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Authors: Jean Baudrillard

La sociedad de consumo (4 page)

BOOK: La sociedad de consumo
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De tal manera, que la producción es exclusivamente definida en función de su capacidad de generar valores/signo: «hoy el consumo —si es término tiene un sentido distinto al que le da la economía vulgar— define precisamente ese estado donde la mercancía es inmediatamente producida como signo, como valor/signo, y los signos (la cultura) como mercancía.»
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. Y, del mismo modo, el consumo también es presentado desde la óptica —y esto es fundamental— única y excluyeme de su valor simbólico: «El consumo no es ni una práctica material, ni una fenomenología, de la "abundancia", no se define ni por el alimento que se digiere, ni por la ropa que se viste, ni por el automóvil del que uno se vale, ni por la sustancia oral y visual de las imágenes y de los mensajes, sino por la organización de todo esto en sustancia significante; es la totalidad virtual de todos los objetos y mensajes constituidos desde ahora en un discurso más o menos coherente. En cuanto que tiene un sentido, el consumo es una actividad de manipulación sistemática de signos […] para volverse objeto de consumo es preciso que el objeto se vuelva signo.»
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De esta manera, podemos asegurar, según Baudrillard, que en la actualidad la producción de mercancías ha quedado definitivamente subsumida y determinada por el movimiento general de producción y consumo de significaciones, gracias a las enormes potencialidades productivas del nuevo capitalismo le resulta muchísimo más fácil producir las mercancías que venderlas, el eje de lo social ha pasado de la producción al consumo: el sentido hay que producirlo como se hizo ya en su día con la mercancía. En el capitalismo clásico, al capital le fue suficiente con producir unas mercancías, pues el consumo funcionaba solo. Hoy en día, en la sociedad de consumo, hay que producir a los mismos consumidores, hay que producir la demanda misma y esa producción es infinitamente más costosa que la de las mercancías; lo social nació en gran parte, a partir de 1929, sobre todo de la crisis de la demanda: la producción de la demanda recubre muy ampliamente la producción de lo social mismo
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. La producción, el trabajo, el valor, todo lo que se ha tratado de mostrar como objetivo es, según nuestro autor, un espejo imaginario, la fantasía que trata de imponer orden y disciplina donde sólo hay irracionalidad y simulación.

La lógica social de este sistema de consumo es la lógica de la diferenciación, la jerarquización y el dominio por el poder —un poder, por supuesto, descarnado, desocializado y anónimo—, del código que regula la producción simbólica. La sociedad de consumo funciona como un proceso de clasificación y de diferenciación, esto es, en una dinámica constante de selección de signos que jerarquizan a los grupos sociales manteniendo su estructura de desigualdad y dominio. La diferenciación se va renovando continuamente gracias a la innovación y remodelación permanente de las formas/objeto a las que se accede de manera radicalmente diferente según la posición de clase: las clases dominantes se consagran como modelos imposibles de alcanzar por definición, que marcan las diferencias, haciéndose punto de referencia de cualquier bien de consumo que es apreciado individualmente como una acción aislada y soberana, siendo en realidad un hecho de significación social programada. En palabras del propio Baudrillard: «El consumo es una institución de clase como la escuela: no hay solamente desigualdad ante los objetos en el sentido económico (la compra, la elección, el uso están regidos por el poder adquisitivo, el grado de instrucción, así como están en función de la ascendencia de clase, etc.). En una palabra, todos no tienen los mismos objetos del mismo modo que no todos tienen las mismas oportunidades escolares, pero más profundamente hay discriminación radical en el sentido en que sólo algunos acceden a una lógica autónoma, racional, de los elementos que le rodean (uso funcional, organización estética, realización cultural), esos no tienen necesidad de los objetos y no "consumen" pro- piamente hablando, estando los otros consagrados a una economía mágica, a la valoración de los objetos en cuanto que tales, y todo lo demás en tanto que objetos (ideas, ocio, saber, cultura): esta lógica fetichista es propiamente la ideología del consumo.»
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El modo de regulación, reproducción y mantenimiento de esta sociedad de consumo es contundente y aterradoramente eficaz: la simulación, la apariencia de realidad, ha terminado con la realidad misma. La práctica del consumo que se autorreviste de un carácter real y positivo, presentando, para remarcar su imagen de verosimilitud, a todos los individuos como elementos idénticos de una «totalidad consumidora», se desenvuelve, sin embargo, en la negación y la reversión de lo real; los signos nada tienen que ver con ningún tipo de realidad ni con ningún tipo de necesidad social o biológica. Son simulacros creados precisamente para enmascarar la ausencia de ella, ahora es la realidad la que quiere y tiende a funcionar como los signos producidos para, teóricamente, representarla, pero lo cierto es que para lo que verdaderamente sirven es para dominarla. De ahí, según Baudrillard, la histeria característica de nuestro tiempo: la de la producción y reproducción de lo real mismo. La otra producción, la de valores y mercancías, la de las buenas épocas de la economía política, carece de sentido propio desde hace mucho tiempo. Aquello que toda una sociedad busca al continuar produciendo, y superproduciendo, es resucitar lo real que se le escapa. Por eso tal producción «material» se convierte hoy en hiperreal. Retiene todos los rasgos y discursos de la producción tradicional, pero no es más que una metáfora
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3. LA SOCIEDAD DE CONSUMO: EL GRAN MITO

La sociedad de consumo
es el título del libro que prologamos, y no por casualidad el tema fundamental de la primera época de la producción intelectual de Baudrillard, y en este punto, el arranque teórico básico es inequívoco y contundente: la sociedad de consumo debe analizarse no en tanto que realidad socioeconómica, sino en cuanto código de lenguaje, ya que la actividad económica está basada en el intercambio. El consumo funciona pues como un lenguaje que comporta una parte de signo (abstracción) y una parte de significante (imagen asociada a ese signo) como la cara y la cruz —valga el ejemplo saussuriano— de una moneda. Lo que importa, para dar cuenta de la complejidad abstracta del sistema, es poner de manifiesto el arbitraje del signo en relación con la cosa que está obligado a representar. En la lengua este arbitraje representa la totalidad de la disposición de los signos en un sistema que tiene su coherencia y su lógica propia. El signo no procede (como se creyó) por designación del sentido y referencia al «yo» que habla (transmisor) y al mundo al que se envía (realidad), sino por la disposición diferencial en la que ningún elemento significante tiene realidad en sí mismo, sino en referencia a la totalidad del sistema. En este sentido estructural, la sociedad de consumo no tiene sustancia mental, sociológica o económica independiente y autónoma en relación con los signos que constituyen su fundamento simbólico, ya que tal sociedad está basada en el intercambio de signos. Puesto que el signo es el árbitro —y su propia naturaleza es paradójicamente lo arbitraria—, el sentido sólo tiene eficacia a través de la totalidad que lo produce; la sociedad de consumo, como producción y proliferación de signos, es en su conjunto y en su funcionamiento mismo, el árbitro de su propio funcionamiento, no hay justificación, norma, ley y razón que no sea el propio consumo
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El intercambio no sólo se organiza como diagnosticó el marxismo clásico desde la realidad de los objetos intercambiados contra la fuerza de trabajo —recuérdese que el proceso de producción coincide, según Marx, con el intercambio real—, sino en hacer crecer el poder de un tercero, el capital, pero en la sociedad de consumo este poder se refuerza al convertirse en representación. Lo que se intercambia es la realidad (fuerza de trabajo y productos) pero, para que haya intercambio, hace falta un tercero entre estos dos términos, y es el dinero, el capital, el valor y toda su función simbólica que la sociedad de consumo ha hecho crecer hasta engullir todo lo demás. El imperialismo del signo sobre lo real se confirma hasta el punto de preguntarse si la sociedad de consumo funciona «en el vacío», como pura forma lingüística que deja sin contenido a la economía, al mundo y al hombre: «La determinación está muerta, la indeterminación reina. Ha habido una ex-terminación» en el sentido literal del término) de los reales de la producción.»
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Lo real ya es sólo un proceso de significación que hay que producirlo como signo.

En la sociedad de consumo, el atractivo formal y la caducidad, cubiertos tras un artificioso discurso cultural potentísimo en esta época, el confort —que desplaza cualquier resquicio de la austeridad funcionalista/taylorista—, se erigen como las primeras bazas empresariales en ese orden de la falsa funcionalidad. La funcionalidad en esta sociedad de consumo avanzada, tal como la presenta Baudrillard, no viene dada por su uso técnico, sino por su no disonancia con el orden simbólico general. Y su presencia es tan sobresaliente que obliga a arrinconar todos los conceptos que pueden poner en entredicho esta suprema comercialidad de la actividad proyectiva, sean estos calidad, belleza, coherencia, racionalidad, necesidad, o cualquier otro rasgo «humanístico» del diseño y del objeto. En ella se analiza la lógica combinada de la sustitución y de la diferenciación formal que hace pasar del modelo único a la gama, lo que abre un universo de supuestas elecciones posibles —meramente significantes— del consumidor de los años sesenta en adelante. No es de extrañar, por tal motivo, que el principal argumento del diseño industrial sea la fascinación formal de los productos, el
styling
y, por tanto, proporcione objetos en los que su funcionalidad no consiste en que estén adaptados a un fin, sino en que estén adaptados a un sistema o a un orden
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En una palabra, y como ha señalado el propio Jean Baudrillard, los productos del mercado evolucionan hasta convertirse en meros simulacros de sí mismos; adquieren una estructura señuelo, en la que su forma exterior, superficial, rompe la dependencia con respecto a su contenido, profundo, y aparece, por lo tanto, una dimensión signo —y aquí ya se hace evidente toda la aplicación estructural de las herramientas de la semiología y de la semiótica contemporánea— por la cual se invierte la relación entre objeto y mensaje: el mensaje no habla del objeto, el objeto habla del mensaje. La marca de un producto no marca al producto, marca al consumidor como el miembro del grupo de consumidores de la marca. Es, así, como se asiste al proceso que lleva a la enorme profusión de objetos; al espectacular juego del cambio de apariencias, de tamaños, de modas, de colores, de formas, de sexos, de cuerpos. De la primera línea estética de postguerra, marcada por las formas redondeadas y curvas, adaptación propagandista de las fórmulas aerodinámicas de la aviación de la época, se evoluciona, luego, hacia la arista, el ángulo y el paralelepípedo, conociéndose más tarde la revitalización del diseño
soft
. A las líneas suaves y a las formas blandas y, a la vez, a esta enorme complejidad, le acompaña una inocultable entropía en forma de caída de los niveles de Habilidad de los objetos, de la rápida pérdida del aspecto exterior, del desgaste, de la profusión de objetos de mal gusto, copias y
kitsch
. Se generaliza, de esta forma, la reducción programada de la duración de los objetos —con inversiones sustanciosas para acortar la vida de los productos—, la disminución de la cantidad de materia prima en la composición física de los productos, la sustitución de materiales originales por «imitaciones» o sucedáneos, etc.

La desigualdad social se consagra y se recrea, así, vía simbólica. Para las «masas» son las grandes series, el
kitsch
, los diseños generalizados, estandarizados y anónimos, las formas desgastadas y no distinguidas; para las «élites», es la pequeña serie o el «fuera de serie», lo distinguido, la novedad, lo inalcanzable, lo exclusivo, etc. Luego, se entablará una desesperanzada carrera, la famosa «carrera de ratas» que se llamó en su día, de consumo emulativo, ya descrito como hemos dicho por Thorstein Veblen —aunque todavía de manera rudimentaria—, pero consumado y bloqueado, a todos los niveles, en esta época, en la que la discriminación radical del sentido de consumir se hace evidente en el marco de la reproducción ideológica-simbólica. Las clases dominantes se presentan como el deseo ideal de consumo, pero debido a la innovación, diversificación y renovación permanentes de las formas del objeto, este modelo se hace constantemente inalcanzable para el resto de la sociedad. En el primer caso, consumir es la afirmación lógica, coherente, completa y positiva de la desigualdad; para todos los demás colectivos, consumir es la aspiración, continuada e ilusoria, de ganar puestos en una carrera para la apariencia de poder que nunca tendrá fin. De nuevo —como en todo análisis estructural— aparece el mito, la sociedad de consumo no es real es un relato mítico, un conjunto estructurado de signos que regula las diferencias y provoca efectos reproductivos por encima de la consciencia de sus participantes
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Por ello el consumo no es un acto aislado y aislable: las necesidades y los deseos son tomados dentro de un haz de relaciones extremadamente complejas y que forman un sistema. El acto de consumir de manera pura no existe, pues preexisten siempre términos sociales y económicos que le preceden dentro de un sistema de intercambio. El ejemplo de la lengua ilustra el mismo problema: está el transmisor, la lengua del individuo al que se dirige, el medio cultural, la educación, el estado psicológico, etc. De tal forma que hablar parece un acto evidente mientras que, de hecho, una multitud de factores entran en escena y éstos son el resultado de una producción, de una interacción entre todos los elementos que constituyen la base del lenguaje. Para comprender la lógica del consumo, es imprescindible, según Baudrillard, definir su funcionamiento como forma lingüística, como entramado de signos que desborda la racionalidad del cálculo. Si la base del consumo es el intercambio (de productos, de bienes, de trabajo, de capital, de necesidades, de deseos, etc.), es necesario encontrar un método de análisis que no reduzca los hechos a su facticidad, sino que los remita, por el contrario, como sistema de signos que sólo adquieren sentido en relación con el todo. El hecho de consumir está formado por un conjunto que funciona como un lenguaje, dentro de una totalidad relacional (cada elemento no es aislable del resto de elementos, no se puede aprehender el sentido más que en relación con el todo). Se trata pues de buscar la coherencia del discurso ideológico de consumo: «El consumo es intercambio, un consumidor no está nunca solo, como tampoco un transmisor.»
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