque de los Mártires.

Si usted hubiera visto el barrio antiguo, allí en el Alto de la Villa, la vida alegre que había. Pero no dejaron nada y ahora ya lo ve usted, el progreso, Albacete es el Nueva York de La Mancha, o algo así. No sé quién lo dijo. Un señor importante. De Madrid.

Estaba quejoso el hombre del bar y al mismo tiempo gozoso por dar Albacete para tanta conversación y Carvalho lo recordaba ahora como el único interlocutor gratuito en varios días.Lo peor de estos viajes es el silencio. Te estás haciendo viejo. Acaso no era la ciudad como un mar gris sin orillas, como un mar dentro de otro mar, La Mancha invernada, otro invierno de piedra, otro invierno por otros procedimientos, irrealidad de la vida y, sin embargo, muchachos y muchachas resucitaban a estas horas en las discotecas, entre susurros y gritos, ciudadanos en esta estepa inventada por un loco parsimonioso. Y al entrar en el pasaje Lodares le sobrecogió la quietud teatral de la arquitectura de “atrezzo”, macilentas luces de bombillas insuficientes, opacos los cristales del techado y palcos para el espectáculo, las balconadas acristaladas colgantes sobre el pasaje a uno y otro extremo, instrumentos para la contemplación a distancia entre dos familias en otro tiempo poderosas y, hoy, obsoletos palcos para un espectáculo prácticamente inexistente sobre el escenario de un pasaje omitido. Y, por omisión la soledad de un recorrido, arriba y abajo, a la espera de la aparición de lo anunciado, por delante o por detrás, tal vez la muerte y la simple mención mental de la palabra hace caminar a Carvalho ladeado, para no dar del todo la espalda a la muerte y verla venir aunque sea de perfil.Mas lo que viene es un bulto de hombre cojo que de cerca tiene las mejillas color vino y los ojos dormidos por antiguos alcoholes.

—¿Pepe Carvalho es su gracia?

—Sí, señor.

—Pues vengo de parte del señor Martín, el administrador de El Bonillo. Que no vaya usted para Riopar que ahí no hay nada, que en cuanto usted se marchó se desdijo la señora y confirmó lo que todos sabíamos, que el señorito Luis Miguel está en el extranjero.

Tenía el mensajero la mirada boba o miraba más allá de Carvalho, y allí estaban a su espalda y a una distancia suficiente otros dos bultos que fumaban en la oscuridad y miraban el cielo o la tierra, por mirar.

—Poco ha tardado el señor Martín en convencer a la vieja de que dijera la verdad. De El Bonillo a aquí apenas he estado una hora, y a mi llegada ya me esperaba su mensaje.

—El señor Martín me ha telefoneado en seguida, nada más marcharse usted.

Casi todas las ventanas permanecían apostigadas. Ranuras de luz para una vida oculta e ignorante de lo que ocurría en el pasaje.

—Así que se va usted para su pueblo, ¿no, paisano?

—Pues tendré que irme. Aunque me han dicho que el nacimiento del río Mundo es muy bonito y tal vez me acerque para verlo.

—Poco que ver y malos caminos.Eso en primavera o en verano.

—Y me han hablado de extrañas costumbres, de los animeros por ejemplo.¿Conoce usted a un animero muy famoso de la zona de la sierra?

—¿Un animero?

Definitivamente los ojos enrojecidos y poco inteligentes miraban más allá y convocaban la alerta de los otros dos hombres, que se enderezaron y dieron la cara hacia donde estaba Carvalho para avanzar hacia él.

—Un animero, sí, que siempre va con el guitarrico.

—Pues no recuerdo yo haberle visto.

—Se llama o le llaman el “Lebrijano” y tiene cara de hijoputa y mal bicho.

No soportó bien el cojo el insulto al animero y se echó hacia atrás para ganar distancia e impulso en el momento en que Carvalho vio el inicio de la carrera de los dos hombres que tenía a su espalda. Se echó Carvalho sobre el cojo y pensó derribarle de un empujón con las dos manos, pero tenía el lisiado el aplomo de su peso, trastabilleó pero mantuvo la vertical y cruzó ante Carvalho un molinete de bastón que le rozó las narices y le cortó el paso al tiempo que llegaban los otros. Pegó esta vez Carvalho una sañuda patada en las partes blandas del cojo, que mugió como si hubiera recibido la puntilla en la cerviz y se dobló con la mala suerte de que la sola pierna no le fue suficiente y cayó de lado. Saltó Carvalho por encima de él, ya con el aliento agresivo de los perseguidores en el cogote, aliento que se hacía palabras amenazadoras e insultantes sin resuello. La carrera le acercó más lentamente de lo que hubiera querido a la salida del pasaje Lodares, bajo la indiferente balconada inútil a la que nadie se asomaba a presenciar el espectáculo. Mientras corría, ahora lejos del corsé del pasaje Lodares, recodaba la escena vivida como un ensayo general, sin espectadores, de una obra, probablemente clásica, en la que la víctima se niega a la fatalidad de su muerte. Se mezcló entre el gentío relativo que se había echado a la calle Mayor y se metió en una tasca donde el tabernero servía tapas de tierra adentro, sólidas, pringosas, sabrosas, picantes y recalentadas por el procedimiento de retirar porciones de mercancía y metérselos a través de una ventanilla de oficina a su mujer enjaulada dentro de una cocina, turbia de aspecto pero con aromas sugerentes.Fotografías con las mesnadas del Barcelona F. C. y del Real Madrid, hablaban de la exquisita neutralidad épica de la casa, y Carvalho, con el resuello agitado y la alerta en los nervios, se metió una botella de Estola en el alma acompañada de una inacabable tapa de morro azafranado y oleoso, que le sentó como una vaselina del espíritu. Tenía un cansancio profundo en los nervios que se le fue bajando por el cuerpo, como buscando el centro de la tierra, y cuando volvió al hotel entre recelos eran los pies los que le pesaban como plomo, plomo que las dos botellas de Estola y las cinco tapas de morro le habían metido en la cabeza y en el estómago.Cerró la puerta de la habitación por dentro y se tumbó cara al techo con la adquirida, profunda convicción de que había descubierto otra forma de suicidio.

27

Le aconsejaron tomar la carretera de Hellín y una vez allí coger a la derecha la comarcal de Elche de la Sierra. La Mancha le acompañó casi dormida hasta que un pequeño río Mundo, a partir de Elche de la Sierra, le mostró los valles que había abierto su dentadura de agua a través de los siglos y, a medida que avanzaba hacia los orígenes del río, un sol dulce con poquedades de invierno resaltaba los contrastes vivos de un paisaje de montaña, vegetaciones de país con aguas de paso, enebros, pinos, encinas, jaras, romeros, pero también las copas desnudas y pulposas de las nogueras a la espera del milagro de la primavera.Y fue en el cruce de Molinicos donde detuvo el coche para auscultarle los jugos interiores y donde de pronto pensó que tal vez iba a una encerrona, sin dejar por el camino las migajas que a Pulgarcito le habían servido para volver a casa. Molinicos estaba allí, en una hondonada del terreno hacia la que descendía una carretera secundaria y le dio por acercarse a las estribaciones del pueblo y pedir por el señor alcalde a la primera vecina que se encontró. Le parecía a la mujer que el señor alcalde no estaba, porque últimamente viaja mucho a la capital.

—¿A Madrid?

—Pues no es a Madrid. La capital es Toledo.

Sin duda el mapa político de España había cambiado y Carvalho no se había puesto al día.

—Compruébelo usted mismo. El alcalde vive en la primera casa que se encuentra al entrar al pueblo. Es una casa nueva. No recuerdo el piso, pero ya le dirán.

Se detuvo Carvalho, con su extranjería a cuestas, ante la casa y no tardó en aparecer en la ventana una mujer joven que indagó sobre sus indagaciones.

—Busco al señor alcalde.

—Pues mi marido no está, pero con mucho gusto le atiendo.Era la alcaldesa una mediterránea de ojos grandes y hablar decidido, de Valencia por más señas, con un niño que ejercía la operación de caminar por entre los muebles con la seguridad que le daba el exacto conocimiento de los cuatro puntos cardinales del piso, donde deambulaba un instalador de calefacciones con el metro plegable en ristre, al tanto de las explicaciones de la alcaldesa y una muchacha.

—Es que en estas casas nuevas hace un frío que pela. ¿Luis Miguel Rodríguez de Montiel, ha dicho usted?Es que ni mi marido ni yo somos de aquí. Estudiábamos en Valencia, allí nos casamos y un buen día él se decidió a venir a rehabitar una vieja casa que su madre tenía en la sierra. Yo también me vine, y cuando se murió Franco, todos estos pueblos salieron de una dormida política que no veas y mi marido y yo ayudamos a que la gente tomara conciencia y a que dejaran de mandar los que habían mandado siempre.

—¿Del PSOE?

—Del PSOE. Aquí pocos matices. O el PSOE o los otros. Ahora recuerdo ese nombre. Es una familia de Albacete, pero yo creía que esa casa estaba cerrada. Es una casona, aunque se llama La Casica, situada al ladico mismo del nacimiento del río Mundo, a la espalda del Calar del Mundo, frente a la sierra de Alcaraz.

—¿Le dice a usted algo el nombre del “Lebrijano”?

—Y a quién no. Ése era un matón al servicio de los caciquillos de la sierra. Era un correveidile. Más de una paliza se ha dado por aquí por las confidencias del “Lebrijano”. En cuanto había un rebelde, fuera por lo que fuera, el “Lebrijano” lo denunciaba, subían para allá y patapim patapam.

BOOK: La Rosa de Alejandría
9.99Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Within a Captain's Hold by Lisa A. Olech
Antarctica by Gabrielle Walker
It's You by Tracy Tegan
Simmer All Night by Geralyn Dawson
Freelance Heroics by Gee, Stephen W.
Halfway Between by Jana Leigh
A Year in the South by Stephen V. Ash
Waiting for Midnight by Samantha Chase
My Demon Saint by R. G. Alexander