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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Intriga, #Policiaco

La tabla de Flandes (30 page)

BOOK: La tabla de Flandes
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—¿Tenemos elección? —preguntó Julia.

—Hasta ahora, no. Más adelante ya veremos.

—¿Y cuál es el próximo movimiento?

—Nuestro alfil. Lo llevamos desde F1 a D3, amenazando su dama.

—¿Y qué hará él… O ella?

Muñoz tardó un rato en contestar. Permanecía inmóvil mirando el tablero, como si no hubiese oído la pregunta.

—En ajedrez —dijo por fin— también las previsiones tienen un límite… El mejor movimiento posible, o el probable, es el que deja al oponente en posición más desventajosa. Por eso, una forma de calcular la oportunidad de la siguiente jugada consiste en suponer simplemente que se la ha efectuado, y a continuación analizar la partida desde el punto de vista del adversario; es decir, apelar a uno mismo, pero puesto en lugar del enemigo. Desde ahí, uno conjetura otro movimiento y se pone de inmediato en el papel de oponente de su oponente. O sea: otra vez en uno mismo. Y así indefinidamente, según la capacidad de cada cual… Con eso quiero decir que sé hasta dónde he llegado yo, pero ignoro hasta dónde ha llegado él.

—Pero, según ese razonamiento —intervino Julia— lo más probable es que escoja el movimiento que más daño nos haga. ¿No le parece?

Muñoz se rascó la nuca. Después, muy despacio, llevó el alfil blanco a la casilla D3, situándolo en las inmediaciones de la dama negra. Parecía sumido en profundas reflexiones mientras analizaba la nueva situación sobre el tablero.

—Haga lo que haga —dijo por fin, y su rostro se había ensombrecido— estoy seguro de que nos comerá una pieza.

XI. Aproximaciones analíticas

«No sea tonto. La bandera es imposible,

de modo que no puede estar ondeando.

Es el viento lo que está ondeando.»

D. R. Hofstadter

La sobresaltó el sonido del teléfono. Sin apresurarse, retiró el tampón con disolvente del ángulo del cuadro en que trabajaba —un fragmento de barniz demasiado adherido en una minúscula porción del ropaje de Fernando de Ostenburgo— y se puso las pinzas entre los dientes. Después miró con desconfianza el teléfono, a sus pies sobre la alfombra, mientras se preguntaba si al descolgarlo iba a tener, otra vez, que escuchar uno de aquellos largos silencios que tan habituales eran desde hacía un par de semanas. Al principio se limitaba a pegarse el auricular a la oreja sin decir palabra, esperando con impaciencia cualquier sonido, aunque se tratase de una simple respiración, que denotara vida, presencia humana, por inquietante que fuera. Pero encontraba sólo un vacío absoluto, sin tan siquiera el cuestionable consuelo de escuchar un chasquido al cortarse la línea. Siempre era el misterioso comunicante —o la misteriosa comunicante— quien aguantaba más; hasta que Julia colgaba, por mucho que tardase en hacerlo. Quienquiera que fuese se quedaba allí, al acecho, sin demostrar prisa ni inquietud ante la posibilidad de que, alertada por Julia, la policía tuviese intervenido el teléfono para localizar la llamada. Lo peor era que quien telefoneaba no podía estar al corriente de su propia impunidad. Julia no se lo había dicho a nadie; ni siquiera a César, o a Muñoz. Sin saber muy bien por qué, consideraba aquellas llamadas nocturnas como algo vergonzoso, atribuyéndoles un sentido humillante al sentirse invadida en la intimidad de su casa, en la noche y el silencio que tanto había amado antes de que empezase la pesadilla. Era lo más parecido a una ritual violación, que se repetía a diario, sin gestos ni palabras.

Descolgó el teléfono cuando sonaba por sexta vez para identificar, con alivio, la voz de Menchu. Pero su tranquilidad duró sólo un momento; su amiga había bebido mucho; tal vez, dedujo inquieta, llevaba algo más fuerte que alcohol en el cuerpo. Levantando la voz para hacerse oír sobre el sonido de conversaciones y música que la rodeaban, pronunciando la mitad de las frases de modo incoherente, Menchu dijo que se encontraba en Stephan’s y después expuso una confusa historia en la que se mezclaban Max, el Van Huys y Paco Montegrifo. Julia no llegó a entender una palabra, y cuando le pidió a su amiga que volviese a contar lo que había ocurrido, Menchu se echó a reír, con una risa ebria e histérica. Después cortó la comunicación.

Hacía un frío húmedo y espeso. Estremeciéndose dentro de un grueso chaquetón de piel, Julia bajó a la calle y detuvo un taxi. Las luces de la ciudad deslizaban sobre su rostro rápidos destellos de claridad y sombras mientras respondía con distraídos movimientos de cabeza a la inoportuna charla del taxista. Apoyó la nuca en el respaldo del asiento y cerró los ojos. Antes de salir había conectado la alarma electrónica y afirmado la puerta de seguridad con doble vuelta de llave; y en el portal no pudo evitar una suspicaz mirada a la rejilla del portero automático, temiendo descubrir allí una nueva tarjeta. Pero aquella noche no encontró nada. El jugador invisible aún meditaba su próximo movimiento.

Había mucha gente en Stephan’s. La primera persona que vio al entrar fue César, sentado con Sergio en uno de los divanes. Asentía el joven, con el cabello rubio graciosamente despeinado sobre los ojos, mientras el anticuario le susurraba algo en voz baja. César fumaba con las piernas cruzadas; tenía una mano, la que sostenía el cigarrillo, sobre las rodillas, y movía la otra en el aire al hablar, muy cerca pero sin establecer contacto físico con el brazo de su protegido. Apenas vio a Julia se levantó y vino a su encuentro. No parecía sorprendido por verla aparecer a tales horas, sin maquillar y vestida con una pelliza campera sobre los tejanos.

—Está allí —se limitó a decir, indicando el interior del local con un gesto neutral que no disimulaba cierta divertida expectación—. En los sofás del fondo.

—¿Ha bebido mucho?

—Como una esponja griega. Y me temo que, además, rezuma polvito blanco por todas partes… Demasiadas visitas al lavabo de señoras para limitarse a hacer pis —miró la brasa de su cigarrillo y sonrió, mordaz—. Hace un rato ha organizado un escándalo, abofeteando a Montegrifo en mitad del bar… ¿Te imaginas, querida? Ha sido algo realmente —paladeó el concepto, antes de modularlo con un mohín de
connaisseur
— delicioso.

—¿Y Montegrifo?

El anticuario transformó su gesto en una mueca cruel.

—Estuvo fascinante, amor. Casi divino. Se marchó digno, estirado; como es él. Con una rubia muy llamativa cogida del brazo, tal vez algo vulgar pero bien vestida, que iba
absolutamente
sofocada, la pobre, y con razón. No es para menos —sonrió, con afilada malicia—. La verdad, princesa, es que ese fulano tiene tablas. Encajó la bofetada sereno, sin pestañear, como los duros de película. Un tipo interesante, vuestro subastador… Reconozco que ha estado muy bien. Muy torero.

—¿Dónde está Max?

—No lo he visto por aquí, y lo lamento —otra vez afloró a los labios la sonrisa perversa—. Hubiera sido divertido de veras. La guinda del pastel.

Dejando atrás a César, Julia se adentró en el local. Saludó a varios conocidos sin detenerse y vio a su amiga sola y hundida en un sofá, con los ojos turbios, la falda corta demasiado subida y una grotesca carrera en una de las medias. Parecía haberse echado, de golpe, diez años encima.

—Menchu.

La miró sin apenas reconocerla, murmurando palabras incoherentes mientras sonreía de forma absurda. Después movió la cabeza a uno y otro lado y soltó una breve risa insegura, de borracha.

—Te lo has perdido —dijo al cabo de un momento, con voz pastosa y sin dejar de reír—. Ese cabrón ahí mismo, de pie, con media cara como un tomate… —se irguió un poco frotándose la nariz enrojecida, incapaz de ver las miradas curiosas o escandalizadas que le dirigían desde las mesas cercanas—. El estúpido arrogante.

Julia sentía fijos en ellas todos los ojos del local; escuchaba los comentarios en voz baja. Se ruborizó, a su pesar.

—¿Estás en condiciones de salir de aquí?

—Creo que sí… Pero deja que te cuente…

—Me lo contarás luego. Ahora, vámonos.

Menchu se puso en pie con esfuerzo, estirándose torpemente la falda. Le colocó el abrigo sobre los hombros, haciéndola caminar hacia la puerta con relativa dignidad. César, que permanecía en pie, se acercó a ellas.

—¿Todo en orden?

—Sí. Creo que puedo arreglarme sola.

—¿Seguro?

—Seguro. Te veré mañana.

En la calle, Menchu se balanceaba desorientada, buscando un taxi. Alguien le gritó una grosería desde la ventanilla de un coche que pasaba.

—Llévame a casa, Julia… Por favor.

—¿A la tuya o a la mía?

La miró como si le costase reconocerla. Se movía con gestos de sonámbula.

—A la tuya —dijo.

—¿Y Max?

—Se acabó Max… Hemos reñido… Se acabó.

Pararon un taxi, y se hizo un ovillo en el fondo del asiento. Después rompió a llorar. Julia le puso un brazo sobre los hombros, sintiéndola estremecerse entre sollozos. El taxi se detuvo ante un semáforo, y la luz de un escaparate iluminó su rostro descompuesto.

—Perdóname… Soy una…

Julia estaba avergonzada, incómoda. Todo aquello resultaba grotesco. Maldito Max, dijo para sus adentros. Malditos fueran todos ellos.

—No digas estupideces —la interrumpió, irritada.

Miró la espalda del taxista, que las observaba con curiosidad por el retrovisor, y al volverse hacia Menchu pudo ver en sus ojos una expresión insólita; un breve reflejo de inesperada lucidez. Como si quedase un lugar, dentro de ella, al que no hubieran llegado los vapores de la droga y el alcohol. Descubrió allí, con sorpresa, algo de infinita hondura, lleno de oscuros significados. Una mirada tan impropia del estado en que se encontraba, que Julia quedó desconcertada. Entonces Menchu habló de nuevo, y sus palabras fueron aún más extrañas.

—Tú no entiendes nada… —movía la cabeza con dolor, como un animal herido—. Pero pase lo que pase… Quiero que sepas…

Se interrumpió como si acabara de morderse la lengua, y su mirada se fundió con las sombras cuando el taxi arrancó de nuevo, dejando a Julia pensativa y confusa. Todo era excesivo para una sola noche. Ya sólo faltaba, meditó con hondo suspiro —sentía una vaga aprensión que nada bueno auguraba—, encontrar otra tarjeta en el portero automático.

Aquella noche no hubo tarjeta y pudo atender a Menchu, que parecía moverse entre brumas. Le preparó dos tazas de café antes de acostarla. Poco a poco, con mucha paciencia y sintiéndose como una psicoanalista ante el diván, logró que reconstruyese lo ocurrido, entre silencios y balbuceos incoherentes. A Max, el ingrato Max, se le había metido en la cabeza emprender un viaje en el momento menos oportuno; alguna estupidez sobre un trabajo en Portugal. Ella estaba pasando un mal momento, y lo de Max había sonado a deserción de lo más egoísta. Discutieron, y en vez de zanjar la cuestión como otras veces, en la cama, él dio el portazo. Menchu ignoraba si pensaba regresar o no, pero en ese momento le importaba un bledo. Dispuesta a no quedarse sola, decidió ir a Stephan’s. Unas rayas de coca la habían ayudado a despejarse, poniéndola en un estado de agresiva euforia… Así estaba ella, olvidado Max, bebiendo martinis muy secos en su rinconcito, y acababa de echarle el ojo a un tipo guapísimo que ya empezaba a darse por aludido, cuando cambió el signo de la noche: Paco Montegrifo tuvo la mala ocurrencia de asomar por allí, acompañado por una de esas zorras enjoyadas con las que se le veía de vez en cuando… El asunto de los porcentajes estaba fresco, Menchu creyó detectar cierta ironía en el saludo que le dirigió el subastador y, como decían las novelas, el hierro se le removió en la herida. Una bofetada a palo seco, zas, de las que hacían época, en medio del asombro del respetable… Gran escándalo y fin de la historia, Telón.

Menchu se durmió al filo de las dos de la madrugada. Julia le puso una manta encima y estuvo un rato junto a ella, velando su sueño inquieto. A veces se removía y murmuraba sonidos ininteligibles, apretados los labios, el cabello en desorden sobre la cara. Julia observó las arrugas en torno a la boca y los labios, los ojos, en donde lágrimas y sudor habían hecho correr el maquillaje, cercados de manchas negras que le daban un aire patético: el aspecto de una madura cortesana después de una mala noche. César habría extraído de aquello mordaces conclusiones; pero en ese momento a Julia no le apetecía escuchar a César. Y se vio pidiéndole a la vida, cuando le llegase a ella el turno, la resignación necesaria para envejecer dignamente. Después suspiró, con un cigarrillo sin encender en los labios. Debía de ser terrible, llegada la hora del naufragio, carecer de una almadía sólida que permitiera salvar la piel. Y cayó en la cuenta de que la galerista tenía edad para ser su madre. Aquel pensamiento la hizo avergonzarse de sí misma, como si hubiese aprovechado el sueño de su amiga para, de algún modo incierto, traicionarla.

Bebió lo que quedaba del café, ya frío, y encendió el cigarrillo. La lluvia repiqueteaba de nuevo en el tragaluz; ese era el sonido de la soledad, se dijo con tristeza. El rumor de lluvia le trajo a la memoria aquel otro, un año atrás, cuando terminó su relación con Álvaro y supo que algo se rompía en su interior para siempre, como un mecanismo descompuesto sin remedio. Y supo también que, a partir de entonces, aquella soledad agridulce que le oprimía el corazón iba a ser la única compañera de la que no se separaría jamás, en los caminos que le quedaran por recorrer, el resto de su vida, bajo un cielo en el que los dioses morían entre grandes carcajadas. También esa noche cayó largo rato la lluvia sobre ella, sentada y encogida bajo la ducha, con el vapor abrazándola como niebla ardiente y las lágrimas mezclándose con el agua que goteaba, torrencial, sobre el cabello mojado que le cubría el rostro, sobre su cuerpo desnudo. Aquel agua limpia y tibia, bajo la que estuvo casi una hora, se había llevado consigo a Álvaro, un año antes de su muerte física, real y definitiva. Y por una extraña ironía de aquellas a que tan aficionado era el Destino, el propio Álvaro había terminado así, en una bañera, con los ojos abiertos y la nuca rota, bajo la ducha; bajo la lluvia.

Alejó el recuerdo. Lo vio desvanecerse con una bocanada de humo, entre las sombras del estudio. Después pensó en César y movió lentamente la cabeza, al compás de una música melancólica e imaginaria. En aquel momento habría querido recostar la cabeza en su hombro, cerrar los ojos, aspirar el olor suave que conocía desde que era una chiquilla, de tabaco y mirra… César. Revivir junto a él historias en las que siempre es posible saber, de antemano, que hay un final feliz.

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