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Authors: Mercedes Gallego

La trampa (6 page)

BOOK: La trampa
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Mientras recorrían las calles, volvieron a constatar que la mujer parecía no tener ninguna conexión. Parecía como si su muerte correspondiera a un hecho aislado, porque al menos, los hombres fallecidos, según las declaraciones de algunos amigos, frecuentaban el mismo bar y la partida; poco, pero algo tenían en común.

Decidieron ocupar una mesa sin darse a conocer para observar el movimiento protegidos por el anonimato. Manel, con el pelo enredado entre la barba, al más puro estilo Karl Marx, vestía su habitual chaquetón marinero; Candela, con pantalones de pana, abrigo corto de paño color granate oscuro, y ambos, calzando botas deportivas de piel vuelta con gruesa suela de goma, parecían una pareja de hippies; nadie los hubiera tomado por policías. Pidieron café y mientras lo tomaban pasearon la vista por el local.

Era un espacio de unos cuarenta metros cuadrados. Las mesas se hallaban dispuestas en dos hileras de tres, tan juntas, que el espacio entre una y otra no permitía ni siquiera el paso de una persona y las espaldas de las sillas se tocaban entre sí. La barra estaba rodeada de taburetes, dos ocupados por una pareja que charlaba y fumaba ajenos a todo.

—Creo que deberíamos dar una vuelta por aquí alguna noche, a ver a los que juegan su partida —apuntó Candela.

—Lo malo es que algunos nos conocen porque hemos ido a hablar con ellos.

—A ti sí, pero yo sólo he hablado con la viuda y no creo que la mujer se dedique a ir a los bares por la noche.

—No pretenderás venir tú sola.

—¿Por qué no?

—Porque esta zona está en pleno Barrio Chino.

—¿No me irás a decir que pueden confundirme con una puta?

—Joder, Candela. No es eso, pero no es sitio para una mujer.

—Mira Manel, quítate ya de una vez los prejuicios sobre dónde podemos o no podemos ir las mujeres. Yo soy policía, ¿comprendes? No vengo aquí como una buscona sino a investigar. Si llega el caso, le suelto dos hostias al que se pase y no le van a quedar ganas de acercarse a una tía en lo que le reste de vida.

—De eso no me cabe la menor duda, pero no habrá inconveniente en que yo merodee por ahí fuera mientras tú husmeas dentro del bar.

—Haz lo que quieras, pero ponte una bufanda porque hace un frío del carajo y de paso te cubres la barba para que los del distrito no te pidan documentación.

Manel hizo un gesto ambiguo con la mano antes de hablar.

—Venga, tómate el café que nos vamos. Si piensas volver luego será mejor que el fulano no te vea demasiado.

—A estas alturas es un poco tarde, con la pinta de guiri que tengo no paso desapercibida. Claro que puedo aprovecharlo y decirle al tío que busco casa por aquí porque está cerca de la biblioteca.

Manel la miró incrédulo pero se cuidó de hacer ningún comentario. Afortunadamente la bronca se había esfumado y no quería provocar un nuevo brote.

Se alejaron hacia la jefatura para dejar las pruebas incautadas al prestamista y elaborar el informe con las pesquisas del día. Antes, entraron en el Gabinete de Identificación para solicitar unas fotos que ya tenían, pero esta vez de forma oficial. Bastaba con guardar las pruebas obtenidas hasta el momento en que el Gabinete les entregase las fotos.

Por suerte para ellos, el funcionario que estaba de guardia pensaba revelar un carrete esa misma noche, por lo que les aseguró que a primera hora de la mañana estarían terminadas, al fin y al cabo, sólo eran dos. El dibujo hecho en la libreta de Candela, fue fotografiado por el policía de guardia, oficializando también la prueba de los gemelos. Cuando abandonaron la jefatura, Candela lanzó una nueva indirecta sobre el tema.

—Bueno, ¿estás tranquilo? Ya tenemos en marcha la «legalidad».

—Estaría más tranquilo si tuvieses una vida que disfrutar en vez de haber convertido la policía en tu único objetivo. Eres igual que el comisario, joder. No tenéis nada al margen de la profesión.

—No empieces, Manel.

—Pero si es verdad, Candela. ¿No puedes dejar lo del bar para mañana? Podemos decirle a Vázquez que nos asigne un compañero para que vayas con él y no meterte tú sola allí. Llamarás menos la atención acompañada y ten por seguro, de que si hay algo que rascar, será más fácil cuanto más desapercibida pases.

—Mira, eso no lo había pensado. No me parece mala idea. Lo hablamos mañana con Vázquez, a ver a quién me pone. Desde luego con Morell o García no voy, eso que quede claro.

Manel no quiso seguir por una vía que conducía indefectiblemente a una discusión. Cambió de tema.

—¿Cuándo vas a ir al bar a ver nuestra actuación? Tocamos casi todos los fines de semana.

—Tienes razón; no tiene perdón que todavía no haya ido a verte. Te prometo que uno de estos días me dejo caer por allí con Julia.

—Siempre me dices lo mismo y nunca vas. ¿Qué pasa? ¿Es que no te gusta el jazz?

—No es mi música favorita, pero sí. Ya lo creo que me gusta, y a Julia le encanta. Es una entusiasta y asidua a la Cova del Drac.

—No somos negros ni tenemos la categoría de los conjuntos que actúan en la Cova, pero nos defendemos muy bien. Este fin de semana incorporamos una solista. Llevamos más de un mes ensayando con ella, mañana debuta.

Los interrogatorios continuaron durante la mañana del viernes; confeccionaron el informe incluyendo las pruebas que habían obtenido del prestamista. Alrededor de las seis abandonaron la Brigada.

Candela no acudió aquella noche a ver a Manel, la tensión había pasado pero la decepción por la discusión todavía le causaba malestar. Deseaba estar sola. No se acostumbraba a tener que dar explicaciones de cada uno de sus actos; tampoco veía un problema en el hecho de haber tomado una iniciativa tan inocente como era la de positivar en su casa un negativo que a fin de cuentas, todavía no era ninguna prueba, sino un paso para obtenerla. En cuanto a que Manel le hubiera dicho que estaba preocupado, no lo creía. ¿Qué podía haberle pasado en una gestión tan irrelevante como visitar a la viuda de una víctima? No. Su explicación había sido pueril y sólo demostraba su impaciencia por las dos horas de espera, pero esto no era motivo para la escena que le había montado. ¿Manel también? A lo mejor ella algún día hacía lo mismo con algún compañero recién ingresado. No quería ni pensarlo, pero ¿por qué ella no? Todos en la policía funcionaban así, en el momento que podían se instalaban en el papel de jefe.

Contrariada, se acostó temprano acurrucada a su gato.

Aquella mañana llegaron a la jefatura algo más tarde de lo habitual. Era sábado y en teoría, no tenían por qué estar allí. Al fin y al cabo, llevaban un caso que se había producido hacía unos meses y no era la urgencia la que guiaba la investigación. A pesar de ello, habían acordado acudir para poder visitar a las amigas de Cayetana Romero, la segunda víctima. Todas ellas se dedicaban a realizar labores domésticas de limpieza en distintas casas. El sábado era el único día que podían encontrarlas sin tener que hacerlo en horas intempestivas.

La primera que decidieron entrevistar vivía en la calle de las Tapias. El portal, como venía siendo habitual en la zona, era estrecho, viejo y sin ascensor. Subieron uno detrás del otro la empinada escalera hasta el tercer piso. Abrió la puerta una mujer de unos cincuenta años; los invitó a pasar ofreciéndoles café, que ellos rechazaron, aunque no la silla alrededor de la mesa donde ella también tomó asiento. Todos encendieron un cigarrillo. La mujer empezó a hablar.

—Así que por fin alguien investiga lo que le pasó a Cayetana. Ya pensaba yo que por tratarse de una fregona esto quedaría así, metido en un cajón para el olvido. ¿Qué desean ustedes saber?

—Hemos hablado con el marido de su amiga, pero él no ha sabido decirnos dónde estaban las casas para las que trabajaba su difunta esposa.

—¡Ése qué va a saber! Lo único que ha hecho toda su vida ha sido beber vino y vivir de la pobre Cayetana, que no daba abasto para poder pagar el alquiler, la comida y los vicios del vago que tenía en casa.

—Tenemos entendido que es albañil.

—Un chapuzas, eso es lo que es. No le duraba el trabajo ni una semana, porque en cuanto no lo veía el encargado se echaba una siesta para dormir la mona. Algunas veces hacía arreglos por su cuenta, pero el dinero nunca llegaba a casa.

Candela notó la animadversión que la mujer mostraba por el marido de su amiga y pensó que no valía la pena seguir por esos derroteros. Intentó centrar las preguntas para salir de allí lo antes posible, segura de que no ganarían nada.

—Pues si usted nos dice las direcciones de las casas a las que iba, no la molestamos más. Necesitamos hablar con todos los que rodearon a Cayetana.

—Pero no digan ustedes que se lo he dicho yo. A los señores no les va a hacer mucha gracia que la policía ande metiendo las narices en sus vidas.

Con ciertas reticencias la mujer facilitó cuatro direcciones. Una de ellas, en el barrio y las otras dos, algo más alejadas de la zona.

Repitieron la misma rutina con las otras dos. Además de los domicilios facilitados, pudieron añadir otros, si bien decidieron dejarlo para el lunes.

Después de elaborar el informe, reflejando los interrogatorios, anotaron las nuevas direcciones que debían investigar pertenecientes a las casas en las que trabajaba Cayetana. Alrededor de las dos y media, se despidieron. Manel daba muestras de cansancio, las ojeras se marcaban oscuras y profundas unidas a los esporádicos bostezos.

Llegó el lunes; la jornada se presentaba tediosa y aburrida. La lista de nombres para investigar posibles implicaciones crecía por momentos. Unos y otros ofrecían nuevos datos, nuevas direcciones y nuevos detalles que era necesario descartar, pero con la certeza de que eran sólo eso: interrogatorios para no dejar cabos sueltos.

El miércoles a la hora de comer, una semana después de hacerse cargo de la investigación, las entrevistas a las personas que integraban las listas se habían terminado, excepto un par en las que no habían encontrado a nadie en su casa. Acordaron reunirse alrededor de las ocho de la noche para cenar y acudir al bar donde solían ir dos de las víctimas para jugar la partida, que finalmente Candela no había visitado.

Cuando terminaron de elaborar el informe de los interrogatorios realizados, constatando los horarios conseguidos hasta el momento sobre las casas en las que Cayetana había trabajado, se dieron cuenta del vacío existente.

—Nos falta cubrir los horarios de las tardes. Según el marido, dos días a la semana su mujer llegaba pasadas las siete.

—Es de suponer que no estarán muy lejos, lo malo es que nadie nos ha sabido decir donde trabajaba esos dos días por la tarde.

—Tenemos que averiguarlo. El hecho de que nadie sepa donde era despierta mis suspicacias —dijo pensativa Canela.

—Yo no le daría importancia; al fin y al cabo en ninguno de los pisos investigados hemos encontrado nada que nos aporte algún indicio que pudiera estar relacionado con su muerte.

—Precisamente por eso, Manel. No me quedaré tranquila hasta que complete la jornada de Cayetana.

Concluyeron el informe, se lo entregaron a Vázquez, y abandonando la sala de inspectores.

Como solía hacer, Manel se marchó a comer a casa de sus padres. Candela, acostumbrada a continuar trabajando no sabía adónde ir. Eran casi las tres; a esa hora Julia, si no estaba comiendo, lo habría hecho ya.

Deambulaba solitaria por la calle Condal y sin habérselo propuesto, atravesó la avenida Puerta del Ángel y siguió caminando por la calle Santa Ana; sin haberlo planeado se encontró en el Maracaibo. El bar y su dueño Abilio, le abrieron los brazos.

—Candela, qué sorpresa. ¿Vienes a comer?

—Algo picaré, sí. Aunque no tengo mucha hambre. ¿Tienes el periódico de hoy?

El bar estaba casi vacío, sólo dos de sus ocho mesas se hallaban ocupadas. Los asiduos a los que conocía solían acudir por las noches. Abilio le ofreció la prensa y un vaso de vino y Candela ocupó una mesa cercana a la barra.

A los diez minutos el dueño del bar apareció con un plato de loza rebosante de caldo gallego, su especialidad y el preferido de Candela. Ella tenía abierto el periódico por la sección de anuncios y los leía con atención.

—¿Buscas piso, o novio? —preguntó Abilio con sorna.

—Muy gracioso… Nada, sólo estoy mirando por curiosidad. Desde luego la gente tiene mucha moral, hay anuncios de putas, de videntes y de toda clase de cosas raras. Aquí hay dos que anuncian dúplex, y me temo que no se trata de un piso —señaló un pequeño recuadro con el nombre de dos mujeres que decían tener veintitrés años y eran muy «ardientes».

—Bueno —respondió Abilio—. Esas al fin y al cabo venden lo que tienen, pero esos de la bola de cristal, —señaló otro anuncio inserto algo más arriba—, sacan la pasta a todo el mundo con su palabrería y malas artes. Son una plaga, proliferan como setas.

—¿Cobran mucho?

—En Galicia depende; la mayoría pide la voluntad, pero algunos dicen que te van a hacer un «trabajo» y entonces sangran al que se deja. Supongo que en Barcelona será igual. ¿Por qué lo dices?, ¿es que piensas ir a un vidente?

—No, qué va. Los he visto en los anuncios y me ha picado la curiosidad, nada más.

—¿Y qué hacías mirando anuncios?

—Me gusta mirarlos. Una tontería, ya ves.

Comió sin prisa ensimismada en el periódico; se despidió de Abilio y se adentró en las callejuelas que rodean a la Catedral yendo a parar a la Plaza del Pino «Plaça del Pi, como diría Manel», pensó mientras reflexionaba sobre la nomenclatura de las calles y los nuevos tiempos que empezaban a rodar en Cataluña con la inminente aprobación del Estatuto de Autonomía. Le costaba comprender por qué se habían prohibido la lengua y las costumbres, algo, que a su modo de ver, no hacía daño a nadie. También pensó que a partir de ahora debería adecuar su lenguaje, porque el hecho de seguir nombrando en castellano a las calles, los pueblos, comidas y un sin fin de cosas, parecería, a oídos ajenos, como una adscripción política y nada más lejos de su intención. «Qué difícil va a ser la ‘normalización’, como dicen los políticos».

A la hora convenida estaba en la sala de inspectores esperando a Manel, que no tardó en llegar.

—Entonces, ¿qué? ¿Cenamos en el bar?

—Es pronto para cenar; yo no tengo hambre.

—Vamos dando una vuelta por la zona; no estaría de más recorrer el lugar donde fueron halladas las víctimas: el mismo, a pesar de que la mujer vivía algo apartada respecto a los hombres asesinados.

BOOK: La trampa
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