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Authors: Mercedes Gallego

La trampa (28 page)

BOOK: La trampa
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—Raúl. Se llama Raúl y sí te lo he dicho, lo que pasa es que no te enteras de nada…

—Es verdad, perdona. ¿Está en casa?

—Creo que sí. Lo he dejado durmiendo cuando he salido a las ocho.

—Perfecto. Ahora mismo llamo. Si a él le apetece ¿te apuntas?

—¡Qué remedio…! No voy a dejar tirado a mi huésped.

—No lo dejas tirado, se queda conmigo.

—Ya, pero él ha venido a verme a mí…

Ambas rieron al colgar.

Candela y el inspector Diego Valverde habían urdido un plan. Ella le había puesto al día de las pesquisas llevadas a cabo por Manel. Iban a por el Trepa. Ya no importaba que los funcionarios de Castelldefels estuvieran metidos o no en el negocio de la coca. Y no se trataba de una investigación clandestina llevada por Manel, al que deberían haber apartado del servicio, sino de un caso de asesinato encargado por el jefe de la Brigada a dos de sus investigadores.

Morell y García montaron en cólera cuando el jefe de grupo los retiró del caso, pero Vázquez supo ponerlos en su sitio, aunque amenazaron con ir a ver al jefe superior.

Diego tenía un apartamento en Castelldefels que sólo utilizaban en verano y lo había ofrecido para poder moverse por la zona sin levantar demasiadas sospechas. Para eso necesitaban a Manel, el único que conocía al Trepa.

Lo que no terminaba de convencer a Candela era la presencia de Julia, pero sabía que levantaría sospechas si alguien la veía merodear por allí con el amigo de la abogada sin estar ella, puesto que era amigo suyo y se había desplazado a verla y no de turismo, al menos esa fue la impresión que se empeñaron en ofrecer a través del teléfono. Si como sospechaban eran objeto de una investigación oficial ordenada por alguna instancia del Ministerio del Interior, estarían enterados de todo. Si pudiese hablar con Virginia por si podía decirle a quién había designado para el seguimiento de las escuchas… No quería comprometerla y, por otra parte, dudaba que la funcionaria quisiera poner al descubierto secretos de su Brigada. No obstante, nada perdía con intentarlo.

Tenían previsto marchar de Barcelona por la tarde, le sobraba tiempo para hacer una visita a los padres de Manel para que estuviesen tranquilos. Su hijo les había dicho que estaba en un servicio especial y que no podía comunicarse con ellos, pero después de haberlos conocido, Candela estaba segura de que la madre estaría angustiada.

Así la encontró cuando alrededor de las dos de la tarde apareció en casa de los padres de su compañero Manel. Consiguió tranquilizar a la madre, o eso creyó, porque la señora no comprendía por qué su hijo no podía hacer al menos una trucada, que no costaba res, le había dicho llena de incertidumbre. La inspectora urdió toda una sarta de mentiras sobre la misión secreta que su hijo estaba llevando a cabo y la importancia que tenía para la policía. Su ego de madre quedó compensado y parecía que su desconfianza se hallaba controlada.

Ya sin disimulos sobre el papel que jugaba cada uno, Julia, Manel, Diego y Candela, llegaron al apartamento. Sólo había dos habitaciones: la de matrimonio y otra con dos juegos de literas. Las mujeres ocuparon la de matrimonio dando todos por sentado que no les importaría compartir cama. Ellos, las dos literas de abajo.

Cuando hubieron dejado listo el tema de las compras mínimas, que para ellos se limitaban a café, whisky, algo para los desayunos y varias botellas de vino, salieron todos con intención de cenar. Manel propuso el bar de los padres del Trepa y todos aceptaron.

El padre del Trepa servía las cenas mientras la madre trabajaba en la cocina.

La diferencia de edad entre Diego y los demás era notoria y Candela sugirió aprovechar la situación.

—Tú tienes un hijo ¿no? Pues nada Manel: acabas de cambiar de padre.

—Bueno, pero sólo por estos días, que ya tengo bastante con el mío —rió el inspector.

—Pues empieza a acostumbrarte a llamarme «papá» bien fuerte para que la señora se entere, que no hace más que mirar en cuanto sale a la barra.

Reían y hablaban de cosas intranscendentes, pero todos ellos se mantenían alerta. Habían terminado la cena y departían con una copa en la mano cuando el inspector de Castelldefels hizo su entrada. Diego, aunque vestido con un jersey de cuello vuelto azul marino y unos tejanos, no había conseguido disimular un tufillo policial adquirido durante muchos años, con la mirada inquisidora, propia de los profesionales de la policía. Manel, notó de inmediato que el recién llegado observaba a su compañero y aprovechó para decir su más esplendoroso papá seguido por la petición de otra copa.

El grupo era ciertamente variopinto: Diego, con su inusual atuendo parecía salido de una película de gánsteres, Julia, que solía vestir de una manera formal de corte clásico, tampoco se encontraba cómoda con los pantalones de pana y el jersey deportivo, Candela no necesitó cambiar su atuendo, el suyo era el imitado por los demás. El único de desentonaba era Manel, con su traje impecable recién estrenado, aunque sin corbata. El inspector local se acercó a ellos.

—Buenas noches, señores. Qué, ¿tomando una copita antes de dormir?

Antes de que ninguno pudiera responder, el padre del Trepa se adelantó.

—Aquí, el policía de la comisaría del pueblo, que es amigo de la casa y…

—Vamos hombre, que no hace falta que me presentes a todos los clientes… ¿De fin de semana? —preguntó mirando a Diego.

—Pues sí —respondió éste—. Aquí con el chico, su novia y una amiga pasando unos días. Lástima del mal tiempo…

Candela no recordaba si le había tocado el papel de novia o el de amiga, pero Julia no lo pensó y se acercó a Manel dándole un sonoro beso en la mejilla para dejarlo claro. Él, desconcertado al principio, respondió a la caricia pasando su brazo por los hombros de la abogada.

—Ya —respondió el policía—. ¿De Barcelona?

—Nosotros sí. El chico vive en Salamanca y le hacía ilusión venir porque de pequeño siempre pasábamos aquí el verano.

Manel aflautó su voz antes de responder.

—Es verdad, pero esto ha cambiado mucho.

—Y tú, Raulito. Y tú.

—Papá, por favor. No me llames Raulito, te lo he dicho mil veces.

Diego aprovechó para empezar una discusión familiar con Manel sobre el nombre, la supuesta madre muerta que siempre le llamaba así y que para él siempre tendría cuatro años por mucho que estudiase medicina.

El policía pareció aburrirse de ellos y siguió su camino hacia la barra donde le esperaba su copa. La madre del Trepa estaba detrás, expectante. El inspector se acercó a su oído y le dijo algo que el grupo no pudo oír, aunque la vieron retroceder con cara de preocupación respondiendo al inspector.

—¿Ahora?

Éste, alzó la voz y, sin ningún recato, le espetó.

—Sí coño. Ahora. Venga, date prisa.

La mujer desapareció por una puerta lateral regresando a los pocos minutos. Instantes después, aparecía su hijo.

Cuando Manel vio al Trepa se le erizaron todos los pelos de su cuerpo, aunque consiguió dominar la reacción. El Trepa los miró de soslayo sin detener la mirada. Afortunadamente, el día que Julia y Candela presenciaron la actuación de Manel, él no se hallaba en el bar, por lo que era imposible que pudiera reconocerlas. Se limitó a mirar a Diego con desconfianza, pero el inspector local hizo un gesto con la mano, y susurró algo a su oído que los de la mesa no pudieron oír, que tranquilizó al camello.

El Trepa y el policía abandonaron el local pasados unos minutos. La escasa visibilidad impidió a los investigadores distinguir desde la ventana la dirección que tomaban, aunque lograron ver alejarse un coche patrulla en el que suponían irían sentados el Trepa y los policías de Castelldefels.

—Y el lechuguino que iba con ellos, ¿qué?

—Es hijo del viejo; se ve que estudia medicina en Salamanca. No hay problema, son unos gilipollas.

—Si tú lo dices —respondió el Trepa.

—He traído la mercancía —dijo el inspector—. Medio kilo, como me dijiste. Tienes que entregársela al que la ha encargado —le tendió un papel con una dirección escrita—. Es de Sitges. Quiero la pasta mañana a primera hora.

—Pero no me voy a ir ahora a Sitges.

—Claro que sí. Ahora mismo. Te espera a la una en la Calle del Pecado, en el Riky’s. Y tú vas a estar allí porque te lo digo yo.

—Al menos acércame al bar, que tengo que coger el coche. No voy a ir andando.

—No te vendrá mal un poco de ejercicio, que te mueves poco. Vamos, baja, que tenemos que empezar la ronda. ¡Venga, coño! Baja de una puta vez.

No se hallaban lejos del bar; el Trepa comenzó a caminar con gesto contrariado. Los inspectores abandonaban el local cuando lo vieron entrar en un coche aparcado en la puerta, muy cerca del que ellos llevaban, aflojaron el paso hasta que el camello hubo arrancado e inmediatamente entraron en el Seat 1500 que conducían y fueron tras él a una distancia prudente para no perderlo de vista y que no se diera cuenta.

—Va a Sitges, seguro —dijo Candela.

—Vamos tras él —respondió Diego—, pero todos no. «La parejita» se va al apartamento y tú y yo nos vamos detrás, que Salgado nos lo advirtió. Manel está de baja y punto.

—¿Andando? —protestó Julia.

—Pues sí, andando. Así podéis dar un paseíto por la playa, que es muy romántico —sentenció Candela con sorna.

—¡Pero esto está en la quita hostia! —Julia estaba visiblemente enfadada, pero bajó del coche seguida por Manel.

Conducía Diego. Candela sacó un cigarrillo ofreciéndole otro a su compañero, que aceptó sin pensarlo.

—¿Y si el Trepa nos ve muerde?

—Nada. No es tan extraño que hayamos dejado solos a los novios. No hay que dar explicaciones, Candela. Nosotros a lo nuestro, como si nada. Sin dar señales de que lo conocemos en caso de cruzarnos con él.

La localidad costera de Sitges se hallaba desierta. Como había supuesto la pareja de inspectores, el trepa se dirigía allí. El bullicio del verano quedaba muy lejos. Algún bar estaba abierto, pero en la única calle que se observaba algo de movimiento era en la central, la calle del Primero de Mayo, conocida por la calle del Pecado. Estaba relativamente iluminada respecto a las demás, por lo que intentar camuflarse era inútil. El Riky’s brillaba desde el Paseo Marítimo invitando a entrar; Diego y Candela, no perdían de vista al Trepa que aparcó su coche en el paseo y se adentró en la calle sin mirar a ningún lado, con la seguridad del que se cree invulnerable. Ellos aparcaron a menos de veinte metros y, aprovechando los escasos coches aparcados, consiguieron situarse de forma que divisaban la calle sin necesidad de ir tras el Trepa.

—Joder, qué frío hace —se quejó Candela.

—¿Frío? Yo me estoy asando con esta manta de jersey que me he colocado.

—Ya, y con la grasa que te sobra… —rió Candela soplándose las manos.

—Y tú no te pases, que yo no tengo grasa. Es músculo puro, ya lo verás si hace falta.

—Sí, claro. Como dicen en mi tierra: «hostia que das… familia de luto»

Las carcajadas de Diego resonaron en el silencio.

—De verdad, Candela. Eres la hostia. Con esa cara de mala leche que tienes y la pinta de guiri, oírte decir esas cosas…

—Así que tengo cara de mala leche… Vaya. ¿Vas a empezar tú también?

—Pues no haberme llamado gordo, ¡no te jode!

—Debe ir al Riky’s, no creo que haya otro bar abierto.

—¿Qué hacemos? ¿Entramos? —preguntó Candela.

—¿Para que nos muerda? Mejor esperamos aquí a ver qué pasa.

El Trepa entró en el Riky’s, del que salió poco después acompañado por un hombre de unos cincuenta años, con el pelo cano y vestido de una forma poco usual para su edad: un pantalón ajustado verde oscuro, un jersey blanco y una trenca de cuadros con la capucha cubriéndole parte de la cabeza. Ambos caminaron hacia el coche del Trepa, que miraba de un lado a otro con insistencia.

Una vez dentro del vehículo permanecieron en él escasos minutos. El extraño individuo bajó, y antes de marcharse se acercó a la ventanilla del conductor, que ocupaba el Trepa. No podían oír lo que hablaban, pero dedujeron que le invitaba a bajar y que el Trepa debió negarse porque cuando se fue el extraño, puso el coche en marcha y se alejó con rapidez sin dejar de mirar de un lado a otro.

—Vamos al Riky’s, rápido —era Candela la que hablaba.

—Sí. Vamos a ver qué le han dado al maricón de la trenca.

Candela torció el gesto ante el calificativo del inspector hacia el individuo que había contactado con el Trepa, aunque no dijo nada, consciente de que para Diego podía significar una forma de hablar más que un desprecio por el amaneramiento del desconocido. Si el inspector recibía críticas de sus compañeros, era precisamente por su defensa de los «maricas y las putas», como decían en el grupo. Probablemente si no hubiera sido por el aspecto de energúmeno que tenía Diego, alguien le habría «obsequiado» con algún comentario cínico.

El frío calaba los huesos cuando entraron en el Riky’s. El individuo con el que se había entrevistado el Trepa charlaba muy animado con otros hombres algo más jóvenes que él. Una mirada estratégica a uno de ellos bastó para que ambos se levantasen en dirección al lavabo. Diego susurró al oído de Candela:

—Tengo un buen amigo aquí; estuvimos juntos muchos años en Atarazanas. Voy a llamarlo a ver si pilla al «abuelo» con la mercancía. Estoy seguro de que el Trepa ha venido a hacer una entrega. Lo que me jode es que el de Castelldefels está pringado. ¡Qué asco de gente, joder!

—A lo mejor cuando quiera llegar tu amigo el abuelo, como tú dices, ya se ha ido.

—Pierde cuidado, que ya me encargo yo de que se quede.

Sin pensarlo se dirigió al camarero y le preguntó por el teléfono. El aludido, indicó una pequeña cabina situada en el pasillo de acceso a los lavabos.

Mientras Diego hacía la gestión para avisar a su compañero de la comisaría local, Candela observaba el bar. No iba en invierno, aunque más de una vez lo había frecuentado con Julia, cuando huían de los buscones de turno. Al ser un bar de homosexuales, nadie se metía con ellas porque a ninguno le interesaba el cuerpo de una mujer. En todo caso, las miraban con curiosidad.

La barra era larga y estaba situada a la izquierda de la entrada. El frontal era una enorme ventana que daba a la fachada principal, junto a la puerta de entrada; en verano, cuando funcionaba la terraza, la tarima que abarcaba toda la extensión del local, se hallaba llena de mesas, de tal forma que desde la ventana se servían las copas. El hombre con el que el Trepa había contactado salió junto al joven que había entrado con él en el servicio; Diego todavía se hallaba hablando por teléfono. Ellos volvieron a ocupar su sitio alrededor de una de las mesas situadas enfrente de la barra. No parecían tener prisa, porque uno de los jóvenes se acercó a la barra, pidió nuevas copas y esperó de pie mientras las preparaba, y Miró a Candela con una espléndida sonrisa, que ella correspondió. Diego se cruzó con el joven cuando regresaba a la mesa con cuatro vasos en equilibrio llenos de líquido color ámbar en los que tintineaba el ruido del hielo.

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