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Authors: Dulce Chacón

La voz dormida (19 page)

BOOK: La voz dormida
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—¡Una niña!

—¿Está sanita?

—Sanita, y tan guapa como la madre.

—Deje que vea si viene completita, doctor.

El médico entregó a la niña a los brazos abiertos de la madre.

Y Hortensia le contó uno a uno los dedos de las manos.

—Cinco deditos en cada mano.

—Y otros tantos en cada pie, Hortensia. Está enterita. ¿Cómo le vas a poner?

—Tensi. Se llamará Tensi.

—¿Tensi?

—Hortensia, pero un día conocerá a su padre y él la llamará Tensi, como me dice a mí.

El médico se retiró a lavarse las manos pensando en su esposa, en lo feliz que estaría con un hijo en los brazos, el niño que ambos deseaban y que nunca llegó. Era tiempo ya para la reconciliación. Ya era tiempo. Él no había querido decirle que volvía a ser médico. No había querido, porque las razones que le llevaron a regresar al ejercicio de la medicina nada tenían que ver con ella y no eran motivo de orgullo para él. Y no había querido, porque aún no sabía si había tomado la decisión correcta. Pero hoy ha traído un niño al mundo, y desea compartir con doña Amparo su satisfacción.

—Doctor, ¿puedo pedirle un favor?

Era Sole, que se acercó a él extendiéndole una toalla.

—Dígame, si está en mi mano...

La comadrona le contó la situación de Hortensia, los temores ante la inminencia de su ejecución:

—Van a fusilar a Hortensia.

—¿Cómo dice?

—Estaban esperando a que naciera la niña.

Don Fernando enjuga la humedad de sus dedos, uno a uno, como si quisiera limpiarse el horror.

—Pero ¿qué me está diciendo?

—Que ya ha nacido la niña. Así que van a fusilar a la madre. Y a la niña la llevarán a la inclusa, o se la darán a cualquiera.

—¿Y qué puedo hacer yo? Yo no puedo hacer nada.

—Pídale a la guardia civila que avisen a su hermana. Si usted se lo pide, lo hará. Hoy es día de visita, estará en la puerta. Usted sólo tiene que decirle que le mande recado de que la niña ha nacido ya, y que venga a por ella.

Las manos del doctor Ortega ya están secas. Sole insiste en su ruego mientras le retira la toalla:

—Es usted una persona buena, doctor, lo lleva escrito en la cara, ¿hará usted esa bondad?

Sole ha dejado la toalla sobre el lavabo y tira de la manga del médico. Le mira a los ojos como quien se asoma a un pozo para ver si hay agua. ¿Hará usted esa bondad? Vuelve a preguntar. Y luego le pide perdón, al advertir que le está tirando de la manga.

—No se preocupe, Sole, lo haré.

Lo hará. Le dirá a Mercedes que busque a la hermana de Hortensia en la puerta, sin saber que la hermana de Hortensia se llama Pepita. Sin saber que la hermana de la mujer que acaba de ser madre es la joven de ojos azulísimos que determinó su regreso al ejercicio de la medicina. Él sabía que una hermana de Pepita estaba en Ventas. Lo sabía. Pero lo había olvidado. Se lo dijo doña Celia cuando le pidió, de parte de El Chaqueta Negra, que tomara a su servicio a la hermana de una camarada presa. Y lo había olvidado. Hortensia es la hermana de la muchacha de ojos azulísimos que le envió doña Celia. Pepita. Y el marido de Hortensia es el hombre que tenía una bala en el costado. Don Fernando no será consciente de ello hasta que entregue el recado a Mercedes, hasta que pronuncie el nombre de Hortensia y diga que su hermana ha de saber que la niña ha nacido. Entonces comenzará a relacionar a las dos mujeres. Y recordará las palabras atropelladas de Pepita, las que soltó de corrido cuando le llevó el mensaje de El Chaqueta Negra:

—... porque Felipe tiene una bala dentro y hay que sacarla, para que no se muera. Y usted es médico, señorito, usted es el médico que necesita el marido de mi hermana Hortensia, que está presa y está preñada y se morirá si Felipe llega a morirse.

Y saldrá de la prisión pensando en Pepita. En Hortensia. En Felipe, en el proyectil que le extrajo del costado. En la niña que acaba de traer al mundo. Y en su regreso definitivo a la medicina.

Y llegará a casa habiendo decidido que siempre será médico.

Sonreirá al abrir la puerta. Sonreirá, porque ya es tiempo de comunicarle su decisión a su esposa. Se quitará la capa española, la colgará del perchero sonriendo y procurará que suenen sus pasos al caminar. Se dirigirá hacia el reloj de pared del pasillo, le dará cuerda sin perder la sonrisa.

Y subirá las escaleras despacio.

Pisará fuerte, para que doña Amparo sepa que está subiendo.

Por fin está subiendo.

Y doña Amparo oirá los pasos que suben, los oirá con claridad. Está subiendo. Su marido está subiendo las escaleras de la torre.

Por fin está subiendo.

Y ella comenzará a bajar.

16

Todas las mañanas, antes de acudir a la estación a recoger carbonilla, Pepita irá a la prisión de Ventas a preguntar por Hortensia, tal y como le indicó Mercedes el día que nació la niña. Y todas las mañanas le contestarán lo mismo:

—Tu hermana está bien, la han llevado al pabellón de madres. Ven el día de visita.

—¿Se sabe ya cuándo...?

—¿Cuándo qué?

—¿Cuándo la sacan?

—Ya está bien, ¿no? Te he dicho que eso no se pregunta, y que vengas el día de visita. ¿Es que no te cansas de preguntar?

No había modo de saber hasta cuándo permitirían que Hortensia amamantara a su hija. No había modo, pero Pepita no se cansaba de preguntar.

—Es por la niña, ¿sabe usted? Yo soy su tía y soy yo quien me la tengo que llevar cuando saquen a mi hermana. No sea que vaya a ser que crean que no tiene a nadie, pero me tiene a mí. Es por eso, y por nada más que por eso, que preciso saber cuándo...

—Ya lo sé, ya lo sé, me lo has dicho mil veces y mil veces te he dicho yo que aquí eso no se pregunta. ¿Te has enterado ya?

—Sí, señora.

—Pues, hala, ahora vete y vuelve el día de visita.

Sí, señora, volvía a decir Pepita, y se marchaba tranquila sabiendo que a su hermana le habían concedido un día más.

Pudiera ser que se apiadaran de Hortensia y, a pesar de que le habían denegado el indulto, la dejaran vivir. Pudiera ser. Incluso podrían olvidar que estaba pendiente su pena. Pudiera ser que no se acordaran de ella. Pero se acordarán de ella.

Durante un mes y medio, Pepita acudirá por las mañanas a la puerta de la prisión. Los días de visita verá a Hortensia en el locutorio, siempre con su hija en los brazos, preguntando siempre si Pepita le trae noticias de su marido:

—¿Sabes algo de él?

—¿Qué?

Alzará a la niña envuelta en una toquilla blanca que le han tejido sus compañeras de galería, Elvira, Reme y Sole.

—Dile que es rubia, y que tiene los ojos celestes como tú, y como madre.

Pero Pepita no oye a Hortensia, ni puede ver a la niña. No puede distinguir más que un bulto en la penumbra, enrollado en una toquilla, detrás de las telas metálicas. Grita, para intentar que su hermana le oiga decir que la niña es muy guapa.

—¡Es muy guapa, muy guapa!

Aunque no sabe si es muy guapa.

Al cumplirse un mes y medio del nacimiento de la niña, cuando Pepita llegue temprano a la puerta de la prisión para preguntar por Hortensia, la portera no le contestará que regrese el día de visita.

—Espera aquí un momento.

—¿Qué pasa?

—Nada, tú espera aquí.

La funcionaria con moño en forma de plátano aparecerá al cabo de unos minutos. Le entregará a Pepita una bolsa de labor, y a la niña que lleva en los brazos. Y entonces Pepita sabrá que esa misma mañana regresará su luto riguroso.

Cuando llegue con su dolor a la pensión, doña Celia la estará esperando. A su rostro asomará la angustia de buscar palabras que sirvan para nombrar la muerte. Pero al ver a la niña en brazos de Pepita, sabrá que no es necesario nombrarla.

—Le he lavado la cara.

Le he lavado la cara, le dirá.

—Y le he cerrado los ojos.

Y le ha cerrado los ojos.

Y le entregará un pequeño trozo de tela cortado a tijera.

Un trozo de franela gris, con florecitas blancas.

17

Tomasa no pudo despedirse de Hortensia. Acurrucada en su dolor a oscuras, en su celda y en silencio, se niega a dejarse vencer. Nuestra única obligación es sobrevivir, había dicho Hortensia en la última asamblea a la que ella asistió. Sobrevivir. Tomasa no permitirá que el dolor la aplaste contra el suelo. Sobrevivir. Locuras, las precisas, había dicho Hortensia. Locura. Ronda el silencio. El silencio hace su ronda y ronda la locura. Sobrevivir. Y ronda y ronda. No se lo vamos a poner tan fácil. No. Tomasa no pudo despedirse de Hortensia. Se acurruca en su dolor. Sobrevivir. Y contar la historia, para que la locura no acompañe al silencio. Se levanta del suelo. Contar la historia. Se levanta y grita. Sobrevivir. Grita con todas sus fuerzas para ahuyentar el dolor. Resistir es vencer. Grita para llenar el silencio con la historia, con su historia, la suya. La historia de un dolor antiguo que ahoga el llanto de no haber podido despedirse de Hortensia. Tomasa camina dos pasos al frente, da la vuelta y recorre la celda, otros dos pasos.

Volver. Llora.

Y cuenta a gritos su historia, para no morir. Camina y cuenta:

—Yo tenía cuatro hijos, y una nieta.

Cuenta que tenía cuatro hijos y una nieta, y que la niña se les murió de hambre en Los Santos de Maimona.

—Se nos murió. Se llamaba Carmen, Carmencita, mi niña.

Y grita que la madre de la niña era ama de cría.

—Le daba de mamar a dos mellizos en Zafra, y para los tres no le llegaba la teta. Mi consuegra se comía la leche en polvo que la madre le compraba a la hija. Tanta hambre tenía la mujer, tanta hambre, que no supo qué decirle a su hija cuando vio que la niña estaba muerta.

Camina repitiendo sus pasos. Y cuenta que a sus cuatro hijos, a su nuera, a su marido y a ella los cogieron en el monte. Que se echaron todos al monte cuando los acusaron de rojos y de ocupar una finca.

Y era verdad, claro que éramos rojos, y claro que ocupamos la finca. Que estábamos hartos de ir a la rebusca de la aceituna. Las pocas que encontrábamos después de la recogida las cambiábamos por aceite, de eso malvivíamos todos, de la poca aceituna que quedaba en el suelo, que el jornal de yuntero no remontaba nada y no alcanzaba ni para el sustento.

Es hora de que Tomasa cuente su historia. Como un vómito saldrán las palabras que ha callado hasta este momento. Como un vómito de dolor y rabia. Tiempo silenciado y sórdido que escapa de sus labios desgarrando el aire, y desgarrándola por dentro.

Contará su historia. A gritos la contará para no sucumbir a la locura. Para sobrevivir.

Para sobrevivir.

Y cuenta, y grita que a su nuera y a sus cuatro hijos los tiraron desde el puente de Almaraz ante sus propios ojos.

—Cincuenta y tres metros de alto tiene ese rejodido puente.

Ante sus propios ojos les dispararon cuando ya estaban en el agua intentando ganar la orilla. Los tiradores eran expertos. Y todos los «mareados» se hundieron. Así llamaban, «el mareo», al procedimiento de limpieza que usaban las fuerzas de la Benemérita encargadas de la persecución de huidos rojos en el 2.° Sector, el de Cáceres y Badajoz. Así lo llamaban. Después la marearon a ella, y a su marido. Él logró mantenerla a flote y llevarla a la orilla, con su cuerpo protegió su espalda de las balas que venían de arriba. Cuando llegaron a la margen derecha del Tajo, su marido estaba muerto. Ella abrazó su cabeza. Y le cerró los ojos, y se mantuvo abrazada a él hasta que una pareja de falangistas al mando de El Carnicero de Extremadura la arrancó de su duelo y empujó el cadáver al agua. Ella lo vio deslizarse corriente abajo mientras la esposaban.

Grita. Para que despierte su voz, la voz que se negó a repetir la caída de unos cuerpos al agua. Porque contar la historia es recordar la muerte de los suyos. Es verlos morir otra vez.

—A mis hijos también se los llevó el río.

Palabras que estuvieron siempre ahí, al lado, dispuestas. La voz dormida al lado de la boca. La voz que no quiso contar que todos habían muerto.

Llora.

Cuenta.

Y mi nuera, vestida de blanco, con su traje de ama de cría se fue con el agua.

Y ella no. Ella no.

A ella la levantaron del suelo diciéndole que viviría para contar lo que les pasa a Las Damas de Negrín. Y se la llevaron a Olivenza, a la cárcel de mujeres. Allí pasó los años negándose a contar su historia, y sin poder llorar a sus muertos. Ahora la cuenta llorándolos. La cuenta y grita llorando porque no ha podido despedirse de Hortensia. Y grita sin temor a que regrese Mercedes, la funcionaria con moño de plátano que quiere hacerse la buena y se ha acercado dos veces a la puerta:

—Cállese, por Dios, que arriba se le está oyendo y no me va a quedar más remedio que aumentarle el castigo.

Que le aumente el castigo si quiere. Y si no quiere que no se lo aumente.

—Por Dios, Tomasa, que me toca guardia en la capilla y tengo que irme. Y mis compañeras se están quejando de sus gritos y ya no sé qué decirles. No me obligue a hacer lo que no quiero hacer. Cállese usted, que se la está buscando y la va a encontrar.

Qué más puede encontrar. Qué más puede hacer la novata pretendiendo no querer hacerlo. Se creerá que es buena. Pero a ella no se la da. Quien nace monje no necesita hábito, y ésta ha nacido con su cargo pintado en la cara. Y buena no es, por mucho que se empeñe. Ésa es de las que espera en la esquina, de las que ofrece una mano y con la otra afila el cuchillo. No se la da. Y no va a conseguir que se calle.

Tomasa no callará. Gritará, porque no ha podido despedirse de Hortensia. No ha podido. Le faltaban diecinueve días de incomunicación cuando Sole le dio la noticia:

—Esta noche la sacan.

Esta noche. Y Tomasa no dejará de gritar su dolor. Recorrerá con su grito el tiempo de esta noche. La Dama de Negrín alzará la voz porque su obligación es sobrevivir. Vivirás para contarlo, le habían dicho los falangistas que empujaron el cadáver de su marido al agua. Vivirás para contarlo, le dijeron, ignorando que sería al contrario. Lo contaría, para sobrevivir.

Sobrevivir. Contar que la llevaron a la cárcel de mujeres de Olivenza, que allí estuvo dos años con La Pepa colgándole del cuello, y que compartió celda con una mujer que había perdido a sus dos hijos en el campo de concentración de Castuera. Los ataron el uno al otro y a culatazos los arrojaron a la mina. Sus gemidos subían desde el fondo de la tierra. Sus lamentos se oyeron durante toda una noche, hasta que otros cuerpos se rompieron contra ellos, y luego otros, y otros. Más gemidos. Y una bomba de mano que cae desde lo alto.

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