Las ardillas de Central Park están tristes los lunes (98 page)

BOOK: Las ardillas de Central Park están tristes los lunes
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—¿Y tú? —siguió diciendo Hortense—. ¿Qué estás haciendo en este momento?

—Estoy metido en un asunto muy gordo —contestó pavoneándose.

—Ah... —dijo Hortense, simulando no querer saber nada.

Chaval, picado, pensó que no le creía. Y, como todos los que piensan que la fortuna prometida está ya en el bolsillo, aceleró, se tragó todos los obstáculos que la prudencia le habría opuesto si hubiese reflexionado y atacó, con la espada desenvainada.

—¿No me crees?

—Oh, sí... —dijo Hortense con expresión de la que precisamente no se cree ni una palabra.

—¡Y voy a ser muy rico! ¿Quieres una prueba? Ayer tarde mismo encargué un Mercedes descapotable, el último modelo...

—¡Así de rico! —soltó Hortense con tono frío consultando la carta de postres.

Simuló dudar entre unas natillas con crema de frambuesa y la especialidad de la casa, tartaleta de frutas. Le pidió su opinión.

—Ya veo que no me tomas en serio...

—¿Has elegido ya un pastel? O quizás no tomas... Yo todavía estoy dudando. Aquí todo es tan bueno...

—Piensas que estoy acabado... Eso me apena, Hortense.

—Que no... Escucha, voy a serte sincera. He creído comprender, hablando con Marcel, que la coyuntura actual es muy dura. Ha sido él mismo el que me lo ha dicho. Estáis en el mismo sector, ¿no?

—Ahí es donde te equivocas, guapa... Yo ahora me dedico a las finanzas. ¡A las altas finanzas! Especulo, especulo...

—¿Con tu dinero?

—Digamos que con dinero...

—¿Y te vas a hacer rico?

—Muy rico...

—No te ocultaré que eso me interesa, me gustaría lanzar mi propia marca y voy a necesitar fondos... Necesitar a un inversor sólido que me apoye...

—¡Lo tienes delante! ¡Soy tu hombre!

—Escucha, Bruno...

Oyó su nombre de la boca de Hortense y se ablandó de nuevo. Cuando estaban juntos sólo le llamaba Chaval. No existía ninguna ternura entre ellos. ¡Polvo y pasta! ¿Queda claro?, había exclamado ella un día en el que él se había aventurado a decir que estaba loco por ella...

—Escucha, Bruno —prosiguió modulando las dos sílabas, enrollándolas en la boca, mojándolas con los labios—. Yo cuando hablo, hablo en serio, y no digo tonterías...

—¡Ni yo tampoco!

—Me gustaría creerte... Pero estoy harta de la gente que presume y que, cuando le pides ayuda económica, se escaquea... Hablar es fácil, ¡pero a un hombre se le juzga por sus actos!

Había tenido una idea para tirar de la lengua a Chaval.

—¿Estás pensando en alguien en particular? —preguntó Chaval.

—Sí. Alguien que conoces... ¡Cómo le odio! ¡Estoy tan furiosa!

—Dime quién es y lo mato —dijo, medio en broma, medio en serio.

—Te voy a decir una cosa... Si encontrase un medio para desplumarle, lo haría sin ningún remordimiento. Ni siquiera se daría cuenta, además. ¡Está forrado! Estoy harta de no tener dinero, Bruno... Tengo tantas ideas en la cabeza, tantos proyectos... ¡Pero no puedo! Y nadie quiere ayudarme... Este año he sido la mejor de la clase y he diseñado varios modelos que van a ser propuestos a grandes marcas. ¡Y yo no ganaré nada! ¡Ni un céntimo! Y cuando le pido a un tío que nada en oro que me preste un poco... Óyeme bien, «que me preste», le devolvería hasta el último céntimo..., ¡pues bien!, ¡se niega! Dice que soy demasiado joven, ¡que apenas he salido del cascarón! ¡Le odio, te digo, le odio!

—Cálmate —dijo Chaval, que de pronto se sentía el hombre de la situación.

—Pero ¿de qué sirve tener montones de ideas, eh? ¿De qué me sirve si no tengo ni un céntimo para realizarlas?

Golpeó la mesa con un gesto de rabia.

—Te ayudaré, ya verás... Yo te voy a ayudar...

Suspiró, exasperada. El camarero se acercó para anotar su pedido. Ella eligió con aire hastiado una tarta de frutas y un té ahumado. El chico lo apuntó y se alejó.

—No quiero terminar siendo una esclava como él —murmuró Hortense lo bastante fuerte como para que la oyese Chaval.

—Espera un momento —dijo Chaval—. Espera un momento...

Estaba tan turbado que no imaginó ni un segundo que Hortense le estaba tendiendo una trampa. Pensaba, con toda su suficiencia de antiguo seductor, que volvía a él, que le necesitaba, que sentía otra vez ganas de probar sus embistes, y se perfumó con esa idea, la inhaló, se embriagó. Todo se nubló en el interior de su mente. Necesitaba ver claro y retomó punto por punto:

—¿A quién le has pedido dinero?

—¿Para qué quieres saberlo? No vas a cambiar nada... ¡Le odio, si supieras cómo le odio!

—Has dicho que le conozco.

—Es la persona que más conoces.

—¿No será Marcel Grobz, por casualidad? —susurró Chaval, con cara de conspirador astuto.

—¿Cómo lo has adivinado? —exclamó Hortense—. ¡Me dejas de piedra, Bruno, de piedra! ¡Y pensar que él me había dicho que estabas totalmente acabado, agotado, para el arrastre! ¡Que no servías ni de felpudo!

—¿Dijo eso?

—¡Son sus propias palabras!

—¡Me las pagará!

—Pero yo no le creí —añadió Hortense, embaucadora como una gata que lame la leche que acaba de derramar de un zarpazo—. ¿Quieres una prueba? He venido a verte para pedirte información sobre Banana Republic...

—¡Ah! ¡Se va a arrepentir de haber dicho eso, el viejo!

Se inclinó hacia ella y le hizo una seña para que se acercase. Ella extendió una pierna bajo la mesa y su muslo rozó el de Chaval que acabó de perder la cabeza.

—¡Es a él a quien tengo en el punto de mira! ¡Es gracias a él que me voy a hacer rico!

—¿Y cómo? —preguntó Hortense.

—He conseguido la clave de sus cuentas y voy sacando dinero... Así es como he pagado el primer plazo de mi Mercedes. Y pensaba montar algún negocio con todo ese dinero que estoy desviando. ¡Pues bien! Está decidido: ¡lo montaré contigo! Tendrás tu venganza, guapa... ¡Ajá! Conque estoy acabado, agotado, para tirar a la basura. ¡Ya verá lo que voy a hacer con su basura! Le voy... Le voy... ¡Se la voy a tirar a la cabeza!

Hortense le animaba con la mirada. No aceptar inmediatamente, darle cuerda para que se explaye y le entregue la receta secreta de su plan.

—Eres un amor, Bruno...

Dejó deslizarse la palabra «amor», aumentó la presión del muslo, vio cómo él enrojecía.

—... pero es demasiado arriesgado. ¡Te cogerán! Y eso me daría mucha pena...

—¡Que no! —se enojó Chaval—. ¡Lo tengo todo previsto! No corro ningún riesgo, ¡es Henriette la que los corre todos! Es Henriette la que saca el dinero y me entrega la mitad. Yo no aparezco en ninguna parte...

—¿Es ella la que te ha entregado las claves de las cuentas? —exclamó Hortense, simulando no creerle.

—No, fue otra... Una pobre chica que se ha enamorado de mí... Ella me entregó las claves. De hecho, sin saberlo... Trabaja en Casamia. Se llama Denise Trompet. Entre nosotros, la llamamos la Trompeta...

¡Ya hemos llegado!, pensó Hortense. Junior está realmente dotado. Sólo quedaba por esclarecer el misterio de la chilaba.

—¿Te has acostado con ella? —preguntó Hortense haciendo una mueca triste de mujer engañada.

Y bajó la cabeza para disimular su pena.

—Claro que no, mi amor, no me he acostado con ella, la he seducido con los ojos, sólo con los ojos, ¡te lo prometo! Y la he abandonado...

—No puedo decir nada —suspiró Hortense—. Sé muy bien que ninguna mujer se te resiste... Yo, la primera...

—¡Con la Trompeta fue un juego de niños!

Y le contó todo atribuyéndose el papel protagonista. Aplastó a la Trompeta con su desprecio, se burló de sus vestidos cortina, de su carne insípida y blanda, minimizó el papel de Henriette, se dejó llevar, añadió algunos ceros a su botín.

—Soy rico, Hortense, rico... No busques más, has encontrado a tu inversor...

—Es demasiado bonito —dijo Hortense sacudiendo la cabeza—. Es demasiado bonito..., pero si Marcel se diese cuenta de la jugada...

—Tiene una confianza total en la Trompeta y esa pobre chica está loca por mí. Lo tengo todo controlado...

Y se puso a concretar un proyecto. Habló de modelos que diseñar, sugirió venderlos primero por Internet, es el futuro, guapa, el futuro. Así todo irá más deprisa al principio y, después, abriremos tiendas, pero sólo después...

—Ya verás, vamos a ganar mucho dinero los dos...

Hortense continuaba torciendo el gesto. Sobre todo no quería parecer entusiasmada. Tenía que saber si tramaba otra cosa. Quería elucidar el misterio de la chilaba.

—¿Lo crees de veras?

—Escucha, quieres realmente hacer daño a Marcel...

—Le odio...

—Entonces, piénsatelo... Tenemos todo el tiempo del mundo... y mientras tú te lo piensas, yo ingreso. Acción, reacción, acción, reacción —dijo Chaval limpiándose los dientes con la uña del pulgar.

Qué elegante, pensó Hortense, ¡qué elegante! El tío se relaja y se muestra tal como es.

—Tienes razón, lo pensaré..., pero no se lo decimos a nadie, ¿verdad? —insistió—. Hay que ser prudentes, muy prudentes...

—Eso por supuesto. ¿Me tomas por tonto? ¿A quién quieres que se lo cuente?

—Estaba pensando en Henriette. Sobre todo no le digas que me has visto...

—¡Te lo prometo!

Puso los codos encima de la mesa, la contempló y sacudió la cabeza.

—Si me hubieran dicho, hace sólo tres meses, que sería rico y que volvería a encontrarme con la mujer que amo...

—La suerte sonríe siempre a los audaces...

—¿Estás libre esta noche? Podríamos...

—¡Oh! ¡Qué pena! Le prometí a mi madre y a mi hermana que cenaría con ellas, apenas las he visto desde que llegué de Londres... Pero otro día, ¿de acuerdo?

Le cogió la mano con la ternura de una mujer agradecida dispuesta a pagar su deuda. Él respondió, magnánimo:

—Vale por esta noche... ¡Pero exijo todas tus noches hasta que te vayas! Y mira..., podría ir a verte a Nueva York, ¿eh? ¿No sería formidable? Subiríamos al último piso del Rockefeller Center, bajaríamos por la Quinta Avenida, nos alojaríamos en un hotel de lujo...

—¡Sueño con ello, Bruno! —dijo Hortense acariciándole suavemente las falanges.

Espérate sentado hasta que se te pele el culo, ¡pobre imbécil!, pensó.

* * *

Esa misma noche, Hortense cenó en casa de Josiane y Marcel.

Marcel había vuelto pronto del despacho. Había tomado un baño escuchando a Luis Mariano, había cantado las primeras notas de México, Meeexiiiiiiiiicoooooo, se había puesto una bata con forro de terciopelo, derramado el agua de colonia sobre su pelambrera pelirroja y se había sentado a la mesa, feliz ante la idea de una velada tranquila, apacible, en la que degustaría riñones de ternera al coñac preparados por Josiane y fumaría un buen cigarro acariciando con los ojos a su mujer y a su hijo... Era el momento de la jornada que prefería y se había convertido en un momento infrecuente.

Se sentó a la mesa rascándose el vientre, declaró que se comería un caballo y mojó pan en los riñones.

El sol se ponía sobre el parque Monceau y se oía a lo lejos el sonido límpido de una flauta que fluía a través de un silencio sorprendente, como si la vida se hubiese detenido. Él olvidó la hora, olvidó su jornada, olvidó todas sus preocupaciones. Es verano, pensó Marcel, podré ir más despacio, salir de paseo con mi Bomboncito, hacerle mimos en la cama, alejar las preocupaciones de mi mente..

Josiane recogió los platos. Junior reclamó un helado de castaña. Y pasteles...

Marcel abrió su caja de puros. Eligió uno. Lo olió. Lo hizo girar entre los dedos. Eructó. Se disculpó ante Hortense. Inclinó la cabeza, suspiró:

—Me gustaría vivir todos los días así... Sin problemas, sin nubarrones encima de la cabeza, con el amor de los míos para darme calor. No quiero hablar de negocios nunca más, bueno, hasta mañana...

—Pues precisamente... —empezó Josiane sentándose a la mesa—. Tenemos que charlar largo y tendido, ¡gordito mío! Hay cosas que nos irritan a tu hijo y a mí... Estamos al borde del sarpullido.

—Esta noche no, Bomboncito, esta noche no... Estoy bien, relajado, tranquilo... Me está bajando el colesterol, el miocardio se distiende y tengo ganas de hacerte la corte.

Se inclinó y le pellizcó la cadera con gesto atrevido.

Ella se volvió y proclamó, teatral:

—Hay un moscardón en la sopa, Marcel Grobz, ¡un moscardón enorme!

Josiane empezó describiendo la cita con Chaval en el Royal Pereire. Después Junior contó a su padre lo que había visto en la cabeza de Chaval. Por fin, Hortense explicó su entrevista con este último. Marcel escuchaba echando la ceniza del puro en el cenicero y se le crispaban las mandíbulas. Josiane concluyó asestando:

—Es una historia para desesperarse, pero no nos hemos inventado nada.

—¿Estáis seguros de no imaginar cosas? —preguntó Marcel volviendo a meterse el habano en la boca.

—Chaval me lo ha explicado todo —dijo Hortense—. No tienes más que verificar los movimientos de tus cuentas privadas... ¡Eso es una prueba!

Marcel reconoció que eso, efectivamente, lo probaba.

—¡Esa mujer nos perseguirá siempre, mi osito querido! Nos odiará de por vida. No soporta haber sido excluida. Te lo he dicho mil veces, eres demasiado bueno con ella... Tu generosidad, en lugar de enternecerla, la hiere.

—Sólo quería ser un hombre decente. No quería que acabase en la calle...

—¡Ella sólo respeta la fuerza! Mostrándote generoso, la humillas y la enfureces...

—Mamá tiene razón —dijo Junior—. Tendrás que ser contundente, tendrás que ser feroz... Tiene todo lo que quiere, ha conservado la casa, le pasas una pensión, le aumentas la cuenta bancaria para cuando se jubile, pero a sus ojos de rapaz nunca es suficiente. ¡Hay que dejar de ser magnánimo! No hay ninguna razón para que figure en tus cuentas privadas del banco. Es absurdo...

—Era para su jubilación... —explicó Marcel—. Yo sé lo que significa ser pobre. Conozco las angustias nocturnas, el miedo en el estómago, el correo que no nos atrevemos a abrir, el dinero que ahorramos rascando el monedero. No quería que se asustase...

—Es una mujer ociosa que tiene todo el tiempo del mundo para planear su revancha —dijo Junior—. Córtale los suministros y hará lo que todo el mundo, se verá obligada a trabajar...

—¡A su edad! —exclamó Marcel—. ¡No puede!

—Tiene bastantes más recursos de lo que crees. Es una alimaña inmunda, pero vigorosa...

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