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Authors: Frederique Molay

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

La séptima mujer (8 page)

BOOK: La séptima mujer
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—Ha tenido usted excelentes reflejos, teniente Schreiber —lo felicitó Cohen.

El hombre se ruborizó ligeramente. Nico decidió entrar en el piso y el teniente los precedió. En el vestíbulo de entrada había una cómoda cuyo primer cajón había quedado abierto.

—¿Estaba así? —preguntó Nico señalando con el dedo el mueble de caoba de la época de la Restauración
[7]
.

—Sí —respondió Schreiber—. Los dormitorios están a su derecha. A la izquierda, la cocina y el salón. ¿Desea empezar por la víctima?

—Así es —contestó Nico.

Bordearon la cocina y fingieron ignorar la escena que tenía lugar en el interior. La amiga de Chloé Bartes se encontraba tumbada en una camilla, con los dos médicos del SAMU que la atendían a uno y otro lado: mascarilla de oxígeno, jeringas, frascos, no faltaba nada. El marido, sostenido por un agente de policía, apenas se tenía en pie, lívido, conmocionado. Accedieron a la sala de estar. La estancia, de un centenar de metros cuadrados, era magnífica. El parqué de roble y las paredes de un blanco inmaculado realzaban un vasto salón que ponía de manifiesto un gusto muy pronunciado por el arte contemporáneo. Sofás italianos, muebles barnizados, elegantes alfombras y cuadros modernos, todo traslucía el desahogo de sus ocupantes. Una mesa oval de vidrio esmerilado, alrededor de la cual podían sentarse doce invitados como mínimo, mostraba la afición de los Bartes por las veladas.

La víctima yacía ahí, desnuda, tumbada de espaldas, en una posición idéntica a la de Marie-Héléne Jory. Ahora ya era una evidencia: el caso adquiría otra dimensión. Los brazos estaban levantados hacia atrás y las muñecas atadas a una pata de la mesa. Nico y Dominique Kreiss se acuclillaron simultáneamente como tenían la costumbre de hacer para apropiarse del escenario del crimen. Los demás guardaron una cierta distancia. Nadie había pronunciado una palabra todavía, como paralizados por el horror del espectáculo que se ofrecía a sus ojos.

—Estamos ante un asesino en serie —declaró al fin Nico—. El ritual es comparable.

—La ropa de la joven mujer está ahí, doblada —intervino Dominique Kreiss—. Y los zapatos, ¿habéis visto? Dispuestos meticulosamente bajo la silla. El asesino es un perfeccionista. Todo ha de estar ordenado, forma parte de la puesta en escena. Estoy segura de que el tipo es cuidadoso y siempre en su beneficio; en su casa todo debe de estar impecablemente recogido.

—A la víctima la han azotado y apuñalado, como en el caso Jory —continuó Nico—. Le han amputado los pechos y luego se los han reimplantado…

La grabadora de Pierre Vidal, tercero del grupo de Kriven giraba y registraba los comentarios del policía.

—A un asesino en serie la muerte no le basta —precisó la señorita Kreiss—. Esta clase de individuos busca una forma original de provocar el sufrimiento derrochando una imaginación que nadie más tendría. Su presa no es más que un objeto. No siente ninguna compasión pero experimenta una imperiosa necesidad de mutilarla. Amputarle los pechos es deshumanizarla aún más. Esta elección es un indicio importante que nos lleva otra vez a la imagen de la madre. El hombre seguramente vivió un episodio traumático en su infancia que está en el origen de sus actos.

—Los pechos… Alguna cosa falla —prosiguió Nico—. Es difícil de decir, pero… el color de la piel no es el mismo. No sé, no pega.

—¿No serán los pechos de Marie-Héléne Jory? —se arriesgó Cohen.

—Puede ser —respondió Nico—. El forense nos lo confirmará. ¿Pero qué significa?

—Las dos mujeres se parecen, comisario, por lo que hay un perfil tipo —adelantó la psicóloga—. ¿El recuerdo de su madre a la misma edad? ¿Una dolorosa humillación que ella le hizo sufrir y que él le haría pagar a través de otra persona? Eso es lo que me sugiere la situación.

—Partiendo de ahí, la elección de la víctima no está relacionada con el entorno familiar, social y profesional del agresor —dijo Nico—. Busca una presa cuya apariencia le recuerda a su madre, lo que hace la investigación especialmente compleja. La soga utilizada es similar a la anterior.

La joven asintió antes de incorporarse, con hormigueo en las piernas.

—¿Michel? —preguntó Nico.

—No veo nada más —confirmó el director adjunto de la Policía Judicial de París.

—Vidal, ahora te toca a ti actuar —ordenó Nico—. Rost y Kriven, interrogad a los testigos y los dejáis irse. Michel, ¿registramos el piso?

Pierre Vidal les tendió guantes, y cada uno emprendió inmediatamente su parte del trabajo.

La atmósfera que reinaba en la cocina era realmente insoportable.

—A la amiga de la víctima le hemos puesto una inyección intravenosa de Valium —explicó uno de los médicos del SAMU—. Realmente no se encuentra en condiciones de responder a las preguntas. En cuanto al marido, no está mucho mejor. No ha querido tomar nada, pero está muy abatido. Cualquiera lo estaría, por lo que he podido entender. ¿Qué quiere que hagamos?

—Déjennos un momento con ellos, luego se los podrán llevar —respondió Jean-Marie Rost—. Creo que sería preferible que pasen la noche en observación. ¿La familia de la señora ha sido avisada?

—Anne Recordon —intervino el agente de uniforme—. Hasta ahora, no.

—Llame al marido, veo que lleva alianza —ordenó el comisario.

Los empleados del SAMU y el agente de policía abandonaron la cocina. Rost y Kriven se quedaron solos con los testigos. Rost se inclinó sobre la joven; Kriven ofreció una silla al esposo de la víctima.

—¿Señor Grégory Bartes? —empezó David Kriven, poniendo una mano sobre el brazo inmóvil del hombre—. Soy comandante de la brigada criminal de París. Lo que ha ocurrido es… No existen palabras para expresarlo. Mi misión consiste en impedir que esto vuelva a suceder. ¿Lo entiende? Necesito su ayuda. Todo lo que pueda decirme puede ser fundamental para la investigación. ¿Señor Bartes?

El hombre giró por fin la cabeza y miró fijamente al policía. Sus rasgos estaban totalmente descompuestos, los ojos habían perdido la expresión. Kriven se estremeció.

—¿Señor Bartes? —repitió con un murmullo apenas audible.

—Estoy aquí, comandante —se oyó responder con una voz tan monótona que se habría podido atribuir a un «muerto viviente—. Hágame sus preguntas ya que es su trabajo. Pero puedo asegurarle que sus posibilidades de éxito son escasas. No tengo nada que decirle, estrictamente nada. No conocemos a nadie que sea capaz de una atrocidad semejante. Llevamos una vida absolutamente normal. O, al menos, llevábamos una vida absolutamente normal hasta hoy. No sé qué ha podido suceder. Temo que no podré serle útil en su investigación. ¡Con tal de que concluya cuanto antes!

A Kriven no le gustó la forma condescendiente de expresarse de Grégory Bartes. Pero debía pasarlo por alto.

—Por ínfimo que sea, señor Bartes, intente recordar un detalle al que no valía la pena prestar atención pero que hoy cobraría un enorme significado. ¿Su mujer mencionó algún suceso desacostumbrado que se hubiera producido recientemente?

—No… Se lo he dicho, no puedo ayudarlo.

—Yo estaba segura —masculló Anne Recordon.

—¿Qué quiere usted decir? —interrogó amablemente el comisario Rost, arrodillado cerca de la joven.

—Lo he presentido… No ha venido donde habíamos quedado, y he sabido que estaba muerta. No puedo explicar por qué.

—¿Tenía alguna razón especial para pensar que una cosa tan grave podría ocurrir? —continuó Jean-Marie Rost.

Unas lágrimas corrieron por las mejillas de la joven mujer. Susurraba, y había que inclinarse sobre ella para oír sus palabras. Con los ojos cerrados, el rostro congestionado por la congoja, respiraba con dificultad.

—No…, sólo una impresión.

Nico Sirsky y Michel Cohen pasaron del dormitorio al despacho y consultaron todas las carpetas que había allí: facturas, notas profesionales y extractos bancarios. Nico empujó la puerta del cuarto de baño. Con la mano enguantada buscó el interruptor. Un jacuzzi ocupaba gran parte del espacio disponible. Dos largos albornoces, dos lavabos, un espejo inmenso…

—¡Michel, mira! —exclamó Nico, incrédulo.

En el cristal había algo escrito con tinta púrpura.

—¿Lápiz de labios? —añadió Cohen.

Nico se acercó al espejo, teniendo cuidado de no tocarlo. La sangre, o cualquier fluido biológico, presentaba el riesgo de una transmisión vírica; sida, hepatitis… Debía ser prudente a pesar de los guantes de protección.

—Mmm… Me inclino por sangre.

Los dos hombres retrocedieron para descifrar el mensaje dirigido a ellos.

—«7 días, 7 mujeres» —leyó finalmente Nico en voz alta.

Estaban aterrados.

MIÉRCOLES
Noche en vela
7

En su reloj marcaba más de medianoche. La mortecina lámpara de su escritorio iluminaba el cuarto, lo que le confería una atmósfera extraña, entre sueño y realidad. Apoyó la frente contra el frío cristal de la ventana y su mirada se desvió hacia el Sena, testigo milenario de la historia de los hombres. Pero las imágenes de los dos asesinatos ocupaban toda su mente, y las víctimas se habían transformado en fantasmas que lo perseguirían sin descanso hasta que hallase la verdad.

Tantos acontecimientos se habían precipitado desde el descubrimiento del cuerpo de Chloé Bartes, sólo unas horas antes. El mensaje destinado a los investigadores demostraba que el asesino quería comunicarse directamente con la policía para manipularla mejor. Hipertrofia del yo, deseo furioso de reconocimiento: todo concordaba. Eso no presagiaba nada bueno, ya que esa clase de individuos no tenía ninguna intención de detenerse ahí, y sólo atrapándolo podrían poner fin a aquella atrocidad. Anunciaba un calendario de siete días… En esas condiciones, ¿qué pista debían seguir? ¿Pese a las apariencias, había entonces una relación entre las víctimas? Tampoco había que olvidar el estudio grafológico. Las letras de sangre en el espejo sólo podían haber sido trazadas por el asesino. Nico había solicitado inmediatamente la intervención de un especialista de la policía científica. Marc Walberg era el mejor. Con aire siempre serio, había empezado por tomar numerosas fotos desde todos los ángulos. Con el ceño fruncido, en un gesto que hacía que las gafas se le subiesen ligeramente sobre su nariz aguileña, había llevado a cabo una evaluación del escenario de los hechos durante varias decenas de minutos, tomando a veces notas en una minúscula libreta. Nico no lo había molestado; no se interrumpía a un experto de la reputación de Marc Walberg. No porque el hombre fuese pretencioso, sino porque exigía que se respetase su trabajo. Al acabar, había posado su vivaz mirada sobre el comisario.

—Para empezar, el que ha redactado estos mensajes sabe exactamente lo que hace —declaró—. Y, en segundo lugar, es zurdo.

Soltó la información como una evidencia. Nico se aclaró la garganta. A Marc le gustaba hacerse de rogar.

—Explícate.

—Las palabras han sido formadas de un solo trazo, por lo que el asesino no tuvo necesidad de detenerse a pensar. La utilización de las minúsculas es un argumento para convencernos de la falta de voluntad consciente de disfrazar su escritura. No hay temblores, alzados, signos de estrés…

—¿Qué son los alzados? —interrogó Nico.

—Puntos en los que el autor despega su «instrumento de escritura» de la superficie. El número de alzados revela el nivel de sinceridad y de seguridad, o la importancia de la angustia.

—¿Y es alguien zurdo?

—Un zurdo no necesita exagerar la curva de su muñeca, reajustar regularmente su ángulo de escritura. Un último punto: es difícil determinar si se trata de un hombre o de una mujer.

—¡¿Cómo puede ser?!

—Una mujer forma letras más redondas y ejerciendo menos presión; la redacción de un hombre es más angulosa. En este caso, no hay nada que permita establecer la diferencia.

—Oh… Pero aun así, ¿podría ser un hombre?

—Por supuesto. También puede haber imitación inconsciente del estilo de un pariente cercano, en este caso el de una mujer. Entenderás que el soporte no me ayuda mucho a sacar más conclusiones. En mis exámenes, un estudio basado en un documento tridimensional y manipulable es más adecuado.

—Te lo agradezco, Marc.

—No hay de qué, sólo hago mi trabajo. Como siempre, mantenme informado.

A petición de Nico, habían desmontado y transportado el espejo hasta los locales de la policía científica. Él se había reunido con la doctora Vilars en la sala de autopsias hacia las nueve de la noche. Ninguno de los dos había tenido ánimos para intercambiar sus bromas habituales, las que hacían un poco más llevaderas las situaciones más graves. Se habían puesto a trabajar inmediatamente con una determinación marcada por un profundo malestar. Al ver el estado físico de las víctimas, los dos tenían la sensación de hacer frente a la encarnación del mal.

—Tu intuición era la correcta, los pechos pertenecen a la primera víctima —anunció Armeile—. Será fácil de confirmar, ya puedes darlo por hecho. La sutura es de calidad y el material utilizado es profesional. Probablemente lo ha hecho un especialista.

—Así que amputó los pechos de Marie-Héléne Jory para implantárselos a Chloé Bartes —comentó Nico.

—Y ha guardado los de la señora Bartes —prosiguió la forense—. Siguiendo tu razonamiento, ¡para injertárselos a la próxima víctima!

—¡Está completamente loco!

—La puesta en escena es la misma: mujer joven maniatada, amordazada, azotada, mutilada y apuñalada. Le atravesaron los órganos vitales provocando una fuerte hemorragia y la muerte. Como en el primer caso, el asesino le ha infligido exactamente treinta latigazos.

—¿O sea, que no es fruto del azar?

—Me parece difícil.

—Entonces es un indicio. ¿Pero cuál?

—Eso, amigo mío, es tu trabajo. Y hoy no te lo envidio. Ahora, examinemos el puñal. Lo extraigo lentamente del abdomen de la víctima.

La doctora Vilars sujetaba con delicadeza el arma del crimen en su mano enguantada y la observaba con atención. La hoja estaba cubierta de sangre. Miraba fijamente un detalle que había descubierto.

—Vaya, creo que nos ha dejado un regalito —dijo al fin con voz lúgubre.

Nico se acercó.

—¿Ves? Aquí, en la hoja, hay un mechón de pelo anudado con esmero y sujeto con un trozo de celo. Nos proporciona un indicio.

—¿Qué piensas?

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