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Authors: Pilar Eyre

Tags: #Biografico

La soledad de la reina (59 page)

BOOK: La soledad de la reina
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Aquí no funcionó la máscara, ni siquiera la más mínima educación. No sonrió ni una sola vez, e incluso, cuando el presidente griego le intentó comentar algún aspecto del reinado de sus padres, lo reprendió:

—Señor presidente, soy la reina de España, no me hable usted de asuntos internos de su país.

¿Cómo no acordarse de la respuesta de Federica al embajador ruso Vichinsky en una recepción oficial, cuando este le preguntó por el origen de sus aparatosas joyas?:

—Eran de los Romanov, ¡esos a los que ustedes asesinaron!

Don Juan Carlos ese día desplegó todos sus recursos, sonrisas, palmadas, chistes, caídas de ojos, para tratar de paliar le frialdad que la actitud de la reina había provocado en la reunión.

En el libro de Pilar Urbano la reina se despacha a gusto criticando incluso la validez de un referéndum convocado por un gobierno democrático.

Al día siguiente de la publicación del libro, en el periódico más importante de Atenas, el editorial decía algo por este estilo: «Si la reina de España tiene esta opinión sobre un gobierno legítimamente constituido, que se olvide de venir de visita a Grecia. Nosotros tampoco la queremos».

Eso no fue óbice para que el rey le encargase a Julio Feo, la mano derecha de su tercer presidente de Gobierno, el socialista Felipe González, con el que tan buena conexión llegó a tener, la recuperación de los bienes de la familia de la reina en Grecia. No lo intentó en nombre de Sofía, sino de Tino e Irene. Sofía prefirió que su parte aumentara la de ellos, por sus hermanos es capaz de los mayores sacrificios, es la mayor y la más afortunada y entiende que su madre los ha puesto bajo su tutela. Julio Feo realizó varios viajes a Londres para entrevistarse con Constantino, del que dijo expresivamente:

—Uf… estas reuniones costaban… estaba rodeado de una camarilla… Todos eran más papistas que el papa…

Después de complicadas negociaciones y de una carta que escribió el rey de su puño y letra a Karamanlis, se consiguió la devolución de algunos palacios, como Mon Repos, en Corfú, donde Sofi y Juanito triscaron en la época de su noviazgo, bebieron vino blanco y se pelearon entre ellos, con don Juan, con Freddy y con el sursum corda, o Tatoi, aunque Tino más tarde lo donó al gobierno, no así los bosques que lo rodeaban ni la finca Polidendri, en el centro del país. También les adjudicaron el contenido de las casas y una fuerte indemnización para los dos hermanos.

Doce millones de euros para Tino, novecientos mil para Irene, y la tía Catalina, la única hermana viva de Palo, recibiría también trescientos mil euros.

Irene unió su dinero al millón de euros que le tocó en la lotería de Navidad para invertirlos en su ONG «Un mundo en armonía», olvidados ya sus deseos de encontrar marido y formar una familia.

Su última relación, ya cuarentona, con el embajador alemán Guido Brunner, también terminó a sugerencia de Juanito.

Irene comentaba con convicción:

—Únicamente me siento sola cuando estoy con personas con las que no tengo nada en común, conmigo misma me divierto.

Ahora solo quiero ser útil a los demás.

De todas formas, según se contó, la princesa cometió la ingenuidad de enviar vacas a la India para que sirvieran de alimento a los niños huérfanos, y como allí la vaca es un animal sagrado, no pudieron emplearse para su fin primigenio. Las tremendas vacas de raza frisona de la princesa Irene caminan hoy por las calles de Bombay consideradas como animales sagrados, lo cual es bueno para su autoestima, pero no les depara trato de favor, ya que están tan famélicas y esqueléticas como el resto de sus congéneres, a pesar de lo aristocrático de su origen.

Alguien con más imaginación que yo podría encontrar una metáfora en la aventura de Irene y sus vacas.

Es curioso que nadie se haya interesado por el papel de las infantas Elena y Cristina en la noche del 23-F. Elena ese año iba a cumplir su mayoría de edad, dieciocho años, y Cristina tenía dieciséis.

No se sabe dónde estaban, nadie las mencionó, nadie les dio importancia ni pensó que ellas también deberían aprender qué es ser rey. Según contaba Juan Balansó
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, Elena y Cristina estaban siendo educadas como señoritas particulares, cuando eran la segunda y tercera persona llamadas constitucionalmente para suceder en el trono a su padre. Los publicistas de La Zarzuela insistían en explicar que el príncipe Felipe iba a ser el príncipe mejor preparado de Europa y del mundo entero, ¿por qué se había descuidado la formación de sus hermanas, que, en caso de fallecimiento del heredero, podrían sentarse en el trono de España?

¿No había sido Juan el heredero de Alfonso XIII, aunque era el cuarto hermano de la familia?

Ambas eran altas y rubias, muy poco españolas en su aspecto, aunque esta apreciación se obviaba siempre y se prefería hacerles pasar por el mal trago de compararlas a la fea reina María Luisa en el cuadro de Goya La familia de Carlos IV. Ambas tenían también durante su adolescencia algunos kilos de más, y su madre las arreglaba como princesas griegas… de hace veinte años. Juan Carlos protestaba:

—Sofi, ¡no las vamos a casar nunca a estas chicas vestidas así!

Las veía llegar con aprensión a las recepciones con sus bolsitos en la mano y los trajes de Sofía hechos por las hermanas Molinero, faldas amplias de terciopelo, cuerpos de rígido glasé con mangas tres cuartos, colores morados o granates. A la reina le quedaban muy bien, pero aquellas muchachas que estaban en la flor de la vida parecían viejos cortinones de teatro. El rey se lamentaba; —Sofi, ¿no podrían ir un poco más…? ¿Actuales?

Las peinaba la misma peluquera que a su madre, también con el pelo por los hombros, hueco o un moño bajo. Sus expresiones eran tan serias que resultaban algo adustas.

La reina se reía con desprecio de las preguntas de su marido:

—¿Qué quieres? ¿Que vayan con minifalda como tus… tus…?

El rey se iba sin querer discutir.

Las infantas no caían mal. Tampoco bien. No eran mediáticas.

Las escasas noticias que aparecían sobre ellas, la fiesta de la Banderita, una representación teatral benéfica, con un ramito de flores entre las manos, saludando sin sonreír, rememoraban aquellos reportajes propagandísticos con Nenuca, la hija de Franco, de protagonista, en la interminable posguerra española. Nenuca prefería entregar a los niños tuberculosos sus regalos de cumpleaños y decía también:

—Les he dicho a mis padres que prefería dar de comer a los ancianos del asilo antes que celebrar una fiesta frívola con mis amigos en mi casa.

Porque los viejos eran menesterosos, pero no tuberculosos, por aquello del contagio.

En la intimidad, claro, era otra cosa. Elena se parecía a su padre, «campechana», le encantaba ir a su aire, provocaba a los escoltas para hacer carreras de coches, y le horrorizaba la posibilidad de que a su hermano le pasase algo o renunciase a la corona:

—¡Me muero si tengo que ser reina!

En su nuevo colegio, el más clásico Virgen del Camino, repitió curso a pesar de que contaba con el refuerzo de varios profesores particulares.

Al mismo tiempo tenía dos ayudantes, y fue entonces cuando empezó a montar a caballo e inició sus primeros escarceos amorosos con otros jinetes.

El olor a heno de las cuadras, la camaradería y la fuerte sensualidad del ambiente hípico es el mejor caldo de cultivo para pasiones tan difíciles de domar como el más salvaje de los caballos.

También Cristina se cambió al Virgen del Camino, donde pronto alcanzó a su hermana, sin esfuerzo. Sin profesores particulares ni ayudantes, iba superando los cursos sin que nadie le hiciera mucho caso. Elena necesitó atención especial, incluso la ayuda de una psicóloga, argentina por más señas, a cuya consulta la acompañaba Sabino, pero no es ni muchísimo menos retrasada mental, como se ha comentado muchas veces. No hubiera podido matricularse en Magisterio en el Escuni, la escuela de profesorado con un fuerte componente católico, aunque no del Opus Dei, a pesar del ascendiente que había alcanzado Laura Hurtado de Mendoza cerca de la reina, no así en el rey, muy reacio a todo lo que no fuera el catolicismo puro, duro y tradicional. Ni el Opus, ni Legionarios, ni sectas milagreras, ni ritos exóticos gozan de sus simpatías, tampoco el catolicismo fanático. Me contó mi amigo Julio Ayesa que en una ocasión en que estaba cenando con la pareja real y con Pitita Ridruejo, esta le iba explicando a la reina:

—¡En El Escorial! ¡Se aparece la Virgen! ¡Una luz intensísima, una paz!

Y la reina asentía entusiasmada, y ya empezaba a preguntar cuándo era y si ella podría ir y si a ella también se le aparecería la Virgen, cuando el rey, que estaba en el otro lado de la mesa desgranando nerviosamente un panecillo y escuchando aquella exaltación de la devoción más preconciliar, al final no pudo contenerse y se puso a gritar con la mano extendida señalando a Pitita:

—¡Tú, calla! ¿Pero quieres no llenarle la cabeza a esta con esas tonterías? ¡Que se lo cree todo!

La reina debió acordarse de la piedra de Nazca y sus «beba Coca-Cola» y humilló la cabeza, llena de vergüenza.

No volvió a hablar en toda la noche.

El paso por el Escuni convirtió a Elena en la más católica de la familia. Intentaba ir a diario a misa y comulgaba todos los domingos. Yo la he visto en la iglesia de Viella, en el Valle de Arán, y también junto a su hermana en San Odón, en Barcelona.

A su tutora en la escuela de profesores, Dolores María Álvarez, le daba mucha rabia que hablaran de la princesa como si fuera discapacitada, y así se lo contó a la periodista Carmen Duerto, que ha escrito la primera biografía sobre Elena:

—Es absolutamente falso que sea retrasada, aunque Magisterio es una carrera sencilla para la que lo más importante es la vocación y ella la tenía.

Por lo bajo se comentaba la sangre caliente de Elena, no olvidemos que su más remoto antepasado, el primer Borbón, había manifestado:

—¡Me quema el sexo!

Se hablaba de relaciones con sus escoltas, a los que tenían que elegir menos atractivos y jóvenes, y se decía que más de una vez se la habían tenido que llevar de una fiesta… No se daban nombres, no se decía el lugar, y en una época en la que internet todavía no estaba inventado, muchos tenemos la impresión de que eran infundios de una camarilla quejosa precisamente por eso, por no formar parte de la camarilla real.

Cristina se decantó por la sociología en la Universidad Autónoma de Madrid.

La reina no dejaba de afirmar, en las escasas ocasiones en que pronunciaba unas palabras:

—Mi principal ocupación es la educación de mis hijos.

Pero lo cierto es que esta máxima parecía únicamente aplicarse a su hijo, porque las hijas eran tan buenas, tan dóciles, tan discretas, y la prensa también era tan buena, tan dócil y estaba tan callada, que daba la impresión de que las infantas se educaban solas.

Cuando el rey posaba en las fotografías con su hijo no tenía la misma actitud que cuando posaba con sus hijas. Las cogía por los hombros en las pistas de Baqueira, llevaban idénticas gafas Vuarnet, idénticos anoraks Descente. Las mismas risas, arrugando la nariz y enseñando los caninos.

Todos los esquiadores de aquellos años recuerdan los gritos de don Juan Carlos:

—¡Elena! ¡Cristina! ¡Una carrera! ¡Al Mirador!

Y la voz gutural de la reina puntualizando a los monitores en la pista de Beret:

—Su alteza el príncipe flojea un poco en el eslalon.

A medida que el príncipe de Asturias iba creciendo, de ciertos ambientes llegaron voces disonantes con la educación que estaba recibiendo; se decía que la buena voluntad de la reina, que al fin y al cabo es extranjera, no era suficiente para formar a un futuro rey de España, y que se debía crear un consejo asesor.

Sofía se indignó. ¿Dudar de su capacidad?

Y, además, si le quitaban esa responsabilidad, ¿qué le quedaba?

También podemos pensar que ella no quería que se formase un «nuevo Juanito». Para Sofía su modelo de hombre era el rey Pablo de Grecia y no su marido. Con deleite contaba:

—Felipe me recuerda mucho a mi padre…

Juan Carlos dejaba en manos de su mujer esta responsabilidad.

Como decía, ¡bastante trabajo tenía él siendo el cabeza de estado de un estado con tan poca cabeza!

En España se había instalado un bipartidismo más o menos estable. Felipe González, presidente del Gobierno durante doce años, diseñó un nuevo protocolo para la familia real y dio el máximo protagonismo a la figura del rey, cuyas apariciones públicas, viajes por el extranjero, audiencias y ceremonias de representación se multiplicaron hasta el infinito.

El rey y Felipe González llegaron a hacerse «casi» amigos. Con ningún otro presidente ha tenido el rey mayor sintonía, y se dice que don Juan Carlos confiaba en él hasta en los temas más íntimos y delicados. Julián García Vargas, ministro de Defensa
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, una figura clave entre el gobierno y el monarca, decía entonces:

—Con quien va mejor la monarquía es con los republicanos; nosotros no nos metemos en intrigas cortesanas ni nos interesan los cotilleos de todo ese mundo de aristócratas.

También el entonces ministro Enrique Mújica comentaba:

—La Corona es valiosa (para nosotros los socialistas) mientras sirva, y hasta ahora nos ha demostrado que sirve, entonces, ¿para qué cojones queremos la república?

Pero no todo era trabajo. La decoradora mallorquina se desplazaba con frecuencia desde Mallorca a Madrid y también a Baqueira, adonde iba a recogerla un coche oficial. Su amistad íntima con el rey ya había sido aceptada por todo el mundo y quizás había dejado de tener el encanto de las relaciones clandestinas. Pero era una situación cómoda para don Juan Carlos, quien le tenía un gran cariño. A ciertas cacerías iba casi siempre con ella, intercambiando chóferes, haciendo rutas distintas para guardar las apariencias, y tampoco compartían habitación, pero los anfitriones se cuidaban de que sus cuartos estuvieran contiguos.

Desde luego, la reina no volvió a presentarse nunca más improvisadamente. Si alguna vez había esa posibilidad, se enlentecían los controles y la seguridad, y cuando su majestad llegaba a la finca, la mallorquina había desaparecido. Bouza decía de ella con admiración:

—Siempre tuvo un exquisito cuidado en no indisponer al rey contra la reina…

También:

—Era muy discreta… se interesaba por la familia real, nunca presumió [de su relación con el rey].

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