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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

La tumba de Huma (14 page)

BOOK: La tumba de Huma
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—¿ Qué se os ofrece, Señor? —preguntó el Rojo ceñudo—. ¿Y con qué derecho nos detenéis, vos que no tenéis nada que hacer en esta parte de Krynn?

—El destino de la humanidad me incumbe, ya sea en esta parte de Krynn o en otra —respondió el Señor del Dragón—. Y el poder que me otorga mi destreza con la espada me da todo el derecho a deteneros, valiente dragón rojo. Respecto a qué se me ofrece, quiero que capturéis a esos desgraciados humanos, no que los matéis. Se les busca para interrogarles. Traédmelos a mí. Seréis recompensado.

—¡Mirad! —gritó un joven dragón hembra rojo—. ¡Grifos!

El Señor del Dragón lanzó una exclamación de sorpresa y disgusto. Los dragones bajaron la mirada y divisaron tres grifos entre las nubes de humo. A pesar de ser la mitad de grandes que los dragones rojos, los grifos eran conocidos por su ferocidad. Las tropas de draconianos se dispersaron como cenizas al viento ante las criaturas, quienes, con sus afiladas garras y sus magníficos picos, desgarraban las cabezas de aquellos desafortunados hombres-reptil que se cruzaban en su camino.

El joven macho rojo gruñó de furia y se dispuso a descender con su escuadrilla, pero el Señor del Dragón se interpuso en su camino, obligándole a detenerse.

—¡Os digo que no debéis matarles!

—¡Pero están escapando!

—Déjalos —dijo fríamente el Señor del Dragón—. No irán lejos. Te relevo de tu responsabilidad en este asunto. Regresa con tu escuadrilla. Y si ese idiota de Toede mencionara algo, dile que el secreto de cómo perdió la Vara de Cristal Azul no murió con Verminaard. El recuerdo de Fewmaster Toede sigue vivo en mi mente ¡Y será dado a conocer si osa desafiarme!

El Señor del Dragón saludó e hizo girar al inmenso dragón que montaba para volar rápidamente tras los grifos, cuya tremenda velocidad les había permitido avanzar con sus jinetes más allá de las murallas de la ciudad. Los dragones rojos contemplaron desaparecer a los azules en los cielos nocturnos.

—¿No crees que también nosotros deberíamos perseguirlos? —preguntó la joven dragón hembra.

—No —respondió pensativamente el macho, siguiendo con la mirada la figura del Gran Señor que empequeñecía en la distancia —. ¡No pienso cruzarme en su camino!

—Tu agradecimiento no es necesario, ni siquiera deseado. —Alhana Starbreeze interrumpió las vacilantes y fatigadas palabras de Tanis.

Los compañeros cabalgaban bajo la fustigante lluvia sobre el lomo de los tres grifos, agarrándose a sus plumosos cuellos, mirando aprensivamente abajo, hacia la agonizante ciudad que quedaba cada vez más lejos.

—Y puede que no desees formularlo cuando oigas lo que tengo que decirte —declaró fríamente Alhana, volviendo la cabeza hacia Tanis, quien cabalgaba tras ella—. Os rescaté para mis propios fines. Necesito guerreros que me ayuden a encontrar a mi padre. Volamos hacia Silvanesti.

—¡Pero eso es imposible! ¡Debemos encontrar a nuestros amigos! Volemos hacia las colinas. No
podemos
ir a Silvanesti, Alhana. ¡Hay demasiado en juego! La única oportunidad que tenemos de destruir a esos repugnantes monstruos y de finalizar la guerra es encontrar los Orbes de los Dragones. Entonces podremos ir a Silvanesti...

—Vamos a ir a Silvanesti
ahora.
Tu opinión no pesa en absoluto, semielfo. Mis grifos obedecen mis órdenes y sólo las mías. Si se lo mandara, podrían destrozarte, como hicieron con esos draconianos.

—Algún día los elfos despertarán y se darán cuenta de que son miembros de una vasta familia —dijo Tanis con la voz temblorosa por la ira—. No pueden ser tratados por más tiempo como un niño mimado al que se le da todo mientras los demás esperamos las migajas.

—Los dones que recibimos de los dioses nos los hemos ganado. Vosotros, humanos y
semihumanos
—el tono de sus palabras era más hiriente que el acero— recibisteis esos mismos dones pero con vuestra ambición los echasteis a perder. Nosotros somos capaces de luchar por nuestra supervivencia sin vuestra ayuda.

—¡Ahora, en cambio, pareces bastante deseosa de aceptar nuestro auxilio!

—Por lo cual seréis bien recompensados.

—No hay suficiente acero ni joyas en Silvanesti para pagarnos...

—Buscáis los Orbes de los Dragones —le interrumpió Alhana—. Sé donde está uno de ellos. En Silvanesti.

Tanis parpadeó. Durante un instante no supo qué decir, pues la mención de los Orbe de los Dragones le había hecho pensar en su amigo.

—¿Dónde está Sturm? —le preguntó a Alhana—. La última vez que le vi estaba contigo.

—No lo sé. Nos separamos. El iba a la posada, a buscaros. Yo llamé a mis grifos.

—Si necesitabas guerreros, ¿por qué no le permitiste acompañarte a Silvanesti?

—Ese no es asunto tuyo.

Tanis no respondió, demasiado agotado para pensar con claridad. Entonces escuchó que alguien le gritaba unas palabras que apenas podía oír debido al estruendoso batir de las poderosas alas de los grifos.

Se trataba de Caramon. El guerrero gritaba y señalaba tras él.

«¿Qué ocurrirá ahora?», pensó fatigosamente Tanis.

Habían dejado atrás el humo y las tormentosas nubes que cubrían Tarsis, y volaban en el nítido cielo nocturno. Sobre ellos relucían las estrellas, cuyos centelleantes rayos resplandecían como diamantes, lo que hacía resaltar todavía más los negros agujeros dejados por las dos constelaciones desaparecidas. Lunitari y Solinari se habían puesto, pero Tanis no necesitaba su luz para reconocer las oscuras sombras que impedían ver las fúlgidas estrellas.

—Dragones —le comunicó a Alhana—. Nos están siguiendo.

Tanis nunca pudo recordar claramente aquella terrorífica huida de Tarsis. Soplaba un viento tan frío y cortante que la idea de morir abrasado por el flamígero aliento de los dragones, resultaba casi atractiva. Fueron horas de pánico en las que, al volver la vista atrás veían ganar terreno a aquellas oscuras formas. Era una obsesión. No podían dejar de mirarlas a pesar de que el intenso viento les hacía llorar y sus lágrimas se helaban en el acto al resbalar por sus mejillas. Se detuvieron de madrugada, destrozados de temor y de fatiga, para refugiarse a descansar en la gruta de un pedregoso acantilado. Cuando despertaron al amanecer, volvieron a surcar los aires de nuevo, descubrieron que las oscuras y aladas siluetas todavía los seguían.

Pocas criaturas vivientes pueden adelantar en el vuelo al grifo de alas de águila. Pero los dragones —los dragones azules, los primeros que habían visto nunca—, se mantuvieron siempre en el horizonte, siempre tras ellos, evitando que pudieran reposar durante el día, obligándolos a ocultarse durante la noche para que los agotados grifos pudiesen descansar. Había poca comida, sólo el quith-pah —un tipo de frutos secos, rico en hierro, que mantiene la resistencia física pero que mitiga poco el hambre. Alhana lo compartió con ellos. Pero hasta el mismísimo Caramon estaba demasiado agotado y desanimado para comer.

Lo único que Tanis recordaba vivamente había ocurrido durante la segunda noche del viaje. El pequeño grupo se hallaba acurrucado alrededor del fuego en una húmeda y lóbrega gruta, y Tanis les estaba relatando el descubrimiento del kender en la biblioteca de Tarsis. Al mencionar los Orbes de los Dragones, los ojos de Raistlin centellearon y su huesudo rostro se iluminó intensamente.

—¿Orbes de Dragones? —repitió en voz baja.

—Pensé que quizás sabrías algo sobre ellos —dijo Tanis —. ¿Qué son?

Raistlin no respondió inmediatamente. Envuelto en su propia capa y en la de su hermano, se hallaba a muy poca distancia del fuego y, sin embargo, temblaba de frío. Los dorados ojos del mago contemplaron a Alhana, quien se hallaba sentada a cierta distancia del grupo, dignándose compartir la cueva, pero no la conversación. No obstante, ahora parecía haber ladeado la cabeza para atender a lo que se decía.

—Dijiste que uno de los Orbes de los Dragones estaba en Silvanesti —susurró el mago mirando a Tanis —. Seguramente no es a mí a quien corresponde preguntar.

—Sé poco sobre él—dijo Alhana, volviendo su pálido rostro hacia el fuego—. Lo conservamos como una reliquia de tiempos pasados, como algo curioso. ¿A quién se le hubiera ocurrido pensar que los humanos provocarían el regreso de los dragones a Krynn?

Antes de que Raistlin pudiera responder, Riverwind habló con furia.

—¡No tienes ninguna prueba de que hayan sido los humanos!

Alhana lanzó al bárbaro una mirada imperativa. Ni siquiera se dignó contestarle, considerando que discutir con un bárbaro significaba rebajarse.

Tanis suspiró. A Riverwind le resultaba difícil confiar en los elfos. Le había costado tiempo fiarse de Tanis, y mucho más aún confiar en Gilthanas y Laurana. Ahora, cuando Riverwind parecía comenzar a superar esos heredados prejuicios, Alhana, con los mismos criterios, le infligía nuevas heridas.

—Bien, Raistlin —dijo Tanis serenamente—, cuéntanos lo que

sepas sobre los Orbes de los Dragones.

—Trae mi bebida, Caramon —ordenó el mago. El guerrero le trajo una taza de agua caliente en la que Raistlin echó unas hierbas. Un olor acre y extraño llenó la cueva. Tras probar la pócima, el mago siguió hablando—. Durante la Era de los Sueños, cuando los de mi Orden eran respetados y reverenciados en todo Krynn, había cinco Torres de la Alta Hechicería.

Al mago le falló la voz, como si a su mente acudiesen recuerdos penosos. Su hermano estaba sentado con la mirada fija en el suelo y el semblante severo. Tanis, viendo una sombra cernirse sobre los gemelos, se preguntó, una vez más, qué habría ocurrido en las torres de la Alta Hechicería para cambiar drásticamente sus vidas. Sabía que era inútil preguntar. A ambos se les había prohibido hablar de ello.

Antes de seguir adelante, Raistlin hizo una pausa y respiró hondamente.

—Cuando sobrevino la Segunda Guerra de los Dragones, los superiores de mi orden se reunieron en la mayor de las torres —la torre de Palanthas—, y crearon los Orbes de los Dragones.

Súbitamente los ojos de Raistlin se desorbitaron, su voz susurrante cesó durante un momento y cuando volvió a hablar, fue como si contara algo que su mente estuviese reviviendo. Su voz no era la misma, sonaba más fuerte, más profunda, más clara. Ya no tosía. Caramon lo miró asombrado.

«Los primeros en entrar en la sala de lo alto de la torre fueron los de la orden de la Túnica Blanca, cuando la luna plateada, Solinari, comenzó a elevarse en el cielo. Luego, cuando ascendió Lunitari, sangrante, llegaron los de la Túnica Roja. Finalmente la negra esfera, Nutari, una mancha oscura entre las estrellas, pudo ser vista por
aquellos
que la buscaron, y los de la Túnica Negra entraron en la habitación.»

«Fue un momento histórico excepcional, en el que la enemistad existente entre las diferentes órdenes fue suprimida. Sólo volvería a repetirse algo semejante una vez más, cuando los magos volvieron a reunirse con ocasión de las Batallas Perdidas, aunque eso no podía preverse entonces. Lo único que sabían era que debían acabar con el mal existente, pues comprendían que uno de los objetivos de aquella fuerza maligna era destruir toda la magia del mundo a parte de la suya propia. Varios de los Túnicas Negras estuvieron a punto de aliarse con ese inmenso poder—Tanis vio que los ojos de Raistlin centelleaban—, pero pronto se dieron cuenta de que no serían maestros, sino esclavos. Y así, una noche en que las tres lunas estaban llenas, nacieron los Orbes de los Dragones.»

—¿Tres lunas? —preguntó Tanis extrañado, pero Raistlin no lo oyó y continuó hablando con aquella voz que no era la suya.

«Aquella noche reinó una magia grande y poderosa, tan poderosa que muchos de los hechiceros acabaron desplomándose inconscientes al haber agotado su resistencia física y mental. Pero a la mañana siguiente había cinco Orbes de Dragones, cada uno de ellos sobre un pedestal, reluciendo ante la luz y oscureciendo con las sombras. Sólo dejaron uno en Palanthas, los otros cuatro fueron transportados con gran peligro al resto de las torres. Desde allí ayudarían a liberar al mundo de la Reina de la Oscuridad.»

La mirada febril de Raistlin desapareció, sus hombros cayeron con fatiga, su voz se hundió, y comenzó a toser intensamente. Los demás lo observaban asombrados.

Un momento después Tanis se aclaró la garganta.

—¿Qué es eso de tres lunas?

Raistlin alzó la mirada con esfuerzo.

—¿Tres lunas? —susurró —. No sé nada de tres lunas. ¿Qué estábamos discutiendo?

—Los Orbes de los Dragones. Nos contaste cómo habían sido creados. ¿Cómo es que tú...? —Tanis calló al ver que Raistlin se tendía en su jergón de hojas.

—No os he contado nada —dijo Raistlin irritado—. ¿De qué estás hablando?

Tanis miró a los demás. Riverwind sacudió la cabeza. Caramon se mordió el labio y retiró la mirada con una mueca de preocupación.

—Hablábamos de los Orbes de los Dragones —indicó Goldmoon—. Ibas a contamos lo que sabes sobre ellos.

—No sé mucho. Los Orbes fueron creados por los grandes magos. Sólo podían ser utilizados por los miembros más poderosos de la orden. Se decía que a aquellos cuya magia no fuera muy poderosa y quisieran manejarlos, les acontecería una gran catástrofe. A parte de esto, no sé nada más. Todo lo que se conocía sobre ellos dejó de saberse tras las Batallas Perdidas. Se dijo que dos fueron destruidos en la caída de las Torres de la Alta Hechicería, destrozados antes de que cayeran en manos del populacho. El conocimiento sobre los tres restantes murió con los antiguos hechiceros. —Raistlin dejó de hablar y tendiéndose de nuevo sobre el jergón, se quedó dormido.

—Las Batallas Perdidas... tres lunas, Raistlin hablando con una voz extraña. Nada de esto tiene sentido —murmuró Tanis.

—¡Y yo no me creo nada!—exclamó Riverwind con frialdad. Sacudiendo la manta de pieles, se dispuso a tenderse para dormir.

Cuando Tanis se disponía a seguir su ejemplo, vio a Alhana deslizarse entre las sombras de la gruta en dirección a Raistlin. La Princesa elfa contempló al mago dormido y se retorció las manos, nerviosa.

—¡Aquéllos cuya magia no fuera muy poderosa! —susurró temblorosa—. ¡Mi padre!

Tanis la miró, comprendiendo súbitamente.

—No pensarás que tu padre intentará manejar el Orbe.

—Me temo que sí. Dijo que él solo conseguiría luchar contra el mal y alejarlo de nuestras tierras. Seguro que se refería... —rápidamente se arrodilló junto a Raistlin y ordeno con ojos centelleantes: —¡Despertadlo! ¡Debo saberlo! ¡Despertadlo y hacerle decir de qué catástrofe se trata!

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