Las ardillas de Central Park están tristes los lunes (29 page)

BOOK: Las ardillas de Central Park están tristes los lunes
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—Pero ¿y cuando hiela o nieva, Becca?

—¡Voy a casa del intendente de la reina! ¿Te has quedado de piedra, eh?

—¿Y ése quién es?

—Un tipo muy simpático. Vive en una casita de ladrillos rojos en el parque... Un poco más lejos, hacia la Serpentine. Se ocupa de los jardines de la reina. Es un cargo oficial porque estos grandes parques pertenecen todos a la familia real o a los duques. Cuando hace mucho frío, voy a verle y me refugio en la leñera. Ha puesto burletes en las ventanas y ha instalado una estufa sólo para mí. Me trae sopa, pan y café caliente. Duermo entre los rastrillos, las horquillas, las palas, los cortacésped y los troncos. Huele a hierba y a madera. Huele tan bien que yo cierro los ojos... ¿Acaso eso no es un lujo? Y cuando rasco la escarcha del ventanuco puedo ver el parque, veo cómo se acercan las ardillas, veo la luz de su salón, veo a su mujer mirando la televisión y a él que lee y pasa las páginas humedeciéndose los dedos... ¡Estoy como en el cine!

—¡Qué rara eres, Becca! Eres feliz a todas horas y no tienes ningún motivo para ello.

—¿Y tú qué sabes de la vida?

—Mi madre... Lo tenía todo para ser feliz... y nunca lo fue. Tenía pequeñas crisis, cambios de humor, fingía, pero nunca fue realmente feliz. Creo incluso que estaba triste siempre...

Becca abría mucho la boca cuando Alexandre hablaba de su madre. Sacudía la cabeza, se golpeaba los mitones violeta y amarillos y decía ¡qué gran desgracia! Después los levantaba hacia el cielo diciendo pero si yo hubiese tenido un hijo como tú, ¡pero si yo hubiese tenido un hijo como tú! Cerraba los ojos y, cuando los volvía a abrir, estaban húmedos. Alexandre pensaba que si tenía los ojos tan borrosos era porque había debido de llorar mucho.

Siempre volvía a los ojos azules de Becca. Tan azules que tenía la impresión de caer cuando se hundía en ellos; todo se difuminaba a su alrededor. Becca no era ninguna vieja chiva. Menuda, frágil, mantenía derecha la cabeza tocada de cabellos blancos, la hacía pivotar un poco como un pájaro que picotea y, cuando se quitaba los trapos que la envolvían, tenía una cintura de jovencita encorsetada. A veces se preguntaba si era pobre desde hacía mucho tiempo, porque todavía se mantenía en buena forma para una mujer de su edad. Le hubiese gustado saber cómo había acabado en el parque, sobre una silla de ruedas.

No se atrevía a hacer preguntas. Veía perfectamente que ése era un terreno peligroso y que hacía falta ser muy fuerte para escuchar la infelicidad de los demás. Así que sólo decía:

—La vida ha sido dura contigo...

—La vida hace lo que puede. No puede mimar a todo el mundo. Y además, la felicidad no siempre está donde se la espera. A veces, está ahí donde nadie la ve. Y además, ¡qué es esa tontería de tener que ser feliz a todas horas!

Se enfadaba, se movía sobre su silla, todas sus capas de lana caían y se las volvía a poner de cualquier forma.

—¡Pero si es verdad! No estamos obligados a ser felices constantemente, ni como todo el mundo... La felicidad hay que inventarla, hay que hacerla a la manera de uno, no existe un modelo único. ¿Tú crees que son realmente felices con una hermosa casa, un gran coche, diez teléfonos, una tele enorme y el trasero bien calentito? Yo he decidido ser feliz a mi modo...

—¿Y lo consigues?

—No siempre, pero no está mal. Y si fuese feliz todos los días ¡ni siquiera sabría que soy feliz! ¿Lo has entendido,
luv
? ¿Lo has entendido?

Él decía que sí para no llevarle la contraria, pero no la comprendía del todo.

Entonces ella se calmaba. Se revolvía en su silla para recoger la punta del chal, para colocarse el poncho y el cierre que se había caído bajo la barbilla, y se frotaba la cara con las manos como para borrar toda su cólera y decía con voz muy dulce:

—¿Sabes lo que hace falta en la vida?

Alexandre negaba con la cabeza.

—Hace falta amar. Con todas las fuerzas. Darlo todo sin esperar nada a cambio. Y entonces funciona. ¡Pero parece tan sencillo que nadie se cree esa fórmula! Cuando amas a alguien, ya no tienes miedo de morir, ya no tienes miedo de nada... Por ejemplo, desde que nos vemos, desde que yo sé que voy a verte todos los días después del colegio, que vas a detenerte o que simplemente vas a pasar haciéndome una señal con la mano, pues bien..., soy feliz. Yo, sólo con verte, siento felicidad. Me dan ganas de levantarme y brincar... Es mi felicidad. Pero si ofreces esa felicidad a un tío cargado de pasta, se siente incómodo, la mira como si fuese un enorme montón de mierda y la tira a la basura...

—Y si dejara de venir a verte, ¿te sentirías infeliz?

—Me sentiría peor que infeliz, me sentiría sin ganas de vivir y eso ¡es lo peor! Es el riesgo del amor. Porque siempre existe un riesgo, con el dinero, con la amistad, con el amor, con las carreras de caballos, con el tiempo, siempre... Yo siempre acepto el riesgo ¡porque en él asoma la felicidad!

Amar a alguien..., pensaba Alexandre.

Él amaba a su padre. Amaba a Zoé, pero ya no la veía. Quería mucho a Annabelle.

—Querer mucho ¿es como amar?

—No, amar se conjuga sin adverbio ni condición...

Entonces amaba a su padre y a Zoé. Y a Becca. Probablemente era poca cosa.

Tenía que encontrar a otro a quien amar.

—¿Uno puede decidir amar?

—No, eso no se decide.

—¿Y uno puede evitar amar?

—No lo creo..., pero seguramente hay gente que lo consigue cerrándose con llave.

—¿Y se puede morir de amor?

—¡Oh, sí! —dijo Becca lanzando un gran suspiro.

—¿Eso te ha pasado a ti?

—Oh, sí... —repitió.

—¡Pero no estás muerta!

—No. Pero a punto estuve. Me dejé hundir por la pena, dejé de luchar... Así es como acabé sobre esta silla y entonces, un día, pensé: mi vieja Becca, todavía puedes sonreír, todavía puedes andar, tienes buena salud, conservas todas tus facultades. Hay muchas cosas por hacer, mucha gente a quien conocer, y volvió la alegría. La alegría de vivir. Fue algo inexplicable. Sentí de nuevo ganas de vivir y ¿sabes qué? Dos días después ¡te conocí!

—¿Y si desapareciese? ¿Y si me atropellara un autobús o me picara una araña venenosa?

—¡No digas tonterías!

—Quiero saber si puede pasar varias veces eso de morir de amor...

—Seguramente yo volvería a hundirme, pero recordaría la felicidad que me has dado y viviría con ese recuerdo...

—¿Sabes, Becca?... Desde que te conozco he dejado de jugar al juego de despedirme..., ya no me imagino a la gente muriendo.

Y era verdad.

Ella ya no quería que le diese dinero, entonces él le traía pan, leche, almendras saladas, albaricoques secos e higos. Había leído en alguna parte que eran muy nutritivos. Sisaba, del guardarropa donde su padre había guardado las cosas de su madre, bonitos jerséis de cachemira, chales, pendientes, lápiz de labios, guantes, un bolso, y se los regalaba a Becca diciéndole que había unas maletas viejas en el desván que no interesaban a nadie, y que prefería que fuese ella la que llevara esos trapos viejos antes de que acabaran en el Ejército de Salvación.

Becca se había vuelto guapa, elegante.

Un día, la llevó a la peluquería.

Había cogido dinero que andaba perdido sobre la mesa de su padre y ¡venga, a la peluquería!

Había esperado fuera —vigilando que nadie robase la silla de ruedas— y cuando Becca salió, toda rizada, muy grácil, con las uñas arregladas, él había silbado, había dicho ¡guau! Y había aplaudido. Después, con el dinero que sobró, habían ido a tomar un donut y un café al Starbucks de la esquina. Habían brindado con las tazas de su
caffè latte
. Habían hecho un concurso de bigotes.
Very chic! Very chic!
[29]
, había dicho él.

Ella se había reído tanto que se había atragantado con un trozo de donut. Les ayudó un señor. La había cogido en sus brazos, la había doblado, había apretado muy fuerte con los puños y ella había escupido el pedazo. Todo el mundo se arremolinó para ver a la hermosa anciana morir estrangulada por una rosquilla.

Pero no había muerto.

Se había incorporado, se había arreglado el pelo y había pedido con mucha dignidad un vaso de agua.

Habían salido cogidos del brazo, y una anciana había comentado que Becca tenía una suerte inmensa de tener un nieto tan amable.

La miraba a través de los copos, que caían con fuerza. Ella guiñó un ojo. A Alexandre no le gustaba dejar que Becca estuviera sola en Nochebuena. Quería convencerla de que fuese a pasar al menos una noche en un refugio. Seguramente habrían organizado una fiesta, habría un árbol de Navidad, crackers y Malteesers, naranjada y posavasos de ganchillo.

Becca se negaba. Prefería quedarse sola en la leñera del superintendente de la reina. Ya habría dejado la puerta entreabierta y puesto leña en la estufa.

—¿Sola?


Yes, luv...

—Pero eso es muy triste...

—¡Que no! Miraré por la ventana y disfrutaré de la vista.

—Me gustaría llevarte a mi casa... Pero no puedo. Esta noche cenamos en el piso de mis abuelos y, además, nunca le he hablado de ti a mi padre...

—Deja de torturarte,
luv
... Pasa una hermosa velada y ya me contarás mañana...

Philippe tenía razón.

Llegaron a casa de sus padres a las ocho y media. El señor Dupin llevaba un blazer azul marino y un fular de seda en el cuello. La señora Dupin un collar de perlas de tres vueltas y un traje sastre rosa, es normal, le susurró Alexandre a Annie, se viste con los mismos colores que la reina. Annie llevaba un vestido negro con amplias mangas de gasa que parecían un par de alas. Se mantenía muy erguida y asentía a todo por temor a cometer una inconveniencia y hacerse notar.

Pasaron a la mesa, degustaron un salmón salvaje de Escocia relleno, un pavo asado, un
Christmas pudding
y a Alexandre se le otorgó el derecho a un «dedo de champaña».

El abuelo hablaba a trompicones, frunciendo sus pobladas cejas, apuntando con un mentón cuadrado y voluntarioso. La abuela sonreía inclinando un largo cuello suave y flexible y sus párpados caídos parecían decir «sí» a todo y en primer lugar a su Dueño y Señor.

Después llegó la hora de los regalos...

Cortaron los lazos, rasgaron los papeles, hubo exclamaciones, besos, agradecimientos, algún que otro intercambio de banalidades, novedades sobre amigos comunes y se habló ampliamente de la crisis. Dupin padre pidió consejo a su hijo. La señora Dupin y Annie recogieron la mesa.

Alexandre miraba fijamente por la ventana cómo caía la nieve, tupida, dibujando sobre la ciudad otra ciudad desconocida. ¿Y si Becca se había atascado con la silla y no había podido llegar a la leñera del superintendente? ¿Y si se muriese de frío mientras él disfrutaba del champaña y del pavo, bien abrigado?

A las once y diez, estaban en el descansillo del piso besándose para despedirse.

En la calle, los coches estaban cubiertos de nieve y la circulación era tan lenta que tenían la impresión de que no se movía ningún coche.

—Papá, ¿puedo decirte algo? —preguntó Alexandre una vez sentado en la parte trasera del coche.

—Claro...

—Bueno, pues escucha...

Y le contó lo de Becca, cómo la había conocido, sus condiciones de vida, lo guapa que era, limpia, honesta, y precisó que no robaba. Añadió que esta noche la pasaría sola en una leñera y que él no dejaba de pensar en eso y que el pavo, que normalmente le encantaba, esta noche le había sentado mal.

—Tengo una enorme bola aquí —dijo señalando su estómago.

—¿Y qué quieres que hagamos? —preguntó Philippe observando a su hijo por el retrovisor.

—Me gustaría que fuésemos a buscarla y la llevásemos a casa con nosotros.

—¿A casa?

—Pues sí..., está sola, es Nochebuena y me da pena. No es justo...

Philippe puso el intermitente y giró. La calzada estaba tan resbaladiza que estuvo a punto de soltar el volante, pero una suave presión volvió a enderezar la enorme berlina. Frunció el ceño, preocupado. Alexandre interpretó esa expresión como una negativa e insistió:

—El piso es grande... Podríamos hacerle sitio en el cuarto de la ropa, ¿eh, Annie?

—¿Estás seguro de que eso es lo que quieres? —insistió Philippe.

—Sí...

—Si la traes a casa, serás responsable de ella. Ya no podrás dejar que vuelva a la calle.

Annie, sentada al lado de Philippe, no decía nada. Miraba al frente la nieve que caía ante ella con abundancia, y limpiaba el parabrisas con el reverso de los guantes, como si así pudiese barrer la espesa capa que se amontonaba en el exterior.

—No hará ruido, no dará trabajo a Annie, te lo prometo... Es simplemente que no podré dormir si sé que está ahí fuera con este tiempo... Confía en mí, papá, la conozco bien..., no te arrepentirás... y además —añadió como si se colocase en el estrado de un predicador—, ¡no es humano dejar a la gente en la calle con este frío!

Philippe sonrió, divertido con la indignación de su hijo.

—¡Pues venga, vamos!

—¡Oh, gracias! ¡Gracias, papá! Ya verás, es una mujer formidable que nunca se queja y...

—¿Por eso vuelves cada vez más tarde por las noches? —preguntó Philippe dedicando una mirada maliciosa a su hijo.

—Sí, ¿lo has notado?

—Creía que tenías novia...

Alexandre no respondió. Annabelle era cosa suya. No le importaba hablarlo con Becca, pero nada más.

—¿Sabes dónde está la casa del intendente? Hyde Park es grande...

—Me la enseñó un día. No está lejos del Royal Albert Hall, ya sabes, donde vas a los conciertos.

Philippe palideció y su mirada, feliz hacía un instante, se ensombreció. Espantosamente triste, terriblemente abandonado, notó que se le formaba un nudo en la garganta, y se quedaba sin saliva. Las sonatas de Scarlatti, el beso de Joséphine, su abrazo en el viejo rincón que olía a cera y a pasado, sus labios cálidos, una parte de su hombro, todo volvía en una ráfaga deliciosa, dolorosa. Esta noche no se había atrevido a llamarla. No quería perturbar su cena en París. Y además, sobre todo, ya no sabía qué podía decirle, en qué tono hablarle. No encontraba palabras.

Ya no sabía qué hacer con Joséphine. Temía el día en que ya no tendría nada que decir, nada que hacer. Había creído que la paciencia aliviaría la pena, aliviaría el recuerdo, pero debía aceptar que, a pesar de su último encuentro en el teatro, nada había cambiado y que ella le rechazaba enviándole al territorio de los vencidos.

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