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Authors: Carlo Collodi

Tags: #Clásico, Cuento, Ensayo

Las aventuras de Pinocho (10 page)

BOOK: Las aventuras de Pinocho
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—¡Miren, niños, no he venido aquí para ser su bufón! Yo respeto a los demás y quiero ser respetado.

—¡Bravo! ¡Has hablado como un libro abierto! —chillaron aquellos bribones, tirándose al suelo de risa; y uno de ellos, más impertinente que los otros, alargó la mano con intención de agarrar al muñeco por la punta de la nariz.

Pero no llegó a tiempo porque Pinocho extendió las piernas por debajo de la mesa y le propinó una patada en las canillas.

—¡Ay! ¡Qué pies más duros! —gritó el muchacho, restregándose el moretón que le había hecho el muñeco.

—¡Y qué codos!… ¡Más duros que los pies! —dijo otro, que por sus bromas pesadas se había ganado un codazo en el estómago.

El caso es que después de aquella patada y aquel codazo, Pinocho se granjeó en seguida la estimación y simpatía de todos los niños de la escuela; todos le hacían caricias y lo querían muchísimo.

Hasta el maestro estaba muy satisfecho porque lo veía atento, estudioso, inteligente, siempre el primero en entrar en la escuela y el último en ponerse de pie, acabadas las clases.

El único defecto que tenía era el de frecuentar a demasiados compañeros; entre éstos había muchos pilluelos conocidísimos por sus pocas ganas de estudiar y de portarse bien.

El maestro lo advertía todos los días, y tampoco la buena Hada dejaba de decirle y repetirle muchas veces:

—¡Mira, Pinocho! Cuídate de esos compañeros tuyos que van a acabar, tarde o temprano, por hacerte perder el amor al estudio, y quizá te acarrearán una gran desgracia.

—¡No hay peligro! —contestaba el muñeco, encogiéndose de hombros y tocándose la frente con el índice, como diciendo: «Hay mucha cordura aquí dentro».

Pero ocurrió que un buen día, yendo a la escuela, encontró a una pandilla de los consabidos compañeros, que fueron a su encuentro y le dijeron:

—¿Sabes la gran noticia?

—No.

—Ha llegado a estos mares un Tiburón, grande como una montaña.

—¿De verdad? ¿Será el mismo Tiburón de cuando se ahogó mi padre?

—Nosotros vamos a la playa para verlo. ¿Vienes tú también?

—Yo, no; quiero ir a la escuela.

—¿Qué te importa la escuela? A la escuela ya iremos mañana. Total, con una lección más o menos, seguiremos siendo lo mismo de burros.

—¿Y el maestro, qué dirá?

—Que diga lo que quiera. Le pagan para que gruña todo el día.

—¿Y mi madre?

—Las madres nunca saben nada —contestaron ellos.

—¿Saben lo que haré? —dijo Pinocho—: Quiero ver a ese Tiburón, tengo mis razones…. pero iré después de la escuela.

—¡Pobre necio! —reprochó uno de la pandilla—. ¿Es que te crees que un pez de ese tamaño se va a quedar allí a tu conveniencia? En cuanto se aburra, continuará su marcha hacia otro lugar, y si te he visto no me acuerdo.

—¿Cuánto tiempo se necesita para ir de aquí a la playa? —preguntó el muñeco.

—En una hora estaremos de vuelta.

—Entonces, adelante. ¡El último es tonto! —gritó Pinocho. Dada así la señal de partida, aquella pandilla de pilluelos, con los libros y los cuadernos bajo el brazo, empezó a correr a través de los campos; Pinocho iba siempre delante de todos, como si tuviera alas en los pies.

De vez en cuando, volviéndose hacia atrás, se burlaba de sus compañeros, que se habían quedado a una distancia respetable, y al verlos sin aliento, jadeantes, polvorientos y con la lengua fuera, se reía con ganas. ¡El infeliz no sabía, en aquel momento, a cuántos temores y a qué terrible desgracia se precipitaba!

XXVII

Gran pelea entre Pinocho y su camaradas; al ser herido uno de éstos, los guardias arrestan a Pinocho.

C
UANDO LLEGÓ A la playa, Pinocho echó un gran vistazo al mar, pero no vio ningún Tiburón. El mar estaba tan liso como un gran espejo de cristal.

—¿Dónde está el Tiburón? —preguntó, volviéndose a sus camaradas.

—Se habrá ido a comer —contestó uno de ellos, riéndose.

—O se habrá ido a la cama, a descabezar un sueñecito —añadió otro, riendo aún más fuerte.

Por aquellas respuestas incongruentes y aquellas necias carcajadas, Pinocho comprendió que sus camaradas le habían jugado una mala broma, haciéndole creer una cosa que no era cierta; se enojó y les dijo, con voz airada:

—¡Bien! ¡Qué gracia le encuentran a haberme hecho creer el cuento del Tiburón?

—¡Tiene mucha gracia! —respondieron a coro aquellos pillos.

—¿Cuál?

—La de haberte hecho perder la escuela y venir con no- sotros. ¿No te avergüenzas de ser todos los días tan puntual y aplicado en las lecciones? ¿No te da vergüenza estudiar tanto?

—¿Qué les importa a ustedes que yo estudie o deje de estudiar?

—Nos importa muchísimo, porque nos obligas a hacer un mal papel ante el maestro…

—¿Por qué?

—Porque los alumnos que estudian hacen desmerecer siempre a los que, como nosotros, no quieren estudiar. ¡Y nosotros no queremos desmerecer! ¡También tenemos nuestro amor propio!…

—Entonces, ¿qué debo hacer para darles en el gusto?

—Debes aburrirte tú también de la escuela, de las lecciones y del maestro, que son nuestros tres grandes enemigos.

—¿Y si quisiera seguir estudiando?

—No te miraríamos más a la cara y nos la pagarías en la primera ocasión.

—De verdad que casi me hacen reír —dijo el muñeco, encogiéndose de hombros.

—¡Eh, Pinocho! —gritó entonces el mayor de los mucha- chos—. ¡No vengas a hacerte el bravucón, no te hagas el gallito! ¡Porque, si tú no nos temes, nosotros no te tememos! ¡Acuérdate de que estás solo y de que nosotros somos siete!

—¡Siete, como los pecados capitales! —dijo Pinocho, con una gran risotada.

—¿Han oído? ¡Nos ha insultado a todos! ¡Nos ha comparado con los pecados capitales!

—¡Pinocho! ¡Pídenos perdón…. o si no, ay de ti!

—¡Cucú! —cantó el muñeco, tocándose la punta de la nariz con los dedos en señal de burla.

—¡Pinocho! ¡Vamos a acabar mal!

—¡Cucú!

—¡Te vas a ganar más palos que un burro!

—¡Cucú!

—¡Volverás a casa con la nariz rota!

—¡Cucú!

—¡El cucú te lo voy a dar yo! —gritó el más atrevido de los pilluelos—: ¡Toma esto, a cuenta, y guárdalo para la cena de esta noche!

Y le lanzó un puñetazo a la cabeza.

Pero fue, como suele decirse, toma y da; porque el mu- ñeco, como era de esperar, contestó de inmediato con otro puñetazo; y en un instante el combate se hizo general y encarnizado.

Pinocho, aunque estaba solo, se defendía como un héroe. Con sus pies de madera durísima golpeaba tan bien que mantenía siempre a los enemigos a respetuosa distancia. Allí donde podían llegar sus pies, dejaba un moretón como recuerdo.

Entonces los muchachos, despechados porque no se podían medir con el muñeco en un cuerpo a cuerpo, pensaron en utilizar proyectiles; y, desatando los paquetes de libros de la escuela, empezaron a lanzar contra él los Silabarios, las Gramáticas, los Juanitos, los Minuzzoli, los Cuentos de Thouar y el Polluelo de la Baccini, y otros libros escolares; pero el muñeco, que tenía buena vista, los esquivaba a tiempo y los volúmenes pasaban sobre su cabeza e iban todos a caer al mar.

¡Figúrense los peces! Los peces, creyendo que aquellos libros eran comestibles, corrían en bandadas a flor de agua; pero tras haber probado alguna página o alguna tapa, la escupían en seguida, haciendo con la boca una mueca que parecía significar: «No es para nosotros: estamos acostumbrados a comer cosas mejores».

La lucha se hacía cada vez más feroz, y sucedió que un gran Cangrejo, que había salido del agua y se arrastraba despacito por la playa, gritó con un vozarrón de trompeta acatarrada:

—¡Quietos, bribones, que no son más que eso! ¡Estas guerras entre muchachos nunca acaban bien! ¡Siempre pasa alguna desgracia!

¡Pobre Cangrejo! Fue lo mismo que predicar en el desierto. Hasta el sinvergüenza de Pinocho, volviéndose a mirarlo con encono, le dijo groseramente:

—¡Cállate, Cangrejo odioso! Mejor harías chupando dos pastillas medicinales para curarte ese resfriado de garganta. ¡Vete a la cama y trata de sudar!

Mientras tanto, los muchachos, que habían acabado ya de tirar todos sus libros, vieron a poca distancia el paquete de libros del muñeco y se apoderaron de él inmediatamente.

Entre aquellos libros había un volumen encuadernado en cartón grueso, con el lomo y las cantoneras de pergamino. Era un Tratado de Aritmética. ¡Los dejo imaginar lo pesado que era!

Uno de los chicuelos agarró el volumen y, apuntando a la cabeza de Pinocho, lo lanzó con toda la fuerza de su brazo; pero en vez de alcanzar al muñeco le dio en la cabeza a uno de sus compañeros, el cual se puso blanco como un papel y sólo pudo decir estas palabras:

—¡Mamá, mamá, ayúdame…, que me muero!

Y cayó cuan largo era sobre la arena de la playa. Al ver a su amigo como muerto,los muchachos, asustados, se dieron a la fuga, y en pocos minutos no quedó ni uno.

Pero Pinocho se quedó allí, aunque también él estaba más muerto que vivo del susto y del dolor; corrió a empapar su pañuelo al agua del mar y se puso a humedecer las sienes de su pobre compañero de escuela. Mientras tanto lloraba a lágrima viva y, desesperándose, lo llamaba por su nombre y decía:

—¡Eugenio! … ¡Pobre Eugenio!… ¡Abre los ojos y mírame… ¿Por qué no me contestas?… No he sido yo, ¿sabes?, quien te ha hecho tanto daño. ¡Créeme, no he sido yo!… ¡Abre los ojos, Eugenio!… Si continúas con los ojos cerrados me moriré yo también… ¡Dios mío! ¿Cómo voy a volver a casa?… ¿Con qué cara voy a presentarme a mi buena mamá? ¿Qué será de mí?… ¿A dónde huiré?… ¿Dónde podré esconderme?… ¡Oh, habría sido mejor, mil veces mejor, que hubiera ido a la escuela! ¿Por qué hice caso de estos compañeros, que son mi condenación?… El maestro me lo había dicho… y mi mamá me lo había repetido: «Cuídate de las malas compañías». Pero yo soy un testarudo…, un porfiado… ¡Dejo hablar a todos y luego hago lo que me da la gana! Y después me toca pagarlo… Y por eso, desde que estoy en el mundo, no he tenido un cuarto de hora tranquilo. ¡Dios mío! ¿Qué será de mí?…

Pinocho continuaba llorando, dándose golpes en la cabeza y llamando por su nombre al pobre Eugenio, cuando oyó de repente un ruido de pasos que se acercaban.

Se volvió: eran dos guardias.

—¿Qué haces ahí, tirado en el suelo? —preguntaron a Pinocho.

—Ayudo a este compañero de escuela.

—¿Está mal?

—Me parece que sí…

—¡Parece que muy mal! —dijo uno de los guardias, inclinándose y observando a Eugenio de cerca—. Este muchacho ha sido herido en la sien. ¿Quién lo hirió?

—Yo no —balbuceó el muñeco, sin aliento para más.

—Si no fuiste tú, ¿quién lo ha herido?

—Yo no —repitió Pinocho.

—¿Y con qué lo han herido?

—Con este libro.

Y el muñeco recogió del suelo el Tratado de Aritmética, encuadernado en cartón y pergamino, para enseñárselo al guardia.

—¿Y este libro de quién es?

—Mío.

—Ya basta; no hay que saber más. Levántate y ven con nosotros.

—Pero yo…

—¡Ven con nosotros!

—Pero yo soy inocente…

—¡Ven con nosotros!

Antes de marcharse, los guardias llamaron a unos pescadores que en ese momento pasaban con su barca cerca de la playa, y les dijeron:

—Les confiamos a este chico herido en la cabeza. Llévenlo a su casa y cuídenlo. Mañana vendremos a verlo.

Después se volvieron a Pinocho y, poniéndolo entre los dos, le ordenaron con acento militar:

—¡Adelante, y camina ligero! ¡Si no, va a ser peor para ti!

Sin hacérselo repetir, el muñeco empezó a andar por la senda que llevaba al pueblo. Pero el pobre diablo ni sabía en qué mundo estaba. Le parecía soñar una horrible pesadilla. Estaba fuera de sí.

Sus ojos lo veían todo doble, las piernas le temblaban, la lengua se le había pegado al paladar y no podía articular ni una palabra. Sin embargo, en medio de aquel estupor y entontecimiento, una agudísima espina le traspasaba el corazón: el pensamiento de que debía pasar bajo las ventanas de la casa de su buena Hada entre los dos guardias. Hubiera preferido morir.

Habían llegado ya y estaban a punto de entrar en el pueblo, cuando una juguetona ráfaga de viento arrebató el gorro de la cabeza de Pinocho, llevándolo a una docena de pasos de allí.

—¿Me permiten —dijo el muñeco a los guardias—, que vaya a recoger mi gorro?

—Recógelo, pero vuelve en seguida.

El muñeco fue, recogió el gorro…, y, en vez de ponérselo en la cabeza, se lo metió en la boca, entre los dientes, y empezó a correr a toda prisa hacia la playa. Corría como una bala.

Los guardias, pensando que sería difícil alcanzarlo, azuzaron tras él a un gran mastín, que había ganado el primer premio en todas las carreras de perros. Pinocho corría y el perro corría más que él, por lo que la gente se asomaba a las ventanas y se agolpaba en medio de la calle, ansiosa de ver el desenlace de aquella feroz carrera. Pero no pudieron darse ese gusto, porque el mastín y Pinocho levantaban en el camino una polvareda tal que a los pocos minutos ya no se pudo ver nada.

XXVIII

Pinocho corre el peligro de que lo frían en una sartén, como un pez.

D
URANTE AQUELLA desesperada carrera, hubo un momento terrible, un momento en el que Pinocho se creyó perdido; pues hay que saber que Alidoro (así se llamaba el perro), a fuerza de correr y correr, casi lo había alcanzado.

El muñeco sentía a sus espaldas, a un palmo de distancia, el jadear afanoso de la fiera, e incluso percibía el cálido vaho de sus resoplidos.

Afortunadamente la playa estaba ya cerca; y el mar se veía a pocos pasos.

En cuanto pisó la playa, el muñeco dio un gran salto, que hubiera envidiado una rana, y cayó al agua, Alidoro, en cambio, intentó detenerse pero, arrastrado por el ímpetu de la carrera, entró también en el agua. Y el desgraciado no sabía nadar, por lo que inmediatamente se puso a patalear para salir a flote; pero cuanto más pataleaba más se le hundía la cabeza en el agua.

Cuando por fin consiguió sacarla, el pobre bicho tenía los ojos aterrorizados y fuera de las órbitas y, ladrando, gritaba:

—¡Me ahogo! ¡Me ahogo!

—¡Revienta! —le contestó, desde lejos, Pinocho, que ya se veía fuera de peligro.

—¡Ayúdame, Pinochito!… ¡Sálvame de la muerte!

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