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Authors: Clive Cussler,Jack du Brul

Tags: #Aventuras, #Ciencia Ficción

La selva (31 page)

BOOK: La selva
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Se preguntó cuánto se tardaría en coordinar diversas embarcaciones en un margen de tiempo reducido y luego ganar velocidad después de un arranque en frío. ¿Cuatro días? ¿Cinco? Eso siempre que todo fuera como la seda, y ¿con cuánta frecuencia sucedía eso? Si él estuviera a cargo de la operación querría algo más eficaz. ¿Cómo lo haría? ¿Cómo transportaría veinte mil toneladas de acero de forma rápida y discreta desde el enclave que había ocupado durante años?

—Espera —dijo en voz alta cuando se le ocurrió la respuesta—. No es un carguero. Es un FLO-FLO.

—¿Un qué?

—Un FLO-FLO. Transflotación. Un buque semisumergible de carga pesada.

—¿Un buque semi...? Joder, tienes razón —dijo Mark. Cogió el portátil de Eric y realizó una búsqueda. En la pantalla apareció la imagen de un barco distinto a todos.

La superestructura quedaba muy por debajo de la proa, contaba con dos chimeneas cuadradas y las alas del puente se extendían por encima de las barandillas. El resto de la embarcación, de casi doscientos veinticinco metros de eslora, era un espacio despejado en cubierta que apenas se elevaba de la línea de flotación. Aquella fotografía en particular era del MV Blue Marlin transportando el destructor
USS Cole
de regreso a Estados Unidos para ser reparado. Aquella extraordinaria embarcación contaba con tanques de lastre que podían sumergir el barco hasta una profundidad predeterminada.

Hecho eso, se colocaba debajo de la carga, ya fuera un destructor que había sufrido daños por un misil teledirigido o bien una plataforma petrolífera. Una vez estaba en posición, se vaciaban los tanques de lastre y toda la nave se elevaba una vez más, con su carga sobre una superficie de once mil ciento cincuenta y dos metros cuadrados.

Cuando la carga estaba sujeta con cadenas, o incluso soldada a la cubierta, el semisumergible podía navegar cómodamente a una velocidad de alrededor de quince nudos, mucho mayor que un remolcador típico, que raramente sobrepasaba los cinco con una carga tan pesada y voluminosa como una plataforma petrolífera. Eric recuperó su portátil, sus dedos se movían rápidamente sobre las teclas mientras examinaba bases de datos y archivos de empresas.

Después de cuatro minutos, en los que el único sonido de fondo dentro de la sala de operaciones era el zumbido de los motores y el del aire que salía por las rejillas de ventilación, levantó la vista.

—Solo hay cinco buques semisumergibles en el mundo lo bastante grandes como para transportar una plataforma como la J-61. Dos tienen contrato con el ejército de Estados Unidos, para transportar barcos de guerra a fin de que no tengan que malgastar energía y que no necesiten mantenimiento mientras están en camino.

Otro va de camino al Mar del Norte; transporta una plataforma a los yacimientos desde Corea, donde fue construida, y un cuarto acaba de entregar una plataforma en Angola. El quinto lleva unos yates de lujo desde el Mediterráneo al Caribe. Parece que la temporada de cruceros está a punto de cambiar de lugar.

Lo siento, Juan, pero tu idea no es acertada. Una expresión de amarga decepción ensombreció el rostro de Cabrillo. Estaba seguro de que había dado con algo.

—No tan rápido —replicó Mark Murphy. Mientras Stone se afanaba con su portátil, Murphy había estado trabajando con su iPad, también conectado mediante la red inalámbrica al superordenador Cray—. Croissard conserva una serie de empresas pantalla constituidas en las Islas del Canal. Ninguna de ellas ha estado activa desde hace una semana. Puesto que era evidente que se trataba de un proyecto a largo plazo, me limité a echar un vistazo superficial. La empresa se llama Vantage Partners PLC, y está financiada por un banco de las Caimán. Su único cometido como sociedad anónima fue la de ser vendida a una empresa brasileña. No continué mirando porque di por hecho que se trataba de un negocio legal que nada tenía que ver con los planes de Croissard en Myanmar.

—Imagino que estás escarbando un poco más —apostilló Juan.

—Claro. La empresa brasileña tiene una división en Indonesia que dirige un desguace de barcos. No se han desvelado las cifras de los acuerdos, pero creo que lo que en realidad quería Croissard era vender la Vantage Partners por mucho menos de lo que le costó montarla como medio para comprar el desguace y todos los barcos que tienen contratados para desmantelar.

—¿Alguno de ellos es un semisumergible?

—Dame un segundo, casi he entrado en su sistema informático.

—Tenía los ojos pegados al
iPad
mientras decía aquello y empezó a sonreír—. Lo tengo. En estos momentos están desmontando tres barcos. Dos pesqueros comerciales y un buque de carga. El próximo es el
MV Hercules
, un semisumergible FLO-FLO que está siendo desmantelado debido a la bancarrota del propietario. Aquí dice que ha llegado por sus propios medios, así que aún funciona.

—¡Bingo! —gritó Cabrillo con aire triunfal—. Así es como trasladan la plataforma. Croissard se compró su propio semisumergible.

—Esto plantea otra cuestión: ¿por qué? ¿Por qué molestarse en desplazar la plataforma? —apuntó Eric.

—No es porque Linda esté a bordo —respondió Juan—, así que hay alguna otra cosa allí que Croissard no quiere que nadie encuentre. —Tiene que ser algo realmente grande —señaló Murphy—. De lo contrario lo sacarían de la plataforma y se largarían. Cabrillo guardó silencio mientras pensaba. La cuestión que le interesaba no era por qué. Quería saber adónde se llevaba Croissard la plataforma. Sus dedos se movieron por el teclado integrado en el brazo de su sillón y un mapa del Mar de la China apareció en pantalla.

Allí se encontraban las grandes islas indonesias de Java, Sumatra y Borneo, donde estaba situado Brunei, y otro millar más, la mayoría de las cuales estaban deshabitadas. Cualquiera de ellas sería un escondite perfecto. El problema radicaba en el volumen de tráfico marítimo que surcaba la región. Era imposible que una embarcación tan poco corriente como el
Hercules
, cargada con una plataforma petrolífera, pasara desapercibida y que nadie diera parte de su presencia. Al igual que le sucediera la vez que conoció a Croissard en Singapur, Juan tenía la sensación de que algo se le escapaba.

Tal vez la pregunta de Eric sí que fuera pertinente después de todo. ¿Por qué arriesgarse a mover la plataforma? Murphy había dicho que había algo a bordo que el financiero suizo no deseaba que nadie encontrara. Pero no es posible esconder toda una plataforma. Al menos no con facilidad. Y entonces se dio cuenta.

Tecleó de nuevo y las aguas del Mar de la China parecieron evaporarse del mapa proyectado en la gran pantalla plana. A poco más de ciento ochenta y cinco kilómetros de Brunei, la plataforma continental se estrechaba de forma abrupta en el paso de Palawan, una fosa de más de cuatro kilómetros y medio que partía el lecho marino como el golpe de un hacha.

—Ahí es a donde se dirigen —dijo—.

Van a abandonar la plataforma con Linda a bordo. Navegador, traza una ruta hasta un punto a orillas del paso más próximo a la última localización conocida de la plataforma. Eric Stone, timonel jefe del barco, se sentó ante el sistema de navegación e hizo los cálculos él mismo.

La nueva ruta desviaba unos grados al norte la trayectoria noroeste del
Oregon
atajando por las rutas marítimas más transitadas. Mientras el barco ajustaba el rumbo, Stone calculaba la velocidad y la posición relativa de todas las embarcaciones próximas que aparecían en el amplio campo de su radar.

—Si subimos a treinta y cinco nudos, pasaremos justo por el medio —anunció.

—Hazlo, y una vez que dejemos atrás el tráfico, a toda máquina.

Cabrillo amaneció en la timonera con una gran taza de café solo en la mano. El mar permanecía en calma y, por fortuna, libre de tráfico. El agua era de un intenso color esmeralda en tanto que el sol naciente, cuya luz se filtraba a través de las lejanas nubes, teñía el horizonte de un resplandor rojizo.

En algún momento del trayecto, probablemente durante el laborioso paso por el estrecho de Malaca, una gaviota de gran tamaño se había posado en el ala de estribor. Todavía seguía allí, pero con la velocidad que ahora llevaba el barco se había arrebujado tras un parapeto para guarecerse del impío viento. Juan llevaba aún el cabestrillo para la clavícula rota y por ese motivo no formaría parte del asalto a la J-61.

Tendría que conformarse con ser un observador a bordo del helicóptero, que estaban preparando en el hangar de la bodega de carga número cinco. Estaría en disposición de despegar dentro de unos treinta minutos. Detestaba enviar a su gente a que se enfrentara al peligro sin estar él presente para guiarlos, así que su papel pasivo en esa operación era especialmente desesperante. Una vez que hubiera avistado el
Hercules
, Gomez Adams regresaría al
Oregon
para recoger al equipo de asalto, dejando a Juan al margen de la operación.

Linc, Eddie y los demás miembros de su equipo eran más que capaces de ocuparse de quienquiera que Croissard tuviera vigilando a Linda. El ascensor principal se abrió a su espalda en un hueco en la parte posterior del puente de mando. La tripulación sabía que cuando el director estaba solo ahí arriba era mejor dejarle tranquilo, de modo que la interrupción le irritó un poco. Cuando se volvió, la reprimenda murió en sus labios y esbozó una sonrisa. MacD Lawless salió del ascensor en una silla de ruedas. Era obvio que le costaba trabajo, pero también que estaba empeñado en valérselas por sí mismo.

—Ya no me acordaba del coñazo que es subir y bajar de un ascensor en uno de estos jodidos trastos.

—A mí me lo vas a contar —dijo Cabrillo—. Después de que los chinos me volaran la pierna, me pasé tres meses en una de esas antes de poder caminar con una prótesis.

—He pensado que me vendría bien un poco de aire fresco, pero me advirtieron que no me acercara a la cubierta principal.

—Es un buen consejo, a menos que te guste tener pinta de que te hayan abofeteado. Vamos a más de cuarenta nudos. Lawless no pudo ocultar su asombro. Como iba en silla de ruedas solo alcanzaba a ver el cielo a través de las ventanas del puente. Juan se levantó de su silla y se encaminó hacia la puerta del puente situada a babor.

Era una puerta corredera, de modo que podía abrirse o cerrarse independientemente de cuáles fueran las condiciones. Tan pronto la descorrió unos cinco centímetros, una ráfaga de viento huracanado entró por la rendija, haciendo susurrar el viejo mapa cartográfico sujeto a la mesa por libros de navegación igualmente antiguos. A pesar de la temprana hora de la mañana, el aire era caliente y estaba cargado de humedad, aunque a la velocidad a la que entraba en el puente resultaba refrescante. Cabrillo abrió la puerta del todo y retrocedió para que MacD pudiera salir con la silla al puente. El viento le azotaba el cabello y tuvo que levantar la voz para que le oyera.

—Es increíble. No tenía ni idea de que un barco tan grande como este pudiera moverse tan rápido.

—No hay otro igual —le dijo Juan henchido de orgullo. Lawless contempló el mar durante un minuto con expresión inescrutable, después volvió dentro. Cabrillo cerró la puerta.

—Debería volver a la enfermería —declaró Lawless de mala gana—. La doctora Huxley no sabe que me he marchado. Buena suerte hoy.

—Levantó la mano a modo de despedida. Juan mantuvo los brazos a los lados.

—Lo siento, pero tenemos una superstición sobre eso. Jamás le desees buena suerte a nadie antes de una misión.

—Vaya, lo siento. No pretendía...

—No te preocupes. Ahora que lo sabes no espantarás a los demás.

—¿Qué tal si digo hasta luego? Cabrillo asintió.

—Eso es. Hasta luego. Siguiendo las órdenes de Juan, las turbinas del
Oregon
invirtieron su potencia cuando alcanzaron el límite de la autonomía del helicóptero. Dispondrían de muy poco tiempo para sobrevolar la zona de búsqueda, pero quería encontrar el
Hercules
lo antes posible.

Si había errado en sus cálculos y el semisumergible no se encontraba en el paso de Palawan, no había la menor posibilidad de avistarlo desde el helicóptero por mucho tiempo que tuvieran para peinar el área. El barco y su cargamento habrían desaparecido hacía mucho tiempo. Las palas propulsoras dentro de las relucientes turbinas invirtieron su potencia y el agua que bombeaban los tubos impulsores hacia la popa fue de pronto expulsada hacia delante a través de las toberas.

Una ola de agua y espuma rebasó la proa dando durante un breve instante la impresión de que dos torpedos hubieran impactado contra el barco. La deceleración bastaba para hacer que a cualquiera se le doblasen las rodillas. La escotilla de la bodega se abrió tan pronto la velocidad bajó de los diez nudos y el ascensor hidráulico subió el helicóptero hasta la cubierta. Cabrillo se subió al asiento del copiloto sin perder un segundo, con un par de grandes binoculares colgados del hombro. Max Hanley se sentó atrás para hacer de segundo observador.

Los técnicos desplegaron las cinco aspas del rotor en cuanto superaron la barandilla del barco y Gomez encendió el motor trucado. Cuando tuvo luz verde, conectó la transmisión y el gran rotor comenzó a batir el sofocante aire.

Gracias a su configuración NOTAR, el MD 520N era un helicóptero mucho más silencioso y estable cuando las aspas alcanzaban la velocidad de despegue. Adams aumentó la potencia y levantó ligeramente el colectivo. Una vez que los patines despegaron del suelo, tiró con fuerza de la palanca y se alejó del
Oregon
. Ganó altura para evitar las grúas de proa. Tuvieron que virar hacia el este para aproximarse al área de búsqueda por la popa del
Hercules
, cosa que hicieron por dos razones.

La primera, porque de esa forma tendrían a su espalda el sol naciente haciéndolos invisibles a cualquier vigía; la segunda, porque con la gran plataforma petrolífera sobre la cubierta, el radar del carguero situado a proa tendría un gran punto ciego en la popa. No los verían llegar. El vuelo resultó tedioso, como solían ser los trayectos sobre el agua.

Nadie estaba de humor para charlar. Por lo general acostumbraban a gastar bromas como método de aliviar la tensión que los atenazaba a todos, pero no les apetecía nada ponerse a contar chistes cuando la vida de Linda corría peligro. Así que guardaron silencio. Juan escudriñaba de vez en cuando el mar con los binoculares a pesar de estar aún lejos del área de búsqueda. Les faltaban cuarenta millas para llegar, cuando Max y él comenzaron a escudriñar la superficie del océano con atención. Trabajaron en equipo: Max se ocupaba de peinar la zona de delante hacia la izquierda con sus binoculares mientras Juan hacía lo propio hacia la derecha, sin permitir que la brillante luz del sol reflejada en las suaves olas los distrajera.

BOOK: La selva
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